Santo Prepucio
Sanctum Praeputium
El anillo de Saturno
Santa Catalina de Siena
Patrona de Italia, se casó
místicamente con Jesús, tuvo
una experiencia mística en la que Jesucristo le regalaba un anillo realizado
con la piel de su prepucio. En una visión la Virgen María la presentó a su hijo Jesús y como señal del
matrimonio, Jesús le entrega el anillo de casamiento confeccionado con
piel de su prepucio diciéndole: “recibe este anillo como testimonio que
eres mía y serás mía para siempre”
Esta Santa, que gritaba rodando por el suelo y tenía
visiones, afirmaba que llevaba en el dedo el prepucio del Señor, visible para
ella, pero, lamentablemente, invisible para los demás. Y cuando su dedo, el de
Catalina, también se convirtió en reliquia (como su cabeza), muchas beatas que
lo adoraban llegaron a afirmar que allí veían el anillo de carne. Increíble
visión salpicada de ciertas suspicacias.
Agnes Blannbekin
El éxtasis que despertaba tanta fe llevó a la monja
capuchina austriaca Agnes Blannbekin, fallecida en 1715, a sentir milagrosos
efectos. Precisamente ella vivió en la época en que se festejaba el Día de la
Circuncisión (primero de enero de cada año). La hermanita Agnes lloraba por la
sangre derramada a tan temprana edad por su Señor, y fue en una de esas fiestas
litúrgicas donde sintió el prepucio de Cristo en su lengua.
Su párroco, el benedictino austriaco Pez, contó: “¡Y
ahí estaba! De repente sintió – la monja – un pellejito, como la cáscara de un
huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas se lo
había tragado de nuevo, sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se
lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces…Y le fue revelado que el
prepucio había resucitado con el Señor el día de la resurrección. Tan Grande
fue el dulzor cuando Agnes tragó el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros.
Las películas de
Indiana Jones y su follamigo Tapón son magníficas. Eso no lo puede negar
nadie. Steven Spielberg tiene un gran talento. Eso tampoco se
puede discutir. Pero a la vista de la historia de la Santa Madre Iglesia, las
reliquias que se eligieron para En busca del arca perdida y La
última cruzada la verdad es que tienen muy poco interés. Son muy mainstream.
Aunque hay que perdonar al director estadounidense: nuestra religión católica,
con su Medievo y el grácil impulso de la Contrarreforma, le pilla muy lejos
mental y geográficamente. No obstante, si se dejara recomendar y pudiéramos
sugerirle un buen guion para su héroe —ese aburrido profesor de universidad que
sufre una tormentosa relación con su padre, severo y castigador, y huye a la
India con un adolescente asiático al que invita a meterse con él en una oscura
cueva en el extrarradio de un poblacho donde vive otro señor que, vaya, roba
niños— esa historia sería la de la búsqueda de la reliquia más apasionante de
la caprichosa imaginería católica: el prepucio de Jesucristo.
El Santo Prepucio.
La carne vera
sacra, auténtica carne sagrada, puesto que durante mucho tiempo estuvo
prohibido referirse a ella como «prepucio», era la punta del pene del niño
Jesús, quien fue debidamente sometido a la ley judía. Este apéndice
posiblemente fue venerado en su tiempo porque las autoridades eclesiásticas de
la Edad Media lo asumieron como un sustituto del habitual pene erecto de otras
religiones, símbolo de la fertilidad. Lo cierto es que Cristo fue circuncidado
al octavo día, el que ahora llamamos Año Nuevo, que desde el 567 fue declarado
día de la Fiesta por la Circuncisión de Cristo con el fin de alejar a los
fieles de las mascaradas erótico-salvajes de herencia romana que tenían lugar
la primera noche del año en la Galia y en Hispania. Y su circuncisión es un
hecho. Al menos para la Iglesia, puesto que viene relatado en el Evangelio de
San Lucas.
Si queremos
profundizar, encontrar detalles, las fuentes ya son más dudosas, pero las hay.
