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miércoles, 28 de marzo de 2018

Los Papas, la historia más perversa y estremecedora.


martes 27, Mar 2018

ElHuffPost

La historia de los Papas o descenso al micromundo del poder y la perversidad

Por Antony Beevor

El historiador John Julius Norwich escribe sobre la historia de los pontífices del cristianismo, una saga de poder, violencia, rivalidad, ambición y traición. WMagazín publica un pasaje del prólogo del gran historiador Beevor


Presentación WMagazín. Este libro es una joya de la cultura general no solo para conocer la historia de los papas sino para entender y comprender mejor parte del destino de la humanidad en los últimos dos mil años. Los Papas. Una historia, escrito de John Julius Norwich que entra a formar parte de la exclusiva biblioteca del sello Reino de Redonda que lleva con exquisitez Javier Marías.

Norwich se adentra, con una prosa muy cuidada y amena, en los orígenes y desarrollo de esa institución y sus entresijos que termina siendo un micromundo del poder y la perversidad que incluye los mejores elementos de una gran saga. Esta obra tiene como prologuista al historiador Antony Beevor de quien WMagazín reproduce un pasaje que da cuenta del gran territorio que ilumina Norwich.

Los Papas. Prólogo de Antony Beevor


Huelga decir que Los Papas no decepciona ni estilísticamente ni por su contenido, en el que no faltan violencias, rivalidad, ambición y traición. El martirio en sus muy variadas y desagradables formas fue el destino de muchos de los primeros creyentes. Tanto san Pedro como san Pablo fueron probablemente martirizados. Y también dos de los más ilustres líderes de la Iglesia, san Ignacio, obispo de Antioquía, que sirvió de alimento a los leones, y san Policarpo, obispo de Esmirna, que, condenado a arder en la hoguera, fue apuñalado hasta la muerte porque el fuego no llegó a prender.

Cómodo, por muchos motivos un emperador incluso más cruel que Nerón, resultó ser una bendición inesperada para los cristianos. “La vida bajo el gobierno de Cómodo fue mucho más fácil que bajo el de su padre (Marco Aurelio) -escribe John Julius Norwich-, hasta el punto de que un eunuco llamado Jacinto se convirtió en el primer (y casi con toda seguridad en el último) hombre en la historia que combinó sus deberes como vigilante de un gran harem de 300 mujeres con los de presbítero de la iglesia cristiana”. Jacinto y Marcia, la concubina favorita de Cómodo, permitieron que el Papa Víctor I se introdujera en el palacio imperial y convirtiera a los prisioneros a su fe.

La cristiandad consiguió triunfar a partir de 306, año en el que Constantino fue aclamado en York por la legión romana como sucesor del emperador Diocleciano. Su influencia en el curso de la historia difícilmente se puede exagerar. No solo hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio romano, sino que su decisión de trasladar la capital imperial a Constantinopla condujo a un gran cisma entre la Iglesia de Occidente y lo que se convertiría en las Iglesias Ortodoxas de Oriente. A pesar de que abandonó Roma tras su visita en 326, su construcción de las grandes basílicas, por encima de todas ellas la de San Pedro en la Colina Vaticana, preparó el terreno para la gloria futura de la Iglesia Católica. Sin embargo, durante mucho tiempo los obispos de Roma, tal como reconoció el papa Silvestre I, disfrutaron de poco poder. Las herejías, los cismas y los Antipapas constituyeron su destino durante varios siglos en un mundo fragmentado, obsesionado con las minucias del dogma y del poder político. El propio Constantino el Grande intentó imponer la unidad durante el Concilio de Nicea en 324, pero esta no duró mucho.

Menos de sesenta años después, en 381, el emperador Teodocio el Grande prohibió todos los cultos paganos y heréticos. “En menos de un siglo, una iglesia perseguida se había convertido en una iglesia perseguidora”, subraya Norwich. Los judíos pasaron a ser un objetivo a considerárselos los asesinos de Cristo. Extrañamente, incluso hoy en día el hecho de que Cristo y sus apóstoles fueran ellos mismos judíos, parece ser una contradicción inmencionable entre las mentes antisemitas.

