Más
de 40 años explotando a niñas en nombre de Dios: el silencio y
secretismo de la escuela de sirvientas del Opus Dei
Se
llamaba Instituto de Capacitación
Integral en Estudios Domésticos,
una escuela de criadas que el Opus
Dei tuvo en Argentina entre 1973
y
2017; ya suman 43 las mujeres que
han denunciado a los seguidores
de
Escrivá de Balaguer ante el
Vaticano por haber sido reducidas a
la servidumbre
ElDiario.es
Paula
Bistagnino
28-6-23
Claudia
Carrero entró en la cocina, la más grande que había visto en su
vida, con el paso alegre de una nena y el uniforme a cuadros
diminutos rosas y blancos. Tuvo que levantar la vista desde su metro
treinta para ver el lavavajillas, que duplicaba su altura. Le pareció
moderno, extraño, inmenso como todo desde que había cruzado el
portón de rejas de la mano de sus padres, una hora antes.
Detrás
del paredón infranqueable había un pequeño paraíso con árboles
altos hasta el cielo, flores perfumadas y pajaritos. Así eran los
bosques en los cuentos de princesas.
Una
mujer bien vestida y amable les mostró las habitaciones en las que
viviría los próximos tres años. A ella le tocaría una de tres
chicas, pero había otras de hasta seis. No le importó que fuera más
chiquita que la que tenía en su casa en Villa Ramallo, una ciudad
pequeña mitad de camino entre Buenos Aires y Rosario. Dejó el bolso
que traía sobre la litera. La mujer bien vestida las llevó hasta
una sala a la que llamó “el planchero”. Como era verano, el
calor que hacía adentro no contrastaba con el de afuera. Un tiempo
después, cuando le tocó pasar decenas de sábanas por los rodillos
enormes, padeció ese calor húmedo, estancado en el aire como una
nube pegajosa.
—Ahora
te vamos a buscar un uniforme a tu medida.
De
un perchero repleto le eligieron uno de su tamaño. Había de todas
las tallas, porque a los 14 años muchas chicas todavía tienen
cuerpos infantiles. La tela era suave y liviana, tan finita que tuvo
que ponerse una enagua debajo porque se traslucía. Era cómodo. Le
gustaba.
Los
padres la miraron, quizás con orgullo: habían encontrado una buena
escuela para su hija. La despidieron en el portón de rejas. Claudia
se quedó entusiasmada. Podían visitarla, decía el reglamento, un
domingo al mes.
Cuando
se fueron, la mujer guio a Claudia por el jardín hasta una casa de
tejas. Entraron por detrás. Otra mujer se acercó y le entregó un
repasador. ¿Le había dicho su nombre? ¿Sabría algo de ella?
—Vaya
con las chicas a secar vasos.
Con
el trapo seco en la mano, se acercó al lavavajillas mirando la
escena: unas chicas llegaban con los carros de acero inoxidable
llenos de platos, cubiertos y vasos sucios, los pasaban por agua
caliente, los acomodaban en los cajones de madera, tan pesados que
tenían que levantarlos entre dos, y los ponían a lavar. Cuando la
máquina terminaba, empezaba el trajín.
El
repasador en la mano derecha, un vaso en la mano izquierda. Primero
por dentro, después por fuera. Por dentro, por fuera. Al carrito. Y
siguiente. La única indicación era apurarse. Rápido. Por dentro.
Por fuera. Segunda pasada. Al carrito. Y siguiente.
El
ritmo lo marcaba la máquina: los cajones salían uno detrás del
otro, se volvían a llenar y otra vez a empezar. ¿Cuántas chicas
eran? Muchas, pero el movimiento era tanto que no se podían contar.
Además, estaban las instructoras y las que dirigían, que iban de
acá para allá.
Del
otro lado de la pared, cien hombres comían en un salón elegante.
