Esas jóvenes hijas de puta
31-1-15
Arturo Pérez- Reverte
Supongo que a muchos se les habrá olvidado ya, si es que se
enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas, y recordarlo. Entre otras cosas,
y más a menudo que muchas, el ser humano es cruel y es cobarde. Pero, por
razones de conveniencia, tiene memoria flaca y sólo se acuerda de su propia
crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá debido a eso, la palabra
remordimiento es de las menos complacientes que el hombre conoce, cuando la
conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su bajeza moral. Por eso es
la que menos consulta en el diccionario. La que menos utiliza. La que menos
pronuncia.
Hace dos años, Carla Díaz Magnien, una
adolescente desesperada, acosada de manera infame por dos compañeras de clase,
se suicidó tirándose por un acantilado en Gijón. Y hace ahora unas semanas, un
juez condenó a las dos acosadoras a la estúpida pena -no por estupidez del
juez, que ahí no me meto, sino de las leyes vigentes en este disparatado país-
de cuatro meses de trabajos socioeducativos. Ésas son todas las plumas que
ambas pájaras dejan en este episodio. Detrás, una chica muerta, una familia
destrozada, una madre enloquecida por el dolor y la injusticia, y unos vecinos,
colegio y sociedad que, como de costumbre, tras las condolencias de oficio,
dejan atrás el asunto y siguen tranquilos su vida.
Pero hagan el favor. Vuelvan ustedes
atrás y piensen. Imaginen. Una chiquilla de catorce años, antipática para
algunas compañeras, a la que insultaban a diario utilizando su estrabismo
-«Carla, topacio, un ojo para acá y otro para el espacio»-, a la que alguna vez
obligaron a refugiarse en los baños para escapar de agresiones, a la que
llamaban bollera, a la que amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos
e hijas de la grandísima puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos,
desarrollan ya desde bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no,
a los miles de homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos
ahora, o decimos tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los
gorditos, a los torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los
medios o la entereza de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la
crueldad de las que oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del
resto: la cobardía, el lavarse las manos. La indiferencia de los compañeros de
clase, testigos del acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables
ciudadanos que serán en el futuro- que las cosas siguieran su curso. El
silencio de los borregos, o las borregas, que nunca consideran la tragedia
asunto suyo, a menos que les toque a ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores,
resultado directo de la sociedad disparatada en la que vivimos, cuya
escarmentada vocación consiste en pasar inadvertidos, no meterse en problemas
con los padres y cobrar a fin de mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a
otro lado, argumentando lo de siempre: «Son cosas de crías». Líos de niñas. Y
mientras, Carla, pidiendo a su hermana mayor que la acompañara a la puerta del
colegio. La pobre. Para protegerla.
Faltaba, claro, el Gólgota de las redes
sociales. El territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento
impune. Allí, la crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro
de divertidos tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más
bromas, más mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no
saben, que son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo
a costa del asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de
soportarlo, con el mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce
años, Carla no pudo más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por
él.
Ignoro cómo fue la reacción posterior en
su colegio. Imagino, como siempre, a las compis de clase abrazadas entre
lágrimas como en las series de televisión, cosa que les encanta, haciéndose
fotos con los móviles mientras pondrían mensajitos en plan Carla no te
olvidamos, y muñequitos de peluche, y velas encendidas y flores, y todas esas
gilipolleces con las que despedimos, barato, a los infelices a quienes suelen
despachar nuestra cobardía, envidia, incompetencia, crueldad, desidia o
estupidez. Pero, en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con
ella en la mano, la madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los
tuétanos a ese colegio miserable que fue cómplice pasivo de la canallada
cometida con su hija. Porque al final, ni escozores ni arrepentimientos ni
gaitas en vinagre. En este mundo de mierda, lo único que de verdad duele, de
verdad castiga, de verdad remuerde, es que te saquen la pasta.