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FAUNA IBÉRICA
Fernández Díaz, señuelo para franquistas
6 DE JULIO DE 2016
He aquí un tesoro del conservadurismo español, un truco electoral que pasa
desapercibido: Jorge Fernández Díaz es el vínculo estético del PP con el
franquismo. Tiene un poco del bisbiseo nasal de Torcuato Fernández Miranda y
bastante del cráneo resinoso de Arias Navarro. Su comunicatividad mediocre y su
estampa como de cera encajarían como un guante en cualquier pase del No-Do, y
eso calienta los corazones falangistas cosa mala, igual que su manía de
conceder medallas y distinciones a trozos de piedra como la virgen o Paco
Marhuenda. Muerto Fraga, quedó Fernández Díaz de señuelo.
Como buen gestor de las cloacas del Estado, parpadea mucho, probablemente
como un acto de contención… por no sacar la mano a pasear. En virtud de su
puesto, también gasta unas bolsas oculares grandes dentro de las que podría
guardar perfectamente un par de ojos de repuesto. Tiene, además, la boca
reprimida. En su rostro hay una grave congestión emocional que se resuelve con
un atascamiento de pómulos, un rictus gris.
Escucha o se expresa con tacañería. Su comportamiento público va de la
indolencia y la pereza al discurseo cenizo y punitivo, sin pasar por un término
medio. Sonrisas se le han visto pocas, y las que ha enseñado se parecían más a
una mueca de urticaria sin rascar que de alegría.
Su exposición mediática es parca, no mira a los ojos y gesticula lo justo.
Apenas se sirve de las manos o de los hombros, se mueve poco para que no le
pase lo que a Barrionuevo, que de tanto ajetreo físico acabó aireando el olor a
cieno democrático que llevaba siempre pegado al traje.
Otra forma de estimular al facherío español es la conexión nasal que le
une a Jesús Gil. Una nariz de tiro largo que intenta colonizar la boca. Una
nariz sin complejos, muy útil para conspirar, cuya forma fue tendencia durante
años entre el mafioseo mediterráneo
porque aporta solidez y autoritarismo, dos cualidades fundamentales para
desenvolverse en el fraude político, ya sea a la hora de robar dinero público
o, como es el caso, de perseguir a la oposición.
Se convirtió al cristianismo fanático cuando Dios lo
asaltó en mitad de un viaje a Las Vegas. Es católico de misa diaria, de los
buenos, de los que sufren gases y regurgitaciones cuando ven una boda
homosexual porque se preocupan por la pervivencia de la especie. Sin duda, le
inquieta la salvación de la humanidad, de ahí el aire lastimero que le sube a
veces a las cejas: parece que esté luchando contra un reflujo de acidez, pero
no, se trata de pura tristeza cristiana. Su vocación religiosa le hace devolver
a los inmigrantes en caliente para que vuelvan a machacarse saltando vallas. Y
él lo verá como un acto solidario porque, al final, se despellejarán de nuevo
en las concertinas, que (pensará) son como cilicios pero para negros, y él
sabe, como buen supernumerario del Opus Dei, que esas mortificaciones lo
acercan a uno a Dios. Ya dijo una vez que la política es “un magnífico campo
para el apostolado”.
Fernández Díaz es uno de esos políticos creados para
desmovilizar: un enterrador vestido de domingo que nos pone muy fácil pensar
que la política es el arte del inmovilismo y el desencanto, que nunca cambiará
el fondo de las cosas de la misma forma que no cambia el tapizado de los
escaños. De hecho, su figura encarna ese estancamiento. Ha habido muchísimos
como él: tipos conservadores y de nostalgia enfermiza que andan siempre
disgustados. Parece que ha estado siempre ahí: incluso si lo miráramos por
primera vez, ya estaríamos cansados de verlo. Nadie se imagina al ministro
naciendo o siendo joven o aprendiendo algo. En cambio, le espera un gran futuro
como momia incorrupta.
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