En el Evangelio de la infancia, apócrifo, se cuenta que la anciana que realizó
la operación guardó el prepucio en una vasija de alabastro llena de aceite
aromático de nardo, se lo entregó a su hijo y le dijo: «Guárdate de vender este
vaso lleno de nardo, aunque te ofrezcan por él trescientos dineros». El chaval,
como los adolescentes de todas las épocas, no hizo ni caso a su vieja y
le vendió la vasija con el aceite y el prepucio a María Magdalena.
Años después, coincidencias de la vida, cuando Jesús entró en casa de Simón el
Fariseo, María estaba allí y le lavó los pies con ese aceite. ¿Y el prepucio
que había dentro? Nadie lo sabe a ciencia cierta.
Pero como el
recorrido de la vasija en este punto se le antojaba a este redactor más propio
de un argumento de David Lynch, pregunté a un teólogo católico
por las recurrentes coincidencias del «guion». Me recomendó que no me esforzase
en hilar un relato porque no tiene sentido hacerlo: «Estás intentando armonizar
un texto apócrifo con los canónicos, lo mismo que intentaron hacer los
hagiógrafos, lo que fuerza el sentido de los canónicos. Estos por sí mismos no
dan a entender nunca que María Magdalena le ungió los pies. Pero la iconografía
y “caza” de reliquias del Medievo se sirven muchas veces de los textos
apócrifos», explicó.
No obstante,
aunque la historia sea incoherente vista ahora, desde el siglo XXI, en su día
sí se discutió y muy seriamente dónde fue a parar el señalado trocito de piel.
Hubo varias interpretaciones y discusiones. ¿Subió el prepucio allá donde se
hallara al cielo con Jesús cuando este resucitó? Había quien decía que sí,
porque subió el cuerpo completo; quien decía que no, que el prepucio, como los
pelos, las uñas o las heces, eran partes del cuerpo de Cristo no esenciales, o
sea, humanas, que se quedaron en tierra; y también hubo una escuela de
pensadores que consideró que le creció otro nuevo al resucitar. Por no
mencionar al teólogo griego renacentista Leo Allatius, que en
su ensayo De Praeputio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba (Discusiones
sobre el Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo) propuso una cuarta vía
en la que el prepucio subía al cielo por su cuenta, pero no iba al cuerpo de
Jesús, sino que se acoplaba como uno de los anillos de Saturno. Galileo
Galilei había observado por el telescopio en esas fechas, 1610, que
Saturno contaba con «extraños apéndices», en 1655, el astrónomo holandés Christiaan
Huygens, vio definitivamente que eran anillos y, poco después, el
aludido teólogo les corrigió: «qué va, qué va, eso lo que va a ser es el
prepucio de Dios».
Mucho antes de
esta teoría saturniana, la que se impuso fue la de que Jesús subió al cielo
dejando en la tierra las partes sobrantes de su forma humana, entre ellas
obviamente el prepucio, que se convirtió en una preciada reliquia, si no la que
más. Tal vez lo de las reliquias a día de hoy nos parece cosa de mofa, pero en
la Edad Media no lo era ni mucho menos. No solo porque la gente creyese que
tenían poderes, que obraban milagros, sino porque constituían un negocio de
primer orden precisamente por ese motivo. Tras las reliquias iban los
peregrinos, que dejaban limosnas, lo que se traducía en pingües beneficios,
pasta, o sea, poder.
Por eso todas las
iglesias, capillas y abadías pujaban y competían por las reliquias. El Santo
Prepucio era la gallina de los huevos de oro y no pararon de aparecer por
Europa. En Francia fueron célebres las de Chartre, Metz, Charroux, Conques,
Langres, Fécamp, Puy-en-Velay y dos en Auvergne. En Alemania hubo en
Hildesheim. En Bélgica en Amberes. El escritor renacentista Alfonso de
Valdés aseguró haber visto la reliquia en Burgos y, por supuesto,
había una en Roma. Puede que fueran hasta ochenta en total.