Claudia no podía verlos desde el “office”, así le decían a la
trastienda de la cocina, pero se escuchaba el murmullo. Las únicas
que podían cruzar la puerta hacia el otro lado eran las “doncellas”,
las chicas un poco más grandes, que ya estaban en la escuela y
tenían experiencia. Iban y venían con los carros y su uniforme azul
con puntillas blancas.
El
plato sucio se saca por el lado derecho.
El
plato lleno se pone por el lado izquierdo.
En
silencio.
Sin
mirar a los ojos.
Sin
llamar la atención.
Sin
bambolear las caderas.
El
agua por el lado derecho.
El
vino por el lado izquierdo.
Paradas
detrás del comensal.
Sólo
el brazo asoma en la mesa.
Sin
ningún roce.
Apenas
una presencia.
A
los dos lados de la pared, los cuerpos uniformados se movían con la
perfección de los engranajes de un mecanismo automatizado. Claudia
estaba atenta a todo. El pelo prolijamente recogido en una cola de
caballo, los ojos grandes por los nervios. El repasador en la mano
derecha, un vaso en la mano izquierda. Primero por fuera, después
por dentro. Segunda vuelta. Al carrito. Uno, dos, tres, cuatro, ¿diez
o veinte vasos? No llegó a percibir la diferencia en el movimiento:
el vaso se le escurrió del repasador. Las tragedias suceden en un
segundo. Siguió la caída con la vista y, antes de que llegara a
pedirle a Dios, vio cómo estallaba contra el piso.
Hubo
un silencio artificial.
Todo
el mecanismo se detuvo.
Claudia
quedó paralizada, con el vaso destrozado a sus pies y el repasador,
ahora húmedo, en la mano. Vio cómo una mujer iba directo hacia
ella.
Con
la voz baja, casi amable, le habló de cerca:
—Mi
chulita, no se preocupe…
Y,
señalando una lista de precios que estaba colgada en la pared:
—Usted
lo va a pagar con su trabajo.
Claudia
perdió la cuenta. ¿Habrá secado diez mil o treinta mil vasos?
¿Cuántos pisos y baños limpió? ¿A cuántos hombres y mujeres les
cocinó cenas exquisitas con entradas, primeros platos, postres y
panadería casera? ¿Cuántos pantalones, sacos, faldas, sotanas,
sábanas y manteles fregó para sacarles hasta la última mancha y
planchó hasta dejarlos tan lisos como ahora se veían sus manos? Lo
que sí contabilizó fueron los veintidós años y seis meses en los
que fue una sirvienta del Opus Dei.
Lo
escribió en un documento que tipeó en el verano de 2020. Se sentó
en la computadora, en su casa en Rosario y mientras miraba jugar a su
hija, Angelina, casi con la misma edad que tenía ella cuando le
probaron el uniforme, escribió: “NO SE PREOCUPE, MI CHULITA. USTED
LO VA A PAGAR CON SU TRABAJO”. Así, todo en mayúsculas, describió
detalles de los casi diez mil días en los que trabajó, rezó, se
flageló y besó el piso apenas sonar el despertador, cada mañana a
las 6, diciendo: “TE SERVIRÉ”. Lo contó con sus palabras y lo
escribió con bronca. Lo mismo hicieron otras 42 mujeres, ese mismo
verano, desde Buenos Aires, desde Entre Ríos, desde Moreno, desde
Ezeiza, desde Tigre, desde España, desde Canadá, desde Estados
Unidos; 7 años, 16 años, 13 años, 18 años, 26 años, 11 años. Un
cadáver exquisito de historias personales, con algunas diferencias
de tiempos y espacios, que puesto en conjunto describen una matriz,
una máquina en la que metieron a cientos de mujeres jóvenes y
pobres que al final del proceso eran sirvientas profesionales y
devotas obedientes. Una fábrica.
