UN TRAJE DE MADERA
Brígida, la señora Brígida como la
llaman todos, se siente mayor. No quiere recordar la edad que tiene y procura
que su cumpleaños pase desapercibido. Tampoco hay nadie que se lo recuerde. Se
quedó viuda hace muchos años y no tiene hijos, su maternidad quedó frustrada
con dos abortos que no pudo impedir a pesar de las muchas precauciones y
cuidados que le prodigaron en su día. En estos momentos todos sus esfuerzos
están encaminados hacia el féretro que tiene en su habitación junto al lecho,
colocado a la espera de que sea ocupado por su propietaria, encima de dos
sólidos caballetes de madera.
Cuando enterró a Sebastián, su
marido, quedó muy complacida del servicio que le proporcionó la compañía
aseguradora en decesos a la que viene cotizando una prima mensual desde no sabe
cuándo. Paco, el señor Paco, el cobrador de los recibos, daba cinco aldabonazos
con la mano de hierro que sujeta una bola, sobre el soporte incrustado en la
puerta de madera, para que le abriese. Casi al instante alguna de las vecinas
gritaba:
-Abra señora Brígida que es el de
los muertos.
Todo iba sobre ruedas hasta que al
señor Paco le llegó la hora de la jubilación y la empresa decidió que sus
clientes domiciliasen los recibos en un banco. Al principio se resistió pero
llegó a la conclusión de que lo mejor
era pactar y la compañía envió a uno de
sus agentes.
No se lo podía creer, nunca en toda
su vida profesional nadie le había hecho una proposición tan insólita. La
señora Brígida se comprometía todos los meses, el día siguiente al que cobrase
su pensión, ingresar en una caja de ahorros, la que había en la esquina de su
calle, el importe del recibo que durante tantos años le había abonado en mano
al paciente cobrador. La contrapartida era que la compañía debía proporcionarle
ya, el ataúd que le correspondiese según quedaba especificado en la póliza sin
esperar la llegada del día de su óbito. La razón era muy simple: debía
aclimatarse, hacerse a la idea de que aquella caja de madera sería su nuevo
hogar para la eternidad y por lo tanto necesitaría acondicionarla a su gusto.
Intentaron convencerla de que todavía era muy joven y para cuando ella faltase
habrían salido nuevos modelos mucho más atractivos. Cerrada en banda la llevó
el agente hasta los almacenes donde habían apilados hasta más de un centenar de
cajas y en una sala contigua la gran exposición. Allí le pudo mostrar tres
ejemplares entre los que podía escoger, y él lo haría constar en su póliza como
garantía de que sería aquel modelo y no otro el que le proporcionarían llegado
el momento de partir para el largo viaje. No. A pesar de la rapidez con que
atravesaron la sala uno en especial había llamado su atención. De color caoba y
todas las aristas redondeadas le causó tal impacto que decidió en el mismo
instante que era el que quería, con el que siempre había soñado. Mucho más caro
pero eso no importaba. La propuesta llegó hasta el propio consejo de
administración debido a que, si bien no estaba fuera de la ley tampoco
resultaba demasiado ortodoxa la asombrosa petición. Un publicista avispado
aconsejó que se cerrase el trato argumentando que si existía una funeraria que
se llamaba “La Siempreviva” ellos
podrían en un futuro no muy lejano sacarle mucho partido a este caso tan
extraordinario.
Se lo llevaron un día de
primavera al anochecer manteniendo una total discreción aunque el envoltorio de
papel no pudiese disimular su fúnebre configuración.
