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viernes, 23 de octubre de 2015

Santo Prepucio (El anillo de Saturno) Una historia apasionante....

Santo Prepucio

Sanctum Praeputium

 El anillo de Saturno


Santa Catalina de Siena
Patrona de Italia, se casó místicamente con Jesús, tuvo una experiencia mística en la que Jesucristo le regalaba un anillo realizado con la piel de su prepucio. En una visión la Virgen María la presentó a su hijo Jesús y como señal del matrimonio, Jesús le entrega el anillo de casamiento confeccionado con piel de su prepucio diciéndole: “recibe este anillo como testimonio que eres mía  y serás mía para siempre” 

Esta Santa, que gritaba rodando por el suelo y tenía visiones, afirmaba que llevaba en el dedo el prepucio del Señor, visible para ella, pero, lamentablemente, invisible para los demás. Y cuando su dedo, el de Catalina, también se convirtió en reliquia (como su cabeza), muchas beatas que lo adoraban llegaron a afirmar que allí veían el anillo de carne. Increíble visión salpicada de ciertas suspicacias.

Agnes Blannbekin
El éxtasis que despertaba tanta fe llevó a la monja capuchina austriaca Agnes Blannbekin, fallecida en 1715, a sentir milagrosos efectos. Precisamente ella vivió en la época en que se festejaba el Día de la Circuncisión (primero de enero de cada año). La hermanita Agnes lloraba por la sangre derramada a tan temprana edad por su Señor, y fue en una de esas fiestas litúrgicas  donde sintió el prepucio de Cristo en su lengua.
Su párroco, el benedictino austriaco Pez, contó: “¡Y ahí estaba! De repente sintió – la monja – un pellejito, como la cáscara de un huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas se lo había tragado de nuevo, sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces…Y le fue revelado que el prepucio había resucitado con el Señor el día de la resurrección. Tan Grande fue el dulzor cuando Agnes tragó el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros.