Aparte del
negocio, también impulsó la fiebre por las reliquias la cristianización del
norte de Europa. En 787, en el Concilio de Nicea, se hizo obligatorio que cada
iglesia tuviera una. Se instituyeron varias categorías. De primera clase era un
trozo del cuerpo. De segunda, algo del santo. De tercera, algo tocado por el
santo. De modo que cuando Carlomagno viaja a Tierra Santa ese
mismo siglo, se va al Santo Sepulcro y se vuelve cargado de los souvenirs
de moda en el momento: reliquias. Se trajo por lo menos el Santo Prepucio y un
trozo de la cruz en la que el Señor fue crucificado; como mínimo, porque
también hubo iglesias que tuvieron el cordón umbilical de Jesús, o partes del
pesebre, espinas de su corona en la cruz, etcétera, con la anotación de que,
cuidado, lo había traído Carlomagno. Tener el prepucio o el cordón umbilical y
algún fragmento de la cruz, cualquier cosa que certificara su nacimiento y
defunción o incluso resurrección, estaba cargado de simbolismo, era el alfa y
omega de Jesús. Y eso atraía a las gentes, al dinero… ya lo hemos explicado.
Años antes, la
emperatriz Santa Elena también había llevado a Roma la piedra
sobre la que fue circuncidado Cristo. Y cuchillos con los que se hizo la
operación había dos, uno en Compiégne, Francia, y otro en Maastricht, Holanda.
En la web christiantimelines.com tenemos un inventario de todas las reliquias
registradas en el siglo XVI que da buena cuenta de la dimensión de este
mercado. Llegó a haber circulando varios frascos de sangre de Jesús, la rama de
árbol con la que Jesús le daba caña al burro con el que se movía por las calles
de Jerusalén, pan de a última cena, la toalla con la que le secaron los pies
los apóstoles después de que se los lavara, los clavos de la cruz… En fin, de
todo. Pero de todas ellas, el prepucio era la única carne de Jesús que pudo quedar
sobre la tierra, puesto que su cordón umbilical al fin y al cabo era carne de
su madre, de María. Digamos que el prepucio era lo más.
Y como tal, se
multiplicó. Esta vez sin milagro, por arte de la mercadotecnia humana. Se
podían encontrar en todos los top-manta del Medievo y su abundancia
trajo cola. En un momento era posible entender que la reliquia se hubiera
fragmentado y varias iglesias tuvieran partes auténticas, pero definitivamente
algunas tenían que ser falsas. Para saber cuál era buena y cuál no, se
instituyó un test para comprobar la autenticidad de los prepucios. Había curas
que llevándose el prepucio reseco a la boca podían determinar si por lo menos
se trataba de carne humana. Parece una tontería, pero hay que hacerse a la idea
de que el mercado de reliquias estaba realmente saturado. En su libro Art
and Money, Marc Shell, profesor de Harvard, señala que
tras el saqueo de Constantinopla al final de la IV Cruzada, donde había tres
mil seiscientas reliquias de cuatrocientos setenta y seis santos,
hubo tal profusión en el mercado europeo de reliquias que los expertos que
podían identificar las verdaderas fueron especialmente cotizados. En el libro
los compara jocosamente con los periodistas de arte moderno, que con un
artículo con las palabras «incalculable valor» consiguen que se paguen millones
por cualquier mondongo como los que usted y yo sabemos que se exponen en ARCO.
Al final, la
sobreabundancia le restó credibilidad al fenómeno y las reliquias sirvieron más
para inspirar el escepticismo que la fe. Veintinueve ciudades aseguraban
poseer los clavos de Cristo. Las lágrimas de la Virgen circulaban en
frasquitos. Hubo hasta sesenta y nueve reliquias registradas con viales
que contenían leche de su teta. Al llegar la Reforma, Lutero
puso el grito en el cielo con este mercadeo de guarrerías en sus Noventa y
cinco tesis. Y Calvino, en su Tratado de las
reliquias de 1543, se descojonó de todas ellas. Sobre un trozo de pez que
le habría dado Pedro a Jesús, escribió que esperaba que lo hubieran salado
bien. Ironizó también acerca de la capacidad lechera de la Virgen, se preguntó
si no sería en realidad una vaca. Lo mismo que negó que el prepucio del Señor
pudiera haberse podido dividir tantas veces como Santos Prepucios había por
ahí. Y lo peor fue cuando, a consecuencia de este escepticismo, el que estaba
promoviendo la Reforma, se revisaron algunas reliquias en terreno católico y,
por ejemplo, en una iglesia de Génova, donde decían tener el cerebro de San
Pedro, echaron un ojo a ver si era auténtico y resultó que era piedra pómez.
