Capítulo 3º¿QUIÉN SOY YO PARA JUZGAR?
«Chi sono io per giudicare?» Giovanni Maria Vian repite esta sentencia como si aún quisiera averiguar su sentido profundo. «¿Quién soy yo para juzgar?» ¿Es una nueva doctrina? ¿Una frase improvisada, un poco al azar? Vian, en realidad, no sabe qué pensar. ¿Quién es él para juzgar?
La frase, en forma interrogativa, la pronunció el papa Francisco la noche del 28 de julio de 2013 en el avión que lo llevaba a Brasil. Los medios se encargaron de difundirla por todo el mundo y no tardó en convertirse en la más famosa del pontificado. Por su empatía, se parece a Francisco, el papa gay-friendly que quiere romper con el lenguaje «homófobo» de sus predecesores.
Giovanni Maria Vian, cuyo cometido consiste no tanto en comentar las palabras del papa como en divulgarlas, mantiene cierta reserva. Me da la transcripción oficial de la conferencia improvisada que incluye esta frase anecdótica de Francisco. Teniendo en cuenta el contexto, el conjunto de la respuesta de Francisco, me dice, no es seguro que se pueda hacer una lectura gay-friendly de ella.
Vian es un catedrático laico; se hace llamar «profesor» y dirige L’Osservatore Romano, el periódico de la santa sede. Este diario oficial se publica en ocho idiomas y tiene la sede en el mismo Vaticano.
—El papa ha hablado mucho esta mañana —me explica Vian cuando llego.
Su periódico publica todas las intervenciones del santo padre, sus mensajes, sus textos. Es el Pravda del Vaticano.
—Somos un periódico oficial, es evidente, pero también tenemos una parte más libre, con tribunas, artículos sobre la cultura, textos más autónomos —añade Vian, sabedor de que su margen de maniobra es estrecho.
Quizá para liberarse de las responsabilidades del Vaticano y mostrar un talante travieso, está rodeado de figuritas de Tintín. Su despacho está lleno de historietas de La Isla Negra, El cetro de Ottokar y miniaturas de Tintín, Milú y el capitán Haddock. ¡Extraña visión de objetos paganos en plena santa sede! ¡Y qué decir de Hergé, a quien no se le ocurrió hacer un Tintín en el Vaticano!
No tan deprisa. Vian me corrige señalándome un largo artículo de L’Osservatore Romano sobre Tintín según el cual, pese a sus personajes descreídos y sus memorables juramentos, el joven reportero belga es un «héroe católico» animado por un «humanismo cristiano».
—L’Osservatore Romano es tan bergogliano con Francisco como era ratzingueriano con Benedicto XVI —relativiza un diplomático destinado en la santa sede.
Otro colaborador de L’Osservatore Romano confirma que el periódico sirve para «neutralizar todos los escándalos y recolocar a los prelados del Vaticano suspendidos».
—Los silencios del Osservatore Romano también hablan —relativiza Vian, guasón.
Durante mi investigación visitaré a menudo los locales del periódico. El doctor Vian aceptará ser entrevistado on the record(públicamente) cinco veces, y off the record (confidencialmente) más a menudo, lo mismo que otros seis colaboradores suyos encargados de la edición española, inglesa y francesa.
Fue una periodista brasileña, Ilze Scamparini, corresponsal de la cadena Globo en el Vaticano, la que se atrevió a plantearle al papa la cuestión del «lobby gay». La escena transcurre en el avión de regreso a Roma desde Río. Estamos ya al final de la conferencia de prensa improvisada y el papa está cansado. Su inseparable portavoz, Federico Lombardi, con ganas de terminar, lanza: «¿Una última pregunta?». Es entonces cuando Ilze Scamparini levanta la mano. Cito aquí en extenso ese diálogo a partir de la transcripción original que me proporciona Giovanni Maria Vian:
—Querría pedir permiso para plantear una cuestión un poco delicada. Otra imagen también ha dado la vuelta al mundo, la de monseñor Ricca, así como las informaciones sobre su vida privada. Me gustaría saber, santo padre, qué pretende hacer usted al respecto. ¿Cómo piensa abordar Su Santidad este problema y cómo pretende encarar la cuestión del lobby gay?
—En lo que respecta a monseñor Ricca —contesta el papa—, he hecho lo que el derecho canónico recomienda hacer: una investigatio praevia. De esta investigación no se desprende nada de lo que se le acusa. No hemos encontrado nada. Esa es mi respuesta. Pero querría añadir algo más. Veo a menudo en la Iglesia, más allá de este caso, pero en este también, que se va en busca, por ejemplo, de los «pecados de juventud» y se publican. No hablo de delitos, ¿eh? Los delitos son otra cosa, el abuso contra menores es un delito. No, los pecados. Pero si una persona laica, o un sacerdote, o una hermana, ha cometido un pecado y después se ha convertido, el Señor perdona… Pero volvamos a su pregunta más concreta: usted habla del lobby gay. ¡Pues bien! Se ha escrito mucho sobre el lobby gay. Todavía no he encontrado a nadie en el Vaticano que me presente su carné de identidad con «gay» escrito en él. Dicen que los hay. Creo que cuando te encuentras con una de estas personas debes distinguir entre el hecho de ser «gay» y el hecho de constituir un lobby. Porque no todos los lobbies son buenos. Ese es malo. Si una persona es gay y busca al Señor, si da muestras de buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgar?… El problema no es tener esa tendencia, [sino] hacer de esa tendencia un lobby. Ese es el problema más grave a mi juicio. Le agradezco mucho que me haya hecho esa pregunta. ¡Muchas gracias!
