Frédéric
Martel habla en Sodoma de la iglesia podrida: “¿por qué en México se
protegió a Maciel?”, dice
SinEmbargo
abril 26,
2019
Políticos mexicanos
y altos mandos de la iglesia decidieron ocultar los abusos de Marcial
Maciel Degollado, sólo así se pueden explicar las décadas en las que actuó el
sujeto, señala el periodista Frédéric Martel, autor de Sodoma: Poder y escándalo en el Vaticano.
Ciudad de México, 26 de abril (SinEmbargo).– Marcial Maciel Degollado abusó de niños durante décadas. Era un depredador sexual, señalan las víctimas. El personaje, alguna vez
llamado “guía eficaz de la juventud” por Juan Pablo II, es uno de
tantos criminales que aparecen en Sodoma: Poder y escándalo en el Vaticano, libro del periodista francés Frédéric Martel.
El fundador de los legionarios de
Cristo, Maciel Degollado, “es una de las figuras más esquizofrénicas, criminales
y perversas que ha producido la iglesia”. El daño que causó no puede ser
entendido sin el arropo y encubrimiento de autoridades eclesiásticas y
políticos, indica Martel.
“No es Marcial, es el
sistema de silencio, donde está el dinero, la política, el anticomunismo. ¿Por
qué el sistema se mantuvo sin decir nada? Deberían haber detenido lo que
ocurría”, señala Frédéric Martel en entrevista para el suplemento Puntos y Comas.
Sodoma, una investigación que le tomó años a Martel, expone
secretos (y crímenes) que altos mandos de la iglesia han tratado de ocultar por
décadas. A las 00:00 de este sábado 27 de abril, SinEmbargo compartirá el encuentro completo
con Martel.
TERCERA PARTE
JUAN PABLO
9
INTRÍNSICAMENTE DESORDENADO
—Con
Pablo VI todavía estábamos en la homofilia y la «inclinación». Con Juan Pablo
II las cosas cambiaron completamente de naturaleza y de amplitud. Entre los que
lo rodeaban había más practicantes y un nivel de venalidad y corrupción a veces
inimaginable. Alrededor del santo padre hubo un verdadero círculo de lujuria.
Es
un sacerdote de la curia quien me habla así, uno de los testigos del
pontificado. Cuando usa la expresión «círculo de lujuria», este monsignore
no hace más que repetir la idea avanzada por Benedicto XVI y Francisco. Aunque
se cuidaron mucho de mentar a tal o cual cardenal, o de criticar a su
predecesor polaco, los dos papas estaban espantados por esa patulea híbrida que
rodeaba a Juan Pablo II.
Francisco nunca habla por
hablar. Cuando lanza un ataque severo, que luego repetirá en varias ocasiones,
contra la «corriente de corrupción» de la curia, no cabe duda de que tiene
nombres en la cabeza. Estamos en junio de 2013, al principio de su reinado, y
el papa se expresa en español ante un grupo de representantes católicos
latinoamericanos. La conversación, por una vez, versa sobre el lobby
gay. Y si el nuevo papa habla de ese círculo de «corrupción» es porque tiene
pruebas, se refiere a unos cardenales concretos. Piensa en algunos italianos,
en algunos alemanes y, sin duda, en cardenales latinos y nuncios que han estado
destinados en Latinoamérica.
Es de notoriedad pública que
el pontificado de Juan Pablo II estuvo jalonado de escándalos y que varios
cardenales de su círculo más cercano eran a la vez homosexuales y corruptos.
Pero hasta que no emprendí esta investigación no pude apreciar el grado de
hipocresía de la curia romana durante el pontificado de Karol Wojtyla. ¿Fue su
pontificado «intrínsecamente desordenado»?
Juan Pablo II fue el papa de
mi juventud, y muchos de mis parientes y amigos le respetaban. En la redacción
de Esprit, una revista antitotalitaria de inspiración católica en la que
yo colaboraba, se veía a Wojtyla como una de las figuras más importantes del
fin del comunismo. He leído muchos libros y biografías sobre este gigante del
siglo xx, viajero incansable. Al hablar con los cardenales, obispos y curas que
trabajaron con él descubrí la cara oculta —la cara oscura— de su larguísimo
pontificado. Un papa rodeado de intrigantes, de una mayoría de homosexuales en
el armario, a menudo homófobos en público, por no hablar de los que
protegieron, en secreto, a los curas pedófilos.
—Pablo VI había condenado la
homosexualidad, pero fue con Juan Pablo II cuando se lanzó una verdadera guerra
contra los gais. Ironía de la historia: la mayoría de los protagonistas de esta
campaña desaforada contra los homosexuales lo eran ellos personalmente. Al
optar por la homofobia oficial, Juan Pablo II y su círculo no se dieron cuenta
de la trampa que ellos mismos se tendían y del riesgo que hacían correr a la
Iglesia, tan corroída por dentro. Se lanzaron a una guerra moral suicida y
perdida de antemano, puesto que consistía en denunciar lo que eran ellos. La
caída de Benedicto XVI fue la consecuencia final —me dice un sacerdote de la
curia que trabajó con el ministro de Asuntos Exteriores de Juan Pablo II.
