Público
1-6-16
Aníbal Malvar
Andan estos días muy espeluznados algunos de
nuestros cronistas, oligarcas, políticos y gente de bien con la posibilidad de
que Arnaldo Otegi pueda ser candidato a la Lehendakaritza
burlando, con algún defecto de forma, su inhabilitación hasta 2021. Se comprende
esa desazón por la vinculación con ETA del elgoibatarra.
Lo que ya no
casa tanto con la lógica es que muchos de estos mismos espeluznados no
padecieron demasiados pudores, por ejemplo, a la hora de loar al difunto
genocida Manuel Fraga (fundador de AP y PP) como indispensable motor de
la modernización de España, “constructor de un país de libertades” (Mariano
Rajoy dijo en sus exequias), o padre de la sacrosanta Constitución (cuando
se abstuvo en la votación final del proyecto el 18 de septiembre de 1978 en el
Congreso). Vaya padre saturnal, que no se dignó a reconocer a su hijo hasta que
no le quedaron más cojones.
La historia
reciente de este país se viene ortografiando con los perdones de las víctimas y
los rencores inmarcesibles de los verdugos. Qué monos todos.
Podría citar
millardos de ejemplos de perdón imperdonable muy entretenidos de recrear,
aunque el que más me regocija siempre es el de Carlos Arias Navarro,
primer presidente español del juancarlato y conocido entre los inquilinos de
las fosas comunes del franquismo como El Carnicerito de Málaga.
Este simpático demócrata, muerto en
su cama en 1989 sin haber pisado tribunal o talego, ordenó la ejecución sin
juicio de 3.500 leales malacitanos solo entre los días 8 y 14 de febrero de
1937. Laborioso sí que era, el hombre.
Salvo que lo
haya hecho José María Aznar en la intimidad, el PP jamás se ha
disculpado por el pasado criminal del sanguinario Manuel Fraga, como tampoco lo
ha hecho el modernuqui PSOE por las manualidades con cal viva con que se
distraían sus ministros y secretarios de Estado de Interior.
La puerta de
exigir perdón en España se encuentra, como los váteres, al fondo a la
izquierda. A la derecha del pasillo consentimos la “extraordinaria placidez” de
la impunidad.
Yo no sé si
Arnaldo Otegi ordenó alguna vez una ejecución de ETA. De Manuel Fraga, sin
embargo, sí se recuerda algún episodio de sus veleidades criminales. En 1976,
el fundador del PP, el padre de nuestra democracia moderna, ordenó tirotear en
Vitoria a cientos de manifestantes reunidos en la iglesia de San Francisco con
el permiso del párroco. De nada sirvió la mediación del cura, que intentó
convencer a la policía de que en el interior del templo no sucedía nada malo,
solo una reunión de trabajadores desarmados. Desde Alemania, Manuel Fraga, tan
piadoso y misacantano, ordenó gasear la iglesia y tirotear a los obreros a la
salida. Hubo cinco muertos y casi setenta heridos.
De aquel
suceso nunca se investigaron responsabilidades políticas ni criminales. Ni
siquiera se le concedió a los muertos y heridos estatus de víctimas del
terrorismo, ya que PSOE, PP y UPyD votaron en contra en el parlamento vasco el
16 de junio de 2011. Fraga murió en su cama y rodeado de mentiras halagüeñas,
amores y honores. Otro de los responsables de la matanza, Rodolfo Martín
Villa, vive con una orden de Interpol de busca y captura internacional por
crímenes de lesa humanidad, que nuestro gobierno, celoso perseguidor de
titiriteros, se ha negado a obedecer.
Como muestra de nuestra capacidad de
perdón, nadie se rasgó las vendas de las heridas por el hecho de que Martín
Villa fuera nombrado presidente de gigantes como Sogecable y Endesa, o
comisionado del Gobierno aznarista en la investigación del Prestige.
A mí,
sinceramente, me gustaría que el nuevo mundo abertzale se reincorporara a la
legalidad democrática renunciando a los viejos rostros de los años de plomo,
cual es el de Otegi. Pero, francamente, no tengo duda de que Otegi es más
hombre de paz de lo que nunca fueron Manuel Fraga, Martín Villa y tantos otros
carniceros franquistas que hoy hasta ponen nombre a nuestros colegios y calles.
Lo cual que a algunos los perdonamos para “no reabrir heridas” y a otros no los
perdonamos para “no reabrir heridas”. Es costumbre muy española la fidelidad a
la lógica aplastante.
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