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sábado, 30 de septiembre de 2023

 Juan Pablo I, el Papa que murió 33 días después de asumir y la mentira del Vaticano que fomentó teorías de asesinato




Dos monjas encontraron el cadáver de Juan Pablo I en su

 dormitorio durante la madrugada del 29 de septiembre de

 1978, pero la Santa Sede falseó lo que había ocurrido. Por

 años, se sucedieron las hipótesis de envenenamiento para

 evitar su investigación sobre la corrupción financiera en el

 Vaticano. La “confesión” de un sicario y los antecedentes

 de salud de la familia del “Papa de la sonrisa”

Infobae


Miguel Frías

28-9-23

El 29 de septiembre de 1978, la noticia-bomba vaticana sacudió a la feligresía católica mundial: Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa, acababa de morir, a los 65 años, 33 días después de haber asumido. Un pontificado relámpago. La información era que un infarto de miocardio había fulminado a Albino Luciani en su cama durante la noche del 28 y que un sacerdote, su secretario personal, había encontrado el cuerpo. Esta fue la versión oficial. Falsa, o en parte falsa. Días después se filtró un dato que invalidaba al parte del 29: el cadáver había sido descubierto, en realidad, por dos monjas que entraron de madrugada en los aposentos papales y encontraron al cadáver con los anteojos puestos y la luz encendida. No mentirás: aquella pecaminosa falsedad informativa inicial, tuviera la motivación que tuviera, desató una tormenta de sospechas: intrigas palaciegas, teorías conspirativas e hipótesis de magnicidio alimentadas luego por libros, películas -entre ellas, “El Padrino III”, ficción que se adelantó a la era de la posverdad- y hasta por un supuesto sicario que se autoincriminó con ostentación. El misterio quedó enterrado en las Grutas Vaticanas, debajo de la basílica de San Pedro, junto con el cuerpo embalsamado -sin autopsia previa- de Juan Pablo I. Amén.

Volvamos a la información oficial. El Papa -el último italiano, hasta el momento- se sintió mal durante la noche del 28. Uno de sus asesores, Diego Lorenzi, le aconsejó que consultara a los médicos. Pero el sumo pontífice no quiso molestar ni alarmar a nadie. “Antes de acostarse, mandó llamar al arzobispo de Milán, el cardenal Colombo. Hablaron de la sucesión en Venecia, cargo que Juan Pablo I había dejado vacante. Mantuvieron una conversación larga, discreparon sobre el candidato. Después, el Papa se retiró a su cuarto, y poco más puede saberse. Sufrió un ataque al corazón tan fuerte que no tuvo tiempo ni de tocar el timbre que tenía al lado de la cama”, sostuvo Giovanni Maria Vian, autor del libro “Juan Pablo I, el Papa sin corona. Vida y muerte de Juan Pablo I”. Según el relato vaticano, el irlandés John Magee, secretario personal de tres Papas -Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II- fue el que descubrió el cadáver. Recién diez años después, Magee reconoció en una entrevista con la revista religiosa “30 Giorni” que eso no era verdad. Ya en el siglo XXI, en 2009, volvió a ser noticia pero no por éste asunto sino por la acusación de haber encubierto a curas pedófilos: Magee debió renunciar al obispado de la diócesis de Cloyne, Irlanda

Durante la madrugada trágica de 1978 -el año de los tres Papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II-, sor Vincenza Taffarel, monja enfermera, dejó, como lo había hecho desde la asunción de Luciani, una tacita con café humeante para que él lo tomara al levantarse. A las 5.45, hora en que el Papa bebía el primer café del día, el seguía pocillo ahí, sin que nadie lo hubiera tocado, enfriándose. Lo mismo que ocurría, al otro lado de la puerta, con el cuerpo de Juan Pablo I. Preocupada, Taffarel buscó a sor Margherita Marin, otra de las cuatro Hermanas de María Bambina que servían en el piso papal. Llamaron a la puerta. Nadie respondió. Entraron. “La luz de la habitación estaba encendida, el Papa estaba en la cama, con las gafas aún apoyadas en la nariz, con papeles en el regazo, como si se hubiera quedado dormido mientras leía. Parecía estar durmiendo con una expresión serena. Lo llamamos varias veces pero no respondió. Estaba inmóvil. Así que corrimos a buscar a las secretarias, que llegaron inmediatamente. Lo tocaron, estaba frío. Luego los médicos lo declararon muerto”, le relató Marin a la revista “Famiglia Cristiana” en 2022, año en que Juan Pablo I fue beatificado. Era la única sobreviviente de las monjas que asistieron al Papa la madrugada fatal. El médico que constató el fallecimiento, Renato Buzzonetti, calculó que la muerte había ocurrido alrededor de las once de la noche.