Para tratar de entender uno de
los secretos mejor guardados de este pontificado hablé en Roma con muchos
cardenales, entre los que se encontraban los principales «ministros» del papa:
Giovanni Battista Re, Achille Silvestrini, Leonardo Sandri, Jean-Louis Tauran y
Paul Poupard, que ocupaban puestos clave en la curia romana. En Polonia visité
a su secretario particular, Stanislaw Dziwisz. También hablé con diez de los
nuncios que aplicaron su diplomacia, con varios de sus consejeros de prensa,
con maestros de ceremonias, con teólogos y asistentes, con miembros de la
Secretaría de Estado entre 1978 y 2005 y con muchos obispos o simples monsignori.
En mis desplazamientos al extranjero, durante los estudios de campo que realicé
en Latinoamérica y, por supuesto, en Polonia, también reuní muchas
informaciones y confidencias. Por último, los archivos de la dictadura chilena,
abiertos hace poco, han sido determinantes.
Hoy, cuando empiezo este
descenso a los infiernos, sigo teniendo una duda: ¿qué sabía Juan Pablo II de
lo que voy a contar? ¿Qué sabía de la doble vida de la mayoría de sus
allegados? Ante los escándalos económicos y sexuales de quienes le rodeaban (ya
que las dos perversiones, la del dinero y la de la carne, se sumaron hasta
resultar inseparables durante su pontificado), ¿podemos hablar de
desconocimiento ingenuo, de dejadez o de connivencia? A falta de una respuesta
a este enigma, me gustaría creer que el papa, muy pronto enfermo y luego senil,
no sabía nada y no encubrió las perversiones que voy a contar.
Los dos protagonistas de los
años de Juan Pablo II fueron los cardenales Agostino Casaroli y Angelo Sodano.
Ambos eran italianos y ambos habían nacido en el seno de una familia modesta
del Piamonte. Fueron los principales colaboradores del santo padre desde el
cargo, que ocuparon sucesivamente, de cardenal secretario de Estado, la función
más importante de la santa sede, equivalente a la de un «primer ministro» del
papa.
El cardenal Casaroli,
fallecido en 1998, fue durante mucho tiempo un diplomático sutil y astuto
encargado de las relaciones con los países comunistas durante los papados de
Juan XXIII y Pablo VI, antes de convertirse en el hombre fuerte de Juan Pablo
II. Todavía hoy la mayoría de los diplomáticos que me han hablado de él, como
el nuncio François Bacqué, monseñor Fabrice Rivet y el nuncio Gabriele Caccia,
con quien me entrevisté en Beirut, admiran su diplomacia de altura, hecha de
diálogos, compromisos y pequeños pasos.
Con frecuencia he oído en la
Secretaría de Estado que tal o cual nuncio sigue «la línea de la gran
diplomacia de Casaroli». Parece que este nombre mágico sigue siendo un modelo
para muchos, una referencia, como se diría de un diplomático estadounidense que
está en la línea de Kissinger, o de uno francés que es «neogaullista». De paso
es una forma sutil de desmarcarse de la diplomacia de su sucesor, Angelo
Sodano, que ocupó el cargo en 1991.
La diplomacia de Casaroli se
basaba en la «paciencia», según el título de sus memorias póstumas. Diplomático
«clásico», si esta palabra tiene sentido en el Vaticano, Casaroli fue un
pragmático que colocó la realpolitik por delante de la moral y el largo
plazo por delante de los fuegos de artificio. Los derechos humanos son
importantes, pero la Iglesia tiene tradiciones que también conviene respetar.
Este realismo asumido no excluía mediaciones ni diplomacias paralelas de
organizaciones como la comunidad de San Egidio o los «embajadores volantes»
como el cardenal Roger Etchegaray, en misión secreta para Juan Pablo II en
Irak, China y Cuba.
Según Etchegaray, con quien
hablé, Agostino Casaroli «era un gran intelectual» que había leído mucho, en
especial a los franceses Jacques Maritain y a su amigo Jean Guitton (que
prologaría uno de sus libros). Y algo aún más importante: Casaroli fue un
hombre práctico y valiente, a veces viajó de incógnito al otro lado del telón
de acero y fue capaz de organizar una red de informadores locales para seguir
los acontecimientos de la URSS y sus países satélites.
El cardenal Paul Poupard, que
trabajó con él, me dice:
—Era un hombre de matices.
Expresaba sus desacuerdos en términos claros y corteses. Era la quintaesencia
de la diplomacia vaticana. ¡Y además era italiano! El cardenal secretario de
Estado anterior, Jean Villot, un francés, había funcionado bien con Pablo VI,
italiano. Al sucederle un papa polaco, Villot le recomendó que recurriera a un
italiano. Le dijo: «Necesita un italiano». Casaroli cumplía todos los
requisitos.
Siendo ya «primer ministro»
del papa y cardenal, Casaroli desplegó todo su talento con la cuestión
comunista. Secundando a Juan Pablo II, quien con sus viajes y discursos había
hecho del anticomunismo una prioridad, el secretario de Estado llevó a cabo
intervenciones sutiles o secretas que son hoy bien conocidas. Se financió
masivamente, y con cierta opacidad, el sindicato polaco Solidaridad; se
abrieron oficinas privadas en Europa Oriental; el banco del Vaticano, dirigido
por el célebre arzobispo Paul Marcinkus, organizó la contrapropaganda. (Los
cardenales Giovanni Battista Re y Jean-Louis Tauran desmienten, cuando les
pregunto, que la santa sede hubiera financiado nunca a Solidaridad.)
