Yak-42, trece años de mentiras de Estado
El periodista aragonés Ramón J. Campo, que siguió durante años junto a las
víctimas y sobre el terreno la tragedia del avión fletado por Defensa,
reconstruye el relato de los hechos que incriminan a Federico Trillo y al
Gobierno del PP
Ramón J. Campo
Público
Zaragoza | 7 de
Enero de 2017
Francisco Cardona y su
esposa, Amparo Gil, salieron la tarde del 25 de mayo de 2003 desde Alboraya
(Valencia) hacia la Base de Zaragoza para recoger a su hijo, el sargento
Francisco Cardona Gil, que venía desde Manás (Kirguizistán), después de
haber trabajado dos meses como mecánico de los aviones Hércules que
participaban en la operación Libertad Duradera.
Cuando estaban a mitad
de camino, a las 18.30, recibieron una llamada al móvil. Amparo habló con su
hijo, aunque nunca sospechó que sería la última vez: “No sé lo que pasa,
pero saldremos con retraso. Embarcamos a las doce de la noche que son las ocho
de la tarde en España. Ya nos veremos cuando llegue a Zaragoza. No os llamaré
más”. Nunca lo pudo hacer.
Zaragoza era el lugar de
destino del avión Yakovlev-42D matrícula UR-42352 que había despegado a las
20.00 del viernes desde Kabul, la capital de Afganistán. A bordo iban 53
militares españoles que habían concluido su misión en la Fuerza Internacional
de Asistencia y Seguridad de Afganistán (ISAF). El Yak-42 debía hacer escala
en Kirguizistán para recoger a nueve integrantes del Ala 31, integrados en el
destacamento Géminis, y desde allí volar a Zaragoza tras hacer una parada
para repostar combustible en Trabzon (Turquía).
Amparo Gil se despidió
de Francisco, y el matrimonio siguió su rumbo hacia la capital aragonesa.
Ellos fueron los únicos padres que durmieron esa noche en la instalación
militar, donde ya habían estado dos meses antes, el 13 de abril, “Domingo de
Ramos”, recuerda el padre, para despedirlo, junto a su novia, al partir a
una nueva misión en Afganistán. “Él ya había ido a Manás hacía un año,
pero hizo el viaje de ida y vuelta en un Hércules. Esta vez se marchó en uno
ruso, pero no sé si fue un Ilyushin, un Yakovlev o un Tupolev”, recuerda
Francisco Cardona.
A las 7.00, la pareja se
despertó en el segundo piso del pabellón, y después de asearse, bajaron a
desayunar a la cafetería porque habían quedado con un amigo de su hijo para
ir a buscarlo. Un camarero y un sargento eran las únicas personas que había
en el bar. Ambos susurraron un comentario que despertó las sospechas del
padre: “Venía el valenciano que hacía paellas”, dijeron. Francisco les
interrumpió para inquirirles si sabían cuando llegaba el avión de
Afganistán. “Creo que hablan de mi hijo”, les dijo. “No sabemos nada”, le
contestaron. Pero el sargento y el camarero ya conocían la tragedia.
Un camarero y un
sargento eran las únicas personas que había en el bar. Ambos susurraron un
comentario que despertó las sospechas del padre: “Venía el valenciano que
hacía paellas”, dijeron
Al ir a pagar la
consumición, Francisco se giró hacia la televisión encendida, que ya daba la
noticia a las 7.20, con un gráfico de situación de la zona del siniestro. “Un
avión con 62 militares españoles se ha estrellado en Turquía y no hay
supervivientes”. “Lo primero que pensé es que era otro avión porque yo
desconocía que hacía escala en Turquía”, explica el padre. “Llamé enseguida
a su amigo para ver si él sabía algo y me dijo que iba a buscarnos con el
coronel. Entonces, pensé lo peor”.
Se encontraron en el
vestíbulo del pabellón y allí, sin más preámbulo, el coronel Manuel
Mestre, jefe del Ala 31, les dijo de sopetón: “Lo siento mucho. Traigo malas
noticias. Su hijo ha fallecido en un accidente”.
Ambos rompieron a llorar
y el padre desató su furia y dolor contra todo lo que encontró por medio:
“Empecé a dar patadas a los sofás, a gritar desesperado... Sentí rabia,
impotencia...”, recuerda. Así pasaron casi dos horas. Solos en la Base, con el
único consuelo de los compañeros del sargento Cardona que se acercaban a
darles el pésame. Llamaron a su hijo Ignacio, otro militar que trabaja en
Madrid, como cocinero del Jefe de Estado Mayor de la Armada, y a varios amigos
de Alboraya para darles la mala noticia. Hasta las 9.30 no vieron llegar a
otras familias de los militares del Yak, que iniciaron un triste cortejo para
confirmar de forma oficial que los suyos estaban en la lista de pasajeros
muertos.