Al final del
Renacimiento, inevitablemente, el gran mercadeo de reliquias se vino abajo.
Podríamos hablar incluso de que hubo una burbuja. Seguro que corrió de boca en
boca eso de que había que invertir en reliquias, que nunca bajaba el precio,
que siempre habría peregrinos dejando limosnas, pero al final, nada. Como
siempre, llegaron los alemanes a decir que eso era polvo. Y cuando pinchó la
burbuja, por supuesto, en España nos pilló en bragas. Nuestro rey Felipe
II tenía siete mil quinientas en El Escorial. Considérese si las
posteriores bancarrotas de nuestro reino no tuvieron que ver con esto.
Pese a todo, la
fascinación por el Santo Prepucio siguió ahí y son numerosos los autores que se
han interesado por encontrar el auténtico. A veces solo con la imaginación.
Hubo una monja austriaca, Agnes Blannbekin, del siglo XIV, que
cuando rezaba podía sentir el prepucio de Cristo en su boca. Cuando esto
ocurría, su cuerpo ardía «pero no de forma dolorosa, sino placentera», escribió
en sus memorias, Vida y Revelaciones —obra censurada cuando se publicó
en el siglo XVIII—, y se lo tragaba. Y entonces volvía a aparecer en su
garganta, y se lo volvía a tragar. Así hasta cien veces; hasta que pudo ver
cómo su cuerpo se iluminaba. Como un Gusiluz, añadimos, antes de explicar que,
no de forma infundada, corría el rumor de que las monjas abusaban de esta
reliquia para obtener placer sexual.
En cuanto a los
prepucios palpables, los que estaban en un relicario, en un principio todos los
que circulaban por Europa tenían el supuesto mismo origen, el viaje de
Carlomagno a Tierra Santa. La versión oficial era que a la vuelta se lo había
entregado al papa León III y allí se quedó, en Roma.
Pero en la actual
Bélgica, la leyenda hablaba de un prepucio traído por el caballero Godofredo
de Bouillón en el siglo XI tras la Primera Cruzada en el año 1100, al
que se lo había vendido el rey Balduino de Jerusalén.
Concretamente, vino cargándolo su capellán, Henry Noese, y lo
llevó a Amberes a la iglesia de Santa María la Gloriosa. En el libro de 1907 Die
Hochheilige vorghaut Christi (El Santísimo Prepucio de Cristo)
su autor Victor Muller cuenta que cuando el capellán depositó
el trozo de piel curtida en el altar, el obispo de Cambrai, que estaba dando
misa, vio cómo soltó tres gotas de sangre, lo que demostraba que era el Santo
Prepucio de verdad de la buena. Se introdujo entonces en un recipiente de oro y
se depositó en la «Capilla del Prepucio» junto a la tela que manchó para que
estuviera protegido. Aunque no hay prueba documental de este suceso hasta 1426,
cuando se constituye la Congregación del Santo Prepucio de nuestro Adorado
Jesús en la Iglesia de Nuestra Señora de Amberes; suceso que no importa en
demasía puesto que en 1566, con las revueltas de la Reforma, la reliquia
desapareció para siempre.
Otro sería el de
Saint Coulomb, ya en Francia, que estuvo también por Inglaterra. Catalina
de Valois, esposa de Enrique V de Inglaterra, lo
pidió prestado porque decían que combatía la infertilidad. Le trajeron el que
estaba en Coulomb y le funcionó. Y cuando lo devolvieron, por culpa de la
guerra de los Cien Años, acabó en París, en Sainte-Chapelle. Los monjes de Coulomb,
muy preocupados porque se quedaban sin prepucio, y sin la pasta de los
peregrinos, lo reclamaron en repetidas ocasiones. Pero no fue hasta veinte años
después, en 1447, con la región pacificada, cuando regresara por orden de Luis
XI. Se supone que a este monarca, cuando iba allí a rezar, le abrían
el relicario y se lo enseñaban, pero de este prepucio nunca más volvió a
saberse nada.