No quería que le pasase
como a una prima de su vecina Charo que fue incinerada y la familia no quiso
gastarse ni un duro por dejar la urna en el columbario, pero tampoco hacerse
cargo de las cenizas endosándoselas al Jacinto, el marido de la Charo, que a fin de cuentas no era un familiar de
primera generación. Cuando se enfriaron las llevó a su casa y en el primer
sitio que vio, el aparador, dejó los restos mortales de la prima de su mujer
donde nadie se atrevió a tocar. La Charo cada vez que pasaba por el comedor
giraba la cara para no mirar pero no podía evitar que se le escapara la vista
de reojo e inmediatamente se santiguaba. Al cabo del tiempo un día decidió
armarse de valor y quitarle el polvo con tal mala suerte que se le enganchó la
bayeta y la urna cayó al suelo. Además de lanzar un grito se persignó repetidas veces pero su
asombró aumentó al percatarse de que estaba vacía. Sin apenas tiempo para
reaccionar se puso a gritar: ¡milagro! ¡milagro! ¡milagro! Acudió el Jacinto alarmado y como pudo le
explicó que una noche había esparcido las cenizas en las macetas del balcón
dándoles un riego para que se mezclasen con la tierra de las plantas. Para
apoyar su acción ante la mirada incrédula de su esposa repitió la sentencia
bíblica de “polvo eres y en polvo te has de convertir” y en el beneficio que
había producido a las hortensias que nunca habían estado tan espectaculares
siendo la envidia de sus vecinas. A partir de entonces regaba las plantas con
sumo cuidado pidiéndole perdón constantemente a su prima por mojarla mientras,
gimoteando, rezaba alguna jaculatoria.
Solamente lo sabía su
vecina Charo a la que desde el primer momento convirtió en su confidente. Para
conseguir sus propósitos necesitaba una amiga fiel y las suficientes garantías
de que la sobreviviese. Ante cualquier asomo de posible enfermedad era la
primera que instigaba a su vecina a acudir al médico rápidamente. Le dejaría
una carta olográfica con las instrucciones y los pasos que debía dar para
satisfacer su última voluntad. Era necesario que todo quedase atado y bien
atado. Desde luego no como al viejo
dictador que le salió el tiro por la culata. Esperaba que ese dios que lo había
convertido en Caudillo por su gracia, lo hubiese juzgado por sus crímenes
contra la humanidad, al igual que sus compadres Hitler y Mussolini. Su marido
fue inquilino de las cárceles franquistas siendo adolescente, durante más de
siete años y condenado a muerte dos veces porque el vecino de su pueblo Felix
Cuesta que todavía hoy tiene una calle con su nombre, le delató como titular de
un carnet de la UGT. Ella cree en un dios que no puede ser fascista, demasiado
sanguinario e injusto, que ayuda a ganar una guerra fratricida a unos hermanos
matando a los otros, persiguiéndolos, encarcelándolos, vejándolos y
humillándolos. Lo primero que hizo fue desmontar el crucifijo del ataúd. No es
que le pareciese mal, Jesucristo fue un gran hombre, pero se lo habían
apropiado y desde entonces dejó de tenerlo como suyo. Debió hacer algo para
evitar tanta maldad y tanto sufrimiento. No es que utilizasen su nombre en vano
es que lo convirtieron en propiedad exclusiva. Ese no podía ser su dios. Ella
rezaba a escondidas, a su manera y a un
ente desconocido porque su marido, que evidentemente era ateo, se enfurecía
cuando la escuchaba en sus bisbiseos.
Lo tenía cubierto con una
gran sábana blanca y lo destapaba para enseñarle a su amiga los progresos que
iba haciendo en el interior. La primera tentativa, la más importante, la
esencial fue dormir una noche en tan reducido habitáculo. Sin lugar a dudas, la
prueba de fuego del serio armatoste. No era cómodo, pero no hacía falta ser un
experto para llegar a tan rotunda conclusión. Ajustado resultaba un tanto
incómodo cambiar de posición. Lo suyo era el decúbito supino con el que se
cumplían todas las expectativas. Era consciente de que llegado el momento no
necesitaría colocarse de lado ni boca abajo por lo tanto no debía ni tan
siquiera plantearse proponer a la compañía la fabricación de un féretro más
ancho. Lo mismo que no existían cajas para matrimonios el modelo único e
individual era de una medida preestablecida. A las camas de cuerpo y medio se
las denomina por centímetros evitando la clasificación peyorativa de antaño
como dormitorio de soltera o la litera de canónigo, pero esto no ocurre con las
cajas fúnebres que son unipersonales. Le habían dicho que los restos mortales de
su difunto marido, después de los años transcurridos, los pasarían junto a
élla, aunque no acababa de imaginarse cómo. No era de complexión robusta, más
bien bajito, pero le resulta muy difícil imaginar el volumen de esos despojos.