Con esta escena empecé
mi libro ‘Yak-42, honor y verdad. Crónica de una catástrofe’
(Península, 2004), un intento de describir la peor tragedia de la historia del
Ejército español en tiempos de paz, quizá la mayor vergüenza de los 35 años
de democracia y uno de los episodios más siniestros de mentiras y
manipulaciones cometido por el Gobierno del PP.
La mitad de los 62
militares españoles muertos no fueron identificados por el Gobierno de José
Maria Aznar, que se apresuró a entregar los cuerpos por miedo al escándalo a
los dos días del accidente, el 28 de mayo, después de un funeral tétrico en
la Base de Torrejón, que retransmitió TVE con los micrófonos tapados para
que no se escucharan los gritos de protesta de las familias ante los políticos
que asistieron. También estuvieron los Reyes Juan Carlos y Sofía, que
reconocieron más tarde que fue el acto más duro en sus años de reinado.
Una asociación ejemplar
La mayoría de
familiares de las víctimas no eran militares como los fallecidos, y muchos se
rebelaron contra la injusticia desde el mismo 26 de mayo de 2003.
Intercambiaron sus teléfonos en el mismo funeral, y Alfonso Agulló (hermano
de un fallecido) repartió octavillas. Poco después, el 14 de junio, en una
reunión celebrada en Zaragoza, decidieron formar una asociación. Desde
entonces, han batallado con sus armas (ayudados por un despacho jurídico
dirigido por Leopoldo Gay, junto a la letrada turca Belkis Baysal), contra el
ministerio de Defensa en busca de la verdad. Y finalmente, vencieron. La
asociación ha sido un ejemplo decisivo para evitar que la Administración
pueda volver a realizar sin ningún tipo de vigilancia la contratación de
aviones baratos --rusos y ucranianos, sobre todo--. El despliegue y transporte
de tropas en Afganistán, a 6.000 kilómetros de distancia, se hizo sin
controlar previamente la seguridad de los aviones, pese a que aquella fue la
operación logística más importante del Ejército español en misiones
internacionales.
A los pocos días del
accidente, el ministro de Defensa, Federico Trillo, suprimió los contratos de
los aviones rusos y ucranianos a través de la agenda Namsa de la OTAN
invocando la “alarma social” generada, a pesar de la posición del ministerio,
que defendía que eran unas aeronaves muy seguras e insistía en que la causa del
siniestro pudo ser meteorológica.
Trillo
suprimió los contratos de aviones rusos y ucranianos a través de la agenda
Namsa invocando la
“alarma social”
generada, a pesar de que el ministerio defendía que eran muy seguros
Poco más tarde, Trillo
tuvo que asumir que el ministerio había recibido doce quejas previas,
realizadas por militares españoles, sobre la seguridad de estos aviones; la
investigación demostró que los pilotos del aparato de bajo coste no conocían
el aeropuerto de Trabzon (Turquía); que tenían restos de alcohol en la
sangre, que giraron hacia el monte Pilav --un viraje prohibido en cualquier
plan de vuelo: “Precaución. No está autorizado a realizar maniobras de
aproximación al sur del aeropuerto”, decía la carta aeronáutica--, y que
habían superado las 22 horas de viaje, por encima del tiempo legal.
De los 62 fallecidos, 21
eran componentes de unidades del Ejército del Aire de Zaragoza (nueve del Ala
31 y doce del Escuadrón de Apoyo al despliegue aéreo). Además, otros cinco
militares del Ejército de Tierra habían nacido en Aragón. Yo era --todavía
soy-- periodista del Heraldo de Aragón. Así que me tocó la mitad de la
tragedia en nuestra propia casa.
Al llegar a la
redacción aquella mañana, un trabajador del departamento de administración me
preguntó si conocíamos el listado de los fallecidos porque el marido de una
compañera podía estar entre ellos. Así era, el brigada José Manuel Pazos
Vidal era uno de los fallecidos. Fue una puñalada. El militar había pasado ocho
años en misiones durante la guerra de Bosnia-Herzegovina apoyando a los F-18
que vigilaban el espacio aéreo de la ONU y la OTAN. Su viuda, que tenía dos
hijos, me contó la última conversación con su marido, y fue el preludio de
la avalancha de información: “Me ha dicho que volvían en un avión ruso, como
esos a los que se les abren las puertas. Y le dije que se agarrara bien el
cinturón”.
