'Elogio
de la homosexualidad': una reflexión sobre el poder de las palabras
24/06/2017
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Luis Alegre Zahonero
Cuando conoces a alguien y tomas un par de copas, vas al cine o quedas a
cenar, tienes sexo, etc., sabes que, tarde o temprano, alguien planteará la
fatídica pregunta: "Pero, nosotros, ¿qué somos?". Es cuestión
de tiempo. La necesidad de saber a qué atenerse, la necesidad de nombrar y
pensar lo que uno mismo tiene y lo que uno mismo hace impone la exigencia de
poner una palabra a ese conjunto disperso de cosas (el cine, la cena, el
sexo, las copas...). No resulta fácil sostener por mucho tiempo una respuesta
del tipo "dos personas que han visto un par de películas, disfrutan del
sexo juntas y salen a bailar". El problema es que, en el instante en que
se elige la palabra y se dice, por ejemplo, "somos novios", de un
modo casi automático se descarga un archivo completo, una especie de manual de
instrucciones de nuestra propia vida, en el que viene detallado cómo funcionan
los celos, cómo hay que relacionarse con los suegros, qué se hace en
vacaciones, dónde se sienta cada uno en el coche, qué se opina de los amigos,
quién se ocupa de los niños, cómo se paga la hipoteca... Son con frecuencia las
determinaciones que corresponden a la palabra las que terminan imponiéndose y
dando forma a nuestras propias vidas.
Del mismo modo, nuestra identidad como "hombres" o
"mujeres" viene determinada por un conjunto disperso de cosas que han
quedado reunidas en las casillas "masculinidad" y
"feminidad". Cabría pensar que "hombre" o "mujer"
hace referencia a unos determinados órganos genitales, unos cromosomas, unas
hormonas o lo que sea. Sin embargo, estas palabras incluyen todo un manual de
instrucciones que regula y prescribe hasta los más pequeños detalles de
nuestras vidas: rosa / azul; muñeca / pelota; ternura / brusquedad; cambiar
pañales / cambiar bombillas; recato / descaro; dependencia / autosuficiencia;
programas de cotilleos / carreras de motos; mostrar afecto a los amigos con un
beso / mostrar afecto a los amigos con un golpe; sentarse cruzando las piernas
/ desparramarse en el asiento... etc. Se trata de un manual de instrucciones,
obsesivo en los detalles, en cuya elaboración no hemos participado y que se
impone sin que nos demos ni cuenta.
No es saludable
tomarse todas las construcciones tan a la ligera como para quedar a la
intemperie, pero es fundamental no tomarlas tampoco tan en serio como para
convertirlas en una mazmorra.
Dedicar algún tiempo a pensar sobre esas casillas y el modo como regulan
nuestras vidas nos hace sin duda más libres: nos permite tomar los elementos
por separado, coger unos y dejar otros, sin necesidad de descargarse siempre el
archivo completo hasta el último comando. Pero, para ganar ese margen de
libertad, es necesario poder mirar las casillas un poco desde fuera, pensar
sobre ellas, ver lo que tienen de artificio y que no hay nada de natural e
inevitable, por ejemplo, en mostrar afecto a los amigos dando un golpe en vez
de haciendo una caricia.
Esto es así tanto para los homosexuales como para los heterosexuales. La
única diferencia es que esa distancia racional (respecto al modo como los
ancestros organizaron los archivos) no es una simple opción para nosotros y
nosotras. En nuestro caso, pensar sobre la construcción de esas casillas es una
necesidad. Probablemente no haya ni un solo homosexual que no haya dedicado
algún tiempo de su vida a pensar en ellas: en la medida en que, desde la
infancia o la primera juventud, notamos que algo falla en los archivos de los
ancestros, nos vemos obligados a pensar sobre ellos. Una de las piezas
centrales (la orientación sexual) no encaja según lo previsto y, por lo tanto,
resulta ineludible dedicar un tiempo a pensar la construcción completa del
manual de instrucciones.
Una vez descubierto lo que el tinglado completo tiene de artificio, es
posible también descargar archivos completos, o trozos grandes de archivos. Los
humanos necesitamos construir comunidades, reconocernos y crear identidades
compartidas. No es saludable tomarse todas las construcciones tan a la ligera
como para quedar a la intemperie, pero es fundamental no tomarlas tampoco tan
en serio como para convertirlas en una mazmorra en la que permanecer encerrados
sin margen de maniobra.
Gracias a la lucha feminista y al movimiento LGTBI, la edad dorada de la
heterosexualidad está tocando a su fin. No es que vaya a desaparecer el deseo
sexual de muchos hombres hacia las mujeres y viceversa, por supuesto. Pero el
tinglado completo que los ancestros organizaron tomando esas piezas como piedra
angular está perdiendo rigidez. Y también las personas heterosexuales tienen
mucho que celebrar en esa liberación.
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