Sala de despiece
El sexo ya
no es divertido
Sergio del Molino
CTXT
3 de Febrero de 2018
Llevo toda mi vida considerándome alguien
rematadamente normal en cuestiones sexuales. Aunque sé que la normalidad es una
categoría problemática para hablar de cualquier conducta, espero que se
entienda lo que quiero decir. Me he sentido, me siento y me sé raro en muchos
otros aspectos de mi vida, en los que pertenezco a minorías a veces ínfimas: la
minoría de los que dedican mucho tiempo a leer, la minoría de los que se ganan
la vida juntando letras, la minoría de los que trasnochan y madrugan a la vez, la
minoría de los que no ven fútbol, la minoría de los que nunca se han inscrito a
un gimnasio y la minoría de los que no saben silbar ni montar en bici. Pero, en
términos de sexo, me suponía parte de una aburridísima media estadística, la de
un tipo heterosexual y monógamo, que disfruta de sus cosas en la intimidad de
su casa sin convertirlas en mística ni en bandera de identidad. A la luz de lo
mucho escuchado y leído en los últimos meses, empiezo a cuestionarme mi propia
normalidad.
La campaña #MeToo es eficaz, necesaria y radicalmente oportuna. Ha dado
una penúltima vuelta de tuerca a la sensibilidad de occidente, denunciando como
intolerables y violentas muchas actitudes y conductas que parecían normales.
Sobre todo, en oficinas y despachos, donde las jerarquías hacen de los abusos
algo impune, y de sus víctimas, personas completamente indefensas. Las voces de
quienes han sufrido acoso no sólo hacen que el humillador se convierta en
humillado, sino que marcan el inicio de un cambio en el que ningún machito
cabrón se sienta libre y legitimado para sus abusos y chantajes sexuales. Como
sociedad, hay una obligación absoluta de respaldar a quienes se han visto
indefensas.
No creo ser el
único que ha visto cómo, a remolque de una protesta incontestable y justísima,
se ha subido un vocerío, especialmente activo en las redes sociales, que
plantea el sexo como un problema. «¿Qué sucede si no hay una posible
reconciliación entre los ideales relucientemente limpios de la igualdad de
género y los mecanismos del deseo humano?», se preguntaba Stephen Marche en The New York
Times. Me froto los ojos
porque a menudo no me creo lo que leo. En un artículo muy divertido , el escritor
chileno Rafael Gumucio comentaba cómo el sexo sin penetración se ha puesto de
moda entre ciertos universitarios de izquierdas chilenos, porque la penetración
se considera violenta y capitalista. Gumucio comparaba estos prejuicios
sexuales con la doctrina cátara del siglo XII, una secta cristiana
ultrarradical que consideraba que el placer era un enemigo.
No creo ser el único que ha visto cómo se ha
subido un vocerío, especialmente activo en las redes sociales, que plantea el
sexo como un problema
Lo que yo creía que
era una normalidad sexual completamente intrascendente se está convirtiendo en
libertinaje puro. Leo alucinado todas las disputas teológicas que asocian el
deseo sexual a lo monstruoso y lo abyecto. Me tiro de los pelos leyendo a
tuiteros que dan consejos para ligar en los que cualquier insinuación o
maniobra de seducción es inadmisible y se califica como una agresión. No
entiendo nada.
Me crié en una
familia atea de izquierdas bastante normal. La religión y el pecado nunca
tuvieron presencia en mi educación, ni siquiera en el colegio, que era público
y en el que recibía “ética” en vez de religión. Mis padres fueron quizá
demasiado francos y abiertos en cuestiones sexuales, empeñados en hablar más de
la cuenta y en preocuparse de que, llegada la adolescencia, mi hermano y yo
tuviéramos a mano preservativos, información, apoyo e intimidad, si se
requería. No me parece que hiciesen nada excepcional y, en mi despertar
hormonal, descubrí que tanto mis amigos como las chicas con las que iba a poner
en práctica las teorías tenían una noción del sexo tan desprejuiciada y libre
como la mía. Fue divertido, sin traumas, sin culpas y, por supuesto, sin la
menor violencia. No he tenido nunca la sensación de que el deseo y el placer
fueran un problema o crearan situaciones de opresión o simplemente
desagradables. Hubo fuegos artificiales y desastres horrorosos, noches de
gloria y noches de mierda, pero nada importante, nada que requiriese la intervención
de un psicoanalista, un enfermero o un policía. Nada que no pudiera diluirse en
un chiste.
