Sala de despiece
El
asesino Miguel Gila
Sergio del Molino
ctxt
5-2-17
Hace unos días se calentó la tarde
en las redes sociales a propósito de una pieza emitida en un informativo de La
Sexta titulada ‘1992:
cuando el machismo era algo normal’. En la versión web lleva un subtítulo,
‘acabo de matar a mi mujer y no sé si he hecho bien’, sacado de un número de
Gila en el que interpreta a un hombre cubierto de sangre y con un cuchillo
jamonero que confiesa el crimen. La voz en off que acompaña la secuencia
de archivo dice, con tono bíblico y condenatorio: “Todos tenemos motivos para
avergonzarnos de aquella España machista”. La irritación en Facebook no iba
contra Gila ni contra el insensible año 1992, sino contra quienes orientaron el
dedo acusador hacia el humorista. Busqué el vídeo y, para mi pesar, tuve que
darles la razón.
Hay algo muy miserable en relacionar
un chiste de Gila con cualquier crimen. ¿Por qué no acusamos a Charles Chaplin
de promover el nazismo, ya de paso? Propongo una pieza en la que aparezca una
secuencia de El gran dictador con la siguiente locución: “De estas cosas
se reían en 1940. No podemos extrañarnos del Holocausto, pues se dedicaban a
hacer bromas sobre Hitler, como si Hitler fuera cómico”. Los vigilantes del
discurso de hoy serían capaces de convertir una parodia del totalitarismo en
una apología del mismo.
Da vergüenza explicarlo, y pido
disculpas porque siento que insulto la inteligencia de los lectores, pero el
humor de Miguel Gila consistía en la banalización costumbrista de la tragedia,
como en su famoso número de la guerra en el que llamaba por teléfono al
enemigo. ¿Estaba haciendo Gila una reivindicación de la violencia bélica?
¿Estaba haciendo un llamamiento a las armas? ¿Estaba banalizando el sufrimiento
de quienes padecen las guerras? Es decir, su propio sufrimiento, el que acarreó
como superviviente de una de las campañas bélicas más sangrientas que ha
conocido la humanidad y cuyo trauma le acompañó hasta la muerte, como sabe
cualquiera que se haya asomado a sus impresionantes memorias.
Voy más allá: quienes se ríen del
chiste de Gila, ¿están humillando a las mujeres asesinadas por sus parejas?
¿Acaso está diciendo el locutor que todo ese público no sólo es insensible a
las muertes sino que se burla de ellas y las desprecia, como si sus risas
fueran las de unas jaurías de hienas? Es que éramos así en 1992, se disculpa.
¿Cómo éramos en 1992? ¿Monstruos?
O el redactor de la pieza es un
difamador o es un ignorante. O bien sabe que no son monstruos, pero manipula el
discurso para que parezcan tales, o no tiene ni idea de lo que provoca la risa
de los espectadores, que es la tragedia contada como comedia. La confusión
deliberada de registros es una técnica básica de cualquier manifestación
humorística. Al llevarla al absurdo mediante la ridiculización, la barbarie
queda desnuda e inapelable. El espectador es consciente de la brutalidad del
asunto que se trata. En ese sentido, es posible que el número del esposo
asesino de Gila haya contribuido a predisponer a la sociedad contra esa
violencia.
Y contra todas, porque un leitmotiv
del humor de Miguel Gila (y una de las razones que hacen del mismo una
herramienta ética irreprochable) es subrayar la crueldad cotidiana que pasa
inadvertida a la sociedad. Otro de sus números famosos consistía en bromear
sobre las salvajadas que se hacen en las fiestas de un pueblo. A un personaje
le cortan la cabeza con unas tijeras de podar, y cuando la viuda se queja de
que le han matado al marido, los asesinos le reprochan que no tiene humor y
que, si no sabe reírse, que se vaya del pueblo. Con sus parodias, Gila hacía
que el público se fijase en un montón de bestialidades que a nadie se lo
parecían. La de los hombres que matan a sus esposas, entre ellas. Puestas en
escena, con su retranca, su tono y su insuperable talento cómico, aparecían
como inaceptables e indefendibles.
De nuevo, explicar algo tan obvio da
vergüenza, pero Miguel Gila y los espectadores que se reían de sus espectáculos
en 1992 merecen el desagravio. Sobre todo, porque, a la vista de piezas
televisivas como la que comento, parecen mucho más inteligentes que los de
2017, incapaces de apreciar la menor ironía, suspicaces ante cualquier
sarcasmo, censores ante la más inocente salida de tono.
El humor es el periquito en la jaula
que usan los mineros. Cuando desaparece, es que falta oxígeno. Cuando en una
democracia desaparece el humor, es que falta libertad de expresión, y sin
libertad de expresión no cabe democracia alguna. Ni buena ni mala. No lo digo
yo, es un símil de Darío Adanti con el que se abre Disparen al
humorista, un ensayo recién publicado donde reflexiona sobre la
función del humor y los peligros a los que se enfrenta. Iba a escribir sobre
él, pero Gila merecía ser vindicado antes de que más dedos insidiosos le
señalen como instigador de asesinatos. Voy a usar una expresión de abuela:
límpiense la boca antes de mencionar a Miguel Gila. En mi próxima sala de
despiece pasaré por el cuchillo este excepcional libro de un sabio del humor
como es Darío Adanti.
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