En
1973, cuando terminaba un gobierno militar en la Argentina, cuando un
gobierno popular estaba por reasumir el poder y a punto de sancionar
la ley más progresista de América Latina en derechos laborales, la
organización católica Opus Dei abrió una 'escuela de mucamas' en
la provincia de Buenos Aires, en las afueras de la capital. La
llamaron Instituto de Capacitación Integral en Estudios Domésticos
(ICIED).
“Tras
casi diez años de estancia en el país, las primeras mujeres del
Opus Dei, que ya contaban con un buen conocimiento de la realidad
argentina, individuaron, como necesidad urgente, la tarea de devolver
a los trabajos domésticos su propia dignidad”, rememoró
la primera directora, Ana María Sanguinetti, en un documento de 50
páginas publicado por el Instituto Histórico Escrivá de Balaguer
en 2019 que relata la gesta de “una
de las labores apostólicas más modernas y dinámicas que se conocen
en la zona”.
Ana
María Sanguinetti fue una de las dos mujeres que en 1979 tocó la
puerta de la casa de Claudia y se presentó como la directora del
ICIED.
A
Claudia la había recomendado una mujer para la que trabajaba su tía,
en la ciudad de Rosario: le había prometido que si iba a estudiar a
esa escuela de hotelería de Buenos Aires, después podría ser su
dama de compañía. Pasaron pocos días entre que Claudia dijo que sí
y golpearon la puerta de su casa, en Villa Ramallo.
—Una
escuela secundaria con orientación en tareas del hogar —les
explicaron a los padres— Sólo para mujeres, católica.
Antes
de irse, la directora le dio a Claudia una estampita con la imagen de
Josemaría Escrivá de Balaguer. Ya había tenido otras estampitas en
sus manos, pero a ese hombre de anteojos negros de marco grueso y
media sonrisa no lo había visto nunca. No se olvidó de la frase que
estaba al pie: “Siervo de Dios”.
—Va
a haber un sorteo entre varias chicas para entrar a la escuela.
Rezale mucho, así te eligen —le dijo Sanguinetti.
Claudia
rezó. Cada noche y a veces también de día, rezó dos o tres meses
sin parar. Cuando la llamaron, sintió que alguna especie de milagro
había ocurrido. Era el primer deseo que se le cumplía. La habían
elegido, a ella entre tantas otras.
El
llamado fue en noviembre. Le dijeron que se presentara el 3 de enero.
Era 1980. Hacía seis días había cumplido los 14.
“Cada
vez son menos personas que quieren dedicarse a las tareas domésticas
y no están satisfechas. Esto último lleva a las jóvenes a
emplearse transitoriamente [...] cuando ése es el trabajo que tiene
como objeto directo el más digno: el ser humano”
María
Alba Blotta — Promotora y Asesora pedagógica del
ICIED, 1972.
El
paredón infranqueable encerraba nueve hectáreas que habían sido la
casaquinta de una de las familias pioneras de San Miguel, en el
noroeste de la provincia de Buenos Aires, a unos 30 kilómetros de la
Capital. Los Gallardo se habían despojado de su propiedad en Bella
Vista después de la insistencia y la buena oferta de la Asociación
para el Fomento de la Cultura, la primera asociación civil creada
por el Opus Dei en la Argentina, en 1961. Se compró con aportes de
los primeros miembros. Con el terreno, los Gallardo habían entregado
el viejo casco, una casona de grandes galerías con mayólicas y
suelos terracota, suelos de madera y techos de ladrillos típica del
siglo XIX. A esa casona la continuaba otra de estilo colonial, de
techos con tejas naranjas, galerías de columnas blancas, un patio
con un aljibe y una fuente de agua sobre la entrada principal. Los
Gallardo habían bautizado a su casaquinta La Chacra y así quedó
para siempre. Sonaba bien para una casa de retiros y convivencias
espirituales. Unos años después ese nombre quedó revestido de un
aura sacra: en su única visita a la Argentina, entre el 14 y el 18
de junio de 1974, Josemaría Escrivá de Balaguer vivió allí.
