Los favorecidos por el Papa Francisco
deterioran la credibilidad de la ‘tolerancia cero’
por Carlos
Esteban | 22 enero, 2019
El caso Zanchetta no ha podido ser
más inoportuno, saltando a los medios a poco de iniciarse la reunión episcopal
que deberá encontrar una solución a los escándalos de pederastia en el clero.
Pero también es la enésima confirmación de que el Papa tiende a rodearse de un
equipo que resta credibilidad a su política de ‘tolerancia cero’.
Los refranes
no son el Evangelio; son solo sabiduría popular, a menudo acertada, pero no
infalible. Afortunadamente, porque las conclusiones de aplicar a Su Santidad el
refrán “dime con quién andas y te diré quién eres” nos llevarían a la
desesperación.
En cualquier
caso no ayudan en absoluto a afianzar la credibilidad de un pontificado que
aspira a embarcar a la Iglesia universal en grandes cambios que la alejan de lo
que ha sido hasta ahora, fiada en la autoridad del Pontífice, una autoridad que
a la que a veces parece renunciar y que otras ejerce con una minuciosidad
rayana en la extralimitación de competencias.
Y, pues se
nos pide que avancemos a tientas por un terreno desconocido, la confianza en la
persona es aquí más importante que con otros Papas, una de las razones que
hacen especialmente importante la gente de la que se rodea. Y la nómina es tan
casi unánimemente desastrosa que cuesta achacarlo todo exclusivamente a un
desafortunado azar.
El avezado
vaticanista Marco Tosatti hace en su blog, Stilum Curiae, un repaso
inmisericorde. Desde el primer día, además, o incluso desde antes, empezando
por la ya célebre ‘mafia de San Galo’ que promovió su candidatura en el pasado
cónclave. Sin entrar en la cuestión de si los esfuerzos del grupo fueron los
responsables de la elevación de ‘su hombre’ al Papado o si sus deseos
coincidieron con la inspiración del Espíritu Santo, lo cierto es que Francisco
no se ha mostrado ingrato con ellos. Aparecer junto al Pontífice recién
proclamado en la ‘loggia’ de San Pedro es un extraordinario privilegio que le
cupo al cardenal belga Godfried Danneels, arzobispo emérito de Bruselas-Malinas.
Danneels
tiene el dudoso honor de haber sido, en la primera oleada de escándalos
iniciada en 2002, durante el pontificado de Juan Pablo II, el único cardenal
europeo hallado culpable de encubrir un caso de pederastia. Cubrió en su día a
un obispo que había abusado de su propio sobrino, llegando a hablar por
teléfono con el joven para intimidarle, al punto que se cursó una petición para
que no acudiese al cónclave que tanto había trabajado por manipular. Y este es
el hombre a quien el Papa no solo quiso tener a su lado en su primera
presentación ante los fieles, sino que le invitó a participar en el Sínodo de
la Familia.
De McCarrick
no hace falta hablar mucho. Cuando Francisco llegó al Papado, el arzobispo
emérito de Washington era un cardenal jubilado a quien Benedicto había pedido
discretamente -punto sobradamente confirmado por el cardenal Ouellet con el
evidente placet papal- que se retirase a una vida alejada de los focos, de
oración y penitencia, debido a las informaciones sobre su reprobable conducta
homosexualmente promiscua con sacerdotes y seminaristas. No es que el
hiperactivo cardenal hiciera mucho caso, pero al menos la Santa Sede prescindía
de sus servicios hasta que llegó Francisco y le puso a viajar -China, Armenia,
Irán, Arabia Saudí- en delicadas misiones diplomáticas.
Otro que
-este sí pública y oficialmente- fue obligado a llevar una vida retirada de
oración por su sucesor al frente de Los Ángeles, el arzobispo José Horacio
Gómez, fue el cardenal Mahoney, el más alto cargo implicado en encubrimientos
masivos de sacerdotes pedófilos en la primera oleada de escándalos. Francisco
pidió a Mahoney que le representara en una ceremonia de conmemoración en una
diócesis norteamericana, evento al que solo renunció cuando las protestas se
hicieron demasiado audibles. Mahoney sigue dando conferencias y presidiendo
cursos, mientras que el arzobispo que le intentó disciplinar en vano, pese a
ocupar un arzobispado tan poblado y prestigioso, sigue sin recibir el capelo
cardenalicio. ¿Por osar castigar a un amigo del Papa o por pertenecer al Opus
Dei?
El
supuestamente encargado por el grupo de San Galo para sondear a Bergoglio y
conocer sus intenciones era, de estos, el más cercano al entonces cardenal
argentino, el difunto cardenal Murphy O’Connor. Doctrina de la Fe, entonces en
manos del cardenal Gerhard Müller, nombrado por Benedicto, investigaba unas
acusaciones contra el cardenal británico según las cuales había protegido a un
sacerdote pedófilo en su diócesis cuando, en mitad de una misa, Müller se vio
interrumpido con el aviso de que se presentase inmediatamente en la sacristía,
donde le esperaba el Papa. Allí, un airado Francisco le ordenó que detuviera
inmediatamente la investigación, sin más explicaciones, a lo que el cardenal
alemán accedió.
El favor
mostrado desde el primer día por Francisco hacia estos personajes de pasado
cuestionable puede disculparse por un sentido exagerado de la gratitud. Pero es
que los nombramientos posteriores no han sido en absoluto mejores. Solo hay que
fijarse en el coordinador del consejo asesor de cardenales y mano derecha de
Francisco en Latinoamérica, el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga,
arzobispo de Tegucigalpa. El investigador enviado por el Papa a la capital
hondureña volvió con un voluminoso dossier en el que había de todo, desde
multimillonarios enjuagues financieros -hablamos del país más pobre de
Latinoamérica- hasta la escandalosa conducta homosexual desinhibida de su
obispo auxiliar Pineda, acusado de abusos por seminaristas y que vivía en las
lujosas instalaciones del obispo con su amante. Pineda tuvo que acabar
renunciado, pero Madariaga parece hecho de teflón.
Sorprendió
también en su día el empecinamiento del Papa en nombrar a Juan Barros obispo de
Osorno contra la opinión unánime del episcopado chileno. Las víctimas del
pederasta condenado padre Karadima le hicieron llegar informes de que Barros,
pupilo de Karadima, asistía aquiescente a sus abusos, y el Papa les llamó
“calumniadores”. Hasta tres veces presentó Barros la renuncia antes de que
Francisco, al fin, la aceptara, no sin convocar antes a todos los obispos
chilenos, que presentaron colectivamente su renuncia, no aceptada.
Monseñor
Ricca saltó a la noticia con un sonado escándalo homosexual, que el Papa
‘recompensó’ poniéndole al cargo de las finanzas vaticanas. Sobre Ricca,
precisamente, fue la pregunta que en una de las ruedas de prensa de avión
motivó una de las frases de Francisco que se han hecho más famosas: “¿Quién soy
yo para juzgar?”.
La lista
sigue y sigue, con los pupilos americanos de McCarrick elevados al cardenalato
y uno de ellos, el arzobispo de Chicago Blaise Cupich, encargado de la
preparación de la reunión sobre los abusos. Y el último capítulo de esta saga
lo encarna Gustavo Zanchetta, que le ha explotado en la cara a la comunicación
vaticana y para el que no hay modo de encontrar una excusa mínimamente
plausible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario