Psicópatas
con sotana
La serie ‘The Keepers’ denuncia
la connivencia de la iglesia católica en la ocultación de abusos sexuales en
Baltimore. En España, un grupo de víctimas prepara un documental similar
26
de Septiembre de 2017
Ctxt
El asco se amotina en la garganta
tras ver la serie documental The Keepers. No hay tregua. Es otra
historia más de pederastia. Pero empiezan a ser demasiadas. El año pasado medio
mundo se inyectó en vena a James Rhodes, autor de la autobiografía Instrumental.
Memorias de música, medicina y locura, donde él mismo detallaba cómo un
profesor le arruinó la vida violándole durante años y cómo la música le ayudó a
sobrevivir. Su caso fue singular porque sentó un precedente sobre libertad de
expresión ya que su ex mujer quiso prohibir la publicación del libro para
evitar que el hijo de ambos lo leyera y el Tribunal Supremo británico reconoció
su derecho “a contar la verdad de la forma en que él desee contarla”. Además
Rhodes se ha convertido en un fenómeno musical con lista propia en Spotify y
auditorios llenos a lo largo y ancho del mundo. Sobreviviendo a sí mismo, a las
adicciones y desastres que ser víctima de aquellos abusos le provocó,
Rhodes,
que se ha instalado en Madrid,
se expresó sin censuras en su libro contando hasta los detalles más escabrosos,
esos que te hacen vomitar y apretar los puños hasta hincarte las uñas si
piensas que aquel niño podría haber sido tu hijo.
The Keepers, que ha sido candidata a mejor serie documental en
los premios Emmy, se adentra en un mundo tan pornográfico como el de Rhodes,
pero los desnudos no son frontales, aunque pueden incluso doler más: la serie
se centra en los intentos (exitosos) de la iglesia católica por ocultar durante
años la verdad sobre uno de sus mayores depredadores con sotana, el padre
Joseph Maskell, que se cebó con docenas –probablemente cientos-- de niños,
niñas y adolescentes de Baltimore durante varias décadas. Spotlight se
llevó un Oscar a la mejor película en 2016 por una historia similar que
desenmascaró cientos de abusos de sacerdotes en Boston pero aquella película se
centraba en los periodistas heroicos que destaparon las vergüenzas católicas y
en The Keepers lo que tenemos son varias mujeres abriéndose en
canal ante la cámara y descubriendo prácticamente a la vez que el espectador
cómo la iglesia, esa en la que ellas y 1.200 millones de personas creen con
fervor, permitió que las violaran durante años gracias a su connivencia con el
criminal.
No es nada nuevo: ocurre más cerca
de lo que uno se imaginaría. Por ejemplo en el colegio Maristas de Sants Les
Corts de Barcelona, donde básicamente hicieron lo mismo durante décadas. Lo
sabemos gracias a una investigación de El
Periódico por la que sus reporteros ganaron el premio Ortega y
Gasset de Periodismo este año. Su trabajo destapó la existencia de múltiples
pederastas entre el profesorado de aquel centro.
Varias mujeres, abriéndose en canal
ante la cámara, descubren a la vez que el espectador cómo la iglesia permitió
que las violaran durante años gracias a su connivencia con el criminal
En el caso de The Keepers las
gracias hay que dárselas a dos señoras jubiladas con aspiraciones a Sherlock
Holmes que se encargan de acompañarnos a lo largo de un recorrido televisivo
por un mundo de tinieblas que comenzaron a descubrir por casualidad, cuando
decidieron ponerse a investigar el asesinato de la dulce monja con la que
arranca esta serie, Catherine Cesnik, una profesora del colegio Keough en el
que ellas estudiaban y que un día apareció muerta en una cuneta. El vicio
depravado de su superior, el padre Maskell, que trabajó durante casi una década
en aquel colegio como tutor, parece ser el móvil de un crimen que aún hoy sigue
sin tener nombre para el criminal, aunque el éxito de esta producción de
Netflix ha provocado la reapertura del caso. Una de las víctimas de Maskell,
Jean Wehner, el alma de esta serie, le confesó a aquella monja que el cura la
violaba. A los pocos días, alguien asesinaba a Cesnik. Nadie hasta ahora había
conectado ambos hechos.
Como producción documental The Keepers es
magnífica. Son siete capítulos de una hora que arrancan haciéndote creer que te
contarán una historia, el asesinato no resuelto de la monja (de la que al final
de la serie te has enamorado), para catapultarte poco después a un abismo
oscuro donde los abusos sexuales perpetrados por Joseph Maskell –y otros
hombres con poder en Baltimore-- te van machacando a puñetazos hasta que
recibes el k.o. final al descubrir que el pedófilo en cuestión no sólo abusó
durante una década de las niñas del colegio femenino Keough. Años antes de
aterrizar en aquel centro el arzobispado de Baltimore ya sabía que Maskell era
un pederasta y en vez de alejarlo de los niños lo sacó de un colegio masculino
para colocarlo en uno femenino, como si cambiando el sexo de las víctimas
potenciales fueran a evitar el delito. Quizás la conversación, a finales de los
años sesenta, discurriera así:
“-¿Hola? Mire, le llamo de parte del
arzobispo. Ha venido una madre a quejarse de que Maskell abusa sexualmente de
su hijo y amenaza con contárselo a todo Baltimore.
