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jueves, 21 de marzo de 2019

SODOMA -Poder y Escándalo en el VATICANO (Frédéric Martel) Capítulo 2


Capítulo 2
LA TEORÍA DE GÉNERO

¿Una antecámara? ¿Un gabinete? ¿Un camarín? Estoy en la sala del piso privado del cardenal estadounidense Raymond Leo Burke, una vivienda oficial del Vaticano, en la romana Vía Rusticucci. Es una habitación extraña y misteriosa, y la observo minuciosamente. Estoy solo. El cardenal aún no ha llegado.
—Su Eminencia está retenida en el exterior. No tardará —me dice don Adriano, un cura canadiense, elegante y un poco cortado. Es el asistente de Burke—. ¿Está al corriente de la actualidad?
El día de mi visita el papa Francisco acaba de convocar al cardenal americano para sermonearle. Hay que decir que Burke no ha ahorrado provocaciones y ataques contra el santo padre, por lo que se le considera su enemigo número uno. A juicio de Francisco, Burke es un fariseo (lo cual, para un jesuita, no es precisamente un piropo).
En el entorno del papa, los cardenales y monsignori con quienes he hablado se lo toman a broma:
—¡Su Eminencia Burke está loca! —me dice uno de ellos, un francés, que con buena lógica gramatical usa el adjetivo en femenino.
Esta feminización de los títulos de hombres es sorprendente, y me llevó tiempo acostumbrarme a oír hablar así de los cardenales y obispos del Vaticano. Mientras que Pablo VI tenía la costumbre de expresarse en primera persona del plural («Decimos…»), me entero de que a Burke le gusta que, para referirse a él, se use el femenino: «Su Eminencia puede estar orgullosa», «Qué generosa es Su Eminencia», «Su Eminencia es demasiado buena».
Más prudente, el cardenal Walter Kasper, próximo a Francisco, se limita a menear la cabeza en señal de consternación e incredulidad cuando menciono el nombre de Burke, aunque también se le escapa un «loco», así, en masculino.
Y más racional en su crítica, el padre Antonio Spadaro, un jesuita considerado como una de las eminencias grises del papa actual, con quien converso regularmente en la sede de la revista que dirige, La Civiltà Cattolica, me explica:
—El cardenal Burke encabeza la oposición al papa. Esos adversarios son muy vehementes y a veces muy ricos, pero no son muy numerosos.
Un vaticanista me reveló el mote que le han puesto en la curia al cardenal estadounidense, hombre bajito y rechoncho: The Wicked Witch of the Midwest («la Bruja Mala del Medio Oeste», en un juego de palabras con la Bruja Mala del Oeste, personaje de El Magode Oz). Pero el papa Francisco, frente a esta eminencia rebelde que quiere defender la tradición, tampoco se anda con chiquitas. Pese a su apariencia de hombre sonriente y jovial, Burke es un duro. «Es un sectario», dicen sus detractores, que han llegado a ser muy numerosos en el Vaticano.
El santo padre sancionó al cardenal Burke, que fue destituido sin previo aviso de su cargo de prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, el órgano jurisdiccional vaticano de apelación. Como premio de consolación, a renglón seguido le nombró promoveatur ut amoveatur (ascendido para librarse de él), representante del papa ante la Orden de Malta. Con el título rimbombante de Cardinalis Patronus —cardenal patrono de la orden—, Burke siguió desafiando al sucesor de Pedro, lo que le valió una nueva advertencia del soberano pontífice, justo el día de mi llegada.
El origen de este enfrentamiento (agárrense) fue: ¡un reparto de preservativos! La Orden de Malta, orden religiosa soberana, hace obras de caridad en muchos países. En Birmania algunos de sus miembros, al parecer, repartieron preservativos a personas seropositivas para evitar contagios. Tras una rocambolesca investigación interna, el gran maestre acusó a su número dos, el gran canciller, de haber autorizado la campaña de reparto de gomas. La humillación es frecuente en el catolicismo, pasoliniana, aunque casi nunca alcance el nivel de Saló o los 120 días de Sodoma. El primero destituyó al segundo en presencia del representante del papa: el cardenal Burke.
¿La ceremonia ha terminado? Más bien se recrudece cuando el papa se entera de que los ajustes de cuentas entre rivales han podido tener un papel en este asunto, y comprende el trasfondo económico de la polémica (el control de un fondo de 110 millones de euros discretamente resguardados en una cuenta en Ginebra).
Muy disgustado, Francisco convoca a Burke para pedirle explicaciones y decide imponer su autoridad y nombrar a otro gran canciller pese a la oposición frontal del gran maestre, que invoca la soberanía de su organización y el respaldo de Burke. Este pulso, que mantuvo en vilo a la curia, se saldó con la dimisión del gran maestre y el sometimiento a tutela de la orden. En cuanto a Burke, severamente desautorizado, conservó su título pero fue despojado de todo su poder, que pasó al sustituto nombrado por el papa. «El santo padre me dejó el título de Cardinalis Patronus, pero ahora ya no tengo ninguna función. Ni siquiera me informan de nada, ni la Orden de Malta ni el papa», se lamentaría después Burke.
Durante uno de los episodios de este verdadero culebrón, justo cuando el entorno del papa había convocado a Burke, yo tenía una cita con él. Y mientras le cantaban las cuarenta yo estaba esperando al cardenal en su casa, en su antecámara.

En realidad, ya no estaba solo. Daniele Particelli se había reunido allí conmigo. Varios meses antes, unos colegas curtidos me habían recomendado a este joven periodista italiano, que me acompañó con frecuencia en mis entrevistas. Investigador y traductor, guía testarudo, Daniele, a quien encontraremos con frecuencia a lo largo del libro, fue mi principal colaborador en Roma durante cuatro años. Todavía recuerdo nuestra primera conversación:
—No soy creyente —me dijo— y eso me permite tener la mente más abierta y más libre. Me interesa todo lo que concierne a la comunidad LGBTQ aquí, en Roma, las noches,
las apps y los espectáculos gay underground. También soy un fiera en informática, muy geek, muy digital. Me gustaría ser mejor periodista y aprender a contar historias.
Fue así como empezó nuestra colaboración profesional. El novio de Daniele cultivaba plantas exóticas y él tenía que cuidar todas las noches de Argo, un perro de raza Welsh Corgi Pembroke que necesitaba un trato especial. El resto del tiempo estaba libre para investigar a mi lado.
Antes de conocer a Daniele acudí a varios periodistas romanos para pedirles que me ayudaran en mis indagaciones, pero todos se mostraron indiferentes o distraídos; o demasiado militantes o demasiado poco. A Daniele le gustaba el tema que yo estaba investigando. No tenía cuentas pendientes con la Iglesia ni sentía compasión por ella, lo único que quería era hacer un trabajo periodístico de manera neutra, al estilo, me dijo, de los buenos artículos del New Yorker y de la llamada «narrative non fiction», lo cual encajaba con mis planes. Él aspiraba a hacer straight journalism, como se dice en Estados Unidos: periodismo basado en hechos, solo en hechos, pero que sean verificables. Nunca habría imaginado que el mundo recién descubierto a mi lado sería a tal punto inverosímil y poco straight.1
—Disculpe, Su Eminencia me ha hecho saber que aún tardará un poco en llegar —nos explica de nuevo don Adriano, el asistente de Burke, visiblemente apurado.
Para romper el hielo le pregunto si estamos en la vivienda del cardenal o en su despacho.
—Su Eminencia no tiene despacho —me contesta el joven cura—. Trabaja en su casa. Pueden seguir esperándola.
La antecámara del cardenal Burke, un amplio piso de soltero que se me ha quedado grabado en la memoria, es una especie de salón clásico, lujoso y desangelado a la vez. En inglés americano lo llaman bland: «soso». En medio de la habitación hay una mesa de madera oscura, copia moderna de un modelo antiguo, sobre una alfombra que hace juego con los muebles. Alrededor hay varios sillones suntuosos rojos, amarillos y ocres de madera tallada, con brazos torneados que lucen cabezas de esfinge y leones con melena. Encima de una cómoda hay una Biblia abierta en un atril, encima de una mesa una composición de piñas secas, entrelazadas y pegadas entre sí: arte ornamental de los viejos dandis. Una lámpara de tulipa complicada. Varias pedrerías y estatuas religiosas horrorosas. ¡Y tapetes! En las paredes, una biblioteca con los estantes bien provistos y el enorme retrato de un eclesiástico. ¿Burke? No. Pero la idea me pasa por la cabeza.
Sospecho que Burke es un héroe para su joven asistente, que seguramente le idolatra (el verbo es más bonito en inglés americano: to lionize). Trato de entablar una conversación sobre el sexo de los ángeles, pero don Adriano se muestra tímido y poco locuaz antes de dejarnos solos otra vez. La espera empieza a hacerse pesada, y al final salgo de la sala. Merodeo un poco por la vivienda del cardenal. De repente me topo con un altar muy singular metido en un decorado que imita un iceberg, un retablo en forma de tríptico de colores, con una capillita abierta adornada con una guirnalda iluminada que destella y, en el centro, el famoso capelo rojo del cardenal. ¿Un capelo? ¡Qué digo: un tocado!
Entonces me vienen a la mente las fotos extravagantes de Raymond Leo Burke que han provocado tantas burlas en Internet: el cardenal diva, el cardenal dandi, el cardenal drama
 queen. Hay que verlas para creerlas. Viéndolas uno empieza a imaginar un Vaticano muy distinto. ¡Burlarse de Burke es hasta demasiado fácil!