La
escuela empezó a funcionar en 1973 en algunos cuartos de la
construcción colonial, en la otra punta de la casona. Así, no había
manera de que los huéspedes se cruzaran con las chicas, salvo con
las que los servían.
Cuando
Claudia llegó, en 1980, se respiraba el perfume de los pinos y los
eucaliptus cincuentenarios que habían inspirado el nombre de la
ciudad, Bella Vista, y un sentido común católico y militar que
blindaba los límites como los de una aldea: todo el barrio lindaba
con el predio del Ejército más grande del país, Campo de Mayo, que
marcaba el ambiente y las reglas de la vida también: entonces, la
dictadura militar tenía ya casi cuatro años en el poder –de los
siete que estaría– y ese era uno de los centros de tortura y
secuestro clandestinos en los que habían asesinado y desaparecido a
miles de personas.
Puertas
adentro del paredón también se hablaba de eso. Los que cenaban ahí
eran miembros de élite del Opus Dei: hombres profesionales, algunos
de apellidos ilustres, linaje terrateniente, empresario, político,
judicial o académico. Parecían hombres comunes y corrientes, debían
serlo, pero eran elegidos. Habían aceptado el desafío de
santificarse en la vida ordinaria a través de su trabajo y del
celibato, la prescindencia del dinero y la fidelidad a las enseñanzas
de Josemaría Escrivá de Balaguer. A eso le decían compromisos de
castidad, pobreza y obediencia. Eran máximas equivalentes a los
votos de los religiosos, pero los llamaban compromisos porque ahí
estaba su distinción. A diferencia de los sacerdotes, ellos eran
laicos que podían participar de la vida civil sin restricciones:
podían ser legisladores, jueces, profesores universitarios,
periodistas, empresarios y banqueros. No sólo podían, sino que
tenían que serlo: llegar a lo más alto de la sociedad, ocupar la
cima del poder, porque el mundo es como una montaña y quien quiera
dominarlo debe llegar a la cumbre para desde allí derretir la nieve
y bañar al resto.
El
Opus Dei, creado en 1928 “por inspiración divina” en la España
del dictador Miguel Primo de Rivera, desembarcó en Rosario en 1950.
El fundador de la “Obra de Dios”, Escrivá de Balaguer, llevaba
años de intercambio epistolar con el obispo castrense Antonio
Caggiano. Ese año también llegaron a Chile y antes a México. Para
la década del 60 se multiplicaban los miembros. Con ellos, también
creció la necesidad de tener propiedades para crear residencias para
la vida en comunidad -“en familia”- entre hombres y mujeres, por
separado. A La Chacra iban a hacer sus convivencias y el “retiro
anual” –equivalente a las vacaciones–, que en esas épocas
doradas duraba un mes.
Para
enero de 1980, entre sacerdotes y laicos varones llegaban a cien
personas. Tuvieron que llevar a todas las alumnas nuevas para poder
atenderlos. En febrero, se fueron los varones y llegaron las mujeres.
Ellas también eran de clases altas y vivían castas, pobres y
obedientes, pero con menos ambiciones en la vida pública. Su misión
era mantener las residencias y centros del Opus Dei, dirigir a las
criadas que servirían a los varones en primer lugar y después a
ellas, y llegar a las mujeres de buena sociedad para hacerlas
supernumerarias. Era un segundo anillo de membresía abierto a
varones y mujeres también de familias pudientes y poderosas, pero no
tomaban el compromiso del celibato, sino el de formar familia. A
ellas se les daba formación espiritual, se les pedía llevar a otras
mujeres, colaborar con dinero y tener muchos hijos. La mujer es
santa después del octavo hijo.