-¡Vaya por dios! Ya nos ha salido
otro cura de manos largas. ¿Le enviamos al hospital a ver si le ‘curamos’? [en
el documental también descubrimos que el arzobispado pagaba a un hospital
psiquiátrico para ‘tratar’ a sus curas pederastas].
-No, dígale de parte del arzobispo
que haga las maletas y que mañana se presente en el colegio Keough. Es un
colegio de niñas así que ahí no tendrá tentaciones.
Aquel bárbaro fue denunciado ante la
justicia por primera vez en los años noventa por Jean Wehner, estudiante de
Keough, pero murió feliz en su propia cama sin tener jamás que pedir perdón o
pasar por un juzgado. La madre del niño que dio la primera voz de alarma en los
sesenta nunca acudió a la policía, sólo al arzobispado, así que nadie en
Baltimore supo nada de aquel ‘primer pecado’ hasta que The Keepers desveló que la iglesia sí conocía lo que hacía el
sacerdote. Pese a ello, cuando Wehner le denunció, jamás mencionaron el caso
anterior. Es más, Wehner y otra de las víctimas, Teresa Lancaster, fueron
sometidas al escarnio público inherente a los abusos sexuales, el que aún hoy
te lleva a sentarte frente a un juez mientras varios abogados que defienden al
acusado (y a la iglesia) no sólo te hacen recordar lo que el criminal te hizo,
sino que encima te hacen sentir que la culpa fue tuya. Algo así como lo
de “es que se visten como putas” en los casos de violación pero llevado al
extremo.
Basta recordar el caso de la británica
Frances Andrade, una concertista que fue violada repetidamente por
su profesor de música siendo niña y que décadas después decidió denunciarle.
Durante el juicio la acusaron de inventárselo todo y sufrió tanto teniendo que
recordar y detallar en público las violaciones que se suicidó. Ni siquiera
esperó a saber el veredicto del jurado. (Al pederasta le cayeron apenas seis
años de prisión).
Aquel bárbaro fue denunciado ante la
justicia por primera vez en los años noventa por Jean Wehner, estudiante de
Keough, pero murió feliz en su propia cama sin tener jamás que pedir perdón o
pasar por un juzgado
Wehner y Lancaster sólo consiguieron
pasar por la tortura de recordar su calvario para acabar con un portazo en las
narices: la justicia las convocó para decidir si había que procesar a Maskell y
tras escucharlas llegó a la conclusión de que los crímenes, reales o ficticios
–¡como si eso fuera lo de menos!--, ya habían prescrito y decidió que aquel
cura no tenía que ser procesado. Lamentablemente aún ocurre en gran parte del
planeta. Los abusos sexuales ‘caducan’ si no se denuncian ‘a tiempo’, es lo que
se llama ‘estatuto de limitaciones’, el tiempo que tiene una víctima para
denunciar una agresión. Y aunque hablemos de criminales que pueden andar
sueltos por ahí y seguir haciendo lo mismo décadas después de abusar de un niño
que convertido en adulto se atreve a denunciar, la justicia sólo actúa si lo
permite el estatuto de limitaciones.
En el Baltimore de los noventa las
víctimas tenían que tener menos de 25 años para denunciar abusos sexuales
sufridos siendo menores y sólo un juez podía decidir si era posible saltarse el
estatuto. El que les tocó a aquellas dos víctimas de Maskell no vio razones
para ello. Hoy la ley ha cambiado y se puede denunciar hasta cumplir los 39
años. En España, en cambio, una vez que la víctima cumple 18 años, tiene entre
5 y 15 años, dependiendo de la gravedad del abuso, para denunciar a su
agresor.
Las dos jubiladas-detectives
tuvieron la suerte de no caer en las garras del padre Maskell y hasta que no
comenzaron su investigación para encontrar al asesino de la monja Cesnik no
supieron lo que éste hacía en su colegio porque las víctimas, ahogadas en dolor
y vergüenza, jamás se lo contaron a otras niñas. Disimular y olvidar suele ser
la automedicación de quienes tropiezan con un pederasta. Luego vienen las
drogas, las depresiones, el síndrome de estrés postraumático, la anorexia, la
automutilación, la imposibilidad de mantener relaciones emocionales sanas o el
suicidio…
Quizás lo más difícil de digerir de
esta serie sea la certeza de que durante demasiados años, cuando la jerarquía
de la iglesia descubría los oscuros vicios de sus miembros, no sólo mantenían
el secreto sino que les permitían seguir violando a otros niños. Wehner, que
comenzó a recordar sus abusos dos décadas después de haberlos sufrido, también
intentó primero que el arzobispado condenara a Maskell pero sólo encontró
hostilidad y por eso acabó denunciándole por la vía penal. Es un hecho que se
repite en todo el mundo y del que también se hablaba en la película Spotlight.