Esta batalla fue una decisión
personal de Juan Pablo II. El papa concibió su estrategia en solitario, y solo
un número muy reducido de colaboradores supieron desentrañarla a medida que se
desplegaba (sobre todo Stanislaw Dziwisz, su secretario particular, los
cardenales secretarios de Estado Casaroli y Sodano, y al principio del
pontificado el cardenal arzobispo de Varsovia, Stefan Wyszynski).
El papel de Stanislaw Dziwisz,
sobre todo, fue crucial, y aquí es preciso entrar en detalles, pues tiene una importancia
significativa para nuestro asunto. Este prelado polaco conocía la situación
comunista desde dentro y fue el principal colaborador de Juan Pablo II, primero
en Varsovia y luego en Roma. Los testigos confirman que fue el hombre clave de
todas las misiones secretas anticomunistas. Estaba al tanto de los documentos
sensibles y la financiación paralela. Sabemos que su relación con el cardenal
Ratzinger fue pésima, pero cuando el segundo accedió al papado, quizá
cumpliendo una promesa hecha a Juan Pablo II en su lecho de muerte, lo eligió a
pesar suyo arzobispo de Cracovia y luego lo creó cardenal.
—Monseñor Dziwisz fue un gran
secretario particular, muy fiel, un excelente servidor. Acompañaba
constantemente a san Juan Pablo II y se lo contaba todo al santo padre —me
resume el cardenal Giovanni Battista Re.
El antiguo jefe de protocolo
de Juan Pablo II, que frecuentemente acompañó al papa en sus viajes, Renato
Boccardo, también me confirma la influencia decisiva de Dziwisz en una
conversación que mantenemos en Spoleto, a 130 kilómetros de Roma, donde es hoy
arzobispo:
—El secretario particular
Dziwisz era indispensable. Desplegaba una intensa actividad en todos los viajes
del papa y, por supuesto, si el viaje era a Polonia, no dejaba nada al azar.
Entonces la gestión del viaje quedaba en manos de la «banda de los polacos»: el
cardenal Grocholewski, el cardenal Deskur y Dziwisz. Me acuerdo del viaje de
2002; todos suponíamos que era el último viaje del papa a su país natal.
Dziwitz, que vino con nosotros, conocía a todo el mundo. La acogida fue
extraordinaria.
Sin decirlo, Renato Boccardo
da a entender que al final del pontificado Dziwitz, después de permanecer mucho
tiempo en la sombra, se reveló como el verdadero amo del Vaticano.
—Se habló mucho de una «mafia
polaca» encabezada por los cardenales Stanislaw Dziwisz, Andrzej Deskur, Zenon
Grocholewski, Stefan Wyszynski y el primado de Polonia, monseñor Józef Glemp.
¡Se llegó a hablar de una banda! Creo que eso, en buena medida, es una leyenda.
El único que tenía verdadera influencia sobre Juan Pablo II era su secretario
particular Stanislaw Dziwisz —relativiza, de todos modos, el vaticanista polaco
Jacek Moskwa cuando hablo con él en Varsovia.
Hoy jubilado en Varsovia, el
cardenal Dziwisz ha dejado en Roma una reputación ambigua. Se admira su
fidelidad al papa pero se critica su hipocresía. Cuesta trabajo entender sus
claves autorreferenciales para iniciados, salen a la luz su afición a
vagabundear y sus safaris, cuando le gustaba «robinsonear» por la Villa Medici,
con cara de decir, como el Poeta: «Estoy escondido y no lo estoy». Y desde su
alejamiento de la curia, las lenguas se soltaron.
Uno de los hombres más
secretos de la historia contemporánea del Vaticano (Dziwisz casi nunca concedió
entrevistas durante los cerca de treinta años que estuvo al lado de Karol
Wojtyla) va saliendo poco a poco a la luz. Alguien cercano a Casaroli que sigue
trabajando en el Vaticano me da a entender que las múltiples vidas de Dziwisz
son uno de los mayores secretos del catolicismo romano:
—A Dziwisz lo apodamos «El
papa ha dicho». Era el indefectible secretario de Juan Pablo II y todo pasaba
por él. Evidentemente, muchas veces hacía de «pantalla», es decir, que le
transmitía al papa solo lo que él quería. Poco a poco, y a medida que se fue
agravando la enfermedad de Juan Pablo II, empezó a hablar por el papa sin que
se supiera muy bien cuál de los dos daba las órdenes. Ocurrió así con los
expedientes de pedofilia y los escándalos económicos; ahí fue donde se creó la
tensión con el cardenal Ratzinger. Dziwisz era muy duro. Se dice que varias
veces hizo llorar a Ratzinger.
Un sacerdote de la curia
confirma estas informaciones:
—Dziwisz era muy
esquizofrénico, muy agresivo. Era muy emprendedor y tramaba sus planes con la
tranquilidad que le daba su cercanía al santo padre. Se sabía protegido e
inmune.
