La
cruzada de los niños
David
Torres
14-3-16
Público
Entre la verdad y la mentira, entre la historia y la fábula, la Cruzada de los Niños narra la peregrinación (a medias real, a medias imaginaria) de una muchedumbre de niños que, guiada por un sueño mesiánico, se dirige a Jerusalén para reclamar pacíficamente la conversión del islam a la cristiandad. Según la fuente que uno consulte, muchos niños murieron de hambre, otros volvieron a sus hogares, y miles de ellos fueron engañados por unos mercaderes sin escrúpulos y vendidos como esclavos tras desembarcar en Alejandría. Esta leyenda medieval se plasmó en el cuento del flautista de Hamelin e inspiró a muchos escritores, entre los que se cuentan Marcel Schwob, Rosa Montero o Kurt Vonnegut.
Entre la verdad y la mentira, entre la historia y la fábula, la Cruzada de los Niños narra la peregrinación (a medias real, a medias imaginaria) de una muchedumbre de niños que, guiada por un sueño mesiánico, se dirige a Jerusalén para reclamar pacíficamente la conversión del islam a la cristiandad. Según la fuente que uno consulte, muchos niños murieron de hambre, otros volvieron a sus hogares, y miles de ellos fueron engañados por unos mercaderes sin escrúpulos y vendidos como esclavos tras desembarcar en Alejandría. Esta leyenda medieval se plasmó en el cuento del flautista de Hamelin e inspiró a muchos escritores, entre los que se cuentan Marcel Schwob, Rosa Montero o Kurt Vonnegut.
Sin
embargo, de lo que no cabe duda alguna, es de la realidad de los millares de
niños que andan naufragando en los campos embarrados de Grecia gracias a los
mercaderes europeos. Las últimas informaciones indican que el número de
refugiados supera ya los cuarenta mil y la única opción ofrecida por la UE es
pagar al gobierno turco para que les proporcione asilo. Si el gobierno de
Erdogan resulta, como mínimo, sospechoso y poco propicio a esta clase de
ayudas, la explosión que este mismo domingo ha reventado el centro de Ankara
acaba de despejar las dudas.
Hay
quienes claman contra la vergüenza que supone, a estas alturas del tercer
milenio, que Europa abandone los principios de libertad, igualdad y fraternidad
que apuntalaron este continente. Un amigo que trabaja en cooperación, veterano
de las campañas de Irak y de Afganistán, y que vio escenas inenarrables en
Sudán y en Sumatra, me confesó hace poco que creía que no iba a vivir lo
bastante para contemplar lo que está sucediendo a las puertas de Europa, en el
vestíbulo de nuestra santa casa. Yo, por desgracia, siempre he sido un pesimista
radical respecto a los supuestos valores europeos; nunca he visto otra cosa,
bajo las hermosas palabras, que explotación, miseria, esclavitud, canibalismo
moral y campos de exterminio. Creo que, para nuestro oprobio, Europa se define
mejor por Treblinka y por las masacres de los Balcanes que por el Quijote, la
Capilla Sixtina o la Novena Sinfonía. La especialidad europea es lavarse las
manos y mirar hacia otro lado, siempre que no se pueda hacer negocio con el
sufrimiento ajeno.
La
historia de esos cuarenta mil refugiados (muchos de ellos niños, chapoteando
entre el fango, apaleados por la policía, timados por delincuentes,
secuestrados por las mafias, ignorados por los banqueros y mercachifles en los
que hemos delegado nuestra libertad y nuestra conciencia) no va a marcar un
antes ni un después en el triste y vergonzoso destino de Europa. Esos niños
sirios podrían ser los mismos chavales desharrapados que acabaron subastados en
un mercado de esclavos; podrían ser los mismos gitanillos abandonados en las
cunetas del continente; podrían ser los mismos críos judíos que acabaron en los
hornos del III Reich; podrían ser los niños musulmanes de Srebrenica. El pasado
no nos ha enseñado nada, Europa oculta un parque temático del horror y, para lo
que sirve, el Museo de Auschwitz es una sucursal de Disneylandia. Nuestra
historia es la que es porque los europeos somos lo que somos.
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