La ciencia al servicio nazi
El auge de las corrientes
eugenésicas en Europa central en el inicio del siglo XX abonó el terreno al
gobierno nazi
Francisco
López Muñoz - The Conversation Sábado, 9 de febrero de 2019
ElPlural
Un documental grabado con un dron capta la sinrazón
de Auschwitz siete décadas después
El Holocausto constituye, posiblemente, el crimen
colectivo más relevante de la historia de la Humanidad, y pone de manifiesto la
valoración de Plauto, difundida por Thomas Hobbes, homo homini lupus: el
hombre es un lobo para el hombre.
España ha permanecido mucho tiempo ajena a esta
realidad, pero la exposición “Auschwitz. No
hace mucho. No muy lejos” ha dejado una impronta social en nuestro
país que tardará en disiparse.
La ciencia es una de las aristas del estudio de la Shoah que aún está por
dilucidar, y en particular la medicina, disciplina
que alcanzó las mayores cuotas de implicación en los horrores del nazismo y del
Holocausto. Así quedó registrado en el famoso
juicio a los médicos, en el marco de los Juicios de Nüremberg tras
el final de la Guerra Mundial, donde se pusieron de manifiesto reprobables
investigaciones con humanos, como experimentos de congelación, inoculación de
bacilos de la tuberculosis o amputaciones de miembros. Pero también tuvieron
lugar en el campo
específico de la farmacología, mucho menos conocidos, como hemos
venido publicando durante los últimos 15 años.
El prestigio de la medicina nacional alemana
La farmacología y la química alemanas gozaban desde
la segunda mitad del siglo XIX de un gran prestigio internacional. Este tiempo
de esplendor se vio truncado con la ascensión al poder del Partido Nazi en
1933, que generó un perverso sistema de destrucción de la conciencia social y que
institucionalizó conductas delictivas en materia de salud pública, higiene
racial e investigación humana.
El inicio de la II Guerra Mundial fue crucial: los
jerarcas nazis vieron en la investigación una herramienta de primera línea para
mejorar las conquistas bélicas y reducir las consecuencias negativas en sus
tropas, como traumatismos, enfermedades y epidemias. Los campos de
concentración constituyeron una fuente de “seres inferiores” y personas
“degeneradas” que podían (y debían) ser utilizados como sujetos de
investigación.
Al doblegarse a los designios criminales del poder,
la farmacología alemana perdió toda dignidad y proyección. Como apuntó
Louis Falstein, “los nazis denigraron la Justicia, pervirtieron la
Educación y corrompieron al funcionariado; a los médicos, sin embargo, los
convirtieron en asesinos”.
El auge de las corrientes eugenésicas en Europa
central en el inicio del siglo XX abonó el terreno al gobierno nazi para poner
en marcha una política de “higiene racial” de nefastas consecuencias políticas,
sociales y científicas y que llegó al punto de un claro antisemitismo
biológico, como defendieron Karl Binding
y Alfred Hoche: “Los judíos se parecen mucho a los humanos, pero son
resultado de otra evolución…”.
El
Programa Aktion T4
El decreto de 1 de septiembre de 1939 (fecha de
inicio de la II Guerra Mundial), conocido como Programa para
la Eutanasia (“muerte caritativa”) o Aktion T4, supuso el inicio del
exterminio en masa de pacientes con “deficiencias” o patologías mentales
(“conchas humanas vacías”). Racismo antropológico, somaticismo médico,
persecución del anormal o del extraño son algunos de los elementos amalgamados
en el ideario nazi.
Los crímenes fueron realizados en un primer momento
mediante la intoxicación con monóxido de carbono, un auténtico modelo para el posterior
desarrollo de la denominada “Solución Final” del caso judío.
En 1941 se puso en marcha una segunda fase, la
denominada “Eutanasia Discreta”, con la inyección letal de fármacos como
opiáceos y escopolamina, o dosis bajas de barbitúricos que ocasionaban
neumonías terminales.
