El
atentado de París o por qué soy ateo.
Antonio
Mora Plaza (Economista)
Nuevatribuna.es
11-1-2015
Dos
fanáticos franceses con una creencia bajo el brazo –casi da igual cual– han
asesinado a doce personas de una revista satírica francesa. Luego los dos han
sido asesinados a su vez por la gendarmería francesa. No ha habido lugar a su
detención, juicio y condena, por lo que al crimen se ha respondido con el
crimen desde la impunidad del Estado. No valoro, sólo describo. La razón
esgrimida por los dos fanáticos franceses es que habían insultado al profeta,
es decir, a Mahoma, porque los redactores de la revista Charlie Hebdo se
dedican al humor, a la caricatura, a la sátira, al igual que hacía nuestro
Quevedo con el verso y la prosa. Resulta incomprensible, incluso para el
creyente, que escribir y dibujar con la intención de satirizar, incluso
insultar, resulte merecedora del asesinato. De la creencia al crimen hay sólo
un paso: la negación del respeto a la vida del otro. Eso es el fascismo. Pero
una vez instalado en la creencia el paso es psicológicamente posible y, en
algunos individuos, inevitable. A los asesinos de los doce de Charlie Hebdo se
les tilda, con razón, de terroristas; a los gendarmes que los han asesinado, de
servidores públicos. Empezamos mal. Eran terroristas los dos hermanos franceses
que han asesinado a los doce de Charlie, pero ¿qué es ser terrorista? ¿Cuándo
los palestinos de Gaza se defienden por cualquier medio de la invasión del
ejército israelí son también terroristas? ¿Puede ser considerado terrorista una
organización que defiende un territorio de un invasor aunque el invasor lo haga
en nombre de la libertad? ¿Eran terroristas los guerrilleros españoles en 1808
y siguientes cuando emboscaban a las tropas francesas invasoras, a pesar de
portar éstas la bandera republicana francesa de la fraternité, egalité et liberté?
Cuando Busch y Blair, con el apoyo de Aznar y Barroso, atacaron Irak en
respuesta al atentado de las torres gemelas convirtieron a todo una nación en
terrorista. Es verdad que cada uno puso lo que su dignidad se lo permitía: Bush
y el inglés, como buenos terroristas de Estado, pusieron las armas y los
soldados, Aznar puso la indignidad y Barroso el mantel, las viandas y las
Azores. Desde entonces, para los terroristas de Estado, todo el que se defiende
de una invasión es terrorista. Es la manipulación del lenguaje pensando en que
los posibles votantes, llamando a sus tripas en lugar de a la razón, alentando
la venganza en lugar de la justicia, apelando a la religión de las balas y los
misiles en lugar de combatir el crimen con el Derecho y la ayuda humanitaria
para los que nada tienen. Lo último no da votos a la derecha de cualquier país
porque el egoísmo y el privilegio son refractarios a la solidaridad de los
pueblos con los pueblos, de las personas con las personas, de los ciudadanos
con los ciudadanos. Usan de la creencia. Los creyentes tienden a pensar que la
creencia de los otros es la equivocada y que la propia es la verdadera. No
sospechan que creer y pensar son agua y aceite, no se mezclan jamás, son
contradictorios sea cual sea la creencia. El fanatismo islámico de los
fanáticos de ahora –no de los islámicos pacíficos que son la inmensa mayoría–
están igual que los católicos y protestantes de hace no más de cuatro siglos.
De menos aún. La inquisición española fue liquidada jurídicamente por un
Gobierno de Mendizábal en ¡1834!
Quemaron a Miguel Servet los calvinistas en 1553, a
Giordano Bruno el papa Clemente VIII en 1600, y a Galileo casi le cuesta la
vida porque defendía la teoría heliocéntrica y este sólo les pedía a la curia
vaticana de entonces que miraran por su catalejo la Luna y vieran sus
imperfecciones. Pero la doctrina católica decía otra cosa, creía en la
perfección de las esferas donde Dante colocaba su excelsa obra, y la jerarquía
de entonces –y a esto lleva a veces la creencia– no consentían la discrepancia
porque, de hacerlo, perdían el poder, su influencia sobre los meros creyentes,
que eran la inmensa mayoría. La duda es enemiga del poder. Las iglesias de toda
laya quieren amigos o enemigos, pero se horrorizan ante el indiferente, ante el
conocimiento, ante la ciencia, ante la verdad, porque eso lleva a que la
verdad, aunque coja, ande suelta, con vida propia, ajena a la manipulación,
ajena al poder del que dicta el dogma. Ser ateo no es simplemente negar la
existencia de alguien que ha hecho todo lo existente excepto a sí mismo –si se
hace también así mismo se cae en una contradicción– sino supone abdicar de la
creencia como conocimiento; supone renunciar al verbo creer; supone elegir la
angustia de no tener a veces explicación de la existencia por el sosiego que da
la autoridad ajena, la de los argumentos de autoridad, sea la del imán, la del
chamán o la de un padre de la Iglesia. Pero eso es peligroso, a veces mortal,
como se ha demostrado en París el día 7 de enero. También en Irak a manos de
los terroristas de Estado Bush, Blair, Aznar y Barroso, aunque cada uno con un
grado diferente. O Netanyahu, el primer ministro judío. Son meros ejemplos. Hay
innumerables.