Wdowa. El mote polaco de monseñor Stanislaw Dziwisz, que
significa «la viuda», o en inglés «the widow», es hoy una de las bromas
más frecuentes en Polonia (no muy feliz, por cierto). Cuando investigaba en
Varsovia y Cracovia oí ese peyorativo tan a menudo, dicho con ironía o mala
uva, que es difícil pasarlo aquí por alto.
—Yo nunca usaré esa expresión.
Los que lo llaman «la viuda» son unos calumniadores. Lo que sí es cierto, en
cambio, es que Dziwisz solo habla de Juan Pablo II, es lo único que cuenta en
su vida. Solo le interesa honrar a Juan Pablo II, su historia y su memoria.
Siempre estuvo eclipsado frente a la talla del gran hombre. Hoy es su ejecutor
testamentario —me explica el vaticanista polaco Jacek Moskwa, que durante mucho
tiempo fue corresponsal en Roma y ha escrito una biografía del papa en cuatro
volúmenes.
Hablé con docenas de curas,
obispos y cardenales sobre la trayectoria de Stanislaw Dziwisz, y de estas
entrevistas surge una imagen muy contradictoria. En Varsovia, en la sede de la
Conferencia Episcopal Polaca, donde me reciben, destacan su papel «importante»
y «determinante» al lado de Juan Pablo II. Oigo la misma clase de elogios
cuando visito la fundación pontificia Papieskie Dziela Misyjne, que también
tiene su sede en la capital polaca.
—Aquí todos somos huérfanos de
Wojtyla —me explica Pawel Bielinski, un periodista de la agencia católica de
información KAI.
El polaco Wlodzimierz
Redzioch, que conoce bien a Dziwisz y ha trabajado en L’Osservatore Romano
durante treinta y dos años en Roma, hace una semblanza ditirámbica del
asistente de Juan Pablo II cuando me entrevisto con él. A su juicio, «su
Eminencia Venerable Dziwisz» es «uno de los hombres más honestos y virtuosos de
nuestro tiempo» con un «gran corazón», una «pureza» y una «piedad»
extraordinarios, muy próximos a los de un «santo»…
Este niño pobre nacido en una
aldea de Polonia se lo debió todo a un solo hombre, Karol Wojtyla. Fue este
quien ordenó sacerdote al joven seminarista Stanislaw Dziwisz en 1963, y
también quien lo promovió a obispo en 1998. Ambos fueron inseparables durante
varias décadas. Dziwisz fue secretario particular del arzobispo de Cracovia y
más tarde del papa Juan Pablo II en Roma. Estaba a su lado y lo protegió con su
cuerpo, se ha dicho, cuando el papa sufrió el atentado en 1981. Conocía todos
los secretos del papa y guardó sus cuadernos íntimos. Después de la larga
enfermedad del pontífice y de su muerte dolorosa, símbolo universal del sufrimiento
humano, Dziwisz también conservó como una reliquia una muestra de sangre del
santo padre, extraño recuerdo fúnebre que ha provocado un sinfín de comentarios
macabros.
—El cardenal Stanislaw Dziwisz
es una figura muy respetada en la Iglesia de Polonia. Dese cuenta: fue la mano
derecha del papa Juan Pablo II —me dice, durante una conversación en Varsovia,
Krzysztof Olendzki, un embajador que hoy dirige el Instituto Polaco, agencia
cultural del Estado próxima a la derecha ultraconservadora y católica que
gobierna el país.
Otros testigos son menos
generosos. Me cuentan que Dziwisz es un «aldeano bastante tosco» o un «hombre
simple que se ha vuelto complicado». Algunos usan palabras más gruesas:
«idiota», «genio maligno de Juan Pablo II». Me dicen que en Cracovia había que
vigilar al cardenal disipado «como a la leche en la lumbre» para que no
cometiera una imprudencia o metiera la pata en una entrevista.
—Desde luego no es ningún
intelectual, pero ha ido progresando con los años —relativiza el periodista
Adam Szostkiewicz, un influyente especialista en catolicismo de Polityka
que le conoce bien.
Para desentrañar esta relación
poco convencional entre el papa y su secretario particular hay quien propone
otra explicación: la lealtad.
—Es cierto, no se trata de
ninguna personalidad fuerte, siempre estuvo a la sombra de Juan Pablo II
—admite el vaticanista Jacek Moskwa, que fue miembro del sindicato Solidaridad.
Y añade a renglón seguido—: Pero fue un secretario ideal. Lo conocí cuando era
un joven sacerdote al servicio de Juan Pablo II en el Vaticano. Era honrado y
fiel, dos grandes cualidades. Durante mucho tiempo Dziwisz fue bastante
reservado, bastante discreto. No recibía nunca a los periodistas, aunque
hablaba a menudo conmigo por teléfono, off the record. Al final, para
venir de donde venía, acabó haciendo una carrera magnífica en la Iglesia. Y la
clave de su relación con el papa fue la lealtad.
Mandado de vuelta a Cracovia
como arzobispo por Benedicto XVI y de paso creado cardenal, Dziwisz reside hoy
en un viejo palacete de la calle Kanonicza, donde me concede audiencia.
—El cardenal —me dice su
asistente italiano Andrea Nardotto— no suele conceder entrevistas a
periodistas, pero desea recibirle.