El título de Papa no se creó hasta que el obispo Siricio lo asumió hacia finales del siglo IV. Su sucesor, Inocencio I, negoció con Alarico el Visigodo cuando este invadió Italia y ocupó Roma en 410. El imperio occidental de Augusto, que comprendía desde la península ibérica hasta el Rin y al norte hasta la muralla de Adriano, se acercaba efectivamente a su fin, aunque Alarico muriera a causa de unas fiebres y Atila el Huno se retirara de Italia en 452 sin haber saqueado la Ciudad Santa. La suerte de Roma no duró. Tres años más tarde, los vándalos llegaron y arrasaron la ciudad durante dos semanas, dejando apenas nada detrás.

Después de que los conquistadores partieran con su botín, los habitantes de la península italiana confiaban en tener un tiempo de paz para recuperarse. En 492 llegaron los ostogodos comandados por Teodorico. Para sorpresa general, con ellos llegó el periodo de calma relativa y prosperidad que con tanta urgencia necesitaban. La iglesia, aunque se metió en un ciclo de herejía y cisma, sobrevivió intacta a lo peor de la Alta Edad Media. En el siglo VII, el repentino ascenso del islam ayudó a la unificación de la cristiandad. Los ejércitos avanzaron derrotando al emperador bizantino Heraclio, apoderándose de Damasco, Jerusalén, Siria, Palestina y Egipto, así como del Imperio Persa y Afganistán. Avanzando hacia occidente por el litoral norteafricano, alcanzaron la costa atlántica, entraron en España y únicamente se los detuvo en Tours en 732, cuando fueron derrotados por el líder franco Carlos Martel.

Una alianza en ciernes entre los francos y el Papado facilitó que el nieto de Martel, otro Carlos, creara un imperio. Fue coronado en Roma el día de Navidad del año 800, una fecha que todo colegial solía conocer. Así que después de 400 años por fin había aparecido un emperador en Occidente. En ese momento en Bizancio la emperatriz Irene se mantenía en el trono tras la muerte de su marido por lo que el soberano franco decidió aprovechar la oportunidad de unificar ambos imperios. Asombró a Bizancio con su propuesta de matrimonio. Irene aceptó, sabiendo lo impopular que era, pero esta única oportunidad de reunificación finalizó con el arresto y encarcelamiento de ella. Los cultivados griegos de Bizancio no tenían intención de ser gobernados por un franco analfabeto.

La alianza entre el emperador franco y el Papa tampoco duró mucho tiempo. La autoridad espiritual y la temporal seguirían en desacuerdo durante siglos, incluso tras la desintegración del Imperio carolingio, cuarenta años después de la coronación de Carlomagno. Ese lapso forzó al papado a asumir más poder secular cuando se vio enfrentado a la invasión árabe de Sicilia. Los musulmanes fueron alentados a ir allí por el gobernador bizantino local Eutimio, que sabía que, de otro modo, tendrían que enfrentarse a las graves consecuencias de haberse fugado con una monja. Una vez cruzaron el estrecho de Mesina, los árabes consiguieron avanzar hasta la península y en 846 su flota de veleros  navegó río arriba por el Tíber y su tripulación saqueó la ciudad, arrancando hasta la plata de las puertas de San Pedro. Tres años después el Papa León IV pudo vengarse. Reunió las armadas de Nápoles, Amalfi y Gaeta, y la flota árabe fue destruida frente al puerto romano de Ostia.

En el siguiente capítulo, John Julius Norwich se ocupa de la leyenda de la papisa Juana, que supuestamente dio a luz durante una procesión desde San Pedro hasta Letrán. Incluye el relato de la chaise percée, cuando se suponía que uno de los cardenales jóvenes debía palpar los testículos de los papas posteriores antes de su coronación, con el fin de asegurarse de que realmente eran hombres. Allá por 1490, un relato nos informa de que, como parte  la ceremonia, “para poder demostrar su idoneidad, un clérigo joven palpa sus testículos para testificar que pertenece al género masculino. Cuando se determina que sí es, la persona que lo hace grita: “¡Tiene testículos!”. Y todos los clérigos presentes contestan: “¡Alabado sea Dios!”…

·          Los Papas. Una historia. John Julius Norwish. Prólogo de Antony Beevor. Traducción de Christian Marti-Menzel. Editorial Reino de Redonda.


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