Después de darle muchas vueltas llegó a la conclusión de que solamente cabrían
colocándolos encima de ella. Solo pensarlo le produjo un escalofrío. Y sonrió.
Puso una almohada de latex y
deshizo todo el revestimiento interno quitando la tela blanca con los volantes
y flecos. Ese color tiene las mismas connotaciones luctuosas en ciertas
culturas como el negro para nosotros. Compró un suave tejido parecido al tul
con flores multicolores de tonalidades muy vivas. Por descontado que era mucho
más alegre.
Transcurren los días como una imparable
cuenta atrás donde los acontecimientos se van sucediendo de forma tan
vertiginosa que no da tiempo para digerirlos. Brígida vive en un mundo aparte y
su única obsesión a la que dedica todas sus horas es perfeccionar el
vehículo donde hará el viaje hacia la eternidad. Sebastián la estará esperando.
Tiene escondida en un cajón desde toda la vida una bandera republicana con la que podían
envolver el ataúd pero pensándolo mejor, con esto de la Constitución ya no está
bien visto. Mejor utilizarla como sudario. Durante varios días estuvo dándole
vueltas intentando solucionar la disyuntiva de que la vistiesen con un traje de
novia blanco, que ya tenía comprado, o con la enseña de la señora del gorro
frigio. Estaba inscrita en el registro civil y después de la guerra se vieron
obligados a casarse religiosamente en una fría y rutinaria ceremonia. No le
hubiese importado ir de tal guisa al juzgado si hubiese podido comprarse el
traje en aquel entonces. Solo de nombrarle la iglesia y los curas a su marido
se le erizaba el pelo y se lo llevaban los demonios pero se tuvieron que casar
en una sacristía, con un cura de verdad y firmar en un libro para que pudiese
trabajar en un almacén de maderas. Antes de la celebración pasaron por el
confesionario. El sacerdote no les preguntó si amaban a Dios, si querían a sus
vecinos, si ayudaban al prójimo... Quería saber si eran afectos al Caudillo
(¡Sí, claro que sí!) y como se lo montaba su marido, si disfrutaba o si
solamente lo hacían para traer hijos al mundo. ¿Cómo? ¿De qué manera? ¿Dónde la
tocaba? Y de qué color tenía las areolas. No sé, le dijo sin saber de qué le
estaba hablando. Fue a partir de
entonces cuando tuvo la absoluta
convicción de que nunca volvería a pisar una iglesia. Con la situación familiar
ya en regla y gracias a un vecino que
era policía y le vio en comisaría, Sebastián dejó de presentarse cada quince
días como si fuese un vulgar delincuente
A su marido le gustará verla
llegar vestida con el traje de novia blanco y la bandera republicana encima de
los hombros como si fuese un chal o un echarpe. Lo deja claramente escrito en
las instrucciones. Sabe perfectamente que se van a encontrar y por eso no le
tiene miedo a la muerte. La espera con cierta impaciencia porque lleva muchos
años sola y necesita a su compañero. Era un poco gruñón pero muy buena persona.