Como parte de las relaciones y la comunicación
humanas, el deseo sexual es complejo, sutil, cambiante, incontrolable y lleno
de malentendidos, pero también, y por encima de todo, divertido. Incluso en su
frustración. Nunca le he dado mucha importancia y, por supuesto, nunca ha sido
motivo de disputa o incomodidad con mi pareja. O no más que el punto de sal del
arroz de los domingos.
Yo me creía hijo de una generación a la que le había
costado mucho dejar de sentirse aplastada por la losa nacional-católica. Mi
padre, por ejemplo, fue interno de un colegio de curas siniestrísimo de la
provincia de Guadalajara. Mi madre sufrió la opresión violentísima de una madre
que hubiera querido ponerle un cinturón de castidad. Sus heridas fueron la
libertad de sus hijos: nos quisieron libres de cualquier poso de culpa, ajenos
a admoniciones de púlpito y confesionario. Y lo consiguieron. Hasta hoy, creía
que esa era la normalidad de mi generación, con una noción estrictamente lúdica
del sexo, hasta el punto de que buena parte de las novelas y de las películas
de los siglos XIX y XX nos eran ajenas, pues hablaban de sociedades reprimidas.
Admiramos la belleza de Proust, pero nos cuesta ponernos en la piel del
protagonista, consumido por una represión sexual que jamás hemos sentido. Nos
reímos del surrealismo, pero no conectamos a fondo con su sentido de liberar la
mente, pues la nuestra no estaba encerrada en un incensario. Bailamos todo el
rock de los años sesenta sin pensar en que se compuso como forma de liberarse
de un dogal de cuentas de rosario. Buena parte del arte occidental moderno es
incomprensible si no se recuerda que está creado por personas que tratan de
romper una represión sexual asfixiantísima: toda la gran novela de Viena, su
arquitectura, su música y su psicoanálisis, no se entienden sin esa represión.
Tolstoi es incomprensible si no se sabe que sus personajes viven presos de una
sociedad que inhibe su deseo.
Yo me creía hijo de una
generación a la que le había costado mucho dejar de sentirse aplastada por la
losa nacional-católica
Nos habíamos acostumbrado a disfrutar con distancia de
esas obras, a valorarlas como un placer estético, pero sin compenetrarnos con
la angustia de los personajes, que estábamos muy lejos de sentir, porque ningún
cura y ninguna madrastra nos había puesto cilicio alguno. Sin embargo, de un
tiempo a esta parte, me he dado cuenta de que siguen siendo muchos los que
viven su deseo como un trastorno, que les provoca enormes sufrimientos. Lo que
para mí es un simple polvo al que no dedico apenas pensamientos, para muchos es
un misterio teológico lleno de problemas metafísicos. Como en los momentos
álgidos de la represión cristiana. De pronto, me siento sofisticado y
vanguardista, mucho más desinhibido y liberado de lo que me tenía.
Esto no tiene nada que ver con el abuso y el acoso,
que están bien definidos y son reconocibles e intolerables. No sé cómo esta
amalgama siniestra de desprecio al placer y de criminalización del puro deseo
ha logrado colarse en medio de una protesta dignísima y necesaria contra las
agresiones sexuales. Vuelvo a la pregunta de Stephen Marche: «¿Qué sucede si no
hay una posible reconciliación entre los ideales relucientemente limpios de la
igualdad de género y los mecanismos del deseo humano?». Pero, ¿qué
reconciliación hace falta, si son cosas distintas? Existen por separado: puedo
desear a cualquier persona (incluso desearla muchísimo, hasta la fiebre) sin
violentar lo más mínimo su libertad, su dignidad y su igualdad ante todos. Del
mismo modo que puedo sentir mucha hambre y comportarme con corrección en la
mesa, sin lanzarme a dentelladas sobre la comida cruda. Porque el deseo ajeno
no es un insulto ni el prólogo de una agresión, y no hay nada vergonzoso ni
inmoral en expresarlo.
Me pregunto por qué el sexo sigue siendo el centro de
tantas polémicas, pero dejo las tentativas de respuesta para otro artículo.
Autor
· Sergio del Molino
Juntaletras.
Autor de La mirada de los peces y La España
vacía.
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