Vestido completamente de negro, un poco resfriado, el día de nuestro primer encuentro el padre Federico Lombardi recuerda muy bien esta conferencia de prensa. Como buen jesuita, supo admirar la labia del nuevo papa. «¿Quién soy yo para juzgar?» Se puede decir que, con esta frase, obra maestra de dialéctica jesuítica, Francisco rozó la perfección. El papa contesta a una pregunta… ¡con otra pregunta!
Estamos en la sede de la Fundación Ratzinger, ahora presidida por Lombardi, en la planta baja de un edificio vaticano de la Vía della Conciliazione, en Roma. En estas oficinas mantendré cinco largas conversaciones con él, grabadas con su aprobación, sobre los tres papas a los que ha servido (Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco). Lombardi fue el director del servicio de prensa del primero y portavoz de los otros dos.
Es un hombre afable y sencillo que rompe con el estilo glamuroso y mundano de muchos prelados vaticanos. Su humildad me impresiona, como les sucede a menudo a quienes han trabajado con él. Mientras que Giovanni Maria Vian, por ejemplo, vive solo en una torrecilla magnífica que se levanta en los jardines del Vaticano, Lombardi prefiere compartir su vida con sus compañeros jesuitas en una modesta habitación de su comunidad. Qué diferencia con esas viviendas cardenalicias de cientos de metros cuadrados que visité muchas veces en Roma, como las de Raymond Burke, Camillo Ruini, Paul Poupard, Giovanni Battista Re, Roger Etchegaray, Renato Raffaele Martino y tantos otros. Por no hablar del palacio del cardenal Betori, a quien visité en Florencia, el del cardenal Carlo Caffarra en Bolonia o el del cardenal Carlos Osoro en Madrid. Qué diferencia también con las mansiones, que no he visto, de los exsecretarios de Estado Angelo Sodano y Tarcisio Bertone, que causaron escándalo por su lujo ostentoso y su tamaño exagerado.
—Cuando el papa Francisco pronunció esas palabras, «¿Quién soy yo para juzgar?», yo estaba a su lado. Mi reacción fue un poco ambigua, digamos que mixta. Verá, Francisco es muy espontáneo, habla con mucha libertad. Aceptó las preguntas sin haberlas leído antes, sin preparación. Cuando Francisco suelta la lengua, durante noventa minutos en un avión, sin notas, con setenta periodistas, es espontáneo, muy sincero. Pero lo que dice no es necesariamente un elemento de la doctrina, es una conversación y hay que entenderla como tal. Es una cuestión de hermenéutica.
Cuando oigo la palabra «hermenéutica» de labios de Lombardi, que siempre se ha dedicado a interpretar los textos, jerarquizarlos y dar sentido a las frases de los papas cuando ha sido su portavoz, tengo la impresión de que el padre jesuita quiere quitar hierro a la expresión progay de Francisco. Añade:
—Lo que quiero decir es que esta frase no sanciona un giro o un cambio de doctrina. Pero tiene un aspecto muy positivo: parte de las situaciones personales. Es un planteamiento de proximidad, de acompañamiento, pastoral. Pero no significa que eso [ser gay] sea bueno; significa que el papa no se siente juez en estos casos.
—¿Es una frase jesuita? ¿De la tradición jesuítica?
—Lo es, si quiere llamarlo así, son palabras jesuitas. Es la opción de la misericordia, de la pastoral, la senda de las situaciones personales. Son palabras de discernimiento. [Francisco] busca un camino. Lo que dice, en cierto modo, es: «Estoy a tu lado para recorrer un camino». Pero Francisco responde a una situación individual [el caso de monseñor Ricca] con una respuesta pastoral; sobre la doctrina, permanece fiel.
Otro día, cuando le planteo al cardenal Paul Poupard este mismo debate semántico durante uno de nuestros encuentros regulares en su domicilio, este experto en la curia romana que fue «allegado a cinco papas», según su propia expresión, comenta:
—No olvide que Francisco es un papa jesuita argentino. Mejor dicho, jesuita y argentino. Las dos palabras son importantes. Lo que quiere decir cuando pronuncia la frase «¿Quién soy yo para juzgar?», lo que cuenta no es necesariamente lo que dice, sino cómo se recibe. Es algo así como la teoría del entendimiento de santo Tomás de Aquino: cada cosa se percibe con arreglo a lo que se quiere entender de ella.
Francesco Lepore no quedó muy convencido con la explicación del papa Francisco. Tampoco comparte la «hermenéutica» de sus exégetas. Para este excura que conoce bien a monseñor Ricca, esa respuesta del papa era un caso típico de doble lenguaje.
