¿Les
falta pene?
26/09/2017
ElHuffPost
Hace algunos años escribí "Me falta pico", que en España sería
algo así como "malfollada". Haciéndome cargo de una ofensa recurrente
a mis reflexiones de ese entonces. Sólo una mujer amargada, podía criticar lo
que en ese momento parecía por fin un arreglo entre los sexos: ahora las chicas
por opción propia, compartían una erótica similar a los machos. Recuerdo que la
acusación de que me faltaba un pene que me calmara, fue a partir de una crítica
a la supuesta libertad con que una reina del Festival de Viña del Mar decide
recibir la corona prácticamente desnuda.
El sentido común se ha movido rápido, todo indica que ya no nos falta pene
a las mujeres y podemos tener una voz propia para desvelar lo que nos inquieta.
La idea misma de que a la mujer la calma un hombre parece haber caído en cierto
descrédito. Yendo aún más lejos, la posmodernidad empuja a que lo masculino
mismo vaya cayendo en descrédito. Cierto que en muchas esferas es lo hombruno
lo que domina, pero en la esfera de la moral cultural, la pirámide se invierte
y es lo femenino, la diversidad sexual, las llamadas minorías las que parecen
hoy tener el símbolo fálico en las manos. Y quizás no es raro que el ataque
histérico entonces, hoy esté del lado de algunos machos.
De ninguna manera quiero promover el activismo abusivo que criminaliza lo
masculino. Precisamente, pienso que tal exceso es parte del problema que
pretendo desarrollar acá. Sin embargo, hay una observación innegable, más allá
de las múltiples teorías respecto de los radicalizados del hemisferio norte,
tanto del supremacista blanco, como del yihadista occidental. Me refiero a
aquello más visible, el dato estético, el disfraz del cuerpo. Músculos, cabezas
rapadas, rictus de bulldog, armas, o bien, barbas, gritos de guerra, bombas,
suicidios heroicos. Se trata del cuerpo duro del lenguaje del guerrero.
Cuando trabajaba en adicciones, verificábamos que más allá de las causas
singulares, existen algunas versiones que se repiten. Por ejemplo, el
"poliadicto", aquel que se mete de todo (en el amplio sentido de la
palabra), porque está inhabilitado de elegir nada, precisamente porque dejó de
haber un alguien en ese cuerpo. Por el contrario, existe una adicción de
elección muy clara: el adicto a la cocaína y a las putas. Es una adicción
performática, en que un hombre (nunca escuché de alguna mujer con esta
compulsión) monta una escena en que juega a poseer a varias mujeres, digo
juega, porque está mentalmente duro, pero blando físicamente de tanto jalar. Si
esta actuación recuerda de alguna manera al guerrero contemporáneo es porque
prima el simulacro.
Así como en el adicto, la búsqueda parece estar menos en el placer sexual
que en la simulación de una escena de potencia, en la violencia del
radicalizado hay más un tributo a la virilidad y al orgullo fálico que a la
propuesta de un mundo nuevo. Es pura destrucción y autodestrucción, donde por
supuesto lo más seguro es que no haya ninguna fe religiosa ni en la supremacía
de ningún tipo. Así, como el cocainómano sabe que en su exceso no verá más que
su carne caída, el yihadista solitario sabe que no accederá a ninguna virgen en
el paraíso. Nadie es tan idiota.
Ocurre que muchas veces la hipérbole de la masculinidad es una defensa
frente a la propia debilidad. Las mujeres, el objetivo sexual, o ideológico es
sólo la excusa para hacer visible la hombría, frente a otro hombre. La
exageración del estereotipo masculino es precisamente la señal del fracaso de
un hombre. El chiste nombra esa intuición: mientras más grande el alardeo, más
pequeño es su ego viril. La antropóloga Rita Segato, en su investigación con
violadores, encuentra la recurrencia del sentimiento de humillación, que se
intenta resolver por la vía de la violencia hacia alguna mujer, aunque no tenga
nada que ver con ella. El asunto es reivindicarse frente a lo masculino antes
que una descarga de placer sexual.