Los
primeros años de la escuela tuvieron la promoción de un grupo de
mujeres que formaron un Patronato: la primera presidenta fue
Hortensia Dedyn de Miguens, la sucedió Luisa Nelson de Llorente. En
su casa se reunían los miércoles María Elena Duhau de Avellaneda,
Lucía Duhau de Escalante, Elena Figueroa de Avellaneda, María Luz
Fontana de Pini, Carmen García Verde de Klappenbach, Carmen de los
Angeles Larruy de Petit, Esther Zavalía de García Mansilla, María
Helena Secondo de Cuesta Silva. Las donaciones llegaban de todos
lados: la renta de un campo, una tienda de regalos en Ayacucho 1584,
Recoleta, que les daba sus ganancias; el laboratorio Andrómaco de
Alejandro Roviralta, las instituciones Adveniat y Misereor, de
Alemania,
“cuarenta millones de pesos mensuales que, desde el 26 de noviembre
de 1976, daba como renta una playa de estacionamiento de automóviles
ubicada en una zona de Buenos Aires llamada Constitución, y que
aportó, durante seis años −es decir, hasta 1982−, el cincuenta
por ciento de sus ganancias. Este donativo se consiguió por
intermedio de Carmen de los Angeles Larruy de Petit, de Córdoba,
quien conocía a Osvaldo Cacciatore, de origen cordobés, a quien
habló del proyecto”.
En
1979 Ana María Sanguinetti reunió a numerarias y supernumerarias
para pedirles ayuda. Se necesitaban más alumnas, porque La Chacra
estaría repleta durante todo el verano. En pocas semanas se armaron
listas de nombres de chicas de 12 y 13 años de todo el país que
eran buenas candidatas: pobres, de lugares rurales, sin posibilidades
de educarse, de familias trabajadoras, católicas con los sacramentos
al día en lo posible, aunque si no los tenían por falta de acceso,
y no de fe, no había problema. Chicas con destino de criadas, de una
u otra manera. Los primeros nombres se los sacaron las
supernumerarias a sus empleadas: una hermanita, una prima, una amiga
del pueblo. Las mandaron a preguntar a otras empleadas del barrio con
las que charlaban.
Una
escuela gratuita en Buenos Aires para ser sirvientas profesionales,
se corría el rumor. “La empresa Ford contribuyó con la
donación de un automóvil, al que se llamó ‘El ochenta’ −por
haberse conseguido en ese año−, que se utilizó para los viajes de
promoción y búsqueda de alumnas y otras necesidades de la
escuela”. Así
se enteró Claudia: la tía de una numeraria llamada María Amelong
se lo comentó a una señora de Rosario. Ella se lo dijo a su
empleada. Su empleada llamó a su sobrina:
—Hay
una escuela de hotelería en Buenos Aires.
“−Es
verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está
santificando pelando patatas”
Josemaría
Escrivá de Balaguer, — Surco, 1986
En
marzo empezaron las clases, tal como Claudia las había imaginado:
izaron la bandera, cantaron el himno y les dieron carpetas en las que
hicieron las carátulas de las materias: Matemática, Ciencias
Naturales y Aplicadas, Prácticas de Taller, Religión, Historia,
Formación Moral y Cívica, Geografía, Castellano, Inglés, Artes
del Hogar, Ciencias del Trabajo y Educación Física.
Antes
de las 7 de la mañana sonaba el despertador en los pasillos. El
desayuno era un paso rápido para después ir a misa, y enseguida
había que ponerse a trabajar en el orden, limpieza y cocina de la
casa. Para ellas y para los huéspedes. Hasta el mediodía, que
paraban para almorzar. Después de limpiar la cocina, entraban a
clases. Cuando terminaban, volvían a trabajar hasta la hora de la
cena. Tenían tiempo para una pequeña tertulia, después de levantar
y lavar todos los platos. A eso de las 10, cuando los huéspedes
terminaban su cena, se cerraba la puerta entre el comedor y el resto
de la casona. Doble llave. Una de las directoras la cerraba del lado
de las chicas, siempre acompañada por otra numeraria o alumna, y
algún director hacía lo mismo del otro lado, con un numerario.