Si uno se pasea por Wikipedia y
busca las cifras sobre curas pederastas sólo puede estremecerse: en Estados
Unidos, entre 1950 y 2002 se acusó de abuso sexual a 4.392 sacerdotes, es
decir, el 4% del clero católico de ese país. Oficialmente en ese período hay
más de 10.000 víctimas. En la mayoría de los casos la Iglesia prefiere pactar
extrajudicialmente con ellas que ver a sus curas sentados en el banquillo de
los acusados. Pero teniendo en cuenta que según los psicólogos la gran mayoría
de quienes sufren abusos jamás llegan a denunciar a sus verdugos, hagan
números.
Curiosamente es en los países
enteramente católicos como España o Italia donde las cifras oficiales que
implican a religiosos son más bajas. En cambio, en aquellos donde el
catolicismo convive con otras religiones las denuncias llueven. ¿Cómo es
posible que los pederastas sean una lacra que mancha a la iglesia católica desde
Estados Unidos a Australia y en España apenas se cuenten casos entre sus
sotanas? ¿De verdad somos un país diferente? “No, lo que somos es mucho más
cobardes y aún le tenemos miedo a la Iglesia. España aún no ha superado ciertos
traumas y además la Iglesia aún tiene muchísimo poder, heredado de los tiempos
franquistas. La judicatura está llena de jueces del Opus Dei y el peso de la
iglesia sobre la educación sigue siendo enorme”. Javier Paz Ledesma conoce el
tema penosamente bien. En 2014 denunció los abusos perpetrados durante
diez años en Salamanca por el sacerdote Isidro López Santos, el cura que
organizaba los campamentos de su parroquia en la década de los ochenta. La
primera vez que le puso la mano encima Javier tenía diez años. La última
veinte. “Te machacan, te manipulan, reducen tu círculo de amistades. Va mucho
más allá del abuso físico. Por eso nos cuesta tanto denunciar, tienes que hacer
frente a muchos traumas” explica por teléfono a CTXT.
En su caso, al igual que en el de la
protagonista de The Keepers, se impuso el olvido como forma de supervivencia,
pero una década más tarde comenzó a recordar y tardó otra más en atreverse a
hablar. Las similitudes entre lo que le ocurrió a Javier Paz y a Jean Wehner
dejan clara la actuación ‘de manual’ de la jerarquía católica ante estos casos.
El salmantino primero acudió a pedir responsabilidades al obispado. “Fue en
2011. Mantuve múltiples conversaciones con Carlos López Hernández, el Obispo de
Salamanca, que quiso resolver el asunto con dinero pero como no hubo ninguna
voluntad por resolver el problema real –procesar al cura-- y la única obsesión
parecía ser evitar el escándalo, acabé denunciando los abusos en el juzgado y
aunque se admitió a trámite se desestimó por prescripción del delito”.
El presunto abusador, presionado por
el Vaticano, acabó siendo apartado de la vida pública religiosa pero no ha sido
expulsado de la Iglesia ni condenado. “Tras la denuncia se me acercaron otras
víctimas y me dí cuenta de que no estaba solo”. Sin embargo, no todos se
atreven a enfrentarse al estigma que supone denunciar a un cura por abusos
sexuales en un país como España “donde la iglesia católica aún lo impregna casi
todo, y más en ciudades pequeñas como Salamanca”. Basta ver lo ocurrido con el
colegio de Maristas de Sants Les Corts, donde muchos padres se manifestaron en
defensa de la institución.
Aún así, en 2015, Javier Paz decidió
impulsar la creación de la AVASIC (Asociación de Víctimas de Abusos Sexuales de
la Iglesia Católica). “Queremos centrarnos en la educación, es la única manera
de luchar contra esta lacra. Dotar de recursos a los profesionales para educar
a los niños –para que no tengan miedo a denunciar--, a los docentes –para que
sepan identificar los problemas-- y al público –para que exija
responsabilidades--. Yo no quiero luchar contra la fe católica sino contra los
fanáticos que niegan que en el seno de la iglesia ocurren estas cosas. Aún hay
mucha ignorancia. Y lo más grave es que la iglesia sigue un patrón global de
ocultación de delito y omisión de socorro a las víctimas y eso sólo se puede
cambiar si los propios fieles de la iglesia lo exigen”.
Hasta ahora la AVASIC no ha sido
especialmente activa pero Javier Paz advierte de que pronto se empezará a
hablar de ellos, aunque no quiere dar muchos detalles precisamente por miedo a
que intenten frenarlos. “Estamos preparando un libro con todos los abusos que
conocemos en España y una serie documental en la línea de The Keepers. Además
muy pronto habrá nuevas denuncias y no sólo por abusos sino por encubrimiento
del delito. Hay que exigirle responsabilidades a los altos cargos de la
iglesia. Son psicópatas con sotana y tenemos que desenmascararlos”.
Autor
·
Barbara
Celis
Escribe desde Taipei para Ctxt, El País,
El Confidencial, El Estado Mental y otros. Durante 13 años trabajó como
corresponsal freelance en Nueva York y los últimos tres desde Londres. Es
directora del documental 'Surviving Amina'. Ha recibido cuatro premios de
periodismo. Bloguea en cronicasbarbaras.com.
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