Las películas de Indiana Jones y su follamigo Tapón son magníficas. Eso no lo puede negar nadie. Steven Spielberg tiene un gran talento. Eso tampoco se puede discutir. Pero a la vista de la historia de la Santa Madre Iglesia, las reliquias que se eligieron para En busca del arca perdida y La última cruzada la verdad es que tienen muy poco interés. Son muy mainstream. Aunque hay que perdonar al director estadounidense: nuestra religión católica, con su Medievo y el grácil impulso de la Contrarreforma, le pilla muy lejos mental y geográficamente. No obstante, si se dejara recomendar y pudiéramos sugerirle un buen guion para su héroe —ese aburrido profesor de universidad que sufre una tormentosa relación con su padre, severo y castigador, y huye a la India con un adolescente asiático al que invita a meterse con él en una oscura cueva en el extrarradio de un poblacho donde vive otro señor que, vaya, roba niños— esa historia sería la de la búsqueda de la reliquia más apasionante de la caprichosa imaginería católica: el prepucio de Jesucristo. El Santo Prepucio.
La carne vera sacra, auténtica carne sagrada, puesto que durante mucho tiempo estuvo prohibido referirse a ella como «prepucio», era la punta del pene del niño Jesús, quien fue debidamente sometido a la ley judía. Este apéndice posiblemente fue venerado en su tiempo porque las autoridades eclesiásticas de la Edad Media lo asumieron como un sustituto del habitual pene erecto de otras religiones, símbolo de la fertilidad. Lo cierto es que Cristo fue circuncidado al octavo día, el que ahora llamamos Año Nuevo, que desde el 567 fue declarado día de la Fiesta por la Circuncisión de Cristo con el fin de alejar a los fieles de las mascaradas erótico-salvajes de herencia romana que tenían lugar la primera noche del año en la Galia y en Hispania. Y su circuncisión es un hecho. Al menos para la Iglesia, puesto que viene relatado en el Evangelio de San Lucas.
Si queremos profundizar, encontrar detalles, las fuentes ya son más dudosas, pero las hay. En el Evangelio de la infancia, apócrifo, se cuenta que la anciana que realizó la operación guardó el prepucio en una vasija de alabastro llena de aceite aromático de nardo, se lo entregó a su hijo y le dijo: «Guárdate de vender este vaso lleno de nardo, aunque te ofrezcan por él trescientos dineros». El chaval, como los adolescentes de todas las épocas, no hizo ni caso a su vieja y le vendió la vasija con el aceite y el prepucio a María Magdalena. Años después, coincidencias de la vida, cuando Jesús entró en casa de Simón el Fariseo, María estaba allí y le lavó los pies con ese aceite. ¿Y el prepucio que había dentro? Nadie lo sabe a ciencia cierta.
Pero como el recorrido de la vasija en este punto se le antojaba a este redactor más propio de un argumento de David Lynch, pregunté a un teólogo católico por las recurrentes coincidencias del «guion». Me recomendó que no me esforzase en hilar un relato porque no tiene sentido hacerlo: «Estás intentando armonizar un texto apócrifo con los canónicos, lo mismo que intentaron hacer los hagiógrafos, lo que fuerza el sentido de los canónicos. Estos por sí mismos no dan a entender nunca que María Magdalena le ungió los pies. Pero la iconografía y “caza” de reliquias del Medievo se sirven muchas veces de los textos apócrifos», explicó.
No obstante, aunque la historia sea incoherente vista ahora, desde el siglo XXI, en su día sí se discutió y muy seriamente dónde fue a parar el señalado trocito de piel. Hubo varias interpretaciones y discusiones. ¿Subió el prepucio allá donde se hallara al cielo con Jesús cuando este resucitó? Había quien decía que sí, porque subió el cuerpo completo; quien decía que no, que el prepucio, como los pelos, las uñas o las heces, eran partes del cuerpo de Cristo no esenciales, o sea, humanas, que se quedaron en tierra; y también hubo una escuela de pensadores que consideró que le creció otro nuevo al resucitar. Por no mencionar al teólogo griego renacentista Leo Allatius, que en su ensayo De Praeputio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba (Discusiones sobre el Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo) propuso una cuarta vía en la que el prepucio subía al cielo por su cuenta, pero no iba al cuerpo de Jesús, sino que se acoplaba como uno de los anillos de Saturno. Galileo Galilei había observado por el telescopio en esas fechas, 1610, que Saturno contaba con «extraños apéndices», en 1655, el astrónomo holandés Christiaan Huygens, vio definitivamente que eran anillos y, poco después, el aludido teólogo les corrigió: «qué va, qué va, eso lo que va a ser es el prepucio de Dios».
Mucho antes de esta teoría saturniana, la que se impuso fue la de que Jesús subió al cielo dejando en la tierra las partes sobrantes de su forma humana, entre ellas obviamente el prepucio, que se convirtió en una preciada reliquia, si no la que más. Tal vez lo de las reliquias a día de hoy nos parece cosa de mofa, pero en la Edad Media no lo era ni mucho menos. No solo porque la gente creyese que tenían poderes, que obraban milagros, sino porque constituían un negocio de primer orden precisamente por ese motivo. Tras las reliquias iban los peregrinos, que dejaban limosnas, lo que se traducía en pingües beneficios, pasta, o sea, poder.

Por eso todas las iglesias, capillas y abadías pujaban y competían por las reliquias. El Santo Prepucio era la gallina de los huevos de oro y no pararon de aparecer por Europa. En Francia fueron célebres las de Chartre, Metz, Charroux, Conques, Langres, Fécamp, Puy-en-Velay y dos en Auvergne. En Alemania hubo en Hildesheim. En Bélgica en Amberes. El escritor renacentista Alfonso de Valdés aseguró haber visto la reliquia en Burgos y, por supuesto, había una en Roma. Puede que fueran hasta ochenta en total.
Aparte del negocio, también impulsó la fiebre por las reliquias la cristianización del norte de Europa. En 787, en el Concilio de Nicea, se hizo obligatorio que cada iglesia tuviera una. Se instituyeron varias categorías. De primera clase era un trozo del cuerpo. De segunda, algo del santo. De tercera, algo tocado por el santo. De modo que cuando Carlomagno viaja a Tierra Santa ese mismo siglo, se va al Santo Sepulcro y se vuelve cargado de los souvenirs de moda en el momento: reliquias. Se trajo por lo menos el Santo Prepucio y un trozo de la cruz en la que el Señor fue crucificado; como mínimo, porque también hubo iglesias que tuvieron el cordón umbilical de Jesús, o partes del pesebre, espinas de su corona en la cruz, etcétera, con la anotación de que, cuidado, lo había traído Carlomagno. Tener el prepucio o el cordón umbilical y algún fragmento de la cruz, cualquier cosa que certificara su nacimiento y defunción o incluso resurrección, estaba cargado de simbolismo, era el alfa y omega de Jesús. Y eso atraía a las gentes, al dinero… ya lo hemos explicado.
Años antes, la emperatriz Santa Elena también había llevado a Roma la piedra sobre la que fue circuncidado Cristo. Y cuchillos con los que se hizo la operación había dos, uno en Compiégne, Francia, y otro en Maastricht, Holanda. En la web christiantimelines.com tenemos un inventario de todas las reliquias registradas en el siglo XVI que da buena cuenta de la dimensión de este mercado. Llegó a haber circulando varios frascos de sangre de Jesús, la rama de árbol con la que Jesús le daba caña al burro con el que se movía por las calles de Jerusalén, pan de a última cena, la toalla con la que le secaron los pies los apóstoles después de que se los lavara, los clavos de la cruz… En fin, de todo. Pero de todas ellas, el prepucio era la única carne de Jesús que pudo quedar sobre la tierra, puesto que su cordón umbilical al fin y al cabo era carne de su madre, de María. Digamos que el prepucio era lo más.
Y como tal, se multiplicó. Esta vez sin milagro, por arte de la mercadotecnia humana. Se podían encontrar en todos los top-manta del Medievo y su abundancia trajo cola. En un momento era posible entender que la reliquia se hubiera fragmentado y varias iglesias tuvieran partes auténticas, pero definitivamente algunas tenían que ser falsas. Para saber cuál era buena y cuál no, se instituyó un test para comprobar la autenticidad de los prepucios. Había curas que llevándose el prepucio reseco a la boca podían determinar si por lo menos se trataba de carne humana. Parece una tontería, pero hay que hacerse a la idea de que el mercado de reliquias estaba realmente saturado. En su libro Art and Money, Marc Shell, profesor de Harvard, señala que tras el saqueo de Constantinopla al final de la IV Cruzada, donde había tres mil seiscientas reliquias de cuatrocientos setenta y seis santos, hubo tal profusión en el mercado europeo de reliquias que los expertos que podían identificar las verdaderas fueron especialmente cotizados. En el libro los compara jocosamente con los periodistas de arte moderno, que con un artículo con las palabras «incalculable valor» consiguen que se paguen millones por cualquier mondongo como los que usted y yo sabemos que se exponen en ARCO.

Al final, la sobreabundancia le restó credibilidad al fenómeno y las reliquias sirvieron más para inspirar el escepticismo que la fe. Veintinueve ciudades aseguraban poseer los clavos de Cristo. Las lágrimas de la Virgen circulaban en frasquitos. Hubo hasta sesenta y nueve reliquias registradas con viales que contenían leche de su teta. Al llegar la Reforma, Lutero puso el grito en el cielo con este mercadeo de guarrerías en sus Noventa y cinco tesis. Y Calvino, en su Tratado de las reliquias de 1543, se descojonó de todas ellas. Sobre un trozo de pez que le habría dado Pedro a Jesús, escribió que esperaba que lo hubieran salado bien. Ironizó también acerca de la capacidad lechera de la Virgen, se preguntó si no sería en realidad una vaca. Lo mismo que negó que el prepucio del Señor pudiera haberse podido dividir tantas veces como Santos Prepucios había por ahí. Y lo peor fue cuando, a consecuencia de este escepticismo, el que estaba promoviendo la Reforma, se revisaron algunas reliquias en terreno católico y, por ejemplo, en una iglesia de Génova, donde decían tener el cerebro de San Pedro, echaron un ojo a ver si era auténtico y resultó que era piedra pómez.
Al final del Renacimiento, inevitablemente, el gran mercadeo de reliquias se vino abajo. Podríamos hablar incluso de que hubo una burbuja. Seguro que corrió de boca en boca eso de que había que invertir en reliquias, que nunca bajaba el precio, que siempre habría peregrinos dejando limosnas, pero al final, nada. Como siempre, llegaron los alemanes a decir que eso era polvo. Y cuando pinchó la burbuja, por supuesto, en España nos pilló en bragas. Nuestro rey Felipe II tenía siete mil quinientas en El Escorial. Considérese si las posteriores bancarrotas de nuestro reino no tuvieron que ver con esto.