Cuando le metieron en la cárcel con diecisiete años estuvo en una celda con los
condenados a muerte, rodeado de profesores universitarios, médicos, maestros de
escuela que continuaron ejerciendo su profesión enseñándole las letras y las
ciencias, la ética, la moral y todo aquello que los distinguía de los
fascistas. Se pasó el resto de su vida dando saltos en la cama por las noches
con las pesadillas de haber pasado toda su juventud en prisión, por haber sido
fiel a unas ideas ganadas libremente en las urnas. Un general mediocre y
sátrapa que también le había jurado fidelidad a la República, se sublevó
primero en su nombre, luego en el de dios. Fue entonces cuando la Iglesia
Católica, Apostólica y Romana bendijo su rebelión, su guerra civil,
rebautizándola como Santa Cruzada de Liberación. Ahora lo quieren subir a los
altares, probablemente montado en un caballo blanco con las crines al viento.
Brígida confía en que su dios impida semejante desatino.
Nunca tuvo novio salvo
el Sebastián aunque siendo muy joven, una noche en el baile, un forastero le
dedicó una poesía. En realidad el poeta aficionado la improvisó en honor de su
amiga Nacarina y de ella. Eran las fiestas y el músico, el acordeonista, tío de
Nacar tocaba muy bien los pasodobles y los tangos. Vino mucha gente de los
pueblos vecinos, algunos desde muy lejos, más de cincuenta kilómetros, y entre
ellos un desconocido bastante mayor, cerca de cuarenta años, y además le
faltaba un brazo. El alcalde les pidió por favor que bailasen con él, tal vez
por el exotismo de ser una morena y la otra rubia. Brígida se resistió, le daba
cosa tener que apoyar sus manos en los hombros sin la extremidad derecha
mientras la izquierda del hombre la sujetaba por la cintura. Su amiga menos
escrupulosa sí lo hizo. El premio no obstante fue para las dos, se aprendió los
versos de memoria, que recita de vez en cuando, porque ya nunca los olvidó:
Una de cada color,
de este pueblo lo mejor,
es la rubia y la morena.
A cual mejor de las dos,
se ausenta si tienes pena.
Con la rubia yo bailé
un tango con tanta fe
que casi pierdo el sentido.
Con la morena no sé
porque bailar no logré
lo que me había prometido.
Pero me bastó con ver
sus piececitos mover,
cuando bailaban un fox
como no lo harán jamás
aunque elijan otras dos.
Esto solo es pedir
lo que el corazón se le ofrece.
Yo no puedo decir
de esa pareja gentil
todo cuanto se merecen.
Por decirlo, lo diría,
en corrección discreta,
pero debéis comprender
que no lo puedo hacer
porque no soy un poeta.
Pero sí sé comprender
la ilusión de la mujer
cuando he sentido el amor.
Y permitir que yo os diga
que hoy tengo dos amigas,
una de cada color.
Sin ser plenamente
consciente se enamoró, aunque no del creador de los ripios sino de su obra.
Siempre siguió pensando que era un hombre mayor y encima incompleto. Le
molestaba ser tan cruel con aquel que había sido capaz de escribirle aquellas
estrofas maravillosas, aunque fuesen compartidas, pero no lo podía evitar. En
un extraño ejercicio de la mente esos versos siempre fueron indisolublemente
unidos a la imagen de su marido, como si en realidad se tratase del verdadero
autor. Tal vez porque Sebastián le escribía unas hermosas cartas desde la
cárcel, lugar en el que se conocieron por vez primera. Su amiga le insistió en
que la acompañara a visitar a su padre al colegio, eufemismo con el que
nombraban el penal en su entorno, y le presentaría a un compañero que se había
interesado por ella después de haber salido en la conversación alguna vez. Lo
verdaderamente sarcástico es que para muchos españoles, aquellos infames
claustros, fueron un auténtico centro de enseñanza con los profesores y
catedráticos más ilustres e insignes del país impartiendo todo su saber. Antes
de ser ejecutados por el delito de rebelión, a todas luces grotesco y
esperpéntico, dejaron su semilla en las mentes de los sobrevivientes. La
sublevación de varios generales pero sobre todo del llamado “Paca la Culona”,
según uno de ellos, mediocre e inhumano al que no le temblaba el pulso firmando
sentencias de muerte mientras tomaba chocolate, fue la acusación que se aplicó
a los vencidos.