En Conques,
también en Francia, en la ruta del Camino de Santiago, está la Abadía de San
Foy, que tuvo y tiene una de las más amplias colecciones de reliquias que se
conocen, la cual sobrevivió incluso a los decretos de la Revolución francesa
que ordenaban que todo el oro y la plata que hubiera en las iglesias se
entregara para acuñar moneda. Aquí incluso hoy en día atesoran un pequeño cofre
en el que pone «La auténtica carne de Cristo», lo cual solo podría ser el
prepucio o, a lo sumo, el cordón umbilical. Un reciente reportaje del National
Geographic grabó el relicario, que está expuesto al público, y al
reportero le dijeron que en 1954 se comprobaron todas las reliquias y estaban
en orden y buen estado de conservación. El papa Benedicto XIII
siglos atrás había concedido la indulgencia plenaria a todos los que fueran a
venerarlo, perdonaba todos los pecados de los peregrinos, pero este papa fue un
antipapa, algo que ahora explicaremos.
Porque el prepucio
más famoso de Francia fue sin duda el de Charroux. La leyenda en este caso
cuenta que Irene, emperatriz de Bizancio, se lo dio a
Carlomagno como regalo de compromiso y este lo llevó a Charroux, que entonces
solo era un monasterio en Poitiers, al suroeste de Francia. En plena burbuja de
las reliquias, estos monjes anunciaron que también tenían la cabeza de Juan
el Bautista, las cuerdas con las que habían atado a Jesús y espinas de
su corona. El problema es que el monasterio se quemó con todas las reliquias, o
lo que fuera aquello, y para las gentes del momento, o potenciales clientes,
aquello suponía un mal augurio.
Pero estos monjes
eran tenaces, de modo que para restituir la credibilidad de su negocio
redoblaron los esfuerzos, la inversión en marketing. Primero,
reconstruyeron su abadía con una planta que recuerda a la del Santo Sepulcro.
Luego falsificaron unos textos en los que se decía que Carlomagno había fundado
el monasterio en 799, precisamente justo un año antes de que, según la versión
romana, el papa León III recibiera su Santo Prepucio, el oficial. Y para
rematar, se apoyaron en un best seller de la época, la Leyenda
dorada de Jacobo de la Vorágine, arzobispo de
Génova, uno de los libros más copiados de la Edad Media, que recoge la vida de
ciento ochenta santos y, entre estas historias, que Carlomagno se llevó el
Santo Prepucio y la Santa Cruz a este monasterio.
El éxito de la
jugada hizo prosperar la zona y a las casas que se fueron agrupando en torno a
la abadía se las llamó precisamente Charroux —en la actualidad un municipio de
mil doscientos habitantes—, que quiere decir «piel roja» en referencia ya
saben ustedes a qué. Lo tenían todo, el plan de negocio era ejemplar. La
equivalencia actual sería un parque temático del prepucio. Prepucioland. Pero,
por desgracia, ese prepucio fue robado y no apareció hasta el siglo XIX, en
1856.
Y la pena para
ellos, para los franceses, es que en esa fecha ya daba igual que lo hubieran
encontrado. Las indulgencias otorgadas a los peregrinos que venerasen el
prepucio de Charroux, como las de Benedicto XIII con el de Conques, las había
otorgado el papa Clemente VII, otro antipapa del Gran Cisma
Occidental, un periodo de años en el que existieron simultáneamente dos papas,
uno en Roma y otro en Aviñón. En 1415 el papa Martín V puso
orden en el Concilio de 1415 e ilegitimó todo lo que habían hecho los
pontífices de Aviñón entre 1379 y 1414. Las canonizaciones, especialmente, pero
también las indulgencias. Así que el único prepucio válido desde la fecha,
según el riguroso derecho canónico, era el que había en Sancta Santorum de
Roma. ¿Era el verdadero?
En el siglo XIII, Inocencio
III no se había atrevido a decidir qué Santo Prepucio era el
auténtico, pero la documentación vaticana posterior cuenta que la Virgen María
se le apareció a Santa Brígida y le dijo: «Cuando mi hijo
fue circunciso, guardé su prepucio como un gran honor y lo llevé conmigo a
todas partes. ¿Cómo hubiera podido perder lo que yo había engendrado sin
pecado? Pero cuando se acercó la hora de mi tránsito, confié la membrana a San
Juan Evangelista, mi guardián, y, más adelante, la escondieron para
hurtarla a la malicia de los hombres y así quedó mucho tiempo desconocida.