Hay que ir a la paz perpetua como quería Kant, aunque
a mí me parecen ingenuos algunos de sus argumentos pero grandioso su esquema
mental. Hay que establecer que sólo hay dos posibles situaciones en el uso
legítimo de las armas: en defensa propia y en defensa de la vida ajena cuando
sólo se pretende defender la vida. Ninguna religión, es decir, ninguna creencia
merece un hematíe de nuestra sangre. Más aún, sólo es posible defender la vida
ajena sin atentar contra otras, ni colaterales ni en defensa propia, cuando se
invade otro territorio donde habitan otros. Es cosa dura. Cuando se invade
Afganistán en defensa de una población no combatiente se paga un tributo moral:
que los derechos de los que portan armas se igualan, que tienen el mismo
derecho a defenderse los terroristas que atacan a la población civil y los
soldados invasores que van a defenderla. Y ese es el caso más favorable de la
justificación del uso de las armas. En todos los demás es siempre lucha de un
terrorismo contra otro terrorismo.
Si Bush, Netanyahu, Bin Laden, Asad, Gadafi, Hussein,
etc., no fueran creyentes –o no hubieran sido–, no serían terroristas, no
habrían muerto varios miles de ciudadanos americanos el 11-S en el 2001, ni
800.000 iraquíes a manos de los soldados de Bush en la acción posterior. Kant,
el pietista inmenso, el filósofo que sacó al Dios cristiano de la razón pura y
lo alojó en la razón práctica, ya no es suficiente. Nunca lo fue del todo
porque le faltó un paso: abdicar de la creencia porque, arrojada ésta a la
basura del fanatismo, se puede construir el respeto al disidente, al diferente,
al indiferente, porque entonces sólo nos queda la búsqueda de la verdad y ésta
sólo es materia del pensamiento y no de la acción. Se me dirá que también desde
el conocimiento se han cometido crímenes, que también ha habido sectas como la
de los pitagóricos que recurrían hasta el crimen con tal de defender sus
creencias. Es verdad, pero es que se habían instalado en la creencia, porque
también un teorema puede convertirse en creencia, pero no es lo habitual, es la
excepción. Y eso ya es historia. Desde la ciencia sólo se invita a mirar por el
telescopio para la búsqueda de la verdad y desde conocimiento se puede
construir humildes y pacíficas explicaciones donde las armas y los que están
dispuestos a utilizarlas sólo tendrían un sitio: el museo de los horrores, pero
sólo en un museo, un tétrico museo de la historia.
Hablando de pitagorismo, contaré una anécdota
personal. Un día en el colegio de curas durante el franquismo nos enseñaba el
hermano –los de la Salle eran hermanos y no padres, vaya usted a saber por
qué–, nos explicaba decía que Dios era omnipresente, omnisciente y omnipotente.
Yo le pregunté si puesto que era omnipotente, es decir, que todo lo puede, que
podía hacer cualquier cosa, podría acaso hacer falso el teorema de Pitágoras.
Un teorema es una construcción lógica, ojo. En el ademán parecía que el hermano
me iba a dar una contestación que el lector puede imaginar, pero por un momento
dudó. Siguió pensando y por fin me dijo que me daría la respuesta al día
siguiente. Al día siguiente no hubo respuesta. Al cura le salvó la duda, que es
el antídoto de la creencia, o al menos su mejor profilaxis. La duda aún es un
arma, pero un arma sin balas y de ahí a la abdicación de la creencia no hay más
que un paso y, por fin, de este al respecto por la opinión ajena otro que
parece inevitable. Por eso la curia vaticana de los tiempos de Galileo no
miraron por el catalejo que el gran científico italiano les invitaba a
utilizar: les aterrorizaba que la duda anidara en sus mentes y se vieran
desnudos de creencias ante la verdad.
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