Mi imagen preferida del prelado estadounidense no es la más espectacular. Se ve al cardenal de setenta años sentado en un trono verde espárrago que es el doble de grande que él, rodeado de colgaduras plateadas. Lleva una mitra amarilla fluorescente en forma de alta Torre de Pisa y unos guantes largos azul turquesa que le hacen como dos manos de hierro; la muceta es verde berza, ribeteada de amarillo, con una capa verde pera por encima que deja asomar un roquete de encaje granate. Los colores son insólitos, el atavío inimaginable, la imagen excéntrica y camp. Nada más fácil que caricaturizar una caricatura.
Don Adriano me sorprende meditando delante del sombrero rojo del cardenal y me orienta, con su dulzura de chambelán, hacia el aseo que ando buscando.
—Por aquí —murmura, lanzándome una mirada acariciadora.
Mientras Francisco abronca a Su Eminencia Burke, heme aquí en su cuarto de baño, el lugar de sus abluciones. Un extraño cuarto de baño digno de un spa de lujo, con mucha calefacción, como una sauna. Las pastillas de jabón de marca con perfumes sutiles están colocadas a la japonesa, y las toallitas más pequeñas dobladas sobre las medianas, colocadas a su vez sobre las grandes, y las grandes sobre las muy grandes. El papel higiénico es nuevo y tiene una protección que garantiza su inmaculada pureza. Al salir, en el pasillo, veo decenas de botellas de champagne. ¡Champagne de marca! ¿Para qué demonios necesitará un cardenal tanto alcohol? ¿Acaso la frugalidad no está inscrita en los Evangelios?
A unos pasos de allí diviso un armario de espejo, o quizá un psyché, esos grandes espejos abatibles que permiten verse de cuerpo entero, lo cual me encanta. Si hubiera hecho el experimento de abrir las tres puertas a la vez, me habría visto como el cardenal todas las mañanas: desde todos los ángulos, rodeado de su imagen, enlazado en sí mismo.
Delante del armario hay unas soberbias bolsas rojas, recién llegadas del almacén. ¿Serán también de Gammarelli, el sastre de los papas? Dentro de esas cajas de sombreros, los tocados del cardenal, sus mantos de piel de imitación y sus vestidos de volúmenes enormes. Tengo la impresión de estar en los bastidores de la película Roma, de Fellini, donde se prepara el extravagante desfile de moda eclesiástico. No tardarán en salir curas enamorados en patines de ruedas (para ir más deprisa al Paraíso), monjitas con toca, más curas con traje de novia, obispos con luces parpadeantes, cardenales disfrazados de farolas y, para cerrar el espectáculo, el Rey Sol con gran pompa, aureolado de espejos y luces. (El Vaticano reclamó que se censurase la película en 1972, pero sigue circulando de forma incesante, según me han confirmado, por los salones gay-friendly de ciertos seminarios.)
El ropero de la eminencia estadounidense no me ha revelado todos sus secretos. Don Adriano, superintendente encargado del guardarropa del cardenal, me acompañó prudentemente al salón, poniendo fin a mi exploración y privándome de ver la famosa capa magna del cardenal.
Burke es conocido por usar ese atavío de otros tiempos. Las fotos en las que lleva esta gran vestidura coral, reservada a las ceremonias, se han hecho famosas. El hombre es alto y, con capa magna, se convierte en gigante: ¡parece una dama vikinga! Performance. Happening. Con esa prenda larga tan chusca (es como si llevara puesta una cortina), Burke se pavonea y muestra a la vez su plumaje y su gorjeo. Esta chaqueta con vuelo es una capa de seda roja tornasolada con capucha abotonada detrás del cuello y abrochada por delante (las manos asoman por una abertura). La cola tiene una longitud que varía, dicen, según la dignidad. La «cola» de Burke, dependiendo las ocasiones, mide hasta doce o quince metros de largo. ¿Trata así el cardenal larger than life («más grande que la vida») de agrandarse a medida que el papa intenta empequeñecerle?
Francisco, que no teme enfrentarse a la nobleza de toga vaticana, le habría dicho a Burke que en Roma ya no se lleva la capa magna. «¡El carnaval ha terminado!», habrían sido sus palabras, quizá apócrifas, publicadas en los medios. Al papa no le gustan, como le habían gustado a su predecesor, los frufrús y los flecos de los cardenales «carcas». Quiere acortarles los vestidos. La verdad es que sería una lástima que Burke le obedeciese: ¡sus retratos son tan heterodoxos! En Internet, las fotos de sus atavíos hacen furor. Unas veces lo vemos tocado con capelo cardenalicio, un sombrero ancho y rojo, con borlas, que casi todos los prelados dejaron de llevar después de 1965 pero Burke sigue calándose a pesar de que, a sus casi setenta años, le da aspecto de vieja cascarrabias. En la Orden de Malta, donde escandaliza menos por ser una secta ritual que también tiene sus capas, sus cruces y sus propias insignias, puede vestir como corresponde a un hombre de la Edad Media sin riesgo de perturbar a sus sectarios.
En otras ocasiones Su Eminencia lleva ropa con relleno que le da holgura y oculta sus michelines. Hay una foto suya en la que da la campanada con su capa y un grueso armiño blanco alrededor del cuello que le hace una papada triple. Y en una más sonríe mostrando las ligas por encima de la rodilla y una medias, como el rey de Francia ante la guillotina. A menudo se la ve rodeada de jóvenes seminaristas que le besan la mano; magníficas imágenes, a fin de cuentas, pues nuestro Adriano parece rendir culto a la belleza griega que, como es sabido, siempre fue más macho que hembra. Burke, admirable hazmerreír de Roma, siempre aparece rodeado de celestinas obsequiosas, Antínoos arrodillados ante él o edecanes que sostienen la larga cola roja de su capa magna, como los monaguillos la de una recién casada. ¡Qué espectáculo! ¡El cardenal con faldas regaña a sus efebos, y los pajes, apurados, ajustan su vestido arrugado! ¡Me hace pensar en la infanta Margarita de Las meninas de Velázquez!
La verdad es que nunca había visto nada tan fantástico. Ante este hombre disfrazado de mujer para ostentar su virilidad, uno vacila, se pregunta, enmudece. ¿Girly? ¿Tomboy? ¿Sissy? No hay palabras, ni siquiera en inglés, para describir a este cardenal enfundado en sus galas femeninas. ¡La teoría de género en su plenitud! La misma teoría que Burke, como no podía ser menos, ha vilipendiado. «La teoría de género es una invención, una creación artificial. Es una locura que provocará enormes desdichas en la sociedad y en la vida de los que la defienden… Algunos hombres [en Estados Unidos] se empeñan en entrar en los aseos de mujeres. Es inhumano», no ha tenido empacho en explicar el cardenal durante una entrevista.
Burke es contradictorio pero no es corriente. En todo este asunto pone el listón muy alto. Puede pasearse lleno de velos, con capa magna, con vestidos extralongilíneos, metido en una selva de encaje blanco o enfundado en un largo manto con forma de bata y, al mismo tiempo, durante una entrevista, denunciar en nombre de la tradición a «una Iglesia que se ha feminizado demasiado».
—El cardenal Burke es lo que él denuncia —resume severamente un partidario de Francisco. Cree que el papa estaba pensando en Burke cuando, en 2017, denunció a los prelados «hipócritas» de «almas maquilladas».
—Es verdad que Burke hoy se siente aislado en el Vaticano. Pero no es que esté solo, es que es único —corrige el inglés Benjamin Harnwell, uno de los fieles de Burke con quien conversé cinco veces.
Seguramente el prelado aún puede contar con algunos amigos que tratan de igualarlo con sus atavíos rojo chillón, amarillo caca de ganso o marron glacé: el cardenal español Antonio Cañizares, el cardenal italiano Angelo Bagnasco, el cardenal de Sri Lanka Albert Patabendige, el patriarca y arzobispo de Venecia Francesco Moraglia, el arzobispo argentino Héctor Aguer, el obispo estadounidense Robert Morlino o el suizo Vitus Huonder, que también usan la capa magna. Pero la especie está en vías de extinción. Estas autocaricaturas aún podrían probar suerte en Drag Race, el programa de telerrealidad que elige a la drag queen más bella de Estados Unidos, pero en Roma el papa los ha marginado o destituido a todos.
Sus partidarios en la santa sede aseguran que Burke «vuelve a dar espiritualidad a nuestra época», pero evitan hacer muy público su apoyo. El papa Benedicto XVI, que lo llamó a Roma porque lo consideraba un buen canonista, hizo mutis cuando Francisco lo castigó. Los detractores de Burke, que no quieren ser citados, me sugieren que «está un poco tocado» y difunden algunos rumores pero sin que ninguno, hasta hoy, me haya aportado la menor prueba de una ambigüedad real. Limitémonos a decir que, como todos los hombres de Iglesia, Burke es unstraight (bonito neologismo inventado por el escritor de la generación beat Neal Cassady en las cartas a su amigo Jack Kerouac para designar a alguien que no es heterosexual o a un abstinente).
Lo que le da a Burke su brillo es la apariencia. A diferencia de la mayoría de sus correligionarios, convencidos de que pueden disimular su homosexualidad prodigando declaraciones homófobas, él practica una cierta sinceridad. Es antigay y lo proclama a los cuatro vientos. No intenta ocultar sus gustos, alardea de ellos con afectación y provocación. No hay nada afeminado en Burke: según él, hay que respetar la tradición. ¡Lo que no es óbice para que viendo al cardenal con sus galas extravagantes y sus disfraces lo primero que nos venga a la cabeza sea una drag queen!