—Si seguimos su razonamiento, el papa da a entender que monseñor Ricca ha sido gay en su juventud, pero que ya no lo es desde que se ordenó sacerdote. De modo que sería un pecado de juventud y el Señor le ha perdonado. Pero el papa debía de saber que los hechos en cuestión eran recientes.
¿Una mentira? ¿Una media verdad? ¡Se dice que para un jesuita mentir a medias es decir la verdad a medias! Lepore añade:
—Hay una regla no escrita en el Vaticano que consiste en respaldar a un prelado en cualquier circunstancia. Francisco protegió a Battista Ricca contra viento y marea, manteniéndole en el cargo, lo mismo que Juan Pablo II encubrió a Stanislaw Dziwisz y a Angelo Sodano, o que Benedicto XVI defendió a Georg Gänswein y a Tarcisio Bertone hasta el final a pesar de todas las críticas. El papa es un monarca. Puede proteger a todos los que quiera proteger, en todas las circunstancias y sin que nadie pueda impedírselo.
El caso estalló a raíz de una investigación detallada de la revista italiana L’Espresso en julio de 2013. La portada, dedicada por completo al Vaticano, titula atrevidamente: «El lobby gay». En este reportaje, que menciona a monseñor Ricca con su verdadero nombre, se revela que mantuvo una relación con un militar suizo cuando estaba destinado en la embajada de la santa sede en Suiza y luego en Uruguay.
La descripción de la vida nocturna de Battista Ricca en Montevideo es especialmente detallada: se dice que una noche le dieron una paliza en una casa de citas y regresó a la nunciatura con la cara tumefacta después de llamar a unos sacerdotes para que le ayudaran. L’Espresso informó de que en otra ocasión quedó atrapado por la noche en un ascensor averiado, precisamente en los locales de la embajada de la santa sede, y a primera hora de la mañana los bomberos lo sacaron de allí en compañía de un «apuesto joven» que había quedado encerrado con él. ¡Qué mala pata!
La revista, que cita a un nuncio como fuente, también habla de los baúles del militar suizo, supuesto amante de Ricca, en los que se encontraron «una pistola, una cantidad enorme de preservativos y material pornográfico». Como siempre, el portavoz del papa Francisco, Federico Lombardi, desmintió los hechos diciendo que las noticias no eran «dignas de fe».
—La gestión del escándalo por el Vaticano fue bastante cómica. La respuesta del papa también. ¡El pecado era venial! ¡Era antiguo! Algo parecido a cuando se acusó al presidente Bill Clinton de haber consumido droga y él se disculpó diciendo que había fumado marihuana pero sin tragar el humo —ironiza un diplomático destinado en Roma que conoce bien el Vaticano.
La prensa se cachondeó de las tribulaciones del prelado, de su supuesta doble vida y sus desventuras de ascensor. Pero ¿hay que olvidar que el ataque procedía de Sandro Magister, un temible vaticanista ratzingueriano de 75 años? ¿Por qué de repente, y doce años después de los hechos, denuncia a monseñor Ricca?
El caso Ricca, en realidad, es un ajuste de cuentas entre el ala conservadora del Vaticano, digamos ratzingueriana, y el ala moderada, representada por Francisco; es decir, fundamentalmente, entre dos clanes homosexuales. Battista Ricca, diplomático sin ser nuncio y Prelato d’Onore di Sua Santità (prelado de honor del papa) sin ser obispo, es uno de los colaboradores más estrechos del santo padre. Es director de la Domus Sanctae Marthae, la residencia oficial del papa, y también dirige otras dos residencias pontificias. También es uno de los representantes del soberano pontífice ante el muy controvertido banco vaticano (IOR). Esto lo coloca en el punto de mira.
Su supuesta homosexualidad ha sido un mero pretexto para debilitar a Francisco. Se ha aprovechado la agresión que sufrió para «sacarlo del armario», cuando habría sido más católico defenderlo de sus agresores, dada la violencia con que obraron estos. En cuanto al joven con el que se quedó encerrado en el ascensor, ¿hay que recordar que era un adulto y que la relación sería consentida? Para más inri, uno de los acusadores de Ricca, según mis informaciones, también es conocido por ser, a la vez, homófobo y homosexual: un doble juego típico de las costumbres vaticanas.
El caso Ricca es uno más en la larga serie de ajustes de cuentas entre distintas facciones gais de la curia romana, varias de cuyas víctimas han sido Dino Boffo, Cesare Burgazzi, Francesco Camaldo o incluso el exsecretario general de la Ciudad del Vaticano, Carlo Maria Viganò. Tendremos ocasión de hablar de ello. Las denuncias contra estos curas o laicos siempre procedían de prelados que, la mayoría de las veces, también eran corruptos en lo económico o reprimidos en lo sexual. Acudieron a la prensa para proteger su secreto, rara vez para servir a la Iglesia. Y esta es otra regla de Sodoma, la quinta:
En la santa sede los rumores, las difamaciones, los arreglos de cuentas, la venganza y el acoso sexual son frecuentes. La cuestión gay es uno de los principales motores de estas intrigas.
—¿Sabía usted que el papa está rodeado de homosexuales? —me pregunta, falsamente cándido, un arzobispo de la curia romana. Su apodo en el Vaticano es La Païva en honor a una famosa marquesa y cortesana. Así es como lo llamaré en este libro.