Nunca debían cruzarse mujeres y varones solos. La puerta dejaba la
cocina del lado de las chicas para que, una vez cerrada, pudieran
pasar a limpiar, lavar y preparar la mesa para el desayuno del día
siguiente. Cuanto más rápido lo hacían más tiempo para dormir les
quedaba. Rápido era rápido: había que buscar la perfección,
siempre, porque así es como Dios quiere que se hagan las cosas.
La
vajilla en la mesa se sirve así.
¿Cómo
que puso las tazas hacia la izquierda?
Las
asas miran a la derecha. Todas alineadas.
Las
servilletas, el mismo doblez, a la derecha.
Los
cubiertos, ¡juntos no! Uno a cada lado del plato, el tenedor a la
izquierda.
En
las clases prácticas aprendían cómo hacer bien, o mejor, las
tareas que les tocaban todos los días: trabajar con un orden y un
método podía dosificar el esfuerzo y cansarse menos.
La
cera debe cubrir todo el piso.
Primero,
con trapo y secador.
Después,
de rodillas para llegar a los rincones.
Con
cuidado, no sea cosa de mancharse el uniforme.
Puede
poner algo debajo de las rodillas para que duelan menos.
Lustrar
parece fácil pero no. La máquina es grande y ellas chiquitas.
¡Cuidado
porque las puede revolear!
Le
quedó cera acumulada en el zócalo, mi chulita.
Y
también en aquel rincón.
Eso
se saca con viruta.
Otra
vez de rodillas.
Queman
las manos después de la viruta.
Había
técnicas para tender la cama, ordenar una habitación, limpiar la
cocina y mantener la despensa. Otras para priorizar y jerarquizar
tareas cuando eran muchas: para aprovechar el tiempo, para no tener
que hacer dos veces lo mismo.
Algunas
de las chicas habían llegado sin saber limpiar vidrios y muchas no
conocían elementos de limpieza básicos. También era nuevo para
muchas bañarse en una ducha, tener una cama individual y comer
cuatro veces al día.
La
tarde de clases a veces se hacía cuesta arriba. Sobre todo en las
materias teóricas, siempre alguna de las chicas cabeceaba o se
rendía al sueño sobre el pupitre. Había una profesora de Historia
que no se los dejaba pasar. Se les acercaba y les susurraba al oído:
—Mijita,
levántese, vaya al baño, lávese la cara, mójese detrás de las
orejas y vuelva.
Esa
profesora había llegado después de que echaron a otra, más
jovencita, que había explicado La
teoría de la evolución de
Charles Darwin en su clase. Tenía 22 años, estudiaba Derecho y era
vecina de Bella Vista. Cuando la llamaron para pedirle que volviera
al aula y dijera que eso de la evolución era todo mentira,
renunció.
—La
mayoría de las profesoras no eran de la Obra y nos tenían un amor
inmenso… Éramos chiquitas —, recuerda Claudia mientras repasa
las fotos en las que se la ve con uniformes de distintos colores,
según iban pasando los años: en el patio de La Chacra bailando
folclore, en la cocina cortando carne, en el planchero con los
rodillos y las sábanas, en una tertulia tocando la guitarra, sentada
en la cama de su habitación con un crucifijo detrás.
—No
podíamos salir solas a ningún lado. Los domingos nos llevaban a dar
una vuelta por ahí nomás y también, a veces, de excursión: fuimos
a conocer la fragata Sarmiento una vez, otra a la Rural y la
República de los Niños.
Tampoco
podían quedarse solas. El único momento de intimidad era cuando
entraban al baño. Y siempre tenían el tiempo contado, porque alguna
compañera estaba esperando su turno o una instructora mirando qué
hacía. Y si veían que entre algunas había confianza, las rotaban
en las habitaciones y en las tareas.