Ese fue nuestro primer titular del día siguiente. Tres semanas antes del
accidente, un Ilyushin 76 de fabricación soviética (uno de los modelos
elegidos por el Gobierno español junto al Yakovlev-42 y el Tupolev-154
para trasladar a las tropas españolas a Afganistán) sufrió un accidente en
el Congo al abrirse en pleno vuelo la puerta trasera y perder a decenas de
pasajeros.
Encuentros secretos
Estas denuncias de los
militares, y la noticia de que la caja negra estaba averiada, se fueron
desvelando en los primeros días entre Heraldo de Aragón y El País.
Pero en el ministerio de Defensa sabían que lo peor estaba por llegar. El
teniente coronel Javier Marino González, miembro del CISET (Centro de
Inteligencia y Seguridad del Ejército del Aire) había advirtido un mes antes
del accidente mortal del peligro de utilizar estos aviones. “Se están
corriendo altos riesgos al transportar personal en aviones de carga fletados en
países de la antigua URSS: su mantenimiento es, como mínimo, muy dudoso”.
Muchos
compañeros de los fallecidos se jugaron su trabajo compartiendo la
información con nosotros y con los familiares. Una orden remitida a todas las
unidades prohibía hacer declaraciones
Los encuentros con los
militares se producían a escondidas y en lugares secretos porque teníamos la
sensación (que fue real) de que estábamos siendo seguidos. Las citas eran
como la película El tercer hombre. Ya en esos primeros días supimos
que Defensa había trasladado 30 muertos sin identificar. Pero no podíamos
contar la información. Hoy se puede contar que hubo muchos compañeros de los
fallecidos que se jugaron su trabajo en esos encuentros cinematográficos,
compartiendo la información con nosotros y con las familias de los fallecidos.
Una orden remitida por el Jefe de Estado Mayor del Aire, Eduardo
González-Gallarza, a todas las unidades, prohibía a los militares no
autorizados hacer declaraciones sobre el accidente del Yak-42. “Como descubra
al que os está contando todo lo vais a tener que poner de portero en el Heraldo”,
me advirtió un día el coronel Mestre, del Ala 31. ¿Pero es verdad o mentira lo
que publicamos?, le pregunté. “Lo malo es que casi todo es verdad”,
reconoció.
Viaje a Trabzon
Francisco Cardona
convenció al equipo de fútbol de Villarreal para que le llevaran a Trabzon
(Turquía), donde les había tocado jugar una eliminatoria de la UEFA contra el
Trabzonsport, en octubre de 2003. Varios familiares levantinos viajaron en ese
mismo vuelo y, pocas horas después de aterrizar, entendieron que los turcos podían
ser su solución. Los periodistas estaban más interesados en los familiares de
los militares muertos que en los futbolistas. Un imán de la ciudad turca les
entregó varias chapas identificativas de las víctimas, que según Defensa,
habían servido para identificar a los 62 militares en un tiempo récord de un día
y medio.
Así nació la sospecha
sobre la gran mentira urdida por el ministro de Defensa, Federico Trillo con su
gabinete, y que acabarían pagando, a finales de 2009, el general Vicente
Navarro, jefe del equipo médico español, (la “cabeza de turco”, como lo
calificó su familia en la esquela que se publicó al morir después del
juicio), condenado por la Audiencia Nacional por falsedad documental, y los
comandantes médicos José Ramón Ramírez y Miguel Ángel Sáez, que fueron
indultados por el Gobierno del PP en 2012.
La visita de la abogada
turca
Seis años antes de
llegar a aquella vista oral, las familias recibieron en un hotel de Madrid en
diciembre de 2003 a la abogada turca Belkis Baysal, que iba a explicarles la
posibilidad de plantear un pleito en Turquía. Baysal se dio cuenta de que las
madres de los fallecidos tenían la inquietud de si les habían dado a sus
muertos o no. La abogada me contó a la salida de esa reunión que volvía a su
país con el corazón en un puño. Su único objetivo era lograr que la
Fiscalía le facilitara la información de los trabajos realizados por los
forenses turcos y el equipo médico español. El 13 de diciembre de 2003, unos
300 familiares se manifestaron por las calles de Madrid pidiendo que Defensa
diera explicaciones. El cartel que portaban decía: “Volvemos en una tartana”.
Entonces no tuvieron ni apoyo mediático. Estaban solos, y las velas que
encendieron esa noche junto a las verjas del Ministerio de Defensa fueron
retiradas por la policía en cinco minutos.
El Gobierno de José
María Aznar estaba a punto de lograr su objetivo: que no se supiera nada de la
tragedia antes de las elecciones del 14 de marzo.