Pese a todo, la fascinación por el Santo Prepucio siguió ahí y son numerosos los autores que se han interesado por encontrar el auténtico. A veces solo con la imaginación. Hubo una monja austriaca, Agnes Blannbekin, del siglo XIV, que cuando rezaba podía sentir el prepucio de Cristo en su boca. Cuando esto ocurría, su cuerpo ardía «pero no de forma dolorosa, sino placentera», escribió en sus memorias, Vida y Revelaciones —obra censurada cuando se publicó en el siglo XVIII—, y se lo tragaba. Y entonces volvía a aparecer en su garganta, y se lo volvía a tragar. Así hasta cien veces; hasta que pudo ver cómo su cuerpo se iluminaba. Como un Gusiluz, añadimos, antes de explicar que, no de forma infundada, corría el rumor de que las monjas abusaban de esta reliquia para obtener placer sexual.
En cuanto a los prepucios palpables, los que estaban en un relicario, en un principio todos los que circulaban por Europa tenían el supuesto mismo origen, el viaje de Carlomagno a Tierra Santa. La versión oficial era que a la vuelta se lo había entregado al papa León III y allí se quedó, en Roma.
Pero en la actual Bélgica, la leyenda hablaba de un prepucio traído por el caballero Godofredo de Bouillón en el siglo XI tras la Primera Cruzada en el año 1100, al que se lo había vendido el rey Balduino de Jerusalén. Concretamente, vino cargándolo su capellán, Henry Noese, y lo llevó a Amberes a la iglesia de Santa María la Gloriosa. En el libro de 1907 Die Hochheilige vorghaut Christi (El Santísimo Prepucio de Cristo) su autor Victor Muller cuenta que cuando el capellán depositó el trozo de piel curtida en el altar, el obispo de Cambrai, que estaba dando misa, vio cómo soltó tres gotas de sangre, lo que demostraba que era el Santo Prepucio de verdad de la buena. Se introdujo entonces en un recipiente de oro y se depositó en la «Capilla del Prepucio» junto a la tela que manchó para que estuviera protegido. Aunque no hay prueba documental de este suceso hasta 1426, cuando se constituye la Congregación del Santo Prepucio de nuestro Adorado Jesús en la Iglesia de Nuestra Señora de Amberes; suceso que no importa en demasía puesto que en 1566, con las revueltas de la Reforma, la reliquia desapareció para siempre.