Pero, finalmente, un ángel vino a revelarla a las almas de Dios. ¡Oh, Roma,
Roma! ¡Si lo supieras, te alegrarías o, mejor dicho, si lo supieras, llorarías,
porque tienes un tesoro que es para mí muy caro y que no lo
honras!». Santa Brígida fue canonizada en 1390 y esta revelación suya
sirvió para establecer definitivamente la autenticad del Santo Prepucio romano.
Claro que en
Italia no contaban con que «Espanya ens roba» y en 1527 el ejército español, entonces
los Tercios, formado también por mercenarios alemanes e italianos, saqueó Roma.
Descuartizaron curas, violaron monjas y arrasaron con todas las reliquias. En
el jaleo, un soldado alemán, afanó lo que pudo y tiró por su cuenta y riesgo
hacia el norte, de vuelta a casa, pero fue apresado por unos granjeros y
encarcelado en el pequeño pueblo de Calcata.
A este pueblo solo
se podía acceder por un estrecho puente de piedra que pasaba, a través de un
pasadizo, por debajo de la iglesia local. La comida tenía que traerse a lomos
de animales. Y treinta años después del Saco de Roma, cuenta la leyenda que los
animales, los caballos, los bueyes y demás, al meterse en el túnel, se paraban
delante de una cueva sellada y golpeaban con las pezuñas en el empedrado.
Esa cueva había servido para encarcelar criminales y es donde estuvo preso el
soldado alemán. El cura del pueblo al final se decidió a entrar a ver si es que
había algo que llamase la atención del ganado y se encontró, entre la paja y el
estiércol que había en la cueva, una cajita de plata.
El sacerdote se la
llevó a unas señoras distinguidas del lugar y la abrieron. Les ahorraré la
serie de sucesos sobrenaturales que se produjeron. Lo importante es que dentro
se encontraban el dedo del pie de San Valentino, un diente y
un trozo de la mandíbula de Santa Marta y ni más ni menos que
el Santo Prepucio de Jesús. Era color garbanzo, especificaron. Dos monseñores, Ceci
y Pipinelli, llegaron a Calcata desde Roma para comprobar la
autenticidad de la reliquia. Cuando Pipinelli estaba examinando su elasticidad,
la carne se desgarró y cayó tal tormenta de repente, se cuenta, que los
canónigos volvieron rápidamente a Roma y le dijeron al papa que sin duda alguna
ese era el verdadero prepucio del Señor.
Hubo intentos de
llevar la reliquia a Roma pero finalmente se quedó en Calcata. El papa Sixto
V en 1584 dio una indulgencia de diez años al que acudiera a
venerarla. Urbano XIII lo dejó en siete en 1640. Inocencio
X la mantuvo, como Alejandro VII y Benedicto XIII, en
1724, la ofreció in perpetuo. Se reconstruyó la iglesia de Calcata, con
una plaza enfrente como Dios manda y una escultura de la circuncisión de Jesús
para el altar. Todo iba sobre ruedas.
Hasta 1856,
cuando, casualmente, en Charroux, un obrero echó abajo un muro y se encontró un
montón de reliquias escondidas. Debieron meterlas ahí en las revueltas de la
Reforma, o en la Revolución francesa, quién sabe. En Poitiers dijeron que era
el Santo Prepucio y que estaba obrando milagros a punta pala desde que lo
habían desenterrado. El problema es que en 1864 el papa Pío IX
tenía urgencias de otra índole y promulgó su encíclica Quanta cura contra
el emergente pensamiento liberal y racional, la modernidad y la
industrialización, y la prensa protestante del momento les puso a parir echando
mano del recién hallado Santo Prepucio. Desde entonces, el prepucio de Charroux
se pudo ver solo por las mujeres embarazadas hasta 1872. Y en 1900, el papa León
XIII cortó por lo sano y prohibió hablar o escribir del Santo Prepucio
so pena de excomunión reservada speciali modo. Solo el pueblo de Calcata
podía sacar la reliquia en procesión el día de Año Nuevo. A partir de ahí, solo
mentarla era considerado una «curiosidad irrespetuosa».