Éramos
conscientes de que nuestras conversaciones telefónicas estaban pinchadas por
los servicios secretos (el ruido era bastante notorio) y hasta los saludábamos
al final
A finales de febrero
recibí una llamada de un portavoz de las familias para mantener una reunión de
urgencia en Madrid. Había regresado la letrada Belkis Baysal con un acta
judicial de la Fiscalía de Macka. Propuse que el encuentro fuera en una
cafetería de la estación de Atocha; me dijeron que era un buen lugar para no
ser escuchados. Éramos conscientes de que nuestras conversaciones telefónicas
estaban pinchadas por los servicios secretos (el ruido era bastante notorio) y
hasta los saludábamos al final. Creíamos que estábamos muy cerca del final,
aquel 28 de febrero de 2004.
El encuentro en Atocha,
vigilado
Nos sentamos en la
cafetería de Atocha, al lado del jardín, con tres familiares de la
Asociación, Miguel González, un colega de El País, y una traductora
turca. Cuando iba a comenzar la lectura del documento judicial de Turquía pude
ver cómo un fotógrafo nos inmortalizaba desde las escaleras del AVE. No
sabían lo que decíamos, o quizá sí, pero sí quiénes estábamos reunidos.
Uno por uno, la
intérprete leyó que dos generales españoles (Vicente Navarro y José Antonio
Beltrán) firmaron un documento oficial con los forenses turcos en el que
asumían que se llevaban 30 cadáveres que no estaban identificados. Estaban
carbonizados o llevaban anillos (cinco de ellos) y ni se detuvieron a
reconocerlos. La traductora tuvo que detenerse varias veces por la dureza del
documento.
Llegamos a un acuerdo:
lo primero, por respeto y dignidad, era comunicárselo a todos los familiares de
las víctimas. Al día siguiente, el 2 de marzo, publicaríamos la información
junto a la versión del general Vicente Navarro. Empecé a mandar SMS a mi
compañera Pilar Estopiñá para decirle que nuestra sospecha, desde el mismo
26 de mayo de 2003, se confirmaba, por desgracia, punto por punto. Lo triste
era que el brigada Pazos, el marido de nuestra compañera de administración,
estaba entre los no identificados, aunque llevaba su anillo de boda. Tampoco
habían reconocido a Francisco Cardona y lo intercambiaron por otro
fallecido...
Las cartas de Defensa
Dos generales españoles firmaron un documento oficial con los forenses
turcos en el que asumían que se llevaban 30 cadáveres que no estaban
identificados. La reacción de Defensa fue negarlo todo
La reacción del
ministerio de Defensa fue el envío de cinco cartas firmadas por el secretario
general de Política de Defensa, Javier Jiménez Ugarte, a las familias. En
ellas se nos acusaba de hacer “una campaña sensacionalista” y lo negaban todo.
“El Gobierno lamenta profundamente que un asunto tan doloroso y delicado sea
objeto de un tratamiento tan escasamente riguroso y tan poco respetuoso
con la memoria e intimidad de los afectados”, dijo el Gobierno en una nota de
prensa. Acusaron a la abogada turca por haber obtenido el acta, que “formaba
parte de un sumario calificado de secreto por la Fiscalía de Macka”. Cuaquier
cosa menos asumir los 30 palmarios errores en las identificaciones de los
cadáveres, que acabarían siendo confirmadas por los forenses de Turquía
gracias a la pruebas de ADN que guardaron de los fallecidos y a las que
hicieron a sus familiares en mayo de 2004.
Para entonces, el
Gobierno de Aznar --ahora Rajoy-- y Trillo había perdido las elecciones ante
el PSOE. España había vivido el peor atentado de su historia, el del 11-M,
donde se aplicó la misma política de la mentira oficial; en este caso, sobre
la autoría del mismo. Sin embargo, en la identificación de los 192 fallecidos
ese día, los forenses civiles advirtieron de que no iban a repetirse los
errores cometidos en el accidente del Yak.
El 31 de mayo de 2005, T5 emitió el documental Yak-42, producido por
Iberrota Films, en el que colaboré, tras presentar el libro en Madrid. El
documental dirigido por Tania Estévez consiguió una audiencia del 30%. Desde
entonces nunca más se ha vuelto a ver. Está metido en un cajón.
La ministra Dolores Cospedal recibirá el martes 10 de enero a las familias
del Yak, después de que un dictamen del Consejo de Estado haya establecido que
el ministerio de Defensa no fue diligente en la protección de sus militares, y
que el accidente hubiera sido evitable. Es una gran oportunidad para que el
Gobierno del PP reconozca, trece años después: “Yak-42, honor y verdad”.
Ramón J. Campo
(@RamJCampo) es autor del documental Juego de Espías y de los libros Canfranc.
El oro y los nazis (Mira Editores, 2012), La estación espía
(Península, 2006), Yak-42, honor y verdad (Península, 2004) y El oro
de Canfranc (Biblioteca aragonesa de cultura, 2002).
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