Guarda como oro en paño la
tercera carta que le escribió siendo recluso después de la visita a la cárcel
acompañando a su amiga Nacar. Se trata de una hoja de bloc amarillenta por el
paso de los años, bastante deteriorada de tanto manosearla y que también llegó
a aprenderse de memoria. Escrita con plumilla de las de mojar en un tintero,
gramaticalmente aceptable y muy cuidada en su composición. Seguramente
supervisada por alguno de sus maestros condenados a muerte. Lamenta
continuamente haber perdido las dos anteriores pero ésta se la lleva, dentro de
su nave, hacia el infinito.
Srta Brígida:
Estimada señorita: Sirva esta
mi tercera carta para manifestarle mi molestia por su poca atención y cortesía;
mostrada a través del tiempo que hace que le escribí mi primera.
Yo al tomar la pluma lleno de
interés y dirigirme a Vd. lo hacía, con propósito firme y sincero de no cometer
acto alguno de imprudencia y por ende muy premeditado, lo que tal acto
representaba; toda vez que antes de hacerlo, había adquirido los informes
necesarios para valuar su personalidad y los que me hicieron si cabe, más
sólido mi pensamiento.
Jamás yo podía hacerme idea de
que una mujer, como por referencia tengo entendido es Vd, pudiera ser capaz de
no corresponder a las líneas que un hombre (en cuanto cabe) le hubiese dirigido
tan llenas de amor y cariño, como en las mías habrá tenido lugar de poder
observar.
No quisiera yo tomar como erróneas
y equivocadas las afirmaciones que de Vd. me han hecho y sí quisiera verlas
plasmadas en realidad.
Toda mujer (que así se llame) debe
saber comprender en los momentos oportunos a cualquier petición que un hombre
le hiciese. Vd. a mí no me conoce, ni yo tengo por qué hacerme una
autobiografía, sino que el tiempo pudiera ser testigo de cuanto le digo y Vd.
misma pudiera arrepentirse de su tardanza en haber sabido corresponder como yo
merezco y como Vd. hubiera debido comportarse con mayor rapidez. Yo no merezco
ni quiero ser objeto de desprecio por una mujer y menos aún por quién no me
conoce.
No creo estén amuralladas las
calles, ni aquí le pongan obstáculo para poderme conocer. Puede venir y después
enjuiciar como crea conveniente, pero sin ver a un hombre ni poderse hacer un
juicio de cómo es, no se debe tomar decisión alguna y mucho menos de desprecio.
Ruégola por todo lo dicho que tome una resolución rápida. Que yo día a día
espero su contestación o visita. Las que no llegan y me hacen vivir en continuo
nervio.
Con esta ansiedad quedo a sus pies
a la espera de sus gratas noticias y aprovecho esta misiva para reiterarle mi
más sincero afecto.
Sebastián.
Si Brígida tenía alguna duda
esta carta la disipó completamente. Los meses y los años en las cárceles
franquistas fueron durísimos para los que habían perdido la guerra fratricida,
sobre todo cuando esperaban al amanecer, en silencio y el corazón en un puño,
escuchar su nombre de la lista de los condenados a muerte, a veces en pelotones
de fusilamiento tan cercanos que podían oír perfectamente los disparos de la
ejecución que cada noche, durante el resto de su vida, les martilleó el cerebro
en constantes pesadillas haciendo que se despertasen sobresaltados y dando
gritos. Sin olvidar además las torturas físicas cuando les afeitaban todo el
cuerpo dejándolo en carne viva y con la excusa de desinfectarlos, les rociaban
con Zotal. Las visitas de sus seres queridos, los que quedaban, las cartas de
amor, las clases y la esperanza de que algún dios hiciese justicia y se llevase
al dictador rebelde Franco aunque fuese al cielo, les mantenía vivos.