Julian Fricker, un artista drag alemán que trata de recuperar los espectáculos de transformismo con gran nivel de exigencia artística, me explica durante una conversación en Berlín:
—Lo que me llama la atención cuando veo la capa magna, los ropajes o el sombrero con adornos florales de cardenales como Burke es la exageración. «La burra grande, ande o no ande»: eso es típico de los códigos drag queen. Hay esa extravaganza y esa artificialidad desmesurada, el rechazo de la realness («realidad»), propios de la jerga drag, para referirse a los que quieren parodiarse a sí mismos. También hay cierta ironía camp en la elección de la ropa de estos cardenales, cuyo estilo habrían podido copiar la andrógina Grace Jones o Lady Gaga. Se diría que estos religiosos juegan con la teoría de género y con las identidades cambiantes, fluidas y queers.
Burke no es corriente. Ni ordinario, ni mediocre. Es complejo, singular y, por tanto, fascinante. Es una rareza. Una obra maestra. A Oscar Wilde le habría encantado.
El cardenal Burke es el portavoz de los «carcas» y el adalid de la homofobia dentro del Vaticano. Sobre este tema ha prodigado declaraciones rotundas, juntando las cuentas de un verdadero rosario antigay. «No hay que invitar a las parejas gais a las cenas familiares cuando hay niños delante», dijo en 2014. Un año después afirmó que los homosexuales que viven con parejas estables son como «esos criminales que han asesinado a alguien y tratan de ser amables con los otros hombres». Declaró que «el papa no puede cambiar las enseñanzas de la Iglesia sobre la inmoralidad de los actos homosexuales o la indisolubilidad del matrimonio».
En un libro de entrevistas ha llegado a teorizar la imposibilidad del amor entre personas del mismo sexo: «Se habla del amor homosexual como amor conyugal, pero eso es imposible, porque dos hombres o dos mujeres no pueden experimentar las características de la unión conyugal». La homosexualidad, a su juicio, es un «grave pecado» porque, según la fórmula clásica del catecismo católico, es «intrínsecamente desordenada».
—Burke está en la onda tradicionalista del papa Benedicto XVI —me dice el excura Francesco Lepore—. Estoy totalmente en contra de sus posiciones, pero debo reconocer que aprecio su sinceridad. No me gustan los cardenales con doble rasero. Burke es uno de los pocos que se atreve a dar su opinión. Es un adversario feroz del papa Francisco y el papa le ha sancionado por eso.
El cardenal Burke, obsesionado con la «agenda homosexual» y la teoría de género, denunció en Estados Unidos los días gais de Disneylandia y la autorización de los bailes entre hombres en Disney World. En cuanto al matrimonio entre personas del mismo sexo, para él es claramente «un acto de desafío a Dios». En una entrevista, acerca del matrimonio gay afirma que «este tipo de mentira solo puede tener un origen diabólico: Satanás».
El cardenal emprende su propia cruzada. En Irlanda, en 2015, con motivo del referéndum sobre el matrimonio, sus comentarios en los debates fueron tan furibundos que obligaron al presidente de la Conferencia Episcopal Irlandesa a distanciarse de él (el «sí» ganó con el 62 % frente al 38 % de «no»).
En Roma Burke es como un elefante en un almacén de porcelana. Su homofobia es tan extrema que perturba hasta a los cardenales italianos más homófobos. Su legendario hetero-panic (expresión característica de un heterosexual con un miedo a la homosexualidad tan exagerado que llega a tener dudas sobre su propia inclinación) arranca sonrisas. Su misoginia irrita. La prensa italiana se burla de sus pretensiones de marisabidillas, sus vestidos violetas y su catolicismo de encaje.
Durante la visita de Francisco a Fátima, en Portugal, el cardenal Burke llegó a provocar al papa, mientras el papa pronunciaba su homilía, rezando ostensiblemente el rosario que llevaba en las manos y hojeando la Vulgata. La foto de este desprecio fue portada en la prensa portuguesa.
—Con un papa sin zapatos rojos ni hábitos excéntricos, Burke literalmente enloquece —ironiza un cura.

—¿Por qué hay tantos homosexuales en el Vaticano, entre los cardenales más conservadores y tradicionalistas?
Le hice la pregunta sin rodeos a Benjamin Harnwell, afín al cardenal Burke, después de menos de una hora de conversación con él. Harnwell estaba explicándome la diferencia entre cardenales «conservadores» y «tradicionalistas» en el ala derecha de la Iglesia. A su juicio, Burke, como el cardenal Sarah, son tradicionalistas, mientras que Müller y Pell son conservadores. Los primeros rechazan el Concilio Vaticano II y los segundos, en cambio, lo aceptan. Mi pregunta le pilla desprevenido. Harnwell me lanza una mirada inquisidora. Al final exclama:
—Buena pregunta.
Harnwell, cincuentón, es inglés y habla con mucho acento. Soltero exaltado, algo esotérico y próximo a la extrema derecha, tiene un historial complicado. Cuando me encuentro con él, viajo hacia atrás en el tiempo y, debido a su conservadurismo, tengo la impresión de estar con un súbdito no de Isabel II, sino de la reina Victoria. Es un actor secundario de este libro, ni siquiera es sacerdote, pero aprendí pronto a interesarme por estos personajes del montón gracias a los cuales el lector puede entender ciertos intríngulis. Y sobre todo he llegado a sentir afecto por este católico converso, radical y frágil.
—Apoyo a Burke, le defiendo —me advierte de entrada Harnwell.
Yo ya sé que es uno de los confidentes y consejeros ocultos del cardenal «tradicionalista» (y no «conservador», insiste).
Converso con Harnwell durante unas cuatro horas una noche de 2017, primero en el altillo de una tasca triste de la estación Roma Termini, donde me ha citado por prudencia, antes de continuar nuestra charla en un restaurante hippie-pijo del centro de la ciudad.
Benjamin Harnwell, con un sombrero negro Panizza en la mano, es el director del Dignitatis Humanae Institute, una asociación utraconservadora y lobby político. Su presidente es el cardenal Burke, que lo dirige rodeado de una docena de cardenales. El consejo de administración de esta secta «carca» reúne a los prelados más extremistas del Vaticano y coordina los sectores y las órdenes más oscuros del catolicismo: monárquicos legitimistas, ultras de la Orden de Malta y la orden ecuestre del Santo Sepulcro, partidarios del rito antiguo y varios parlamentarios europeos católicos integristas (Harnwell fue, durante mucho tiempo, asistente parlamentario de un diputado británico del parlamento europeo).
Este lobby, punta de lanza de los conservadores en el Vaticano, es abiertamente homófobo y visceralmente contrario al matrimonio gay. Según mis fuentes (y la Testimonianza de monseñor Viganò, de la que pronto hablaremos), parte de los miembros del Dignitatis Humanae Institute en Roma y Estados Unidos serían homófilos u homosexuales practicantes. De ahí mi pregunta directa a Benjamin Harnwell, que repito aquí:
—¿Por qué hay tantos homosexuales aquí en el Vaticano entre los cardenales más conservadores y más tradicionalistas?
Fue así como la conversación siguió otro derrotero y habló largo y tendido. Curiosamente, mi pregunta hizo que se soltara. Hasta ese momento habíamos tenido una charla comedida y aburrida, pero ahora me miraba de otro modo. ¿En qué estaría pensando este soldado del cardenal Burke? Había debido de informarse sobre mí. Le habrían bastado dos clics en Internet para saber que ya he escrito tres libros sobre la cuestión gay y soy un ardiente partidario de las uniones civiles y del matrimonio gay. ¿Se le habrían escapado estos detalles, caso de que eso fuera posible? ¿O era la atracción de lo prohibido, esa suerte
de dandismo de la paradoja, lo que le incitó a verme? ¿O la sensación de ser intocable, matriz de tantas perversiones?
El inglés se empeña en distinguir, como en una jerarquía de pecados, a los homosexuales «practicantes» de los que se abstienen:
—Si no hay acto, no hay pecado. Por otro lado, si no hay elección, tampoco hay pecado.
Benjamin Harnwell, que al principio tenía prisa y solo podía dedicarme un poco de tiempo entre dos trenes, no se despega de mí. Ahora me invita a echar un trago. Quiere hablarme de Marine Le Pen, la política francesa de extrema derecha con quien simpatiza, y también de Donald Trump, cuya política aprueba. También quiere hablar de la cuestión gay. Y henos aquí metidos de lleno en mi tema, que Harnwell no quiere soltar. Me propone ir a cenar.

«The Lady doth protest too much, methinks.» No descubrí el sentido profundo de esta frase de Shakespeare, que iba a ser la matriz de este libro, hasta más tarde, después de esta primera conversación con Benjamin Harnwell y mi visita a la casa del cardenal Burke. Lástima, porque no pude pedirles a esos anglosajones que me explicaran el famoso comentario del personaje de la madre de Hamlet, que se suele traducir así: «Me parece que la reina promete demasiado» (traducción de Luis Astrana Marín).
Hamlet, atormentado por el espectro de su padre, está convencido de que su tío ha asesinado al rey antes de casarse con la reina, su madre; y es así como el padrastro habría ocupado el trono de su padre. ¿Tiene que vengarse? ¿Cómo estar seguro de este crimen? Hamlet vacila. ¿Cómo puede saberlo?
Es aquí donde Shakespeare inventa su famosa pantomima, verdadera pieza teatral secundaria dentro de la pieza principal (III, 2), y con ella Hamlet le tiende una trampa al rey usurpador. Para ello recurre al teatro, pidiéndoles a unos cómicos ambulantes que representen una escena delante de los verdaderos personajes. Gracias a estas sombras chinescas, con un rey y una reina de comedia en medio de la tragedia, Hamlet descubre la verdad. Los cómicos, con nombres falsos, consiguen adentrarse en la psicología de los personajes verdaderos a fin de sacar a la luz los aspectos más secretos de sus respectivas personalidades. Y cuando Hamlet le pregunta a su madre, que asiste a la representación como público: «Señora, ¿qué piensa de esta pieza teatral?», ella contesta, hablando de su propio personaje:
—Me parece que la dama promete demasiado.