Otro sería el de Saint Coulomb, ya en Francia, que estuvo también por Inglaterra. Catalina de Valois, esposa de Enrique V de Inglaterra, lo pidió prestado porque decían que combatía la infertilidad. Le trajeron el que estaba en Coulomb y le funcionó. Y cuando lo devolvieron, por culpa de la guerra de los Cien Años, acabó en París, en Sainte-Chapelle. Los monjes de Coulomb, muy preocupados porque se quedaban sin prepucio, y sin la pasta de los peregrinos, lo reclamaron en repetidas ocasiones. Pero no fue hasta veinte años después, en 1447, con la región pacificada, cuando regresara por orden de Luis XI. Se supone que a este monarca, cuando iba allí a rezar, le abrían el relicario y se lo enseñaban, pero de este prepucio nunca más volvió a saberse nada.
En Conques, también en Francia, en la ruta del Camino de Santiago, está la Abadía de San Foy, que tuvo y tiene una de las más amplias colecciones de reliquias que se conocen, la cual sobrevivió incluso a los decretos de la Revolución francesa que ordenaban que todo el oro y la plata que hubiera en las iglesias se entregara para acuñar moneda. Aquí incluso hoy en día atesoran un pequeño cofre en el que pone «La auténtica carne de Cristo», lo cual solo podría ser el prepucio o, a lo sumo, el cordón umbilical. Un reciente reportaje del National Geographic grabó el relicario, que está expuesto al público, y al reportero le dijeron que en 1954 se comprobaron todas las reliquias y estaban en orden y buen estado de conservación. El papa Benedicto XIII siglos atrás había concedido la indulgencia plenaria a todos los que fueran a venerarlo, perdonaba todos los pecados de los peregrinos, pero este papa fue un antipapa, algo que ahora explicaremos.
Porque el prepucio más famoso de Francia fue sin duda el de Charroux. La leyenda en este caso cuenta que Irene, emperatriz de Bizancio, se lo dio a Carlomagno como regalo de compromiso y este lo llevó a Charroux, que entonces solo era un monasterio en Poitiers, al suroeste de Francia. En plena burbuja de las reliquias, estos monjes anunciaron que también tenían la cabeza de Juan el Bautista, las cuerdas con las que habían atado a Jesús y espinas de su corona. El problema es que el monasterio se quemó con todas las reliquias, o lo que fuera aquello, y para las gentes del momento, o potenciales clientes, aquello suponía un mal augurio.
Pero estos monjes eran tenaces, de modo que para restituir la credibilidad de su negocio redoblaron los esfuerzos, la inversión en marketing. Primero, reconstruyeron su abadía con una planta que recuerda a la del Santo Sepulcro. Luego falsificaron unos textos en los que se decía que Carlomagno había fundado el monasterio en 799, precisamente justo un año antes de que, según la versión romana, el papa León III recibiera su Santo Prepucio, el oficial. Y para rematar, se apoyaron en un best seller de la época, la Leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine, arzobispo de Génova, uno de los libros más copiados de la Edad Media, que recoge la vida de ciento ochenta santos y, entre estas historias, que Carlomagno se llevó el Santo Prepucio y la Santa Cruz a este monasterio.

El éxito de la jugada hizo prosperar la zona y a las casas que se fueron agrupando en torno a la abadía se las llamó precisamente Charroux —en la actualidad un municipio de mil doscientos habitantes—, que quiere decir «piel roja» en referencia ya saben ustedes a qué. Lo tenían todo, el plan de negocio era ejemplar. La equivalencia actual sería un parque temático del prepucio. Prepucioland. Pero, por desgracia, ese prepucio fue robado y no apareció hasta el siglo XIX, en 1856.
Y la pena para ellos, para los franceses, es que en esa fecha ya daba igual que lo hubieran encontrado. Las indulgencias otorgadas a los peregrinos que venerasen el prepucio de Charroux, como las de Benedicto XIII con el de Conques, las había otorgado el papa Clemente VII, otro antipapa del Gran Cisma Occidental, un periodo de años en el que existieron simultáneamente dos papas, uno en Roma y otro en Aviñón. En 1415 el papa Martín V puso orden en el Concilio de 1415 e ilegitimó todo lo que habían hecho los pontífices de Aviñón entre 1379 y 1414. Las canonizaciones, especialmente, pero también las indulgencias. Así que el único prepucio válido desde la fecha, según el riguroso derecho canónico, era el que había en Sancta Santorum de Roma. ¿Era el verdadero?
En el siglo XIII, Inocencio III no se había atrevido a decidir qué Santo Prepucio era el auténtico, pero la documentación vaticana posterior cuenta que la Virgen María se le apareció a Santa Brígida y le dijo: «Cuando mi hijo fue circunciso, guardé su prepucio como un gran honor y lo llevé conmigo a todas partes. ¿Cómo hubiera podido perder lo que yo había engendrado sin pecado? Pero cuando se acercó la hora de mi tránsito, confié la membrana a San Juan Evangelista, mi guardián, y, más adelante, la escondieron para hurtarla a la malicia de los hombres y así quedó mucho tiempo desconocida. Pero, finalmente, un ángel vino a revelarla a las almas de Dios. ¡Oh, Roma, Roma! ¡Si lo supieras, te alegrarías o, mejor dicho, si lo supieras, llorarías, porque tienes un tesoro que es para mí muy caro y que no lo honras!». Santa Brígida fue canonizada en 1390 y esta revelación suya sirvió para establecer definitivamente la autenticad del Santo Prepucio romano.
Claro que en Italia no contaban con que «Espanya ens roba» y en 1527 el ejército español, entonces los Tercios, formado también por mercenarios alemanes e italianos, saqueó Roma. Descuartizaron curas, violaron monjas y arrasaron con todas las reliquias. En el jaleo, un soldado alemán, afanó lo que pudo y tiró por su cuenta y riesgo hacia el norte, de vuelta a casa, pero fue apresado por unos granjeros y encarcelado en el pequeño pueblo de Calcata.
A este pueblo solo se podía acceder por un estrecho puente de piedra que pasaba, a través de un pasadizo, por debajo de la iglesia local. La comida tenía que traerse a lomos de animales. Y treinta años después del Saco de Roma, cuenta la leyenda que los animales, los caballos, los bueyes y demás, al meterse en el túnel, se paraban delante de una cueva sellada y golpeaban con las pezuñas en el empedrado. Esa cueva había servido para encarcelar criminales y es donde estuvo preso el soldado alemán. El cura del pueblo al final se decidió a entrar a ver si es que había algo que llamase la atención del ganado y se encontró, entre la paja y el estiércol que había en la cueva, una cajita de plata.