Nunca utilizó maquillaje
pero cuando necesitaba aparentar (sic), se pintaba los labios con el carmín que
le regaló la Charo por un cumpleaños y ¡eso sí! las uñas de las manos e incluso
las de los pies con esmalte del mismo color. Aunque el Sebastián en alguna
ocasión le llegó a decir aquello de si estaba en “pie de guerra” haciendo
alusión a los indios americanos que se pintarrajeaban antes de la batalla
contra el Séptimo de Caballería, ella se percataba de que le gustaba y la veía
guapa. Por lo
tanto imprescindible ese toque que evidentemente no podría darse pero la Charo
le prometió que no se olvidaría de este detalle. Lo dejaría escrito también,
por si acaso.
Estuvo a punto de encargarle a su vecina
“una televisión” de ocho pulgadas cuando se fueron de viaje a Andorra, como el
que se trajo el Leo, el del ultramarinos “El mejor jamón del mundo, casa Leo”,
que lo tiene encima del mostrador para que las clientas se vayan entreteniendo
y no le metan prisa cuando está despachando. Desestimó la idea en principio
porque en realidad lo que ella pretendía era, ver de vez en cuando alguno de
sus videos favoritos: Los jóvenes años de una reina, Sissi, Sissi emperatriz,
las tres interpretadas por Romy Schneider en su primera etapa como actriz,
todavía muy joven, agradable, juguetona, ingenua que se casaba con un príncipe
escandalosamente guapo, insípido e idiota. Se sabía todos los diálogos de
memoria y los recitaba antes que los personajes hablasen, como un auténtico
apuntador de teatro dentro de la concha del escenario. Pero necesitaba, además,
un aparato de vídeo lo que la hizo desistir. ¡Qué barbaridad!, dijo, es una
tontería porque estaré muerta. Por lo tanto nada de televisión ni de radio, ni
tan siquiera un echarpe para las noches frías.
En un “Todo a 100” compró unas bellas flores
de tela: begonias rosas, rojas y blancas, que desparramadas dentro del
“habitáculo” le darán un agradable toque. No quiere llevarse ninguna joya, lo
poco que tiene se lo deja a la Charo, solamente el anillo de cobre que le
regaló su marido cuando se conocieron en la sala de visitas de la cárcel y una
miniatura de la Virgen de los Desamparados que entregaban con el dominical del
periódico Levante celebrando el aniversario de algo, que le encargó al Juanjo, el del kiosco,
cuando este le advirtió de su próxima aparición. La tiene preparada en la
mesita de noche, detrás de la foto de su Sebastián.
Escribió tres cartas especificando sus
últimos deseos para evitar malos entendidos: una para la Charo, otra para la
“compañía obituaria” y la última se la quedaría ella. Dejaba dinero para el
nicho, el de su marido, que deberían abrir y juntar los restos mortales con los
suyos añadiendo su nombre en la lápida. A la empresa aseguradora le decía en el
encabezamiento: Yo, como usufructuaria de un ataúd, modelo... etc.. y acababa: .... deseo ser enterrada en el nicho
de mi marido...etc...
Una mañana la Charo se acicalaba en
ese largo proceso previo a una vuelta por las rebajas del Corte Inglés que el
Jacinto le había prometido aprovechando que ese día libraba. Después de
limpiarse concienzudamente las uñas quitando el esmalte viejo con acetona tiró
los algodones en la taza del váter y se dio una ducha rápida. Corrió desnuda a
la habitación momento que el marido aprovechó para encerrarse y fumarse un cigarrillo
a escondidas. Con la ventana abierta y los pantalones bajados en inequívoca
acción de efectuar sus necesidades para el caso de ser sorprendido, apuró el pitillo y retirando con la otra mano
el paquete sexual tiró la colilla. Una gran llamarada le quemó la pelambrera de
sus bajos al prenderse fuego los algodones impregnados con el disolvente. Pegó
un salto y se dio de lleno con la cabeza en el marco de hierro de la ventana,
abriéndose una brecha por la que empezó a manar abundante sangre. Gritos, confusión,
la ambulancia, los vecinos, la policía y corriendo hacia el hospital.