En un patio soleado, entre
adelfas y jóvenes coníferas enanas, espero a que aparezca «la viuda». En el
vestíbulo hay un escudo papal de bronce de Juan Pablo II, oscuro, inquietante;
en el patio, una estatua de Juan Pablo II de color tiza. A lo lejos oigo un
gorgoteo de voces monjiles. Veo pasar repartidores a domicilio que traen platos
cocinados.
De repente, con un gesto
brusco, Stanislaw Dziwisz abre la puerta de madera maciza de su despacho y,
rígido, avanza hacia mí. Rodeado de guripas con alzacuello y viejas con toca,
su eminencia se planta ante mí, severo como un cirio. El santo anciano me
calibra, mirándome de arriba abajo, con una alegría curiosa, todo sonrisas. Le
gustan esta clase de imprevistos, de encuentros inesperados. El asistente
Nardotto me presenta como periodista y escritor francés. Sin más formalidades
Stanislaw Dziwisz me introduce en su antro.
Es una amplia habitación con
tres mesas de madera. Un pequeño escritorio rectangular cubierto de papeles,
una mesa de comedor cuadrada, virgen, que parece servir de espacio de reunión,
y un escritorio de madera parecido a un pupitre, rodeado de butacones de
terciopelo granate. Monseñor Dziwisz me indica que tome asiento.
El cardenal me pregunta por
«la hija mayor de la Iglesia» (Francia) sin escuchar realmente mis respuestas.
Cuando me toca a mí preguntarle tampoco escucha mis preguntas. Hablamos de los
intelectuales franceses católicos, de Jacques Maritain, Jean Guitton, François
Mauriac…
—¡Y André Frossard, y Jean
Daniélou! —insiste el cardenal, citando el nombre de los intelectuales a los
que ha leído, o que por lo menos le suenan.
Esta retahíla, esta
enumeración, este name-dropping, es como una confesión: no estoy en
presencia de ningún intelectual. Parece que las ideas no interesan demasiado al
cardenal emérito. Algo que me confirma durante un desayuno Olga Brzezinska, una
prestigiosa profesora que anima varias fundaciones culturales y un importante
festival literario en Cracovia:
—Dziwisz es muy conocido aquí,
y bastante controvertido, pero no se le considera una gran figura intelectual
de la ciudad. Su legitimidad obedece sobre todo a haber sido estrecho
colaborador de Juan Pablo II. Conserva sus cuadernos, sus secretos, ¡hasta su
sangre! Da grima…
En la pared del despacho de
Dziwisz veo tres cuadros que representan a Juan Pablo II y un hermoso retrato púrpura
del cardenal. En una de las tres mesas el solideo yace boca arriba, tirado allí
con descuido, sin protocolo. Un reloj de pie, con el péndulo inmóvil, ha dejado
de marcar el tiempo. La alegría desorbitante del cardenal me interpela:
—Es usted muy simpático —me
dice de repente el cardenal, haciendo una pausa, jovial y campechano. Este
hombre del sur de Polonia también es muy simpático.
Monseñor Dziwisz se disculpa
por no poder alargar la conversación. Tiene que recibir a un representante de
la Orden de Malta, un viejecito arrugado que espera ya en el vestíbulo. «Menudo
pelma», parece estar diciéndome. Pero me propone que vuelva a verle mañana.
Hacemos un selfi. Dziwisz se
toma su tiempo, adorable, y con un ademán femenino aunque siempre dominante, me
coge el brazo para fijar bien el objetivo. «Alma centinela» que refrena sus
locuras, sus impulsos, sus idilios, picardea conmigo y yo juego con él. Con un
movimiento de orgullo, retrocedo y pienso en el Poeta que acaba de decir:
«¿Quieres ver cómo rutilan los bólidos?». Pero a los ochenta años la felicidad
es prófuga.
He estudiado tanto al
personaje que, enfrentado a mi sujeto vestido de sacerdote delante de mí y
oliendo a cuerno quemado, estoy maravillado. Nunca pensé que llegaría a admirar
a esta criatura del cielo y de los cirios por su «agria libertad», sus
bondades, sus hechizos. Me gusta su faceta «saltimbanqui, mendigo, artista,
bandido; ¡sacerdote!». Un malabarista, un funámbulo; un nómada de cuyos viajes
no hay relatos. Mientras mis últimas dudas se desvanecen, admiro, fascinado, la
«ardiente paciencia» de este gran príncipe de la Iglesia sentado ante mí. Fuera
de alcance. Libre de ataduras. No ha cambiado. Incurable. ¡Qué existencia! ¡Qué
hombre!
En Cracovia el tren de vida
del cardenal causa estupor. Me hablan de su rumbosidad, de sus indulgencias de
advenedizo, de sus continuas donaciones filantrópicas a Mszana Dolna, su aldea
natal. A nuestro hombre, barrigón y aburguesado, le encantan la buena carne y
las buenas sorpresas; es humano. La noche de nuestro primer encuentro, cuando
paseaba por la ciudad, le vi cenando en el Fiorentina, un restaurante lleno de
estrellas donde se quedó casi tres horas y donde Iga, la gerente, me dijo
después: «Somos uno de los mejores restaurantes de la ciudad. El cardenal
Dziwisz es amigo del jefe».