De modo que en
Calcata siguieron a lo suyo, pero al Santo Prepucio, después de la burbuja
medieval, todavía le quedaba sufrir otros males de nuestro tiempo: la
especulación urbanística, la gentrificación y los lobbies. En 1908,
tras el terremoto de Messina, en el que murieron ciento cincuenta
mil personas, el Gobierno italiano diseñó un plan urbanístico para revisar
todos los centros antiguos de las ciudades que pudieran ser peligrosos. Calcata
entró en el plan en 1935 y a sus cuatrocientos veinte habitantes les
dieron casas en una ciudad nueva, Nuova Calcata, que no estuvieron terminadas
hasta 1969, fecha en la que se marcharon dejando atrás un pueblo de casas
ruinosas solo ocupado por ancianos y sus gatos.
Un bocado muy
suculento para los hippies, que se mudaron de Roma a Calcata en masa y
compraron las casas a los aldeanos. Estos, muy contentos, se las vendían
pensando que las iban a derribar, como indicaba el plan, después de darles a
ellos las nuevas, pero luego no fue así. El Gobierno italiano se retrasó, los hippies
hicieron lobby para que se derogara esa ley tan antigua y finalmente
lo consiguieron. Las casas pasaron a costar en poco tiempo cientos de miles de
dólares, cuando las habían comprado por unos pocos miles. El pueblo se llenó de
esnobs, artistas y demás élites culturales setenteras. Los aldeanos se
cabrearon y mucho. Y no les quedaba nada.
El 11 de enero de
1983 leímos en España la noticia en el diario El País. Dario
Magnoni, párroco de Calcata, había anunciado que ese año su amada
reliquia no sería sacada en procesión porque la habían robado. «Manos
sacrílegas la han hecho desaparecer de mi habitación». Como nota curiosa, ese
mismo día, el diario también anunciaba que el Vaticano y los Estados Unidos de Ronald
Reagan habían restablecido sus relaciones interrumpidas desde 1868.
Aquí puede usted empezar a conspirar.
Los ladrones
habían entrado fácilmente en la casa del cura. Tenía la llave puesta por fuera
en la cerradura. El religioso, don Darío, no entendía cómo la habían podido
robar, puesto que la tenía mezclada con otros objetos para despistar, se
justificó.
Los dos sacerdotes
viven en la parte nueva —y horrible— de la ciudad, mientras en la antigua, una
joya, quedan solo los viejos y un grupo de melenudos venidos del norte de
Italia que ha comprado por dos perras gordas las derrocadas casitas medievales.
Y allí consumen en paz, a la puerta de la iglesia, su ración cotidiana de
droga. «¿Y ahora a quién pediremos las gracias?, ¿quién nos hará los
milagros?», dice una viejecita que no puede tener menos de cien años, pues
es un auténtico pergamino. (El País).
Unos lugareños de
Nuova Calcata culpaban al cura de haberla vendido. Otros al Vaticano. Había de
todo, pero nadie creía que se la hubieran llevado unos vulgares ladrones. Los
carabineros tampoco hicieron mucho por encontrarla. Le dijeron al reportero de El
País que como no existían fotos del prepucio, no tenían nada que hacer.
Solo en 2007, un
periodista de Nueva York, David Farley, se atrevió a
investigar el misterio con un mínimo de rigor. Viajó a Italia y publicó sus
conclusiones en un libro, An irreverent curiosity. Entre los
testimonios que recogió en Calcata, uno decía que el Santo Prepucio ya había
desaparecido en los años setenta, desde que se llevó a una exposición a Roma, y
que a partir de entonces Don Darío hacía la procesión, sospechaban, con el relicario
vacío. Esta versión era la más presentable. Otros lugareños le dijeron que el
robo lo habían perpetrado los nazis y otros que habían sido miembros de una
secta satánica para llevarlo a Turín, ciudad mágica y de brujas, situada en
unos triángulos esotéricos que la unen con Stonehenge en Inglaterra y La Meca
en Arabia.