El sacerdote se la llevó a unas señoras distinguidas del lugar y la abrieron. Les ahorraré la serie de sucesos sobrenaturales que se produjeron. Lo importante es que dentro se encontraban el dedo del pie de San Valentino, un diente y un trozo de la mandíbula de Santa Marta y ni más ni menos que el Santo Prepucio de Jesús. Era color garbanzo, especificaron. Dos monseñores, Ceci y Pipinelli, llegaron a Calcata desde Roma para comprobar la autenticidad de la reliquia. Cuando Pipinelli estaba examinando su elasticidad, la carne se desgarró y cayó tal tormenta de repente, se cuenta, que los canónigos volvieron rápidamente a Roma y le dijeron al papa que sin duda alguna ese era el verdadero prepucio del Señor.

Hubo intentos de llevar la reliquia a Roma pero finalmente se quedó en Calcata. El papa Sixto V en 1584 dio una indulgencia de diez años al que acudiera a venerarla. Urbano XIII lo dejó en siete en 1640. Inocencio X la mantuvo, como Alejandro VII y Benedicto XIII, en 1724, la ofreció in perpetuo. Se reconstruyó la iglesia de Calcata, con una plaza enfrente como Dios manda y una escultura de la circuncisión de Jesús para el altar. Todo iba sobre ruedas.
Hasta 1856, cuando, casualmente, en Charroux, un obrero echó abajo un muro y se encontró un montón de reliquias escondidas. Debieron meterlas ahí en las revueltas de la Reforma, o en la Revolución francesa, quién sabe. En Poitiers dijeron que era el Santo Prepucio y que estaba obrando milagros a punta pala desde que lo habían desenterrado. El problema es que en 1864 el papa Pío IX tenía urgencias de otra índole y promulgó su encíclica Quanta cura contra el emergente pensamiento liberal y racional, la modernidad y la industrialización, y la prensa protestante del momento les puso a parir echando mano del recién hallado Santo Prepucio. Desde entonces, el prepucio de Charroux se pudo ver solo por las mujeres embarazadas hasta 1872. Y en 1900, el papa León XIII cortó por lo sano y prohibió hablar o escribir del Santo Prepucio so pena de excomunión reservada speciali modo. Solo el pueblo de Calcata podía sacar la reliquia en procesión el día de Año Nuevo. A partir de ahí, solo mentarla era considerado una «curiosidad irrespetuosa».

