Los preventorios franquistas (cárcel para niñas)
En mi próximo libro «Las abarcas desiertas», una de las novelas cortas que lo componen, «Claveles y manzanilla» habla sobre los preventorios infantiles. Algo de lo que se ha hablado muy poco y que creo que no se debe olvidar. El libro estará disponible a partir de los primeros días de diciembre.
Breve introducción, que no sinopsis, de «Claveles y manzanilla»:
Desde 1940, bajo el sello del Patronato Antituberculoso, en los edictos prometían sol, leche y aire limpio: estancias de tres meses para criaturas de siete a doce años, que podían extenderse, en casas junto al mar o caserones de sierra. Sobre el papel, una pausa luminosa contra la tuberculosis. En la práctica, la puerta se abría tras un «examen médico-antropométrico» de dudoso rigor, al que a menudo añadían pruebas «mentales» igual de flojas: medidas al milímetro, preguntas afiladas como cuchillos romos, sobre los padres y familiares, sobre ellas y sus hábitos religiosos, dictámenes redactados con desgana. Con esos informes, las autoridades decidían a qué centro enviar a cada pequeño, como si los destinos cupieran en una plantilla de cartabón. Para muchas familias sin pan, aquellos portones eran el único plato caliente garantizado; se firmaba con la vergüenza doblada en el bolsillo. Dentro, el catecismo sustituía al juego, la disciplina al consuelo, y el miedo hacía de médico. Los testimonios hablaban por debajo de las puertas: golpes con nombre propio, castigos que helaban los huesos, palabras que humillaban más que la navaja, manos que no eran de padre ni de médico. A eso lo llamaron prevención, y también fue adoctrinamiento, amparo y también, sobre todo, desamparo.
Al preventorio podía seguir el psiquiátrico para las más rebeldes, o el Patronato de Protección de la Mujer, que en ocasiones era un lucrativo negocio en el caso de las muchachas embarazadas, que merece un capítulo aparte.
En paralelo, otro andamiaje moral apretaba el cerco: el Patronato de Protección de la Mujer. Nació invocando las «ruinas morales y materiales» y prometiendo «dignificar» a las jóvenes «según la Religión Católica». El plan, que parecía bálsamo, fue cepo: miles de muchachas pasaron de los centros tutelares a ese Patronato al cumplir los quince años; quedaban bajo su mano hasta los veintiuno y, si convenía, hasta los veinticinco. Mientras la mayoría de edad bajaba para el resto, allí seguía alta como un muro; la ley decía dieciocho ( la edad de la mayoría se bajó a los dieciocho en 1978, pero los patronatos estuvieron hasta 1983) , pero en esos pasillos del Patronato mandaba otra campana.
Además de las provenientes de los preventorios ¿por qué podía caer una muchacha en manos del Patronato? Bastaba con muy poco: un beso a destiempo, una idea que no comulgara con la moral impuesta, sobrevivir a una violación y que la culpa cambiara de nombre (porque la culpable siempre era la mujer), ser madre sin marido o, simplemente, querer vivir con un poco de aire propio. Para el expediente, todo eso cabía en una misma palabra: «descarriada».
La democracia llegó a las plazas con carteles y promesas, pero tardó en abrir los cerrojos de los preventorios: durante la primera década, para ellas no cambió la voz que mandaba ni el horario de silencio.
En Los internados del miedo quedaron recogidas historias que lo muestran sin necesidad de alzar la voz: abusos que no rindieron cuentas, una institución sin explicaciones, ayer ni hoy, con dictadura o con urnas, como si la tutela fuese un país aparte donde el tiempo obedece a otros relojes.
De esas penalidades, de esa luz prometida y de esa sombra nace esta historia: una noche de estrellas de papel, un mar al otro lado del muro y una niña que escribe para no desaparecer, mientras el país, satisfecho de su propia moral, cree estar curándola y, los que pueden, celebran la Navidad.
«Claveles y manzanilla» es una de las novelas cortas que integran el libro «Las abarcas desiertas», que estará disponible a partir de los primeros días de diciembre.
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