La frase, que revela la hipocresía, significa que cuando una persona muestra una vehemencia exagerada, cuando repite demasiado menudo su declaración de inocencia, hay muchas posibilidades de que no sea sincera. Ese exceso la traiciona. Hamlet, al ver la reacción de su madre y la del nuevo rey, reflejados en la reina y el rey de la comedia, llega a la conclusión de que la pareja probablemente ha envenenado a su padre.
Aquí tenemos otra regla Sodoma, la tercera:
Cuanto más vehemente es un prelado contra los gais, cuanto más fuerte es su obsesión homófoba, más posibilidades existen de que no sea sincero y de que su vehemencia nos oculte algo.
De modo que la pantomima de Hamlet me sirvió para encontrar la solución al problema en torno al que giraba mi investigación. No se trataba de «destapar» por principio a homosexuales vivos, homófobos o no. Yo no pretendía atacar a nadie y mucho menos hurgar en la herida de unos curas, frailes o cardenales que experimentan su homosexualidad —cerca de un centenar de ellos me lo confesaron— con sufrimiento y miedo. Mi planteamiento, por decirlo con una bonita expresión inglesa, es non-judgmental: ¡yo no soy juez! No vamos a juzgar, pues, a esos curas gais. Su abundancia será una revelación para muchos lectores, pero eso, a mi entender, no es en sí mismo escandaloso.
Aunque tengamos derecho a juzgar su hipocresía —y este sí es uno de los temas centrales de este libro—, no vamos a reprocharles su homosexualidad. Y de nada sirve dar demasiados nombres. Lo que hace falta, como dice el Poeta, es «inspeccionar lo invisible y oír lo inaudito». Por tanto, las cosas solo podré explicarlas con el teatro de quienes hacen «demasiadas promesas» y con los «encantamientos» de un sistema montado casi por completo sobre el secreto. Mas por ahora, como dijo el Poeta, «¡solo yo tengo la llave de este desfile salvaje!».

Cerca de un año después de mi primer encuentro con Benjamin Harnwell, al que siguieron otros almuerzos y cenas, me invitó a pasar un fin de semana con él en la abadía de Trisulti en Collepardo, donde vive ahora, lejos de Roma.
El gobierno italiano ha encomendado a la asociación Dignitatis Humanae Institute, que él dirige junto con Burke, que cuide de este patrimonio, declarado monumento nacional. Todavía viven aquí dos monjes, y el día de mi llegada me sorprendió verlos sentados a los extremos de una mesa con forma de U, comiendo en silencio.
—Son los dos últimos hermanos de una comunidad religiosa que fue mucho más numerosa, pero cuyos miembros se han ido muriendo. Cada uno tenía su sitio, y los dos últimos se sientan donde lo habían hecho siempre, separados cada vez por más sillas vacías —me explica Harnwell.
¿Por qué se han quedado los dos ancianos en este monasterio aislado, y siguen diciendo misa del alba, cada mañana, para unos pocos fieles? Me intriga la determinación inquietante y magnífica de estos religiosos. Se puede ser un descreído —como yo— y encontrar esa dedicación, esa piedad, esa humildad admirables. Los dos hermanos, a quienes respeto profundamente, representan para mí el misterio de la fe.
Terminada la comida, cuando llevo los cubiertos a la cocina, austera pero amplia, veo un calendario mural que ensalza al Duce. Cada mes, una foto distinta de Mussolini.
—Aquí en el sur de Italia es muy frecuente encontrar fotos de Mussolini —trata de justificar Harnwell, visiblemente azorado por mi descubrimiento.
El proyecto de Harnwell y Burke consiste en convertir este monasterio en cuartel general italiano y centro de formación de los católicos ultraconservadores. En sus planes, que me describe detalladamente, Harnwell se propone ofrecer un «retiro» a cientos de seminaristas y fieles estadounidenses. Durante su estancia de semanas o meses en la abadía de Trisulti esos misioneros de nuevo cuño asistirán a clases, aprenderán latín, volverán a los orígenes y rezarán juntos. A largo plazo, Harnwell quiere crear un vasto movimiento que encauce la Iglesia «en la buena dirección»: comprendo que se trata de combatir las ideas del papa Francisco.
Para librar esta batalla, la asociación de Burke, Dignitatis Humanae Institute, cuenta con el apoyo de Donald Trump y de su famoso exconsejero de extrema derecha Steve Bannon. Como me confirma Harnwell, que organizó el encuentro entre Burke y el católico Bannon en la misma antecámara donde estuve yo en Roma, el entendimiento entre los dos hombres fue «instantáneo». Desde entonces han estrechado lazos en reuniones y coloquios. Harnwell habla de Bannon como de un «maestro» y forma parte del séquito romano del estratega estadounidense cada vez que este viaja al Vaticano para tejer sus intrigas.
Como el motivo del combate era el fundraising, Harnwell, el guerrero, también intenta recaudar dinero para su proyecto ultraconservador. Pide ayuda a Bannon y a algunas fundaciones norteamericanas de derechas. ¡Incluso necesita sacarse el permiso de conducir para poder ir por sus propios medios a Trisulti! Y durante un nuevo encuentro en Roma, exultante, me anuncia un día:
—¡Lo tengo! ¡Por fin! ¡A los cuarenta y tres años me he sacado el permiso de conducir!
En los últimos tiempos, Trump envió a la santa sede a otro emisario en la persona de Callista Gingrich, tercera mujer del republicano expresidente de la Cámara de Representantes, a la que Trump ha nombrado embajadora. Harnwell y Burke también le dan coba desde su llegada a Roma. Ha nacido una alianza objetiva entre la ultraderecha estadounidense y la derecha ultra vaticana. (Burke también se ha deshecho en atenciones hacia los ultras europeos, recibiendo en su salón al ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, y al ministro de la Familia, Lorenzo Fontana, un homófobo próximo a la extrema derecha.)
Volviendo a mi tema, aproveché el tiempo que pasé junto a Harnwell en su monasterio para hacerle preguntas sobre la cuestión gay en la Iglesia. El hecho de que Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco estuvieran rodeados de homosexuales es un secreto a voces y Harnwell ya lo sabía. Pero que un cardenal exsecretario de Estado fuera gay, eso no se lo cree. Frente a mí, repite:
—¡El cardenal secretario de Estado, gay! ¡El cardenal secretario de Estado, gay! ¡El cardenal secretario de Estado, gay!
¡Y el asistente del papa Fulano, también gay! ¡Y Mengano, también gay! Harnwell no sale de su asombro.
Más adelante, durante otro almuerzo con él en Roma, me contará que mientras tanto ha hecho una pequeña indagación. Y me confirmará que, según sus propias fuentes, yo estaba bien informado:
—Sí, usted tenía razón, ¡en efecto, el cardenal secretario de Estado era gay!
Benjamin Harnwell calla un momento; en este restaurante que es como un templo cristiano en honor de la gula, de repente se persigna y reza una oración en voz alta antes de empezar a comer. El gesto aquí resulta anacrónico, un poco desfasado en este barrio laico de Roma, pero nadie le presta atención y él ataca como si nada su lasaña, regada con un (excelente) vino blanco italiano.
Nuestra conversación ha dado un extraño giro. Pero él defiende obstinadamente a «su» cardenal Raymond Burke: «no es político», «es muy humilde», aunque lleve la capa magna.
Harnwell es indulgente sobre el tema sensible de la capa magna: defiende con obstinación la tradición y no el travestismo. En cambio, sobre otros asuntos y otras figuras de la Iglesia se destapa, se arriesga. Ahora avanza a cara descubierta.
Podría explayarme sobre estas conversaciones y nuestros cinco almuerzos y cenas, contar los rumores que propagan los conservadores. Dejémoslo para más adelante, porque el lector, sin duda, no me perdonaría que lo revelase todo ahora. Llegados a este punto, baste con decir que, si me hubieran contado la historia inaudita que voy a relatar con todo detalle, confieso que no la habría creído. La realidad supera la ficción: gran verdad. The lady doth protest too much!

Sigo sentado en el salón del cardenal Burke, que no está; me consuelo de su ausencia pensando que una casa a veces es mejor que una larga entrevista y empiezo a darme cuenta de la magnitud del problema. ¿Es posible que el cardenal Burke y su correligionario Benjamin Harnwell ignoren que el Vaticano está repleto de prelados gais? El cardenal estadounidense es un sagaz cazador de homosexuales, a la vez que un erudito apasionado por la historia antigua. Conoce mejor que nadie la cara oscura de Sodoma. Es una larga historia.
Ya en la Edad Media, los papas Juan XII y Benedicto IX cometieron el «pecado abominable», y en el Vaticano todos conocen el nombre del amigo del papa Adriano IV (el célebre Juan de Salisbury), así como el de los amantes del papa Bonifacio VIII. La vida maravillosamente escandalosa del papa Pablo II es igual de notoria: según se cuenta, murió de un ataque al corazón en brazos de un paje. Por su parte, el papa Sixto IV nombró cardenales a varios de sus amantes, entre ellos a su sobrino Rafael, nombrado cardenal a los 17 años (la expresión «cardenal nepote» pasó a la posteridad). Julio II y León X, ambos protectores de Miguel Ángel, y Julio III también fueron papas bisexuales. ¡A veces, como señaló Oscar Wilde, algunos papas se hicieron llamar Inocente por antífrasis!
Más cerca de nosotros, el cardenal Burke está al corriente, como todo el mundo, de los rumores reiterados sobre las costumbres de los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. Hay al respecto panfletos y libelos; por ejemplo, el cineasta Pasolini dedicó un poema a Pío XII en el que menciona a un supuesto amante (A un Papa). Es posible que estos rumores sean fruto de venganzas curiales cuyo secreto solo conocen el Vaticano y sus cardenales.
