7-4-2016
Público
Fernando López Agudín
A través de declaraciones y votaciones en el
Congreso de los Diputados, Rivera ha dejado bien claro a Pedro Sánchez su
interpretación particular sobre el pacto que, por el momento, les vincula.
Coincide en la necesidad de la ampliación, diverge en el nuevo socio del
tripartito. En su análisis, debe ser el PP, no Podemos, quien se
incorpore al acuerdo PSOE-Ciudadanos. No es ninguna novedad, lleva más de
un trimestre con esta cantinela, pero el reciente e inteligente viraje de Pablo
Iglesias le obliga a desvelar su auténtica naturaleza.
Derecha pura y dura,
joven sí, pero tan de derechas como el PP. Terminó la comedia del gran centro y
la retórica del social mestizaje. Precisamente por ello no se limita a ponerle
la zancadilla a Sánchez, como sostiene Errejón, sino que inicia la voladura
controlada del compromiso que todavía hoy les une. Estamos ante las lentejas de
Rivera. O se toman o se dejan.
Se equivoca Ferraz, al pensar que con amigos como
Rivera sobran los enemigos. Albert Rivera es plenamente coherente. Ciudadanos
ha pactado con el PSOE para dividir las fuerzas progresistas, como primer paso
hacia la Gran Coalición. Ni puede, ni quiere, ni le interesa la inestable
equidistancia de Sánchez, sin más objetivo que entrar en Moncloa sea como sea y
con quien sea. Sería su suicidio. Al fin y al cabo, todas las encuestas, pro
domo sua que se publican, coinciden en un sólo resultado: la reedición de
la victoria electoral del PP. Ese flanco derecho, que le ha prestado la mitad
de su electorado, es su talón de Aquiles.
Como obras son amores, aquí habría que decir
desamores, y no buenas razones, Rivera ha empezado ya a abstenerse, una
votación sí y otra también, en las iniciativas parlamentarias que presenta el
PSOE. Así ha ocurrido, por señalar solo dos ejemplos, en las propuestas sobre
la paralización de la LOMCE y en la Ley Mordaza, aprobadas por Rajoy. Abstención,
además, solo sobre una toma en consideración de la conveniencia de paralizar
leyes que atentan contra derechos constitucionales. Aquel documento firmado por
Ciudadanos y PSOE, con toda solemnidad, es una declaración de buenas
intenciones entre Rivera y Sánchez que no ha durado ni un trimestre. Lógico,
porque el fracaso de la investidura del candidato socialista les conduce a
buscar un nuevo e imposible socio.
Pero donde Rivera desvela su alma más derechista es
cuando se suma a la santa montería— en expresión empleada por
Carlos Marx en el Manifiesto Comunista— de la derecha más cavernícola
contra Podemos. La calumnia sobre la financiación venezolana, que recuerda la
del oro de Moscú bajo la dictadura de Franco, es una canallada impropia de una
derecha civilizada. Dos veces ha sido archivada por el Tribunal Supremo la
denuncia correspondiente, un tercer archivo a petición de la fiscalía;
decisiones suficientes como para que Ciudadanos se sume a esta basura. Se puede
estar en contra de las conversaciones de Pedro Sánchez con Iglesias, con
fundados argumentos, sin necesidad alguna de añadir fango. Solo podría
entenderse como una cierta reminiscencia de sus anteriores vínculos
electorales con la extrema derecha.
Obrando como obra, hablando como habla, Rivera deja
a Sánchez en muy mala posición. Probablemente piense que es un mero problema
personal del todavía secretario general socialista, dado que el PSOE está
dispuesto a integrarse en la Gran Coalición después de las próximas elecciones.
Aunque Sánchez se sacara de la bocamanga el as de un gobierno Monti,
formado por independientes del PPSOE pero no del IBEX, Rivera tampoco apostaría
por esta última baza por venir de quien va a tener que presentarse en la sede
de Ferraz con las manos vacías. Sin oficio de presidente y sin beneficio
alguno, según muestran todos los sondeos electorales. Porque el giro táctico de
Pablo Iglesias no solo desnuda la naturaleza de Rivera, sino también la falta
de carácter de Sánchez— no se atreve a presidir un gobierno PSOE, Podemos,
Compromís e IU — o su insoportable levedad del ser.
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