Había
un teléfono general por el que podían recibir llamadas, pero las
familias muchas veces no tenían quién les prestara un teléfono o
el dinero para pagar una llamada que ni siquiera sabían si les
pasarían. Lo mismo pasaba con las cartas: cuando llegaban iban
directo a la dirección. Una numeraria las revisaba y evaluaba si
podían leerlas. Lo peor era que anunciaran alguna muerte, porque ahí
a las chicas les daban ganas de irse a ver a la familia. Esas se las
daban un mes después, cuando ya había pasado todo. Si las cartas
pasaban, las dejaban responderlas. Antes, las leían. Si decidían no
enviarlas, no les avisaban.
Los
días pasaban sin sobresaltos. A Claudia le gustaba la escuela. Se
había acostumbrado. Aunque extrañaba escuchar música. ¿Cuánto
hacía que no podía poner un disco de Rafaella Carrá y jugar a
mover la cabeza como ella? ¿O uno de Palito Ortega de los que
escuchaban sus padres los sábados a la noche? Había visto un
recital en la tele en su casa, pero ahora no veían la tele.
Había una, empotrada en la pared del living y cerrada con llave. La
llave la tenía una de las directoras. Qué ganas de sacársela a
escondidas y ver una tarde de cine continuado tirada en un sillón.
Un domingo cada tanto, cada mucho, la prendían a la hora de la
tertulia. Pero dependía de la programación. Era imposible controlar
lo que podían escuchar o ver. El proyector, en cambio, tenía menos
riesgos:
—Cantando
bajo la lluvia, Un gato en el tejado, Expreso de oriente, Sandokan,
El tigre de Malasia, La novicia rebelde… Esas eran las que nos
pasaban. Y cuando había un beso o algo así medio romántico,
enseguida tapaban el proyector con un diario o algo hasta que pasara
la escena.
Felices,
todas sentadas en silencio frente a la pared, miraban fascinadas y se
reían o lloraban. Quizá alguna aprovechara ese momento para llorar
por su familia, por un novio que había dejado, porque sí.
Al
día siguiente todo volvía a empezar.
El
Opus Dei era omnipresente, pero no sabían mucho hasta que les
tocaba. Podía ser en cualquier momento, una tarde de lluvia o
una mañana de sol, antes o después de la misa, en medio de alguna
tarea, al terminar la tertulia o en el paseo dominical.
Una
numeraria, con la que más trato tenían, se acercaba a hablarles.
—¿Cómo
se siente ser mejor cada día? Dios la mira y está feliz con su
servicio.
Después
de algunas charlas, les recomendaba confesarse.
El
padre no dudaba:
—Usted
tiene vocación. Qué feliz debe ser.
Volvía
entonces la numeraria:
—Usted
puede santificarse a través del trabajo.
Y
el cura:
—Dios
la ha elegido para concederle su gracia.
Y
la numeraria y el cura:
—Sus
padres tendrán el cielo gracias a usted.
—Servir
es la tarea más digna que una mujer puede hacer.
—Salvarse
sirviendo a Dios, qué privilegio.
—No
ha nacido hombre para una numeraria auxiliar.
—No
tendrá felicidad si rechaza el designio divino.
—Si
tiene hijos nacerán enfermos porque está desafiando la decisión de
Dios.
—Si
no es la Obra, será el infierno.
—Yo
jamás vi mi vocación, pero si Dios la veía cómo iba a decir que
no —, dice Claudia.
Fue
en el año de las prácticas, cuando terminó los tres años de
escuela, que ella “pitó” como numeraria auxiliar. Así le decía
Escrivá de Balaguer a “hacerse de la Obra”: pitar.
—Creo
que a mí me dejaron tranquila mientras estaba en la escuela porque
mis padres venían a verme una vez al mes. Sabían que yo podía
decirles que no estaba bien y me perdían… Porque ellos te miden y
te eligen. No invitan a todas las chicas a ser de la Obra.