Pero Burke no necesita ir tan lejos. Para hacerse una idea cabal de estas amistades especiales le basta con mirar a su propio país, Estados Unidos. Como ha vivido en él mucho tiempo, sabe muy bien quiénes son sus correligionarios y conoce la lista, infinita, de escándalos que han salpicado a gran cantidad de cardenales y obispos estadounidenses. Contra todo pronóstico, en Estados Unidos son los prelados más conservadores, más homófobos, los que a veces han sido «sacados del armario» por un seminarista acosado y vengativo, un prostituto demasiado lenguaraz o la publicación de una foto subida de tono.
¿Doble rasero moral? En Estados Unidos, donde todo es más grande, más exagerado, más hipócrita, descubrí una moral de dos velocidades. Cuando surgieron las primeras revelaciones del enorme escándalo de pedofilia «Spotlight» yo vivía en Boston, y lo que había pasado me dejó atónito, como a todo el mundo. La investigación del Boston Globe liberó la palabra en todo el país y sacó a relucir un auténtico sistema de abusos sexuales: los curas acusados fueron 8.948 y las víctimas censadas más de 15.000 (el 85 %, chicos entre 11 y 17 años). El arzobispo de Boston, el cardenal Bernard Francis Law, se convirtió en el símbolo del escándalo. Su campaña de encubrimiento y su protección a muchos curas pedófilos acabaron pasándole factura y tuvo que dimitir (previo un oportuno traslado a Roma, organizado por el cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, para que pudiera disfrutar de inmunidad diplomática y zafarse de la justicia estadounidense).
Fino conocedor del episcopado estadounidense, Burke no puede ignorar que la jerarquía católica de su país, los cardenales, los obispos, son mayoritariamente homosexuales: el célebre y poderoso cardenal y arzobispo de Nueva York, Francis Spellman, era un «homosexual sexualmente voraz», según sus biógrafos, el testimonio del escritor Gore Vidal y las revelaciones del exdirector del FBI, Edgar J. Hoover. Asimismo, el cardenal de Washington, Wakefield Baum, fallecido recientemente, vivía desde hacía muchos años con su asistente particular, un clásico del género.
El cardenal Theodore McCarrick, exarzobispo de Washington, también es un homosexual muy practicante. Se le conoce por sus sleeping arrangements («pernoctaciones») con seminaristas y curas jóvenes a quienes llamaba «sobrinos» (tras ser acusado de abusos sexuales, en 2018 el papa le suspendió del ejercicio de cualquier ministerio público). Un antiguo boyfriend («novio») del arzobispo Rembert Weakland lo «sacó del armario» (Weakland describió más tarde en sus memorias su trayectoria homófila). Otro cardenal estadounidense fue despedido del Vaticano y mandado de vuelta a Estados Unidos por su conducta inapropiada con un guardia suizo.
Otro cardenal estadounidense, obispo de una gran ciudad del país, «lleva años viviendo con su boyfriend, exsacerdote», mientras que un arzobispo de otra ciudad, partidario del rito antiguo y ligón inveterado, «vive rodeado de una nube de jóvenes seminaristas», como me confirma Robert Carl Mickens, un vaticanista estadounidense que conoce bien la vida gay de la alta jerarquía católica de Estados Unidos. El arzobispo de St. Paul y Minneapolis, John Clayton Nienstedt, también era homófilo y ha sido investigado por sexual misconduct with men («conducta sexual inapropiada con hombres», acusación que él ha negado categóricamente). Más tarde, dimitió cuando la archidiócesis fue imputada por su modo de manejar los cargos contra un sacerdote que luego fue condenado por abusar de dos menores.
En un país donde el catolicismo es minoritario y su mala prensa viene de lejos, los medios investigan a fondo, y a menudo, la vida privada de los cardenales y tienen menos escrúpulos que en Italia, España o Francia a la hora de revelar la doble vida de los prelados. A veces, como en Baltimore, el señalado es el entorno del cardenal por sus malas costumbres y sus comportamientos disolutos. El cardenal en cuestión, Edwin Frederick O’Brien, antiguo arzobispo, no quiso contestar a mis preguntas sobre las amistades especiales de su diócesis. Ahora vive en Roma, donde ostenta el título y los atributos de Gran Maestre de la orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén (ahí es nada). Hizo que me recibieran su adjunto, Agostino Borromeo, y su portavoz, François Vayne, un francés simpático que en las tres charlas que tuve con él se encargó de desmentir todos los rumores.
Pero según mis informaciones, recogidas por mis investigadores en una decena de países, un número significativo de «lugartenientes», «grandes priores», «grandes oficiales» y «cancilleres» de la orden ecuestre, en los países donde está representada, serían closeted y «practicantes». Lo que ha dado pie a que algunos digan que la jerarquía de esta orden es «un ejército de locas a caballo».
—La presencia de muchos homosexuales practicantes en las estructuras jerárquicas de la Orden Ecuestre no es un secreto para nadie —me asegura un gran oficial de la Orden que también es abiertamente homosexual.
El papa Benedicto XVI entabló un procedimiento de alejamiento acelerado, promoveatur ut amoveatur, contra el cardenal estadounidense James M. Harvey, prefecto de la Casa Pontificia del Vaticano, un cargo sensible, por haber contratado a Paolo Gabriele, el mayordomo del papa acusado de la fuga de información conocida como Vatileaks. ¿Tuvo Harvey, acusado de formar parte de un «lobbygay», algún papel en el escándalo?
¿Qué piensa el cardenal Burke de esos escándalos continuos, de esas extrañas coincidencias y de esos cardenales que en tan gran número forman parte de «la parroquia»? ¿Cómo puede erigirse en adalid de la moral cuando el episcopado estadounidense está a tal extremo desacreditado?
Recordemos también (aunque sea otro tema) que diez cardenales estadounidenses estuvieron implicados en casos de abusos sexuales, bien como autores (como Theodore McCarrick, dimitido), bien como encubridores de los curas depredadores, trasladándoles de parroquia en parroquia, como Bernard Law y Donald Wuerl; o mostrándose insensibles a la suerte de las víctimas y tratando de quitar importancia a su sufrimiento para proteger a la institución (Roger Mahony de Los Ángeles, Timothy Dolan de Nueva York, William Levada de San Francisco, Justin Rigali de Filadelfia, Edwin Frederick O’Brien de Baltimore y Kevin Farrell de Dallas). Todos han sido la comidilla de la prensa, han sido señalados como sospechosos por las asociaciones de víctimas o «destapados» por monseñor Viganò en su Testimonianza. La asociación estadounidense de referencia, Bishop Accountability, también ha citado a declarar al propio cardenal Burke por su tendencia a minimizar los hechos y su escasa sensibilidad hacia los demandantes en casos ocurridos en las diócesis de Wisconsin y Misuri, donde fue primero obispo y luego arzobispo (Burke ha negado que cometiera cualquier error).
El papa Francisco, refiriéndose especialmente a los cardenales estadounidenses, tuvo palabras duras en el avión de regreso de su viaje a Estados Unidos en septiembre de 2015: «Los que han encubierto estas cosas [los abusos sexuales] también son culpables, incluidos algunos obispos».
Francisco, exasperado por la situación estadounidense, nombró en 2016 tres cardenales de ruptura: Blase Cupich en Chicago, Joseph Tobin en Newark y Kevin Farrell, llamado a Roma como prefecto para llevar el ministerio encargado de los laicos y la familia. Estos nuevos cardenales, en las antípodas del perfil reaccionario y homófobo de Burke, son pastores bastante sensibles a la causa de los migrantes y de las personas LGBT, y partidarios de ser inflexibles con los abusos sexuales. Aunque uno de ellos podría ser homosexual (Viganò acusa a los tres de defender una «ideología progay»), parece que los otros dos no son «de la parroquia», lo cual tendería a confirmar la cuarta regla de Sodoma:
Cuanto más progay es un prelado, es menos susceptible de ser gay; cuanto más homófobo es, hay más probabilidad de que sea homosexual.
Y luego está Mychal Judge. En Estados Unidos, este fraile franciscano es el anti-Burke por excelencia. Su trayectoria ha sido un ejemplo de sencillez y pobreza, a menudo en contacto con los excluidos. Tras un pasado alcohólico, Judge logró convertirse en abstemio y dedicó su vida de religioso a ayudar a los pobres, a los drogadictos, a los sintecho y a los enfermos de sida, a quienes —imagen todavía insólita a principios de los años ochenta— llegó a tomar en sus brazos. Como capellán del Cuerpo de Bomberos de Nueva York, acompañaba a los bomberos a los lugares donde había incendios, por lo que la mañana del 11 de septiembre de 2001 fue uno de los primeros en acudir a las Torres Gemelas del World Trade Center. Murió allí, a las 9.59 de la mañana, de un traumatismo craneal.
Cuatro bomberos cargaron con su cadáver, como muestra una de las fotos más famosas del 11 de septiembre, inmortalizada por Shannon Stapleton para Reuters; una verdadera «Pietà moderna». Identificado inmediatamente en el hospital, el padre Mychal Judge fue la primera víctima oficial del 11 de septiembre: n.° 0001.
Mychal Judge se convirtió después en uno de los héroes de la historia de los atentados. Tres mil personas asistieron a su entierro en la iglesia neoyorquina de San Francisco de Asís, en Manhattan, con asistencia de Bill y Hillary Clinton y el alcalde republicano de la ciudad, Rudolph Giuliani, quien declaró que su amigo era «un santo». Bautizaron con su nombre una parte de la Calle 31 Oeste de Nueva York, llevaron su casco de bombero a Roma para ofrecérselo al papa Juan Pablo II y Francia le condecoró con la Legión de Honor a título póstumo. Cuando estuve investigando en Nueva York en 2018 hablé con varios oficiales y con el portavoz de los bomberos de la ciudad, y pude comprobar que su recuerdo sigue vivo.