Por alguna
razón, el resentimiento hoy se está vistiendo de macho alfa. Pero debemos
sospechar que sea sólo una reacción a la avanzada feminista.
Por alguna razón, el resentimiento hoy se está vistiendo de macho alfa.
Pero debemos sospechar que sea sólo una reacción a la avanzada feminista. Tal
linealidad llevaría a nada más que conclusiones desafortunadas y exacerbar la
criminalización de lo masculino. El odio es expresión de resentimiento, pero
hay que analizar de qué está hecho.
Respecto de ISIS, diversos analistas han insistido en que la oposición no
se trata de occidente vs el islam. Ello oculta la otra cara del conflicto:
EE.UU colabora con los saudíes, estos a su vez ayudan a articular a Daesh para
frenar la influencia ruso-iraní en la región. Un enredo que habla, como dice
Rodrigo Karmy, de que el verdadero Dios del fundamentalismo, es el mismo de
Wall Street, el capital. Antes que opuestos, se trata de una lucha por el mismo
objetivo. El asunto es que luego de la caída del muro de Berlín y la promesa
del mundo globalizado y sin ideologías, los conflictos pasan a ser nombrados
como asuntos de choques culturales (raza, religión, género).
Se culturiza la política y las desigualdades o la violencia sistémica
comienzan a salir del lenguaje. Incluso hemos visto como se abusa de estas
categorías, por ejemplo, el acusar de machismo o racismo para evitar alguna
discusión política.
Lo cierto es que el mundo global, aunque de semblante diverso, de discurso
tolerante no alcanza para todos. Triunfa el marxismo cultural, pero las cabezas
se estructuran de modo neoliberal. Hay quienes gozan de la cultura global pero
hay quienes quedan definitivamente arrasados. Y no me refiero sólo a los
pobres. Sino al que es humillado por el sujeto tolerante, feminista, educado,
ese que domina la pirámide moral hoy. Los despreciados son el musculoso
considerado estúpido, el heterosexual demasiado noventero, el taxista siempre
machista, por su parte, el inmigrante resulta un exotismo que viene a mejorar
la raza, si mueren de frío o ahogados es sólo un tema que indigna un par de
minutos. Por supuesto, que los despreciados no son atacados directamente por el
sujeto inclusivo. Más bien lo invita a incorporarse, incluso a hablar con su
lenguaje correcto, a pensar como él. Doble humillación.
Escuché alguna vez a un entusiasta de la llamada "economía
colaborativa", decir que hoy un ingeniero cesante puede ser parte de esta
revolución del trabajo y ser parte de Uber. ¿No se llama eso precarización
laboral? Así, hay una serie de conflictos que no son nombrados, por ejemplo
cuando en nombre de la ecología – que por supuesto que es un asunto relevante –
se carga a una clase trabajadora que queda sin sustento. Porque otra característica
del sujeto del progresismo globalizado es que se supone que desprecia al
sistema económico, cuando al mismo tiempo se beneficia de él. No se pone de
acuerdo consigo mismo, pero espera que todos vivan acorde su moral. Cuando los
únicos que pueden vivir en un sistema parecido al socialismo utópico,
respetuosos del medio ambiente, con una dieta equilibrada, conectados con la
naturaleza y ellos mismos, son los barrios cerrados de las clases pudientes.
Lo que no se puede nombrar retorna como acto. Así es como lo ridículo, esa
mueca exagerada de quien quiere atemorizar, o quien amenaza con tener la bomba
más grande – en el fondo caricaturas de la potencia – hayan dado el paso a la
violencia real. Aunque la cultura insista en que todo es líquido, el odio es real
y sólido.
Al que se siente un pelele ¡no le falta pene, por el amor de Dios! Le falta
politizar los efectos de las desigualdades y los residuos del capitalismo
posmoderno. Para eso primero, debe sentirse autorizado a nombrar su conflicto,
antes de ser acusado de anacrónico.
Este post se publicó originalmente en www.theclinic.cl
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