Su Excelencia La Païva, con quien almorcé y cené regularmente, conoce todos los secretos del Vaticano. Me hago el ingenuo:
—Por definición, en el Vaticano nadie practica la heterosexualidad, ¿no?
—Hay muchos gais —prosigue La Païva—, muchos.
—Yo sabía que alrededor de Juan Pablo II y Benedicto XVI había muchos homosexuales, pero de Francisco no sabía nada.
—Pues sí, en Santa Marta son muchos los que forman parte «de la parroquia» —repite La Païva, que usa y abusa de esta bonita fórmula esotérica.
«Ser de la parroquia.» La Païva ríe. Está orgulloso de su expresión, como si hubiera inventado la pólvora. Adivino que a lo largo de su extensa carrera la ha usado cientos de veces, reservándola a los iniciados, sin que haya perdido su chispa.
«Ser de la parroquia» podría ser incluso el subtítulo de este libro. La expresión es tan antigua en francés como en italiano. La he encontrado en el argot homosexual de los años cincuenta y sesenta. Puede que sea anterior, pues encajaría bien en Sodoma y Gomorra de Marcel Proust o en Santa María de las Flores de Jean Genet (aunque creo que no aparece en estos libros). ¿Es más popular y propia de los bares equívocos de los años veinte y treinta? Puede ser. En todo caso, mezcla heroicamente el universo eclesiástico y el mundo homosexual.
—Usted sabe que le quiero mucho —me declara de repente La Païva—. Pero no le perdono que no quiera decirme si prefiere a los hombres o a las mujeres. ¿Por qué no me lo quiere decir? ¿Al menos es simpatizante?
La intemperancia de La Païva me fascina. El arzobispo piensa en voz alta y se entrega al placer de hacerme entrever su mundo, pensando que así se ganará mi amistad. Empieza a revelarme los misterios del Vaticano de Francisco, donde la homosexualidad es un secreto impenetrable. El truculento La Païva comparte sus secretos: ¡un hombre curioso! El doble de curioso que la media sobre este tema, bicurious. Así que empieza a largar los nombres y títulos de los que «practican» y los que «no practican», reconociendo que los homófilos sumados a los homosexuales forman, me dice, la gran mayoría del colegio cardenalicio.
Lo más interesante, desde luego, es «el sistema». Según La Païva, el predominio homosexual en la curia se ha mantenido muy constante de un papa a otro. De modo que el entorno de los papas Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco sería mayoritariamente «de la parroquia».
Condenado a vivir con esa fauna tan especial, el papa Francisco hace lo que puede. Con su fórmula «¿Quién soy yo para juzgar?» trató de salirse por la tangente. Ir más lejos habría supuesto tocar la doctrina y provocar inmediatamente una guerra en el colegio cardenalicio. Era preferible la ambigüedad, nada rara en un papa jesuita que en una misma frase puede decir una cosa y la contraria. Ser a la vez gay-friendly y antigay: eso sí que es rizar el rizo.
Sus declaraciones públicas chocan a menudo con sus actos privados. Por ejemplo, Francisco defiende constantemente a los migrantes, pero como se opone al matrimonio gay, impide que los homosexuales sin papeles puedan regularizar su situación cuando tienen una pareja estable. El papa también se dice «feminista», pero prohíbe incluso probar suerte a las mujeres que no pueden tener hijos, pues les niega la reproducción asistida. En 2018 monseñor Viganò, en su Testimonianza, le acusó de haberse rodeado de homosexuales y mostrarse demasiado gay-friendly; al mismo tiempo Francisco sugirió recurrir a la «psiquiatría» para curar a los jóvenes homosexuales (aunque luego dijo que lamentaba haberlo dicho).
En un discurso anterior al cónclave de su elección, Jorge Bergoglio señaló cuál era su prioridad: las «periferias». Este concepto, llamado a tener un gran futuro, incluye según él las periferias «geográficas», esos cristianos de Asia, Suramérica y África que están alejados del catolicismo romano occidentalizado, y las periferias «existenciales», que engloban a todos los que la Iglesia ha dejado en la cuneta. Entre ellos, según la entrevista que concederá al jesuita Antonio Spadaro, están las parejas divorciadas, las minorías y los homosexuales.
Más allá de las ideas están los símbolos. De modo que Francisco se reunió públicamente en la embajada de la santa sede en Washington con Yayo Grassi, de 67 años, uno de «Ser de la parroquia» podría ser incluso el subtítulo de este libro. La expresión es tan antigua en francés como en italiano. La he encontrado en el argot homosexual de los años cincuenta y sesenta. Puede que sea anterior, pues encajaría bien en Sodoma y Gomorra de Marcel Proust o en Santa María de las Flores de Jean Genet (aunque creo que no aparece en estos libros). ¿Es más popular y propia de los bares equívocos de los años veinte y treinta? Puede ser. En todo caso, mezcla heroicamente el universo eclesiástico y el mundo homosexual.
—Usted sabe que le quiero mucho —me declara de repente La Païva—. Pero no le perdono que no quiera decirme si prefiere a los hombres o a las mujeres. ¿Por qué no me lo quiere decir? ¿Al menos es simpatizante?