Poco después de su muerte sus amigos y colegas de trabajo revelaron que Mychal Judge era un cura gay. Sus biógrafos confirmaron esta orientación sexual, lo mismo que el antiguo jefe de bomberos de Nueva York. Judge era miembro de Dignity, una asociación de católicos gais. En 2002 una ley reconoció los derechos sociales a los compañeros homosexuales de los bomberos y policías muertos el 11 de septiembre. Es la que se conoce como The Mychal Judge Act («Ley Mychal Judge»).
El homófobo cardenal Raymond Burke y el gay-friendly cura-capellán Mychal Judge: dos ejemplos, dos caras opuestas de la Iglesia católica estadounidense. Pero dos caras de la misma moneda.

Cuando le paso los primeros resultados de mi investigación y estas informaciones escuetas al cardenal estadounidense James Francis Stafford, exarzobispo de Denver, durante las dos entrevistas que tuve con él en su vivienda privada de Roma, se queda de piedra. Me basta el primer vistazo para saberlo. La primera impresión (lo que los norteamericanos llaman «blink») es la mejor, casi siempre. Me escucha religiosamente y encaja los golpes. Dado que mi gaydar («radar para detectar gais»), como suele decirse, funciona bastante bien, su actitud y su sinceridad me convencen de que Stafford probablemente no es homosexual, algo infrecuente en la curia romana. No por ello su reacción es menos tajante:
—No, Frédéric, no es verdad. Es falso. Te equivocas.
Acabo de pronunciar el nombre de un importante cardenal estadounidense al que él conoce bien, y Stafford desmiente categóricamente su homosexualidad. Le he herido. Pero yo sé que no me equivoco, porque tengo testigos de primera mano, luego confirmados. Así descubro que el cardenal nunca se ha planteado realmente la cuestión de la posible doble vida de su amigo.
Ahora parece pensativo, titubeante. Su curiosidad puede más que su legendaria prudencia. En mi fuero interno, hablando para mis adentros, me digo a mí mismo que el cardenal «tiene ojos pero no ve». Él mismo, poco después, me confesará con aire santurrón que a veces es «un poco ingenuo» y que muchas veces es el último en enterarse de lo que todo el mundo sabe.
Para relajar el ambiente dejo por un momento de lado al cardenal, menciono otros nombres, hablo de casos concretos y Stafford reconoce que ha oído ciertos rumores. Hablamos de la homosexualidad sin tapujos, de los interminables escándalos que han empañado la imagen de la Iglesia en Estados Unidos y en Roma. Stafford parece sinceramente consternado, incluso desesperado por lo que le cuento y que él a duras penas puede desmentir.
Le hablo también de grandes figuras literarias católicas, como el escritor François Mauriac, que tanto le influyó en su juventud; la publicación de la biografía escrita por Jean-Luc Barré, bien documentada, confirmó su homosexualidad de un modo definitivo.
—Como ve, a veces se entienden tarde los verdaderos motivos de las personas, sus secretos bien guardados —le digo.
Stafford está abatido. «Incluso Mauriac», parece pensar, como si yo hubiera hecho una revelación sensacional, cuando en realidad a nadie le interesa ya la homosexualidad de Mauriac. Stafford parece un poco perdido. Ya no está seguro de nada. Noto en su mirada su desazón insondable, su miedo, su tristeza. Sus ojos se empañan, magníficos y ahora anegados en lágrimas.
—No suelo llorar —me dice Stafford—. No lloro fácilmente.
Junto con el francés Jean-Louis Tauran, James Francis Stafford será sin lugar a dudas mi cardenal preferido en esta larga investigación. Es la dulzura en persona y siento afecto por este hombre anciano, frágil, que me enternece por esa misma fragilidad. Sé que su fe es sincera.
—Espero que esté equivocado, Frédéric. Lo espero con toda mi alma.
Hablamos de nuestra pasión común por Estados Unidos, de las tartas de manzana y los helados, que, como en la novela On the Road(En el camino, de Jack Kerouac), van mejorando y son más cremosos a medida que se viaja hacia el Oeste del país.
No sé si contarle mi viaje a Colorado (él fue arzobispo de Denver) y mis visitas a las iglesias más tradicionales de Colorado Springs, bastión de la derecha evangelista estadounidense. Me gustaría hablarle de esos curas y pastores violentamente homófobos a los que entrevisté en Focus on the Family o en la New Life Church: el fundador de esta última resultó finalmente ser homosexual después de que algún escort («prostituto») harto de su hipocresía lo denunciara. Pero ¿es necesario seguir pinchándole? No es responsable de lo que hicieran esos locos de Dios.
Sé muy bien que Stafford es conservador, provida y anti-Obama, pero, aunque haya podido parecer rigorista y puritano, nunca ha sido sectario. No es un polemista y no aprueba la actitud de los cardenales que han asumido la dirección del ultaconservador Dignitatis Humanae Institute. Sé que ya no se hace ilusiones con Burke, aunque tiene palabras amables, más bien convencionales, para su persona:
—Es un hombre de bien —me dice Stafford.
¿Nuestra conversación, en el otoño de su vida (tiene 86 años), ha sido la del fin de las ilusiones?
—Pronto regresaré definitivamente a Estados Unidos —me revela Stafford mientras pasamos por delante de las estanterías alineadas en su enorme piso de la Piazza di San Calisto.
Le he prometido mandarle un pequeño regalo, un libro que me gusta mucho. Este librito blanco, como veremos a lo largo de este trabajo, será un código para mí. Y cuya llave prefiero guardar. Siguiendo el juego, en los próximos meses también se lo regalaré a más de veinte cardenales, como Paul Poupard, Camillo Ruini, Leonardo Sandri, Tarcisio Bertone, Robert Sarah, Giovanni Battista Re, Jean-Louis Tauran, Christoph Schönborn, Gerhard Ludwig Müller, Achille Silvestrini y, por supuesto, Stanislaw Dziwisz y Angelo Sodano. Sin olvidar a los arzobispos Rino Fisichella y Jean-Louis Bruguès ni a monseñor Battista Ricca. También se lo regalé a otras eminencias y excelencias que deben permanecer anónimas en este libro.
La mayoría de los prelados agradecieron ese regalo de esquizofrénico. Muchos de ellos me hablaron de él después, entusiasmados o más prudentes. El único que quizá lo leyera realmente, Jean-Louis Tauran (uno de los pocos cardenales del Vaticano que se pueden llamar cultos), me dijo que ese librito blanco le había inspirado mucho. Y que lo citaba a menudo en sus homilías.
En cuanto al viejo cardenal Francis Stafford, volvió a hablarme con afecto del librito de color alabastro cuando, meses después, volví a verle. Y añadió, mirándome fijamente:
—Frédéric, rezaré por usted.

Don Adriano interrumpe de repente la ensoñación que me había llevado tan lejos. El asistente del cardenal Burke vuelve a asomar la cabeza en el salón. Se disculpa otra vez, incluso antes de darme las últimas noticias. El cardenal no va a poder llegar a tiempo a la cita.
—Su Eminencia pide disculpas. Sinceras disculpas. Estoy desolado, yo también pido disculpas —repite el padre Adriano, aturullado, sudando obediencia y bajando la vista cuando me habla.
Poco después me enteraré por la prensa de que Francisco ha vuelto a sancionar al cardenal.
Salgo de la casa con frustración, sin haber podido estrechar la mano de Su Eminencia. Fijaremos otro encuentro, me promete el padre Adriano. Urbi u Orbi.

En agosto de 2018, cuando llevaba varias semanas viviendo en un apartamento situado en el interior del Vaticano, y justo cuando yo estaba a punto de terminar este libro, la publicación por sorpresa de la Testimonianza del arzobispo Carlo Maria Viganò provocó una verdadera deflagración en la curia romana. ¡Decir que este documento, centrado en Estados Unidos, tuvo el efecto de «una bomba» sería un eufemismo y una atenuación! Enseguida la prensa manifestó sus sopechas acerca de que el cardenal Raymond Burke y sus tentáculos estadounidenses (como Steve Bannon, el estratega político de Donald Trump) podían encontrarse en parte detrás de esa publicación y que ellos habían urdido el complot. Ni en sus peores pesadillas el viejo cardenal Stafford habría podido imaginar semejante misiva.
En cuanto a Benjamin Harnwell y los miembros de su Dignitatis Humanae Institute, no cupieron en sí de gozo… antes de llevarse una decepción.
—Usted fue el primero que me dijo que ese secretario de Estado y esos cardenales eran homosexuales, y tenía razón —me dijo Harnwell durante nuestro quinto almuerzo en Roma, justo al día siguiente de la ruptura de hostilidades.