¿De dónde vienen sus recursos?
¿Cómo puede este prelado llevar una vida tan mundana con su jubilación de
sacerdote? Es una de las claves del sistema.
Otro misterio es el respaldo
inquebrantable de Stanislaw Dziwisz, cuando era secretario particular del papa
Juan Pablo II, a las figuras más siniestras de la Iglesia. Para indagar en
Polonia he trabajado con mi investigador Jerzy Szczesny y con un equipo de
periodistas de investigación del diario polaco Gazeta Wyborcza (sobre
todo Miroslaw Wlekly, Marcin Kacki y Marcin Wójcik). Algunas asperezas de la
cara oculta del secretario particular de Juan Pablo II empiezan a salir a la
luz, y no deberían tardar revelaciones más vertiginosas. (El enorme éxito de la
película Kler, estrenada en 2018, que trata de la pedofilia de los curas
en Polonia, demuestra que en el país más católico de Europa se ha abierto el
debate sobre la hipocresía de la Iglesia.)
El nombre de Stanislaw Dziwisz
aparece en decenas de libros y artículos sobre los casos de abusos sexuales, no
porque se le acuse a él de esos actos, sino porque es sospechoso de haber
encubierto, desde el Vaticano, a los curas corruptos. Su relación con el
mexicano Marcial Maciel, el chileno Fernando Karadima, el colombiano Alfonso
López Trujillo y los estadounidenses Bernard Law y Theodore McCarrick está
demostrada. Su nombre también aparece en varios escándalos sexuales de Polonia,
sobre todo en el caso Juliusz Paetz. Este obispo andaba detrás de los
seminaristas ofreciéndoles ropa interior ROMA, que se podía leer, decía, al
revés: AMOR (tuvo que dimitir). Dziwisz también conocía personalmente al
sacerdote Józef Wesolowski, ordenado en Cracovia. Este arzobispo, siendo nuncio
en la República Dominicana, se vio envuelto en un gran escándalo de abusos
homosexuales antes de ser detenido en Roma por la gendarmería vaticana, a
petición del papa Francisco. ¿Qué conocimiento preciso tenía Stanislaw Dziwisz
de todos estos casos? ¿Le pasó a Juan Pablo II todas las informaciones de que
disponía o las «filtró» y se las guardó para sí? ¿Fue responsable, con el
cardenal Angelo Sodano, de no haber actuado como hubiese debido frente a alguno
de estos asuntos?
Algunos prelados católicos
polacos con los que hablé creen que Dziwisz no pudo estar relacionado con ninguno
de estos escándalos, porque lo desconocía todo. Otros, por el contrario,
piensan que «debería estar en la cárcel» por sus complicidades. Aparte de estas
posiciones diametralmente opuestas, algunos llegan a afirmar, sin ninguna
prueba, que los servicios secretos polacos, búlgaros o alemanes del este
pudieron «manejar» a Dziwisz aprovechando sus «vulnerabilidades»; pero esta
«infiltración» en el Vaticano, que es un rumor recurrente, no aporta ni el
menor asomo de prueba.
El vaticanista polaco Jacek
Moskwa me proporciona, cuando hablo con él en Varsovia, una explicación
plausible. Sugiere que si Juan Pablo II y Dziwisz cometieron un error de
apreciación sobre muchos de los curas sospechosos o acusados de abusos
sexuales, dicho error fue involuntario y el resultado de una propaganda
comunista:
—No olvide las circunstancias:
antes de 1989 los servicios secretos polacos propalaban rumores de
homosexualidad y pedofilia para desacreditar a los oponentes al régimen. Juan
Pablo II y Dziwisz, acostumbrados a los chantajes y las manipulaciones
políticas, no dieron crédito a ninguno de estos rumores. Tenían mentalidad de
fortaleza asediada: unos enemigos de la Iglesia trataban de involucrar a los
curas, por lo que había que cerrar filas y apoyarlos firmemente.
Adam Szostkiewicz, del
semanario Polityka, abunda en este sentido, con un matiz:
—Juan Pablo II se había
marcado un objetivo y una agenda política con respecto a Polonia y el
comunismo. Nunca se desvió de su trayectoria. Esto le hizo bajar la guardia
tanto ante sus allegados como en relación a la moralidad de sus apoyos.
Es probable que las justicias
nacionales que hoy investigan en docenas de países sobre los abusos sexuales de
la Iglesia consigan aclarar estos misterios algún día. De momento Stanislaw
Dziwisz no ha sido requerido por la justicia, no ha sido denunciado ni
procesado, y lleva una vida muy activa de jubilado en Cracovia. Pero si un día
fuese sometido a escrutinio, la imagen misma del pontificado de Juan Pablo II
sufriría el impacto.
Al día siguiente acudo otra
vez a la calle Kanonicza y el cardenal Dziwisz me recibe para otra entrevista
informal. Es más imprudente, no se controla tanto como los cardenales Sodano,
Sandri o Re. Es más espontáneo.
Le entrego el librito blanco y
abre el envoltorio de regalo con complacencia.
—¿Es su libro? —me pregunta,
siempre tan bonachón y acordándose ahora de que soy periodista y escritor.
—No, es un regalo. Un librito
blanco que me gusta mucho —le digo.