De modo que en Calcata siguieron a lo suyo, pero al Santo Prepucio, después de la burbuja medieval, todavía le quedaba sufrir otros males de nuestro tiempo: la especulación urbanística, la gentrificación y los lobbies. En 1908, tras el terremoto de Messina, en el que murieron ciento cincuenta mil personas, el Gobierno italiano diseñó un plan urbanístico para revisar todos los centros antiguos de las ciudades que pudieran ser peligrosos. Calcata entró en el plan en 1935 y a sus cuatrocientos veinte habitantes les dieron casas en una ciudad nueva, Nuova Calcata, que no estuvieron terminadas hasta 1969, fecha en la que se marcharon dejando atrás un pueblo de casas ruinosas solo ocupado por ancianos y sus gatos.

Un bocado muy suculento para los hippies, que se mudaron de Roma a Calcata en masa y compraron las casas a los aldeanos. Estos, muy contentos, se las vendían pensando que las iban a derribar, como indicaba el plan, después de darles a ellos las nuevas, pero luego no fue así. El Gobierno italiano se retrasó, los hippies hicieron lobby para que se derogara esa ley tan antigua y finalmente lo consiguieron. Las casas pasaron a costar en poco tiempo cientos de miles de dólares, cuando las habían comprado por unos pocos miles. El pueblo se llenó de esnobs, artistas y demás élites culturales setenteras. Los aldeanos se cabrearon y mucho. Y no les quedaba nada.
El 11 de enero de 1983 leímos en España la noticia en el diario El País. Dario Magnoni, párroco de Calcata, había anunciado que ese año su amada reliquia no sería sacada en procesión porque la habían robado. «Manos sacrílegas la han hecho desaparecer de mi habitación». Como nota curiosa, ese mismo día, el diario también anunciaba que el Vaticano y los Estados Unidos de Ronald Reagan habían restablecido sus relaciones interrumpidas desde 1868. Aquí puede usted empezar a conspirar.

Los ladrones habían entrado fácilmente en la casa del cura. Tenía la llave puesta por fuera en la cerradura. El religioso, don Darío, no entendía cómo la habían podido robar, puesto que la tenía mezclada con otros objetos para despistar, se justificó.
Los dos sacerdotes viven en la parte nueva —y horrible— de la ciudad, mientras en la antigua, una joya, quedan solo los viejos y un grupo de melenudos venidos del norte de Italia que ha comprado por dos perras gordas las derrocadas casitas medievales. Y allí consumen en paz, a la puerta de la iglesia, su ración cotidiana de droga. «¿Y ahora a quién pediremos las gracias?, ¿quién nos hará los milagros?», dice una viejecita que no puede tener menos de cien años, pues es un auténtico pergamino. (El País).
Unos lugareños de Nuova Calcata culpaban al cura de haberla vendido. Otros al Vaticano. Había de todo, pero nadie creía que se la hubieran llevado unos vulgares ladrones. Los carabineros tampoco hicieron mucho por encontrarla. Le dijeron al reportero de El País que como no existían fotos del prepucio, no tenían nada que hacer.

Solo en 2007, un periodista de Nueva York, David Farley, se atrevió a investigar el misterio con un mínimo de rigor. Viajó a Italia y publicó sus conclusiones en un libro, An irreverent curiosity. Entre los testimonios que recogió en Calcata, uno decía que el Santo Prepucio ya había desaparecido en los años setenta, desde que se llevó a una exposición a Roma, y que a partir de entonces Don Darío hacía la procesión, sospechaban, con el relicario vacío. Esta versión era la más presentable. Otros lugareños le dijeron que el robo lo habían perpetrado los nazis y otros que habían sido miembros de una secta satánica para llevarlo a Turín, ciudad mágica y de brujas, situada en unos triángulos esotéricos que la unen con Stonehenge en Inglaterra y La Meca en Arabia.