En una carta de once páginas publicada en dos idiomas por varios periódicos y webs ultraconservadores, el antiguo nuncio en Washington, Carlo Maria Viganò, atacó al papa Francisco en un panfleto vitriólico. Publicado a propósito el mismo día del viaje pontificio a Irlanda, país donde el catolicismo está en la picota por los casos de pedofilia, el prelado acusaba al papa de haber encubierto personalmente los abusos homosexuales del excardenal estadounidense Theodore McCarrick, que hoy tiene 88 años. El papa Francisco había privado de su título cardenalicio y obligado a dimitir al cardenal, expresidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, un prelado poderoso, gran amasador de dinero (y de amantes). Sin embargo, Viganò escogió justamente el caso McCarrick para ajustar cuentas, sin ningún recato. Aportando gran cantidad de datos, notas y fechas en respaldo de su tesis, el nuncio aprovechaba la ocasión, sin elegancia, para insinuar que el papa debía dimitir. Aún más solapadamente, nombraba a los cardenales y obispos de la curia romana y del episcopado estadounidense que según él participaron en este inmenso encubrimiento: era una lista infinita de nombres de prelados, entre los más importantes del Vaticano, a los que él «sacaba del armario», y pregonando sus nombres a los cuatro vientos, con razón o sin ella. (En descargo del papa, sus allegados me indican que «Viganò había informado al papa de que McCarrick mantenía relaciones homosexuales con seminaristas mayores de edad, lo que a juicio del pontífice no bastaba para condenarle». En 2018, cuando supo de buena tinta que además de las relaciones homosexuales había abusos sexuales con menores, «sancionó inmediatamente al cardenal». La misma fuente duda de que el papa Benedicto XVI tomara ninguna medida seria contra McCarrick; en todo caso, nunca se aplicó ninguna.)
La publicación de la Testimonianza de monseñor Viganò a finales del verano de 2018, auténtico «Vatileaks III», tuvo una repercusión internacional sin precedentes. En todo el mundo se publicaron miles de artículos, los fieles estaban perplejos y la imagen del papa Francisco quedó empañada. Consciente o no de ello, Viganò acababa de dar argumentos a los que llevaban mucho tiempo pensando que dentro del mismo Vaticano había complicidades activas en relación con los crímenes y abusos sexuales. Y aunque L’Osservatore Romanono dedicó ni una sola línea al informe («un nuevo episodio de oposición interna», se limitó a escribir el órgano oficial de la santa sede), la prensa conservadora y de extrema derecha se desmelenó y exigió una investigación interna, cuando no la dimisión del papa.
El cardenal Raymond Burke —que días antes había afirmado: «Creo que ha llegado el momento de reconocer que tenemos un grave problema de homosexualidad en la Iglesia»— fue uno de los primeros en tocar a rebato: «La corrupción y la infamia que han entrado en la Iglesia deben purificarse de raíz», tronó el prelado, y reclamó una «investigación» sobre la Testimonianza de Viganò teniendo en cuenta el magnífico pedigrí del acusador, cuya «autoridad» estaba fuera de duda, según él.
—El cardenal Burke es amigo de monseñor Viganò —me confirma Benjamin Harnwell justo después de la publicación de la fatídica carta. (Harnwell me dice también que tiene una cita con Burke, ese mismo día, para «conversar».)
Varios prelados ultraconservadores se abalanzaron sobre la brecha abierta para arremeter contra Francisco. El arzobispo de San Francisco, el reaccionario Salvatore Cordileone, por ejemplo, salió a la palestra para acreditar y legitimar el texto «serio» y «desinteresado» de Viganò y denunciar violentamente la homosexualización de la Iglesia, lo que no deja de tener su gracia.
El ala derecha de la curia acababa de declarar la guerra a Francisco. Nada impide pensar, incluso, que fuera una ofensiva lanzada por una facción gay contra otra facción gay de la curia, esta anti-Francisco y de extrema derecha, y la otra pro-Francisco y de izquierda. Una esquizofrenia singular, que el sacerdote y teólogo James Alison me resumirá durante una entrevista en Madrid con una frase significativa:
—It’s an intra-closet war! ¡El caso Viganò es la guerra del viejo armario contra el nuevo armario!
Aunque el arzobispo Carlo Maria Viganò es un gran profesional de probada seriedad, su gesto no estaba exento de sospecha. Este hombre irascible y closeted no es ningún revelador de secretos. No cabe duda de que el nuncio conocía al dedillo la situación de la Iglesia en Estados Unidos, donde fue embajador de la santa sede durante cinco años. Antes había sido secretario general de la gobernación de la Ciudad del Vaticano, lo que le permitió consultar un sinfín de expedientes y estar informado de todos los asuntos internos, incluidos los referentes a las costumbres esquizofrénicas de los más altos prelados. Es posible, incluso, que guardara expedientes sensibles sobre muchos de ellos. (Viganò sucedió en este cargo a monseñor Renato Boccardo, hoy arzobispo de Spoleto, donde le he entrevistado y me ha contado algunos secretos interesantes.)
Como también fue el responsable de elegir destinos para los diplomáticos de la santa sede, un cuerpo escogido del que han salido numerosos cardenales de la curia romana, Viganò parecía un testigo fiable; y su carta, irrefutable.
Se ha afirmado repetidamente que esta Testimonianza era una maniobra del ala dura de la Iglesia para desestabilizar a Francisco, dado que Viganò estaba vinculado estrechamente a los círculos de la extrema derecha católica. Mis informaciones no me permiten sostener esta tesis. Incluso creo que, más que un «complot» o un intento de «golpe», como se ha dicho, fue un acto aislado y fruto de un momento de exaltación. Antes que conservador y «rígido», Viganò es un «curial», es decir, un hombre de la curia y un puro producto del Vaticano. Según un testigo que le conoce bien, es «de esa clase de hombres que son siempre leales a los papas: pro-Wojtyla con Juan Pablo II, pro-Ratzinger con Benedicto XVI y pro-Bergoglio con Francisco».
—Monseñor Viganò es un conservador, digamos que en la línea de Benedicto XVI, pero ante todo es un gran profesional. Acusa con fechas, hechos, es muy preciso en sus ataques —me explica durante un almuerzo en Roma el célebre vaticanista italiano Marco Politi.
El cardenal Giovanni Battista Re, pese a ser uno de los pocos que salen airosos del documento, se muestra severo cuando le pregunto en su vivienda del Vaticano, en octubre de 2018:
—¡Triste! ¡Es muy triste! ¿Cómo ha podido hacer algo así Viganò? Hay algo que no funciona bien en su cabeza… —Hace una seña como para decir que está loco—. ¡Es una cosa increíble!
Por su parte, el padre Federico Lombardi, que había sido portavoz de los papas Benedicto XVI y Francisco, me sugiere durante una de nuestras frecuentes charlas, tras la publicación de la carta:
—Monseñor Viganò siempre ha sido riguroso y decidido. Al mismo tiempo, en cada uno de los cargos que ha desempeñado ha sido un factor de gran división. Siempre en pie de guerra. Al ponerse en manos de conocidos periodistas reaccionarios, se pone al servicio de una operación contra Francisco.
No cabe duda de que el escándalo Viganò ha contado con el respaldo de medios y periodistas ultraconservadores contrarios a la línea del papa Francisco (los italianos Marco Tosatti y Aldo Maria Valli, el National Catholic Register, LifeSiteNews.com o el multimillonario estadounidense Timothy Busch de la cadena de televisión EWTN).
—La prensa católica reaccionaria instrumentalizó inmediatamente ese texto —me explica el fraile benedictino italiano Luigi Gioia, un excelente conocedor de la Iglesia, durante una conversación en Londres—. Los conservadores se obstinan en negar la causa de los abusos sexuales y el encubrimiento de la Iglesia: el clericalismo. Es decir, un sistema oligárquico y condescendiente cuyo fin no es otro que conservar el poder a toda costa. Con tal de no reconocer que el quid de la cuestión es la propia estructura de la Iglesia, se buscan chivos expiatorios: los gais, que según ellos se han infiltrado en la institución y la han puesto en peligro con su incapacidad para refrenar su instinto sexual. Es la tesis de Viganò. La derecha no ha desaprovechado esta ocasión inesperada para tratar de imponer su agenda homófoba.
Aunque la campaña contra Francisco existe, sigo creyendo que el gesto de Viganò es más irracional y solitario de lo que se piensa. Es un acto desesperado, una venganza personal, fruto de una herida íntima profunda. Viganò es un lobo, sí, pero un lobo solitario.
Entonces ¿por qué rompe bruscamente con el papa? Un influyente monsignore del círculo más cercano a monseñor Becciu, por entonces todavía sustituto de la Secretaría de Estado («ministro del Interior» del papa), me explicó su hipótesis en una conversación que mantuvimos en el Vaticano, poco después de la publicación de la carta (esta entrevista, como la mayoría, se grabó con el acuerdo del entrevistado):
—El arzobispo Carlo Maria Viganò, que siempre ha sido vanidoso y un poco megalómano, soñaba con ser cardenal. Era su sueño absoluto, su único sueño, en realidad. El sueño de una vida. A la mayoría de sus predecesores les habían elevado a la púrpura, ¡y a él no! Francisco lo envió primero a Washington, luego lo dejó sin su magnífica vivienda que estaba aquí mismo, en el Vaticano, y tuvo que mudarse a una residencia donde viven otros nuncios jubilados. Todo este tiempo Viganò tascó el freno, pero seguía esperando. Después del consistorio de 2018, cuando vio que no le creaban cardenal, sus esperanzas se desvanecieron. Iba a cumplir 78 años y comprendió que se le había pasado el turno. Se desesperó y decidió vengarse. Es así de sencillo. Su carta tiene poco que ver con los abusos sexuales y todo que ver con esta decepción.
Desde hace tiempo a Viganò le llueven críticas por su engreimiento, sus habladurías, su paranoia, incluso le han acusado de filtraciones a la prensa. Por eso el cardenal-secretario de Estado Tarcisio Bertone, durante el pontificado de Benedicto XVI, se lo quitó de encima destinándole a Washington (las notas de Vatileaks lo aclaran todo). También corrían rumores sobre sus inclinaciones: su obsesión contra los homosexuales era tan irracional que podría ocultar una represión y una «homofobia interiorizada». Tal es la tesis del periodista estadounidense Michael Sean Winters, que ha «sacado del armario» a Viganò. Según él, su «odio a sí mismo» es lo que le hace odiar a los homosexuales; él sería justo eso que denuncia.