La intemperancia de La Païva me fascina. El arzobispo piensa en voz alta y se entrega al placer de hacerme entrever su mundo, pensando que así se ganará mi amistad. Empieza a revelarme los misterios del Vaticano de Francisco, donde la homosexualidad es un secreto impenetrable. El truculento La Païva comparte sus secretos: ¡un hombre curioso! El doble de curioso que la media sobre este tema, bicurious. Así que empieza a largar los nombres y títulos de los que «practican» y los que «no practican», reconociendo que los homófilos sumados a los homosexuales forman, me dice, la gran mayoría del colegio cardenalicio.
Lo más interesante, desde luego, es «el sistema». Según La Païva, el predominio homosexual en la curia se ha mantenido muy constante de un papa a otro. De modo que el entorno de los papas Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco sería mayoritariamente «de la parroquia».
Condenado a vivir con esa fauna tan especial, el papa Francisco hace lo que puede. Con su fórmula «¿Quién soy yo para juzgar?» trató de salirse por la tangente. Ir más lejos habría supuesto tocar la doctrina y provocar inmediatamente una guerra en el colegio cardenalicio. Era preferible la ambigüedad, nada rara en un papa jesuita que en una misma frase puede decir una cosa y la contraria. Ser a la vez gay-friendly y antigay: eso sí que es rizar el rizo.
Sus declaraciones públicas chocan a menudo con sus actos privados. Por ejemplo, Francisco defiende constantemente a los migrantes, pero como se opone al matrimonio gay, impide que los homosexuales sin papeles puedan regularizar su situación cuando tienen una pareja estable. El papa también se dice «feminista», pero prohíbe incluso probar suerte a las mujeres que no pueden tener hijos, pues les niega la reproducción asistida. En 2018 monseñor Viganò, en su Testimonianza, le acusó de haberse rodeado de homosexuales y mostrarse demasiado gay-friendly; al mismo tiempo Francisco sugirió recurrir a la «psiquiatría» para curar a los jóvenes homosexuales (aunque luego dijo que lamentaba haberlo dicho).
En un discurso anterior al cónclave de su elección, Jorge Bergoglio señaló cuál era su prioridad: las «periferias». Este concepto, llamado a tener un gran futuro, incluye según él las periferias «geográficas», esos cristianos de Asia, Suramérica y África que están alejados del catolicismo romano occidentalizado, y las periferias «existenciales», que engloban a todos los que la Iglesia ha dejado en la cuneta. Entre ellos, según la entrevista que concederá al jesuita Antonio Spadaro, están las parejas divorciadas, las minorías y los homosexuales.
Más allá de las ideas están los símbolos. De modo que Francisco se reunió públicamente en la embajada de la santa sede en Washington con Yayo Grassi, de 67 años, uno de«Ser de la parroquia» podría ser incluso el subtítulo de este libro. La expresión es tan antigua en francés como en italiano. La he encontrado en el argot homosexual de los años cincuenta y sesenta. Puede que sea anterior, pues encajaría bien en Sodoma y Gomorra de Marcel Proust o en Santa María de las Flores de Jean Genet (aunque creo que no aparece en estos libros). ¿Es más popular y propia de los bares equívocos de los años veinte y treinta? Puede ser. En todo caso, mezcla heroicamente el universo eclesiástico y el mundo homosexual.
—Usted sabe que le quiero mucho —me declara de repente La Païva—. Pero no le perdono que no quiera decirme si prefiere a los hombres o a las mujeres. ¿Por qué no me lo quiere decir? ¿Al menos es simpatizante?
La intemperancia de La Païva me fascina. El arzobispo piensa en voz alta y se entrega al placer de hacerme entrever su mundo, pensando que así se ganará mi amistad. Empieza a revelarme los misterios del Vaticano de Francisco, donde la homosexualidad es un secreto impenetrable. El truculento La Païva comparte sus secretos: ¡un hombre curioso! El doble de curioso que la media sobre este tema, bicurious. Así que empieza a largar los nombres y títulos de los que «practican» y los que «no practican», reconociendo que los homófilos sumados a los homosexuales forman, me dice, la gran mayoría del colegio cardenalicio.
Lo más interesante, desde luego, es «el sistema». Según La Païva, el predominio homosexual en la curia se ha mantenido muy constante de un papa a otro. De modo que el entorno de los papas Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco sería mayoritariamente «de la parroquia».
Condenado a vivir con esa fauna tan especial, el papa Francisco hace lo que puede. Con su fórmula «¿Quién soy yo para juzgar?» trató de salirse por la tangente. Ir más lejos habría supuesto tocar la doctrina y provocar inmediatamente una guerra en el colegio cardenalicio. Era preferible la ambigüedad, nada rara en un papa jesuita que en una misma frase puede decir una cosa y la contraria. Ser a la vez gay-friendly y antigay: eso sí que es rizar el rizo.