Margherita, que en aquel momento tenía 37 años, también narró la jornada previa, transcurrida, según su perspectiva, sin alarmas ni, mucho menos, indicios tanáticos. “El Papa había trabajado intensamente todo el día, como siempre. Estaba leyendo y escribiendo mucho. Preparaba un documento para los obispos y practicaba su italiano para algunas audiencias que estaban programadas. Esa tarde, como era su costumbre, había rezado con nosotras. Cada una de las Hermanas teníamos nuestra tarea. Yo me encargaba de los preparativos para la celebración litúrgica de la mañana, en la que participábamos con él. Así que antes de despedirnos, me preguntó qué misa le iba a preparar al día siguiente. Le contesté que la de los Santos Ángeles Custodios. Sonrió y se fue a su habitación. Cuando volví a verlo estaba muerto”. Las autoridades vaticanas habían considerado inapropiado que dos o más mujeres hubieran entrado, en ausencia de hombres, al dormitorio papal. Por eso, supuestamente, inventaron que Magee había descubierto el cuerpo. Con la intención de evitar rumores indecorosos, allanaban el camino de las hipótesis de asesinato que se avecinaban.

Mundo bipolar y finanzas turbias

Los dos pontificados anteriores al de Juan Pablo I, el de Juan XXIII y el de Pablo VI, habían sido de cambios, renovaciones y por supuesto de resistencias en la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II. La muerte de Pablo VI, el 6 de agosto de 1978, tensó la puja entre sectores conservadores y progresistas. En tiempos de la Guerra Fría y el mundo bipolar, Italia estaba convulsionada por el asesinato de Aldo Moro, ex primer ministro y líder de la democracia cristiana, tras un golpe comando en el que las Brigadas Rojas masacraron a cinco custodios y secuestraron a Moro. En ese contexto asumió Juan Pablo I, de origen humilde, familia proletaria, prometedor del cielo para los pobres, pero defensor cerril del Opus Dei. Una especie de bisagra entre los que no querían un Papa extremadamente conservador ni tampoco uno con simpatías izquierdistas. La osadía de Albino Luciani, para algunos, no iba a ser ideológica sino financiera: tratar de clarificar las oscuras cuentas vaticanas.

Mientras era patriarca de Venecia, en 1972, el Banco Vaticano le había vendido al Banco Ambrosiano, propiedad de Roberto Calvi, la Banca Católica del Veneto, que solía otorgar créditos a bajo interés. El arzobispo Paul Marcinkus, estadounidense, responsable de la administración vaticana, habilitó la operación, sin consultarle a Luciani. En 1978, el Banco de Italia alertó sobre movimientos sospechosos de los fondos del Banco Ambrosiano y promovió la investigación del imperio económico de Calvi: una trama de maniobras financieras turbias que involucraba a empresarios, religiosos, políticos, mafiosos y miembros de la logia masónica P2, fundada por Licio Gelli. La muerte de Juan Pablo I, y la suposición de que quería esclarecer aquellos hechos, despertó sospechas. Cuatro años después, en medio de un escándalo internacional, se derrumbó el Banco Ambrosiano y arrastró a otras entidades vinculadas con el Vaticano. La acusación judicial incluía acusaciones sobre evasión impositiva, desvío de fondos para solventar golpes de Estado y negocios con la mafia. El cadáver de Calvi apareció colgado de un puente en Londres.

Guerra de soldados británicos

Apoyado en las esquiarlas de este escándalo más que en pruebas explosivas, el escritor e investigador británico David Yallop, apodado “el buscador de justicia”, afirmó en 1984 que Juan Pablo I había sido asesinado por su intención de revelar la corrupción financiera en el Vaticano. En el libro “En el nombre de Dios”, sostuvo que el Papa había sido envenenado con digitalina -usada para tratamientos cardiológicos, pero tóxica y potencialmente letal- que le suministraron por orden de Licio Gelli. También acusó a altos funcionarios eclesiásticos de ser sus cómplices: a Marcinkus (que luego de sortear muchas y variadas denuncias a lo largo de su vida murió en Arizona en 2006, a los 84 años), al cardenal John Cody, arzobispo de Chicago, y al cardenal Jean Villot, secretario de Estado del Vaticano. “Marcinkus tenía móviles para el crimen y la oportunidad de llevarlo a cabo”, escribió. El libro vendió seis millones de copias. El Vaticano calificó de absurdas a las teorías de Yallop y decidió contraatacarlas con las mismas armas: un libro de rigurosidad dudosa.

En 1987 el arzobispo John Foley, de la oficina de comunicaciones del Vaticano, contactó a John Cornwell, periodista británico, y le ofreció todas las fuentes necesarias para que escribiera un libro que refutara al del Yallop. Tras esta investigación inducida, Cornwell estableció que Juan Pablo I no tenía una agenda secreta ni intenciones de indagar en las finanzas vaticanas y sostuvo que su pontificado iba camino al fracaso. Hasta retrató a Luciani como un Papa superado por la responsabilidad, débil, desanimado, objeto de desprecio de parte de la curia. En “Como un ladrón en la noche”, incluyó una anécdota, contada por Magee, que ponía a Juan Pablo I al borde del grotesco. Su ex secretario privado sostenía que un día, mientras caminaba por un jardín terraza, el viento le arrancó al Papa las hojas de un documento privado, las hizo volar y flotar a la deriva, hasta que quedaron esparcidas por distintas azoteas. Según Magee, Luciani exclamó: “Dios mío, Dios mío”, se retiró a su habitación y se acurrucó en posición fetal en su cama, vencido por un problema modesto, mientras los bomberos rescataban los papeles.