Brígida tenía la vez en el Leo cuando
una señora entró en el local diciendo que el marido de la Charo se había
matado. Rápidamente, sin pensarlo un solo segundo, salió corriendo del local y
cruzó la calle en el preciso momento que pasaba un coche y la atropelló.
Le hicieron la autopsia y luego por
una serie de circunstancias administrativas el cuerpo fue incinerado. Cuando al
día siguiente las cenizas ya se habían enfriado nadie fue a recogerlas. Uno de
los empleados temiendo haber cometido un fallo garrafal decidió deshacerse de
ellas volcándolas en el contenedor junto a numerosos ramos de flores secas y
marchitas. El camión de la basura, en su recorrido habitual, cargó los
desperdicios depositados en los más de cien contenedores de aquel camposanto.
Al tercer día sacaron al Jacinto de
la UCI y la Charo que no se había separado de él ni un instante, marchó a su
casa un momento para adecentarse. Sic.
No daba crédito a lo que le
contaban las vecinas y todos sus esfuerzos fueron inútiles intentando averiguar
que fue del cadáver de la señora Brígida. Cada año se arrodilla delante del
nicho del Sebastián y después de colocar unas flores y rezarle una oración, le
pide perdón por no haber sido capaz de cumplir los últimos deseos de su mujer.
Si al menos supiese donde estaba podría ir a explicárselo todo.
Dedicado a Manolo.
Murió
el Carroñero, Manolo, en una cama de la S.S. después de múltiples peripecias, a
manos de su yerno el Martínez y otros adláteres, coríferos y turiferarios que, a pesar del “atado y bien atado”, le llenaron el cuerpo de tubos de plástico prolongando
su agonía como nunca fue capaz de hacer él hasta ese extremo, a pesar de sus
esfuerzos, con ninguno de los miles de españoles que ordenó matar. Tú que estás
en el cielo, aquello del Rey de Reyes era un invento y dios es como un
Presidente de la República, ten cuidado si te lo cruzas por alguna calle.
Pensamos que su hogar será el infierno pero en el supuesto de haber cometido
otra traición y haya conseguido
engañar a dios como lo hizo aquí en
España, si lo ves paseando por una Gran Vía o Avenida, gira el rostro y no le
saludes para que se percate de nuestro profundo desprecio. Te darás cuenta
porque siempre lleva, igual que los cometas, una estela de personajes y
personajillos impresentables que como las garrapatas no pueden vivir si no es
de la sangre de los demás. Levanta la cabeza, ensancha el pecho y siéntete
orgulloso de lo que fuiste. Ya no es Caudillo por la gracia de dios ni por
nada. Empezó a ser Dictador, después de Rebelde y pronto los que delante
de su cripta faraónica el Valle de los
Caídos, que con la vida de muchos y el esfuerzo de todos vosotros,
“trabajadores forzados”, esclavos de la patria, conseguisteis levantar en
aquella España devastada y hambrienta, intenten tocar con los dedos la frente
para santiguarse, dirigirán su mano derecha a la nariz frunciendo el ceño por
la insoportable hediondez.
Dale muchos recuerdos a la Brígida
que se sentirá satisfecha a pesar de que las cosas no salieron como quería. Lo
importante es que se reunió contigo; ella lo sabía y seguro que llevaba el
traje de novia blanco, un gorro frigio a la cabeza y la bandera republicana en
los hombros. ¿Verdad que estaba muy guapa?
Luis Viadel Cócera
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