Sus declaraciones públicas chocan a menudo con sus actos privados. Por ejemplo, Francisco defiende constantemente a los migrantes, pero como se opone al matrimonio gay, impide que los homosexuales sin papeles puedan regularizar su situación cuando tienen una pareja estable. El papa también se dice «feminista», pero prohíbe incluso probar suerte a las mujeres que no pueden tener hijos, pues les niega la reproducción asistida. En 2018 monseñor Viganò, en su Testimonianza, le acusó de haberse rodeado de homosexuales y mostrarse demasiado gay-friendly; al mismo tiempo Francisco sugirió recurrir a la «psiquiatría» para curar a los jóvenes homosexuales (aunque luego dijo que lamentaba haberlo dicho).
En un discurso anterior al cónclave de su elección, Jorge Bergoglio señaló cuál era su prioridad: las «periferias». Este concepto, llamado a tener un gran futuro, incluye según él las periferias «geográficas», esos cristianos de Asia, Suramérica y África que están alejados del catolicismo romano occidentalizado, y las periferias «existenciales», que engloban a todos los que la Iglesia ha dejado en la cuneta. Entre ellos, según la entrevista que concederá al jesuita Antonio Spadaro, están las parejas divorciadas, las minorías y los homosexuales.
Más allá de las ideas están los símbolos. De modo que Francisco se reunió públicamente en la embajada de la santa sede en Washington con Yayo Grassi, de 67 años, uno desus exalumnos gais, que acudió acompañado de su novio Iwan, un indonesio. Varios selfis y un vídeo muestran a la pareja abrazando al santo padre. Según varias fuentes, la difusión de este encuentro entre el papa y la pareja gay no fue fruto de la casualidad. Presentado inicialmente como «un encuentro estrictamente privado», casi fortuito, por el portavoz del papa, Federico Lombardi, el mismo Lombardi lo promovió más tarde a verdadera «audiencia».
Hay que decir que mientras tanto había estallado una polémica. El papa, durante ese mismo viaje a Estados Unidos, presionado justamente por el muy homófobo monseñor Carlo Maria Viganò, nuncio apostólico en Washington, se había reunido con una representante local de Kentucky, Kim Davis, que se negaba a autorizar los matrimonios homosexuales en su condado (aunque ella misma se había divorciado dos veces). Ante la polvareda levantada por este favor concedido a una figura homófoba de primer plano, y lamentando la «encerrona» urdida por Viganò (que pagaría perdiendo su puesto en Washington), el papa recogió velas y desmintió que defendiera la posición de la señora Davis (quien fue detenida y encarcelada brevemente por su negativa a cumplir la ley estadounidense). De modo que, para dejar claro que no iba a dejarse enredar en ese debate, Francisco compensó este primer gesto homófobo recibiendo a su exalumno gay y a su novio. Un tira y afloja movido por un afán conciliador jesuítico a más no poder.
¿Francisco también es gay-friendly, como dicen? Algunos de los que así lo piensan, en respaldo de su creencia, me cuentan esta otra historia. Durante una audiencia del papa con el cardenal alemán Gerhard Ludwig Müller, prefecto de la importante Congregación para la Doctrina de la Fe, este se presenta con un informe sobre un viejo teólogo denunciado por su homofilia y le pregunta al papa qué sanción piensa aplicar. El papa (según cuentan dos testigos de la Congregación, que se lo han oído decir a Müller) responde: «¿No sería mejor invitarle a una cerveza, hablarle como a un hermano y encontrar una solución al problema?».
Al parecer el cardenal Müller, que no oculta su hostilidad pública hacia los gais, se quedó atónito con la respuesta de Francisco. De vuelta a su despacho, hecho una furia, se apresuró a contarles la anécdota a sus colaboradores y a su asistente personal, según un testigo presente en la escena. Dice que Müller criticó duramente al papa por su desconocimiento del Vaticano, su error de juicio sobre la homosexualidad y su gestión de los informes. Estas críticas llegaron a oídos de Francisco, que sancionó a Müller metódicamente, primero privándole de sus colaboradores, uno tras otro, luego humillándole públicamente, varios años después, al decretar su jubilación anticipada sin haberle restituido en su puesto. (Le pregunté a Müller por sus relaciones con el papa durante una conversación en su domicilio y me baso, en parte, en su testimonio.)
Cuando el papa denuncia las maledicencias de la curia, ¿está pensando en cardenales conservadores como Müller o Burke? El santo padre lanzó el ataque en una misa solemne celebrada en el Vaticano el 22 de diciembre de 2014, algo más de un año después de su elección. Ese día, ante los cardenales y obispos congregados para felicitar la Navidad, Francisco pasa a la ofensiva: hizo un repaso de las quince «enfermedades» de la curia romana, entre las que mencionó el «alzhéimer espiritual» y la «esquizofrenia existencial». Sobre todo censuró la hipocresía de los cardenales y obispos que llevaban «una vida oculta y a menudo disoluta», y criticó sus «habladurías», auténtico «terrorismo del chismorreo».
