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jueves, 24 de enero de 2019

Escándalos de pederastia en el clero




Los favorecidos por el Papa Francisco deterioran la credibilidad de la ‘tolerancia cero’

 por Carlos Esteban | 22 enero, 2019

El caso Zanchetta no ha podido ser más inoportuno, saltando a los medios a poco de iniciarse la reunión episcopal que deberá encontrar una solución a los escándalos de pederastia en el clero. Pero también es la enésima confirmación de que el Papa tiende a rodearse de un equipo que resta credibilidad a su política de ‘tolerancia cero’.
Los refranes no son el Evangelio; son solo sabiduría popular, a menudo acertada, pero no infalible. Afortunadamente, porque las conclusiones de aplicar a Su Santidad el refrán “dime con quién andas y te diré quién eres” nos llevarían a la desesperación.

En cualquier caso no ayudan en absoluto a afianzar la credibilidad de un pontificado que aspira a embarcar a la Iglesia universal en grandes cambios que la alejan de lo que ha sido hasta ahora, fiada en la autoridad del Pontífice, una autoridad que a la que a veces parece renunciar y que otras ejerce con una minuciosidad rayana en la extralimitación de competencias.

Y, pues se nos pide que avancemos a tientas por un terreno desconocido, la confianza en la persona es aquí más importante que con otros Papas, una de las razones que hacen especialmente importante la gente de la que se rodea. Y la nómina es tan casi unánimemente desastrosa que cuesta achacarlo todo exclusivamente a un desafortunado azar.

El avezado vaticanista Marco Tosatti hace en su blog, Stilum Curiae, un repaso inmisericorde. Desde el primer día, además, o incluso desde antes, empezando por la ya célebre ‘mafia de San Galo’ que promovió su candidatura en el pasado cónclave. Sin entrar en la cuestión de si los esfuerzos del grupo fueron los responsables de la elevación de ‘su hombre’ al Papado o si sus deseos coincidieron con la inspiración del Espíritu Santo, lo cierto es que Francisco no se ha mostrado ingrato con ellos. Aparecer junto al Pontífice recién proclamado en la ‘loggia’ de San Pedro es un extraordinario privilegio que le cupo al cardenal belga Godfried Danneels, arzobispo emérito de Bruselas-Malinas.

Danneels tiene el dudoso honor de haber sido, en la primera oleada de escándalos iniciada en 2002, durante el pontificado de Juan Pablo II, el único cardenal europeo hallado culpable de encubrir un caso de pederastia. Cubrió en su día a un obispo que había abusado de su propio sobrino, llegando a hablar por teléfono con el joven para intimidarle, al punto que se cursó una petición para que no acudiese al cónclave que tanto había trabajado por manipular. Y este es el hombre a quien el Papa no solo quiso tener a su lado en su primera presentación ante los fieles, sino que le invitó a participar en el Sínodo de la Familia.

De McCarrick no hace falta hablar mucho. Cuando Francisco llegó al Papado, el arzobispo emérito de Washington era un cardenal jubilado a quien Benedicto había pedido discretamente -punto sobradamente confirmado por el cardenal Ouellet con el evidente placet papal- que se retirase a una vida alejada de los focos, de oración y penitencia, debido a las informaciones sobre su reprobable conducta homosexualmente promiscua con sacerdotes y seminaristas. No es que el hiperactivo cardenal hiciera mucho caso, pero al menos la Santa Sede prescindía de sus servicios hasta que llegó Francisco y le puso a viajar -China, Armenia, Irán, Arabia Saudí- en delicadas misiones diplomáticas.

Otro que -este sí pública y oficialmente- fue obligado a llevar una vida retirada de oración por su sucesor al frente de Los Ángeles, el arzobispo José Horacio Gómez, fue el cardenal Mahoney, el más alto cargo implicado en encubrimientos masivos de sacerdotes pedófilos en la primera oleada de escándalos. Francisco pidió a Mahoney que le representara en una ceremonia de conmemoración en una diócesis norteamericana, evento al que solo renunció cuando las protestas se hicieron demasiado audibles. Mahoney sigue dando conferencias y presidiendo cursos, mientras que el arzobispo que le intentó disciplinar en vano, pese a ocupar un arzobispado tan poblado y prestigioso, sigue sin recibir el capelo cardenalicio. ¿Por osar castigar a un amigo del Papa o por pertenecer al Opus Dei?

El supuestamente encargado por el grupo de San Galo para sondear a Bergoglio y conocer sus intenciones era, de estos, el más cercano al entonces cardenal argentino, el difunto cardenal Murphy O’Connor. Doctrina de la Fe, entonces en manos del cardenal Gerhard Müller, nombrado por Benedicto, investigaba unas acusaciones contra el cardenal británico según las cuales había protegido a un sacerdote pedófilo en su diócesis cuando, en mitad de una misa, Müller se vio interrumpido con el aviso de que se presentase inmediatamente en la sacristía, donde le esperaba el Papa. Allí, un airado Francisco le ordenó que detuviera inmediatamente la investigación, sin más explicaciones, a lo que el cardenal alemán accedió.

El favor mostrado desde el primer día por Francisco hacia estos personajes de pasado cuestionable puede disculparse por un sentido exagerado de la gratitud. Pero es que los nombramientos posteriores no han sido en absoluto mejores. Solo hay que fijarse en el coordinador del consejo asesor de cardenales y mano derecha de Francisco en Latinoamérica, el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa. El investigador enviado por el Papa a la capital hondureña volvió con un voluminoso dossier en el que había de todo, desde multimillonarios enjuagues financieros -hablamos del país más pobre de Latinoamérica- hasta la escandalosa conducta homosexual desinhibida de su obispo auxiliar Pineda, acusado de abusos por seminaristas y que vivía en las lujosas instalaciones del obispo con su amante. Pineda tuvo que acabar renunciado, pero Madariaga parece hecho de teflón.

Sorprendió también en su día el empecinamiento del Papa en nombrar a Juan Barros obispo de Osorno contra la opinión unánime del episcopado chileno. Las víctimas del pederasta condenado padre Karadima le hicieron llegar informes de que Barros, pupilo de Karadima, asistía aquiescente a sus abusos, y el Papa les llamó “calumniadores”. Hasta tres veces presentó Barros la renuncia antes de que Francisco, al fin, la aceptara, no sin convocar antes a todos los obispos chilenos, que presentaron colectivamente su renuncia, no aceptada.

Monseñor Ricca saltó a la noticia con un sonado escándalo homosexual, que el Papa ‘recompensó’ poniéndole al cargo de las finanzas vaticanas. Sobre Ricca, precisamente, fue la pregunta que en una de las ruedas de prensa de avión motivó una de las frases de Francisco que se han hecho más famosas: “¿Quién soy yo para juzgar?”.

La lista sigue y sigue, con los pupilos americanos de McCarrick elevados al cardenalato y uno de ellos, el arzobispo de Chicago Blaise Cupich, encargado de la preparación de la reunión sobre los abusos. Y el último capítulo de esta saga lo encarna Gustavo Zanchetta, que le ha explotado en la cara a la comunicación vaticana y para el que no hay modo de encontrar una excusa mínimamente plausible.

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