Estas técnicas se conjugaban con la reducción al
mínimo de las raciones alimenticias, limitadas a verduras cocidas, o cancelando
la calefacción de los hospitales en invierno. Estos programas de eutanasia
ocasionaron un auténtico genocidio psiquiátrico, con el asesinato de más de
250.000 enfermos, posiblemente el acto criminal más relevante de la historia de
la medicina.
Experimentar
con sujetos sanos
La experimentación médica acabó siendo una
herramienta más de poder político y control social, con connotaciones evidentes
de instrumento de naturaleza militar, para lo que se utilizó tanto a personas
enfermas del Programa T4 (“si los enfermos tienen que morir, en cualquier caso,
¿por qué no utilizarlos en vida o tras su ejecución para investigar?”), como
sanas, lo que supone la máxima perversión desde la perspectiva ética. Estas
últimas eran reclutadas en los campos de concentración entre colectivos étnicos
o sociales desahuciados, como judíos, gitanos, eslavos, homosexuales, etc.
Entre los experimentos farmacológicos menos
documentados y conocidos cabe mencionar:
Efecto de las sulfamidas en gangrenas gaseosas
inducidas (Ravensbrück);
Esterilización química con formalina en mujeres
judías (Auschwitz-Birkenau);
Uso de vacunas y otros fármacos en sujetos
infectados intencionalmente de malaria (Dachau);
Efectos de la metanfetamina en ejercicios extremos
(Sachsenhausen);
Estudio de las propiedades anestésicas del
hexobarbital y del hidrato de cloral en amputaciones (Buchenwald);
Empleo de barbitúricos y dosis altas de mescalina en
estudios de “lavado de cerebro” (Auschwitz y Dachau).
Y como uso puramente criminal, baste comentar los
asesinatos de niños gemelos gitanos realizados en el tétrico Pabellón 10 de
Auschwitz por el oficial médico Josef Mengele, mediante la
administración de barbitúricos y cloroformo.
Ante todo esto, cabe preguntarse, ¿cómo es posible
que hasta el 45% de los médicos alemanes llegara a ingresar en el partido nazi,
sin que ninguna otra profesión alcanzara estas cifras de afiliación política?
¿Cuáles fueron los motivos y las circunstancias que condujeron a estos
perversos abusos?
La
banalidad del mal en medicina
La respuesta es difícil. Muchos médicos argumentaban
que las normas estaban concebidas para el beneficio de la nación y no del
paciente e invocaban conceptos de naturaleza tan engañosa como los de “causa
mayor” o “misión sagrada”.
Algunos creían que por la ciencia todo estaba
justificado, incluso los inhumanos experimentos cometidos en los campos,
mientras otros se autocontemplaban simplemente como patriotas y sus actos los
explicaban como acciones de guerra.
También los había enfermizamente imbuidos por la
perversa filosofía nazi, y otros, de carácter más ambicioso, se implicaron en
estas actividades como forma de promoción de sus carreras profesionales y
académicas.
Por último, desvincularse completamente de la turbia
maquinaria nazi podía llegar a ser difícil para el colectivo sanitario en un
ambiente donde el miedo se convirtió en un sistema de presión social.
Arturo Pérez-Reverte, en su obra Limpieza de sangre,
define muy bien este tipo de motivaciones: “…aunque todos los hombres somos
capaces de lo bueno y de lo malo, los peores siempre son aquellos que, cuando
administran el mal, lo hacen amparándose en la autoridad de otros o en el
pretexto de las órdenes recibidas”.
Pero, como ha sucedido en muchos momentos de la
historia, a veces las tragedias acarrean efectos póstumos positivos. Así, tras
el juicio a los médicos nazis, se promulgó el primer código internacional de
ética para la investigación con seres humanos, el Código de
Nüremberg, bajo el precepto hipocrático “primun non nocere”, cuya
influencia sobre los derechos humanos y la bioética ha sido enorme.
Como escribía Khalil Gibran,
“En el corazón de todos los inviernos vive una primavera palpitante, y detrás
de cada noche, viene una aurora sonriente”.
Francisco
López-Muñoz es Profesor Titular de Farmacología y Director
de la Escuela Internacional de Doctorado, Universidad Camilo José Cela.
Este
artículo fue publicado originalmente en The
Conversation.
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