La acusación era severa, pero el papa todavía no había dado con su fórmula más rotunda. Lo consiguió al año siguiente, en una homilía matinal en Santa Marta, el 24 de octubre de 2016 (según la transcripción oficial de Radio Vaticana que cito aquí por extenso, dada la importancia de estas palabras):
Detrás de la rigidez hay siempre algo escondido en la vida de una persona. La rigidez no es un don de Dios. La mansedumbre, sí; la bondad, sí; la benevolencia, sí; el perdón, sí. Pero ¡la rigidez no! Detrás de la rigidez hay siempre algo escondido, en tantos casos una doble vida; pero hay algo también de enfermedad. ¡Cuánto sufren los rígidos: cuando son sinceros y se dan cuenta de esto, sufren! ¡Y sufren tanto!
Francisco ha encontrado por fin su fórmula: «detrás de la rigidez hay siempre algo escondido, en muchos casos una doble vida». Los que rodean al papa repiten a menudo la frase, abreviada para que resulte más eficaz: «Los rígidos que llevan una doble vida». Y aunque él nunca ha dado nombres, no es difícil imaginar a qué cardenales y prelados se refiere.
Varios meses después, en 5 de mayo de 2017, el papa volvió a la carga, casi con las mismas palabras: «Son rígidos de doble vida: se hacen ver bellos, honestos, pero cuando nadie los ve, hacen cosas malas… Usan la rigidez para cubrir debilidades, pecados, enfermedades de personalidad… Los hipócritas, los de la doble vida».
Una vez más, el 20 de octubre de 2017, Francisco criticó a los cardenales de la curia que son «hipócritas» y «viven de la apariencia»:
Como pompas de jabón [estos hipócritas] esconden la verdad a Dios, a los demás y a sí mismos, ostentando una cara de estampita para maquillar la santidad… Por fuera se hacen ver como justos, como buenos: a ellos les gusta pasear y dejarse ver bien elegantes, ostentar cuánto rezan y cuánto ayunan, cuánta limosna dan… todo es aparentar, aparentar, pero dentro del corazón no hay nada. Estos maquillan el alma, viven del maquillaje: la santidad es un maquillaje para ellos.
Francisco no se cansa de repetir este mensaje. Como en octubre de 2018:
Eran unos rígidos. Y Jesús conocía sus almas. Esto nos escandaliza… Son rígidos. Pero siempre, debajo o dentro de una rigidez, hay problemas. Graves problemas… Tengan cuidado con los rígidos. Estén atentos ante los cristianos —ya sean laicos, sacerdotes, obispos— que se presentan tan «perfectos», rígidos. Estén atentos. No está el espíritu de Dios allí.
Francisco ha repetido tantas veces desde que accedió al pontificado estas palabras severas, cuando no acusadoras, hay que tomarlas por lo que son: un mensaje y una advertencia. ¿Es un modo de atacar a su oposición conservadora, denunciando su doble juego sobre la moral sexual y el dinero? De eso no cabe duda. Se podría ir más lejos: el papa lanza un aviso dirigido a ciertos cardenales conservadores o tradicionalistas que rechazan sus reformas haciéndoles saber que conoce su vida secreta. (Varios cardenales, arzobispos, nuncios y sacerdotes bergoglianos me han confirmado esta estratagema del papa.)
Mientras tanto, el bromista Francisco siguió hablando de la cuestión gay a su manera, es decir, como jesuita. Un paso adelante, otro paso atrás. Su política de pasitos es ambigua, a menudo contradictoria. Parece que no siempre sigue una línea coherente.
¿Es una simple política de comunicación? ¿Una estrategia perversa para torear a sus oponentes, tan pronto provocarlos como engatusarlos, pues sabe que para ellos aceptar la homosexualidad es un problema serio y un asunto íntimo? ¿Estamos ante un papa antojadizo, que juega con dos barajas por debilidad intelectual y carece de convicciones, como me han dicho sus detractores? El caso es que ni siquiera los vaticanistas más enterados saben muy bien a qué atenerse. Figura progay o antigay, cualquiera sabe.
«¿Por qué no tomarse una cerveza con un gay?», había propuesto Francisco. En realidad es lo que ha hecho varias veces en su residencia privada de Santa Marta o durante sus viajes. Por ejemplo, recibe oficiosamente a Diego Neria Lejárraga, un transexual, acompañado de su girlfriend. Otra vez, en 2017, Francisco recibió oficialmente en el Vaticano a Xavier Bettel, primer ministro luxemburgués, con su marido Gauthier Destenay, un arquitecto belga.
Fabián Pedacchio, secretario particular del papa, y Georg Gänswein, prefecto de la casa pontificia, se encargan de concertar la mayoría de estas visitas. En las fotos se ve a Georg saludando calurosamente a los invitados LGBT, lo que no deja de tener su gracia, dadas las críticas recurrentes de Gänswein a los homosexuales.
En cuanto al argentino Pedacchio, menos conocido por el público en general, en 2013 pasó a ser el colaborador más estrecho del papa y vive con él en Santa Marta, en una de las habitaciones próximas a la de Francisco, la número 201, en el segundo piso (según un guardia suizo con el que hablé).
Pedacchio es una figura misteriosa: hay muy pocas entrevistas con él, o se han retirado de Internet; habla poco; su biografía oficial es mínima. También él ha encajado los golpes bajos del ala derecha de la curia romana y de monseñor Viganò en su Testimonianza.
—Es un hombre duro. Es como ese malo que todo hombre bueno y generoso debe tener a su lado —me confiesa Eduardo Valdés, exembajador de Argentina ante la santa sede.
