Algunas reflexiones sobre uno de los temas más
significativos del debate político actual
Ángel López
18-12-23
ElPlural
En estos tiempos en los que el debate político tiene un importante foco en la renovación del Consejo General de Poder Judicial, cuestión que ha devenido en una suerte de gamberrismo institucional por parte del primer partido de la oposición, parecería una suerte de escapada reflexionar sobre el alcance y los límites del Poder judicial, que no reside en su órgano de gobierno, sino en todos y cada uno de los jueces y magistrados, con sola sumisión a la ley, como resulta del inequívoco mandato constitucional.
Este es el verdadero problema y no solo en España, el de la configuración constitucional de dicho Poder del Estado. Se ha dicho que el siglo XIX y parte del XX fueron los de la construcción del Poder legislativo, a través de la generalización del sufragio universal, libre, directo y secreto, y de un Poder Ejecutivo sometido a la supremacía del Parlamento; pero que los acelerados cambios sociales y tecnológicos desde las primeras décadas de la pasada centuria hasta nuestros días, habían de facto alumbrado un Poder judicial al que saltaban las costuras de su configuración tradicional, y estaba necesitado de una reconsideración, incluso una reconstrucción constitucional, a la altura de los tiempos.
No obstante, parece ineludible gastar (posiblemente malgastar) unas palabras sobre la cuestión de actualidad, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, Que la configuración del órgano de gobierno de la judicatura pueda redundar en los tres grandes valores del juicio, la imparcialidad, la objetividad y la independencia es solo a precio de que las competencias de dicho órgano indirectamente obliguen a una alineación partidista de los jueces, alineación partidista que viene garantizada tanto por una elección corporativa (recuérdese el copo de la Asociación Profesional de la Magistratura en las primeras elecciones, donde se llegó a excluir la concurrencia de otras asociaciones) como por una elección parlamentaria, que acaba siendo de carácter partitocrático, de lo que tenemos abundantes ejemplos, con respecto a los cuales se podría decir que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Bien cierto es que la elección corporativa carece absolutamente de legitimación democrática (un poder del Estado elegido por sus propios miembros es una antigualla propia del Antiguo Régimen) y puede consagrar el dominio para la eternidad de una determinada tendencia (ese es realmente el diseño de nuestra derecha, tener un dominio conservador de la judicatura tal que someta a una suerte de libertad vigilada las mayorías parlamentarias que no sean las suyas), y de esos defectos en origen está exenta la elección parlamentaria, pero en la práctica resulta degradada por la ausencia de cultura institucional, lo que mal arreglo tiene cuando la lucha política se convierte en una encarnizada disputa. Una y otra alternativa son derivadas de la configuración del Estado moderno, donde el Príncipe es el Partido político (o sus equivalentes tentáculos, como en este caso las asociaciones” profesionales” de jueces), como con lucidez avisaba D. Manuel García Pelayo, hace décadas.
Viene esto a cuento de que la única forma de embridar al Príncipe es que las leyes le quiten poder o lo hagan muy reglado, con lo que la única solución al problema es restituir la carrera judicial a un estrecho sometimiento al principio de capacidad y mérito en la provisión de plazas y cargos, y a la reducción al mínimo de los poderes discrecionales del Consejo. La idea de quitar poderes al Consejo es la razón de la acogida con tanto éxito de la propuesta de Vicente Guilarte, su presidente provisional, llena de su buen sentido, pese a lo muy discutible de su fórmula. Extraño es que a nadie se le ocurriera antes, o tal vez es más significativo que extraño.
Por otro lado, nada nuevo bajo el sol, porque toda la historia del Derecho Público moderno es la lucha contra las inmunidades del Poder. El tema en línea de principio da para muy poco más, salvo que el proyecto de elección banderiza no sea el realmente querido por unos y otros, asociaciones y partidos, y a ninguno salvo. Para muestra un botón: hay que proceder a la designación de la actual vacante de Magistrado constitucional, porque “nos pertenece”, según el señor Feijoo.
El caso es que nadie le ha llamado desvergonzado, porque expresa una actitud común en toda la clase política ante la provisión de cargos y su correlación con las mayorías parlamentarias. La crítica más bien ha sido que poca legitimidad tiene quien invoca el consenso bipartidista para este nombramiento quien se niega al mismo para el Consejo General del Poder Judicial. No parece injusta la crítica, pero no va al fondo del asunto, que sería el rechazo a toda idea de lotes a repartir. Fórmulas para evitarla hay; otra cosa es que se quieran, punto sobre el que tengo el más sincero escepticismo.
Y dicho esto, no sin el temor de que sea un esfuerzo inútil y como tal conducente a la melancolía, en un próximo artículo hablaré “un poco de lo importante”, tal como expresaba Virgilio en las Bucólicas.
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