En 2013, este periodista rodó un documental emitido por National Geographic en el que dejaba caer la posibilidad de que el Vaticano, asustado ante los progresos del carbono 14, decidiera hacer desaparecer el único vestigio del cuerpo de Cristo que quedaba en la Tierra según sus papeles. Jaime Capmany, en el diario ABC, ya tiró por esta vía en su momento cuando, a propósito de la Sábana Santa, con su inconfundible estilo situaba en un mismo plano a los que creían en Dios y a los que creían en el carbono 14. Pero este ilustre señor de derechas con bigote y mujer enjoyada cogida del brazo no cayó en que veinte años después la ciencia iba a ser capaz de clonar a una oveja, lo que abría la puerta, según el documental, a que el Vaticano lo que pretendiera fuese ¡clonar a Cristo!
Esta simpática idea ya venía en un best seller italiano, La maledizione di Cristo, de Alessandro Scannella, donde se fantaseaba con que el Vaticano tenía una serie de sótanos con laboratorios secretos para clonar a Jesús y anunciar así su Segunda Venida. Si esto fuese cierto, y además alrededor del santo pontífice estuviesen los nazis, como decían los habitantes de Nuova Calcata —probablemente incluso nazis de una secta satánica, puede que hasta nazis de una secta satánica dirigidos por la CIA de Reagan—, imagínense en manos de qué clase de líder estaría la clonación del prepucio de Dios, ¿en las de Artur Mas?
En el libro rápidamente se desecha esta idea. La investigación alternativa de Farley llega hasta un tal Cybo, poseedor en 1723 de una de las mayores colecciones de reliquias del momento en la basílica de los Santos Apóstoles de Roma. El hombre tenía pelo y leche de la Virgen, huesos de los padres de la Virgen, la columna vertebral de San Pablo, un hueso de San Pedro, en fin, de todo. Y resulta que Cybo en su día acudió a Calcata a comprobar si es que allí estaba el Santo Prepucio. Al ver que era cierto, le ofreció al obispo de la diócesis en la que estaba integrado el pueblo pagarle un relicario de lujo a cambio de un trocito del prepucio. Francesco Tenderini, el prelado correspondiente, estuvo de acuerdo y así se hizo. En 1742, Cybo se llevó todas sus reliquias, junto a un pellizco del Santo Prepucio, a la iglesia de Santa María de los Ángeles en Roma y a su muerte donó toda la colección a la Iglesia a cambio de que permanecieran unidas. Eran ciento treinta y cuatro.

El periodista narra cómo, al descubrir la nueva pista, acudió a este templo al borde de la taquicardia, pero se llevó un chasco. El cura encargado de la capilla le dijo que ese tipo de reliquias las había retirado todas las Iglesia porque entendía que eran excesos del Medievo poco presentables hoy, que ahí ya no quedaba nada. Farney, desolado, volvió a Calcata. Y aquí decidió jugárselo todo a una carta antes de regresar a Nueva York. Se fue directo a la tienda de bebidas espirituosas.
Gracias a unos amigos, consiguió una entrevista con el cura don Darío, al que le robaron la reliquia. Tras unas botellas de vino, el sacerdote, que no hablaba del tema con nadie, ni mucho menos con la prensa, confiado, empezó a largar. Describió vagamente a la pareja que supuestamente la robó. Unos treintañeros, casi cuarentones. No se acordaba bien. Pero ante la insistencia del periodista, fue sincero. En realidad es que él no creía en la reliquia. La enseñaba, pero le daba igual. Había sido un cura moderno, del Vaticano II, y pasaba de chorradas. Aunque el periodista le metió más presión: «El relicario era identificable, se podría localizar». A lo que el anciano cura le espetó: «¿Pero tú sabes lo pequeño que era el prepucio? —cogió unas diminutas migas de pan que había sobre la mesa en la que habían cenado— Era como esto, como esto… nada, insignificante».
Y ahí, con un viejo cura medio borracho manoseando migas de pan y un joven periodista neoyorquino que se había comido seis mil ochocientos kilómetros para escuchar esa explicación, concluye la última pista conocida sobre el paradero del Santo Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo. Si han llegado hasta aquí, que Dios les guarde muchos años.



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