Me mira algo asombrado,
divertido también con la idea de que un extranjero haya venido de París a
regalarle un libro. Sus ojos me escudriñan. Son idénticos a los que he visto
tantas veces en las fotos: el ojo glotón e idólatra habla mejor que la lengua.
Es una mirada llena de reproches.
Reanudamos nuestro juego. El cardenal
me pide que le dedique mi regalo y me alcanza su palillero XXL. Mientras
escribo desaparece en una antecámara y le oigo abrir cajones o armarios. Vuelve
con cuatro regalos para mí: una foto, un vistoso libro y dos rosarios, uno de
cuentas negras y el otro de cuentas blancas, con un escudo que lleva su efigie
en los lindos estuches cardenillos. Su divisa episcopal es sencilla: «Sursum
Corda» («Arriba los corazones»). En el tren de regreso a Varsovia le
regalaré uno de los rosarios a un pasajero en silla de ruedas. El hombre, un
católico practicante con párkinson, me dirá que ha estudiado en la Universidad
Juan Pablo II de Cracovia y que venera a Dziwisz.
La foto regalada representa al
papa Juan Pablo II con un animal en brazos.
—Es un cordero —me dice
Dziwisz, manso también como un cordero.
El cardenal me dedica ahora,
con su bonita pluma, tinta negra minuciosa de príncipe, el libro de
fotografías.
—Es usted escritor, Frédéric.
¿Cómo escribe su nombre en francés? —me pregunta.
—Frédéric, como Frédéric
Chopin.
Me da el regalo y le doy las
gracias a pesar de que es un libro horrible, inútil y vano.
—Para ser periodista es usted
muy simpático. De veras —insiste Dziwisz.
Al estarle vedada la
«camaradería de las mujeres», capto su hastío cracoviano, su cansancio, él que
estuvo bajo los focos y que fue el segundo, en el timón, para pilotar la marcha
del mundo. En Roma conoció a todos los seminaristas y, por su nombre de pila, a
cada guardia suizo. Anduvo el tiempo, y el singleton ya no cuenta las
viudeces. En Cracovia, el anciano con su hábito sagrado, joven jubilado, me
sondea. Ni siquiera tiene un compañero.
—No, no me aburro aquí.
Prefiero Cracovia a Roma —me contradice Dziwisz, que no es de los que se
ruborizan.
Ahora ya no estamos solos. Ha
entrado un obispo, que acaba de inclinarse hasta el suelo, dirigiéndose a
Dziwisz con un muy reverente «Eminencia».
Le recuerdo al cardenal,
irónico y un poco avergonzado, que no he usado el término «Eminencia», y él se
echa a reír y me coge la mano, como si me revelara un secreto, con cara de
decir que no es grave, que los títulos no sirven para nada, que le traen
completamente al fresco. Con cara de decir, de vuelta de su temporada en el
infierno: «¡No soy una eminencia! ¡Soy una viuda!».
Para entender el pontificado
de Juan Pablo II hay que partir, por tanto, de los círculos concéntricos que
rodeaban al papa. El primer círculo era el de sus allegados y el eslabón
central era Stanislaw Dziwisz. Agostino Casaroli, el secretario de Estado, no
formaba parte de él. En realidad el equipo que formó con el papa no funcionó
bien. Entre los dos hombres no tardaron en crearse tensiones, y Casaroli, que
rehuía el conflicto, presentó varias veces su dimisión, según varias fuentes
coincidentes. Estas tensiones no salieron a la luz y su relación siempre
pareció fluida, porque Casaroli se plegó a las exigencias del papa. Como buen
diplomático, puso música a una partitura aun cuando no la aprobase. Pero en
privado su relación se deterioró, sobre cuestiones de fondo y sobre la elección
de los hombres.
De entrada, sobre el
comunismo: el cardenal Casaroli era un hombre de la Guerra Fría y no previó la
caída del comunismo, aunque la deseara. En un libro de entrevistas el papa
Benedicto XVI confirmó lo siguiente: «Era obvio que, pese a todas sus buenas
intenciones, la política de Casaroli, en lo fundamental, había fracasado…
Estaba claro que en vez de tratar de ablandar [al régimen comunista] con
compromisos, había que enfrentarse a él. Ese era el punto de vista de Juan
Pablo II y yo lo aprobaba». No cabe duda de que, sobre este asunto, la historia
ha dado la razón al papa polaco, a quien hoy se considera como uno de los
principales artífices de la caída del comunismo.
La otra tensión entre el santo
padre y su «primer ministro» estalló por la elección de los hombres. ¿El drama
de la vida de Casaroli fue su sucesión, como me han dicho algunos? Sea como
fuere, el viejo y poderoso cardenal, condenado al retiro por haber alcanzado el
límite de edad en diciembre de 1990 (el papa habría podido alargárselo),
deseaba que su puesto lo ocupara su asistente, Achille Silvestrini. La relación
entre los dos hombres era magnética y antigua. Habían trabajado juntos muchas
veces: Silvestrini fue su secretario particular antes de ser su asistente;
prologaría sus memorias póstumas. La prensa italiana llegó a mencionar
documentos judiciales sobre la supuesta asociación entre ambos prelados,
cómplices en casos de comisiones ilegales, que se repartían. Pero eso nunca se
ha demostrado. (Hablé con monseñor Achille Silvestrini en su vivienda privada
del Vaticano, cerca de la Piazza del Forno. Cruzamos algunas palabras, algunas
miradas, y su equipo quiso que nos hiciéramos un selfi, pero estaba enfermo y
demasiado viejo, con 95 años, para que se pudiera sacar algo en claro de su
testimonio.)