Una
vez que pitó, la separaron del resto de las chicas que no eran del
Opus Dei para empezar a cumplir con las reglas del Plan de Vida:
además del trabajo, ser numeraria auxiliar conlleva una rutina de
rezos, meditaciones, charlas con la directora espiritual, confesión
con el cura, formación teórica intensa de dos años y las
mortificaciones físicas.
—Son
tantas cosas que cuando te dan el cilicio (una liga de alambre con
puntas) y la disciplina (un látigo de soga con varias puntas y
encerado) vos sólo pensás en que tenés algo más para hacer.
Claudia
pitó en 1984. Tenía 19 años. Para la ley argentina vigente era
menor. Para el Opus Dei, ya era grande.
Lo
ideal era que todos los miembros pitaran a los 14 años y medio o 15.
La cuenta era así: tenían que pasar seis años desde la “admisión”
hasta la incorporación de por vida al Opus Dei. Para eso, tenían
que ser mayores. En ese tiempo, los formaban y los evaluaban:
convicción, disciplina, carisma y salud. Entonces sí, estaban
listos. Con los 21 años llegaba la “fidelidad”: un anillo como
símbolo de la alianza con Dios y un testamento de puño y letra en
favor de la nueva familia. A Claudia le tocó firmar en favor de una
asociación civil, la AFC, que era la que llevaba la administración
de la escuela.
Entre
1980 y 2002, trabajó en una docena de instituciones del Opus Dei en
la Argentina: residencias universitarias, casas de varones, casas de
mujeres, casas de retiros, clubes para niños, la sede central.
Hasta
que se escapó.
Encontró
el momento y salió. Se llevó las pocas cosas que tenía. No
escribió la carta obligatoria al Padre, la máxima autoridad en
Roma, para pedirle permiso. Nadie puede irse sin la carta de
dispensa. Claudia se fue. El Opus Dei llamó a sus padres, los fue a
ver, la buscó en la casa de otras numerarias auxiliares que se
habían escapado antes que ella. Imposible, si las chicas que se iban
eran como fantasmas. Desaparecían como ella, de un día para el
otro, y adentro decían que, pobres, se habían vuelto locas o se
habían ido detrás de cualquier tipo. A veces las hacían rezar por
sus almas pobres. Eso dijeron de ella también, mientras la buscaban
en Villa Ramallo, en Buenos Aires y en Rosario.
En
una de las casas en las que la buscaron fue la de Lucía Giménez,
una numeraria auxiliar que se había escapado antes. Lucía era de un
pueblo rural de Paraguay, Loreto. La habían llevado a Asunción a
los 14 años y a los 15, en 1982, a Buenos Aires en un avión de la
embajada argentina. No hubo escuela para ella: fue directamente a
trabajar. Lucía nunca supo dónde estaba Claudia hasta que muchos
años después, en 2014, viajó a Villa Ramallo con su familia y la
recordó. Buscó el apellido por la guía telefónica y llamó. La
atendieron los padres, le contaron que vivía en Rosario y le dieron
su dirección. Lucía la fue a ver.
En
2017 el Ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires
cerró el Instituto de Capacitación para Empresas de Servicios
(ICES). Le habían cambiado el nombre y la figura cuando tuvieron que
adaptar el programa de estudios a las nuevas leyes de educación del
país, en 1993. No había argumentos para justificar que chicas de 13
años tuvieran que irse tan lejos de sus familias para tener acceso a
la educación.
“El
fundador del Opus Dei deseaba una mejora de las condiciones
socio-laborales en que se desarrollaban las tareas domésticas, y
vislumbraba la proyección social que se derivaría de la
dignificación de esta tarea"
Ana
María Sanguinetti
En
2021, Lucía, Claudia y otras 41 mujeres denunciaron al Opus Dei ante
el Tribunal para la Doctrina de la Fe del Vaticano por trata de
personas, reducción a la servidumbre y manipulación psicológica.
Hasta hoy no han tenido respuesta.
Este
texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado
adelante por Revista Anfibia, el
Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la
Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y
mayo de 2023.