El papa, que se negó a comentar el panfleto en caliente, ha sugerido una interpretación parecida. En una homilía alusiva del 11 de septiembre de 2018 comenta: «El Gran Acusador se ha desatado y la ha tomado con los obispos», y añade que «intenta revelar los pecados», cuando más le valdría que, en vez de acusar a otros, «se acusara a sí mismo».
Meses después Francisco vuelve a la carga. Sin nombrarle, alude a Viganò en otra homilía contra los «hipócritas», palabra que repite una docena de veces. «Los hipócritas de dentro y de fuera», insiste, y añade: «El Diablo utiliza a los hipócritas […] para destruir a la Iglesia». The lady doth protest too much!

Tanto si la Testimonianza obedece a un drama queen que traiciona su homofobia interiorizada, como si no es así, hay en ella otro aspecto más interesante. Más allá de las motivaciones secretas de monseñor Viganò, probablemente múltiples, está la veracidad de los hechos que revela. Es eso lo que convierte la carta en un documento único, en un testimonio fundamental y en parte irrefutable, sobre la «cultura del secreto», la «conspiración del silencio» y la homosexualización de la Iglesia.
A pesar de la opacidad de su texto, mezcla de hechos e insinuaciones, Viganò habla sin rodeos. Siente la necesidad de «confesar públicamente las verdades que hemos mantenido ocultas» y piensa que «es necesario erradicar las redes de homosexuales existentes en la Iglesia». Al decir esto el nuncio señala en especial a los tres últimos cardenales secretarios de Estado —Angelo Sodano con Juan Pablo II, Tarcisio Bertone con Benedicto XVI y Pietro Parolin con Francisco—, sobre los que podrían recaer sospechas, o eso al menos escribe él, de haber encubierto abusos sexuales o de pertenecer a la «corrente filo omosessuale», ¡la «corriente filohomosexual» del Vaticano! ¡Demonios!
Por primera vez un alto diplomático del Vaticano revela los secretos de los casos de pedofilia y el fuerte arraigo de la homosexualidad en el Vaticano. De todos modos, de acuerdo con el análisis de varios vaticanistas curtidos, soy de la opinión de que a monseñor Viganò lo que más le preocupa no es este tema sino la cuestión gay. Según esto, el único y verdadero motivo de la carta sería el outing. De todos modos, la prensa le ha de haber intentado cerrar la investigación sobre el arzobispo Nienstedt, aunque Viganò lo ha negado tajantemente.
Pero, si es así, el nuncio comete dos errores garrafales. De entrada, mezcla en una misma crítica varias categorías de prelados que tienen poco que ver entre sí: sacerdotes sospechosos de haber cometido abusos sexuales (el cardenal de Washington, Theodore McCarrick), prelados que, según él, han encubierto (por ejemplo, según la carta, los cardenales Angelo Sodano o Donald Wuerl), prelados que «pertenecen a la corriente homosexual» (señala, sin aportar pruebas, al cardenal estadounidense Edwin Frederick O’Brien y al cardenal italiano Renato Raffaele Martino) y prelados «cegados por su ideología progay» (los cardenales estadounidenses Blase Cupich y Joseph Tobin). En total el texto señala con el dedo o «destapa» a unos cuarenta cardenales y obispos. (Monseñor Cupich y monseñor Tobin han desmentido tajantemente las alegaciones del nuncio; Donald Wuerl ha presentado su dimisión al papa, que la ha aceptado; los demás no han hecho comentarios.)
Lo que más llama la atención en el testimonio de Viganò es la gran confusión entre sacerdotes culpables de crímenes o encubrimientos, por un lado, y sacerdotes homosexuales o simplemente gay-friendly por otro. Esta grave falta de honradez intelectual que mezcla abusadores, tolerantes y simples homosexuales u homófilos, solo puede ser el fruto de una mente complicada. Viganò se ha quedado anclado en la homofilia y la homofobia de los años sesenta, cuando él era veinteañero. ¡No se ha dado cuenta de que los tiempos han cambiado y de que, tanto en Europa como en América, desde la década de 1980, hemos pasado de criminalizar la homosexualidad a criminalizar la homofobia! Su mentalidad trasnochada, por otro lado, recuerda los escritos de típicos homosexuales-homófobos, como el cura francés Tony Anatrella o el cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, de quienes pronto tendremos ocasión de hablar. Esta confusión inadmisible entre culpable y víctima es, a fin de cuentas, el quid de la cuestión de los abusos sexuales: Viganò es la ilustración caricaturesca de lo que denuncia.
Además de esta grave confusión intelectual generalizada, el segundo error de Viganò, el más grave en el plano estratégico para la vigencia de su «testamento», ha sido «sacar del armario» a importantes cardenales próximos a Francisco (Parolin, Becciu), pero también a los que marcaron los pontificados de Juan Pablo II (Sodano, Sandri, Martino) y Benedicto XVI (Bertone, Mamberti). Todo aquel que conoce la historia vaticana sabe que el caso McCarrick hunde sus raíces en los desmadres del pontificado de Juan Pablo II, de modo que, al mencionarlo, el nuncio se enajena muchos de sus apoyos conservadores. Menos estratega que impulsivo, Viganò se venga ciegamente «sacando del armario» a todos los que no le gustan, sin plan ni táctica, pensando que su mera palabra es una prueba suficiente para denunciar la homosexualidad de sus colegas. Por ejemplo, ¡a los jesuitas los considera como mayormente «desviados» (léase homosexuales)! Al acusar a todo el mundo menos a sí mismo, Viganò revela espléndidamente, sin proponérselo, que la teología de los integristas también puede ser una sublimación de la homosexualidad. De este modo Viganò se ha quedado sin aliados, pues la derecha del Vaticano, por enfrentada que esté a Francisco, no puede admitir que se siembren dudas sobre los pontificados anteriores de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Al señalar a Angelo Sodano y a Leonardo Sandri (aunque por alguna extraña razón exime a los cardenales Giovanni Battista Re, Jean-Louis Tauran y sobre todo Stanizlaw Dziwisz), Viganò comete un grave error estratégico, tanto si sus afirmaciones con ciertas como si no lo son.
La extrema derecha de la Iglesia, que al principio apoyó al nuncio y defendió su credibilidad, no tardó en darse cuenta de la trampa. Después de una salida estruendosa, el cardenal Burke calló, indignado al ver que el nombre de su íntimo amigo ultraconservador Renato Raffaele Martino aparece en la carta (Burke validó un comunicado de prensa escrito por Benjamin Harnwell que niega rotundamente que Martino forme parte de la «corriente homosexual», sin aportar pruebas, por supuesto). También Georg Gänswein, el colaborador más estrecho del papa retirado Benedicto XVI, se cuidó mucho de confirmar la veracidad de la carta. Para los conservadores, dar crédito al testimonio de Viganò sería tirar piedras contra su propio tejado y arriesgarse a desencadenar una guerra civil en la que todo valdría.
Como es probable que los homosexuales que permanecen «en el armario» sean más numerosos en la derecha que en la izquierda de la Iglesia, el efecto bumerán sería devastador.
En medios próximos a Francisco, un arzobispo de la curia con quien hablé cuando se publicó la carta justificó la prudencia del papa con estas palabras:
—¿Qué quiere que conteste el papa a una carta que señala a varios exsecretarios de Estado del Vaticano y a decenas de cardenales como cómplices de abusos sexuales o como homosexuales? ¿Confirmar? ¿Desmentir? ¿Negar los abusos sexuales? ¿Negar la homosexualidad en el Vaticano? Como comprenderá, su margen de maniobra es limitado. Si Benedicto XVI tampoco reaccionó fue por los mismos motivos. Ninguno de los dos podía expresarse después de un texto tan perverso.
Mentira, doble vida, encubrimiento: la Testimonianza de monseñor Viganò por lo menos pone de relieve algo que comprenderemos al leer este libro: en el Vaticano todos se apoyan y todos parecen mentir. Lo cual nos remite a los análisis de la filósofa Hannah Arendt sobre la mentira en Los orígenes del totalitarismo o en su famoso artículo «Verdad y política». En ellos sugiere que «cuando una comunidad se embarca en la mentira organizada», «cuando todos mienten sobre lo que es importante» de forma permanente, y cuando «se tiende a transformar el hecho en opinión», a rechazar las «verdades de hecho», el resultado no es tanto que la gente se crea las mentiras, sino que se destruya «la realidad del mundo común».
El arzobispo de la curia concluye:
—Viganò apenas se detiene en la cuestión de los abusos sexuales y su memorándum es muy poco útil al respecto. En cambio, lo que ha querido es hacer una lista de los homosexuales del Vaticano, denunciar la infiltración de los gais en la santa sede. Ese es su objetivo. Y si hoy en día se esconde en un lugar secreto no lo hace por el hecho de haber un sistema de abusos sexuales, cosa que le honraría; ¡sino porque ha «sacado del armario» a todo el mundo! Digamos que en este segundo aspecto su carta seguramente está más cerca de la verdad que en el primero.
(En este libro utilizaré la Testimonianza de Viganò con prudencia, porque mezcla hechos probados o probables con puras calumnias. Y aunque decenas de cardenales y obispos ultraconservadores han dado crédito a este texto, no hay ni que tomarlo al pie de la letra ni que subestimarlo.)
Henos aquí, pues, en Sodoma. Esta vez, sean cuales sean sus excesos, el testigo es irrefutable: un eminente nuncio y arzobispo emérito acaba de revelar sin ambages la presencia masiva de homosexuales en el Vaticano. Acaba de revelarnos un secreto bien guardado. Acaba de abrir la caja de Pandora. ¡Francisco está rodeado de Locas!
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3
¿QUIÉN SOY YO PARA JUZGAR?


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