Cornwell remarcó, además, que el Papa tenía un historial de problemas circulatorios, que sus piernas solían hincharse y que, horas antes de su muerte, se había quejado de dolores en el pecho aunque no quiso que lo revisaran los médicos. En este punto, el autor británico especuló que Juan Pablo I no quería seguir viviendo. “Sólo hizo falta su negativa a ver a un médico y la negligencia de los demás para asegurar el fin que tan devotamente deseaba”, escribió. Distintos sectores, religiosos y laicos, cuestionaron a Cornwell: dijeron que su versión estaba manipulada por cierto sector de la Iglesia y negaron que Juan Pablo I tuviera problemas serios de salud. Según estas opiniones, Yallop y Cornwell eran algo así como dos mercenarios batiéndose a duelo con armas literarias y haciendo trampa.



Boleto al infierno

Durante un tiempo, la disputa entre defensores y refutadores de la teoría del asesinato papal se mantuvo vigente, pero el nivel investigativo no levantó demasiado. Se sucedieron novelas y ensayos -y sobre todo hibridaciones: ficciones basadas en supuestos hechos reales, y viceversa- en torno de la muerte de Juan Pablo I. En “El día de la cuenta”, el sacerdote español Jesús López Sáez insistió con la teoría de que el pontífice fue envenenado con una fuerte dosis de un vasodilatador. El investigador Eric Frattini, autor de “La Santa Alianza”, planteó preguntas: “Si John Magee dijo que el Papa había sentido dolores en el pecho, ¿por qué no se le avisó al doctor (Antonio) Da Ros. ¿Por qué no se dijo que a Juan Pablo I se le habían recetado inyecciones para su problema de baja presión? ¿Quién ordenó la retirada de la vigilancia al Papa y por qué?”.

Pero el libro que más sorprendió fue “When the Bullet Hits the Bone”, de Anthony S. Luciano Raimondi, gangster -y sobrino del legendario mafioso Lucky Luciano- que declamó ser uno de los asesinos de Juan Pablo I. Escribió que había sido parte de un escuadrón de sicarios bajo las órdenes de Marcinkus, del que reveló que era primo, y que recibió una instrucción minuciosa sobre los hábitos de Juan Pablo I, al que envenenaron con una infusión. “Estaba parado en el pasillo, fuera de las dependencias del Papa, cuando se sirvió el té. Había hecho muchas malas cosas en mi tiempo, pero no quería estar allí en la habitación cuando lo envenenaran. Sabía que con su asesinato me compraría un boleto de ida al infierno”.

Según Raimondi, el móvil era frenar una investigación de maniobras fraudulentas en las que estaban involucradas importantes empresas estadounidenses. “Si el Papa hubiera mantenido la boca cerrada podría haber tenido un reinado largo”, aclaró. Luego, en una entrevista con “The New York Times”, fue más allá: “Yo ayudé a matar al papa”. Y agregó que Juan Pablo II mantuvo el silencio y que por eso su papado duró casi 27 años y que su muerte fue por causas naturales, a una edad avanzada. Raimondi, un buen muchacho.


Los hermanos muertos

En 2017, Stefania Falasca publicó el libro “El Papa Luciani. Crónica de una muerte”, en el que analizó la documentación clínica confidencial de Juan Pablo I, información que obtuvo por haber sido una de las impulsoras de la beatificación del Papa. A los textos que precedieron al suyo, incluido el de Cornwell, los llamó “literatura negra” y sostuvo que la hipótesis del asesinato “es la noticia falsa que lleva más tiempo de circulación en el siglo XX”. El material investigado le demostró, según ella, que los médicos no detectaron problemas de salud en los controles de rutina, a pesar de que Juan Pablo I tenía un historial médico como para estar alerta: sobre todo porque hubo varias muertes repentinas en su familia.

Nacido en la localidad italiana de Forno di Canale, Belluno, hijo de un albañil (Giovanni Battista, que en 1913 trabajó en La Plata, Argentina), Albino Luciani creció en una región empobrecida en una época en que pocos hombres superaban los 60 años y las muertes infantiles eran frecuentes. Uno de sus hermanos menores, Federico, murió de muy pequeño; tres hermanos mayores, todos llamados Albino, como él, murieron antes del nacimiento del futuro Papa, que llegó al mundo con el cordón umbilical rodeándole el cuello, lo que puso en riesgo su vida. En uno de los eventos públicos en los llegó a participar como pontífice, Juan Pablo I recordó que su madre solía decirle: “De bebé tuve que llevarte de un médico a otro y cuidarte noches enteras”. El final le llegaría más de seis décadas después, en la cima de su carrera eclesiástica, en la soledad de un cuarto vaticano. Su vida sería más corta que los rumores sobre su muerte.














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