En 2013, este
periodista rodó un documental emitido por National Geographic en el que dejaba
caer la posibilidad de que el Vaticano, asustado ante los progresos del carbono
14, decidiera hacer desaparecer el único vestigio del cuerpo de Cristo que
quedaba en la Tierra según sus papeles. Jaime Capmany, en el
diario ABC, ya tiró por esta vía en su momento cuando, a propósito de
la Sábana Santa, con su inconfundible estilo situaba en un mismo plano a los
que creían en Dios y a los que creían en el carbono 14. Pero este ilustre señor
de derechas con bigote y mujer enjoyada cogida del brazo no cayó en que veinte
años después la ciencia iba a ser capaz de clonar a una oveja, lo que abría la
puerta, según el documental, a que el Vaticano lo que pretendiera fuese ¡clonar
a Cristo!
Esta simpática
idea ya venía en un best seller italiano, La maledizione di Cristo, de
Alessandro Scannella, donde se fantaseaba con que el Vaticano
tenía una serie de sótanos con laboratorios secretos para clonar a Jesús y
anunciar así su Segunda Venida. Si esto fuese cierto, y además alrededor del
santo pontífice estuviesen los nazis, como decían los habitantes de Nuova
Calcata —probablemente incluso nazis de una secta satánica, puede que hasta
nazis de una secta satánica dirigidos por la CIA de Reagan—, imagínense en
manos de qué clase de líder estaría la clonación del prepucio de Dios, ¿en las
de Artur Mas?
En el libro
rápidamente se desecha esta idea. La investigación alternativa de Farley llega
hasta un tal Cybo, poseedor en 1723 de una de las mayores
colecciones de reliquias del momento en la basílica de los Santos Apóstoles de
Roma. El hombre tenía pelo y leche de la Virgen, huesos de los padres de la
Virgen, la columna vertebral de San Pablo, un hueso de
San Pedro, en fin, de todo. Y resulta que Cybo en su día acudió a
Calcata a comprobar si es que allí estaba el Santo Prepucio. Al ver que era
cierto, le ofreció al obispo de la diócesis en la que estaba integrado el pueblo
pagarle un relicario de lujo a cambio de un trocito del prepucio. Francesco
Tenderini, el prelado correspondiente, estuvo de acuerdo y así se
hizo. En 1742, Cybo se llevó todas sus reliquias, junto a un pellizco del Santo
Prepucio, a la iglesia de Santa María de los Ángeles en Roma y a su muerte donó
toda la colección a la Iglesia a cambio de que permanecieran unidas. Eran
ciento treinta y cuatro.
El periodista
narra cómo, al descubrir la nueva pista, acudió a este templo al borde de la
taquicardia, pero se llevó un chasco. El cura encargado de la capilla le dijo
que ese tipo de reliquias las había retirado todas las Iglesia porque entendía
que eran excesos del Medievo poco presentables hoy, que ahí ya no quedaba nada.
Farney, desolado, volvió a Calcata. Y aquí decidió jugárselo todo a una carta
antes de regresar a Nueva York. Se fue directo a la tienda de bebidas
espirituosas.
Gracias a unos
amigos, consiguió una entrevista con el cura don Darío, al que le robaron la
reliquia. Tras unas botellas de vino, el sacerdote, que no hablaba del tema con
nadie, ni mucho menos con la prensa, confiado, empezó a largar. Describió
vagamente a la pareja que supuestamente la robó. Unos treintañeros, casi
cuarentones. No se acordaba bien. Pero ante la insistencia del periodista, fue
sincero. En realidad es que él no creía en la reliquia. La enseñaba, pero le
daba igual. Había sido un cura moderno, del Vaticano II, y pasaba de chorradas.
Aunque el periodista le metió más presión: «El relicario era identificable, se
podría localizar». A lo que el anciano cura le espetó: «¿Pero tú sabes lo
pequeño que era el prepucio? —cogió unas diminutas migas de pan que había sobre
la mesa en la que habían cenado— Era como esto, como esto… nada,
insignificante».
Y ahí, con un
viejo cura medio borracho manoseando migas de pan y un joven periodista
neoyorquino que se había comido seis mil ochocientos kilómetros para escuchar
esa explicación, concluye la última pista conocida sobre el paradero del Santo
Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo. Si han llegado hasta aquí, que Dios les
guarde muchos años.
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