En esta dialéctica clásica del «policía malo» y el «policía bueno», Pedacchio recibe las críticas de todos aquellos que no se atrevían a atacar directamente al papa. Por ejemplo, unos cardenales y obispos de la curia denunciaron la vida disoluta de Pedacchio sacando a relucir una cuenta que este habría abierto en la red social de encuentros Badoo para «buscar amigos» (la página se cerró cuando la prensa italiana denunció su existencia, pero sigue siendo accesible en la memoria de la web y en lo que se llama la Internet no indexada o Internet profunda: la deep web). En esta cuenta Badoo y en las pocas entrevistas que ha concedido, monseñor Pedocchio afirma que le gusta la ópera y «adora» el cine de Pedro Almodóvar, de quien ha visto «todas las películas», donde hay, reconoce, «escenas sexuales calientes». La vocación se la debe a un cura «un poco especial» que cambió su vida. En cuanto a Badoo, Pedocchio dice que es una intriga contra él y jura que es una cuenta falsa.
El papa Francisco, haciendo caso omiso de las críticas a sus colaboradores más próximos, ha seguido con su política de pasitos. Después de la matanza de 49 personas en un club gay de Orlando, en Florida, el papa, cerrando los ojos en señal de dolor, afirmó:
—Creo que la Iglesia debe pedir disculpas a las personas gais a las que ha ofendido [y también debe pedir disculpas] a los pobres, las mujeres explotadas, los jóvenes privados de trabajo, debe pedir perdón por haber bendecido tantas armas [de guerra].
A la vez que pronuncia estas palabras misericordiosas, el papa se ha mostrado inflexible con la «teoría de género». En ocho ocasiones entre 2015 y 2017 se ha pronunciado contra la ideología del «género», calificándola de «diabólica». A veces lo ha hecho de un modo superficial, sin saber de lo que habla, como en octubre de 2016, cuando denunció los libros de texto franceses que propagan «un adoctrinamiento solapado de la teoría de género»: los editores franceses y la ministra de Educación Nacional confirmaron que «los libros de texto no incluyen ninguna mención ni referencia a esa teoría de género». Al parecer, el origen de esta metedura de pata del papa está en unas fake news propaladas por asociaciones católicas próximas a la extrema derecha francesa a las que el soberano pontífice dio crédito sin haberlas verificado.
Uno de los redactores de las cartas de Francisco es un monsignore discreto que cada semana contesta a unas cincuenta cartas del papa, de las más sensibles. Acepta reunirse conmigo a condición de mantener el anonimato.
—¡El santo padre no sabe que uno de sus redactores es un cura gay! —me confiesa el interesado con orgullo.
El prelado tiene todas las puertas abiertas en el Vaticano gracias a la función que desempeña al lado del papa, y en los últimos años acostumbramos a reunirnos con frecuencia. Durante una de estas comidas, en el restaurante Coso, Vía in Lucina, mi fuente me revela un secreto que nadie conoce y muestra una enésima faceta de Francisco.
Después de pronunciar su frase memorable «¿Quién soy yo para juzgar?» el papa empezó a recibir un sinfín de cartas de homosexuales que le agradecían sus palabras y le pedían consejo. En el Vaticano, el manejo de esta copiosa correspondencia corre a cargo de la Secretaría de Estado, concretamente de la sección de monseñor Cesare Burgazzi, encargado de la correspondencia del santo padre. Según fuentes próximas a Burgazzi, con las que también hablé, estas cartas son «a menudo desesperadas». Están escritas por seminaristas o curas que a veces están «al borde del suicidio» porque no consiguen articular su homosexualidad con su fe.
—Llevábamos mucho tiempo contestando estas cartas con mucho esmero, y llevaban la firma del santo padre —me cuenta mi fuente—. Las cartas escritas por homosexuales siempre se han tratado con muchos miramientos y mucho tacto, dado el número importante de monsignori gais que hay en la Secretaría de Estado.
Pero un buen día el papa Francisco decidió que la gestión de su correspondencia no le convencía y pidió la reorganización del servicio. Añadiendo una instrucción desconcertante, según su redactor:
—De un día para otro el papa nos pidió que no contestáramos a las personas homosexuales. Debíamos dejar sus cartas sin respuesta. Esta decisión nos sorprendió y asombró.
—Y mi fuente continúa—: En contra de lo que se pueda pensar, el papa no es gay-friendly. Es tan homófobo como sus predecesores.
(Otros dos curas de la Secretaría de Estado confirman la existencia de esta consigna, pero sin estar seguros de que procediera del propio papa, pues también la podía haber dado uno de sus colaboradores.)
Según mis informaciones, los monsignori de la Secretaría de Estado siguen «ejerciendo resistencia», según la expresión de uno de ellos: cuando los homosexuales o curas gais, en sus cartas, expresan su intención de suicidarse, los escribientes del papa se las arreglan para pasar a la firma del santo padre unas respuestas comprensivas, pero empleando perífrasis sutiles. De este modo, sin saberlo, el papa jesuita sigue mandando cartas misericordiosas a los homosexuales.
Capítulo 4º
BUENOS AIRES
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