De lo que no cabe duda, en
cambio, es de su intimidad. Cuando interpelo a cardenales y obispos sobre esta
relación singular, mi pregunta suele provocar lo que podríamos llamar «sonrisas
de enterado». Pocos son los prelados que hablan con franqueza; pocos son los
que usan las palabras adecuadas para decir las cosas como son. Sus respuestas
son metafóricas, a veces poéticas, y salta a la vista que tras esas sonrisas se
esconden secretos que nadie quiere revelar. Entonces recurren a imágenes muy
alusivas. ¿Forman parte de «la parroquia»? ¿Son «de la cáscara amarga»? ¿Forman
una «extraña pareja»?
Se dirá que hago suposiciones
muy osadas, pero en realidad me quedo corto. ¡A veces debo limitarme a escribir
en condicional lo que sé a ciencia cierta que se puede afirmar! Pues esto es lo
que puedo decir ahora haciendo, justamente, acopio de osadía.
Pese a un sinfín de rumores,
no parece que Casaroli fuera amante de Silvestrini. Oigamos al antiguo
sacerdote de la curia Francesco Lepore, que fue asistente de varios cardenales
y habla por primera vez públicamente de lo que sabe sobre la presunta pareja
Casaroli-Silvestrini:
—Para empezar, Casaroli era
homosexual y en el Vaticano todos lo sabían. Le gustaban los hombres, no los
menores, no, sino los jóvenes adultos. No cabe duda de que Silvestrini fue uno
de ellos. Pero probablemente no fueron nunca amantes, porque a Casaroli le
gustaban más jóvenes. —Más de diez sacerdotes me confirman las inclinaciones de
Casaroli y algunos incluso me certificaron que habían tenido relaciones íntimas
con él.
El padre Federico Lombardi,
exportavoz de los tres últimos papas, no quiere ni oír hablar de la supuesta
homosexualidad de Casaroli cuando le pregunto al respecto en una de nuestras
cinco entrevistas:
—Todas esas acusaciones de
homosexualidad son un poco excesivas —me dice—. No cabe duda de que hay
homosexuales [en la Iglesia], es evidente. Algunos casos son incluso más
evidentes que otros. Pero me niego a enfocar las cosas de ese modo y creer que
la homosexualidad es un factor de explicación.
Lo cierto es que los dos
hombres de esa extraña pareja, Casaroli y Silvestrini, siempre se ayudaron y
compartieron amistades y odios. Por ejemplo, siempre desconfiaron del «ministro
de Exteriores» de Juan Pablo II, Angelo Sodano, que a su vuelta de Chile en
1989 codiciaba el puesto de Casaroli.
¿Quería el intrigante para sí
el puesto prometido a Silvestrini? El caso es que Juan Pablo II acababa de
nombrar a Silvestrini prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica,
y le había creado cardenal, lo cual indica que Silvestrini tenía todo su apoyo
antes del anhelado ascenso.
—Me crucé con Silvestini
varios días antes de la fecha fatídica y se comportaba como si ya fuera
secretario de Estado —me señala el cardenal esloveno Franc Rodé durante una
conversación en su despacho del Vaticano. Rodé procede del bloque comunista y
analiza la elección entre Silvestrini y Sodano como una decisión política
racional—: Yo estaba en Eslovenia y presentí, lo mismo que Juan Pablo II, que
el comunismo estaba moribundo. Se podría decir que Casaroli representaba el ala
izquierda. Algunos dirán incluso que Casaroli era la línea blanda y Silvestrini
la línea blanda de la línea blanda. Juan Pablo II prefirió a alguien de
derechas. Sodano era un hombre íntegro, un hombre sabio y fiel.
Todos comprendían que Juan
Pablo II titubeara. Y lo que debería ser una mera formalidad se eternizaba.
Pero el papa tranquilizó a Casaroli confirmándole que, al estar poco
acostumbrado a las intrigas romanas y poco interesado en los asuntos de la
península, quería tener a un italiano a su lado.
Casaroli no ahorró esfuerzos
en defensa de su pupilo. Varios testigos directos de la campaña lo certifican:
hablan de ella como de una epopeya shakespeariana, preparada como la batalla de
Azincourt por Enrique V; otros, más franceses, prefieren describirla como una
conquista napoleónica, empezada en Austerlitz pero terminada en Waterloo;
otros, seguramente más realistas, hablan de una campaña solapada en la que
valía todo, incluidas las heridas al amor propio. Por último, un cura cita a
Platón y su elogio de las parejas de soldados que siempre van juntas al combate
y por ello son las más valientes e invencibles, hasta la muerte.
—Decir que Casaroli «quería a
toda costa» a Silvestrini no corresponde a la realidad —matiza, sin embargo, el
cardenal Paul Poupard—. Casaroli tenía una preferencia, pero sabía que la
elección le correspondía al papa. Lo que no le impidió impulsar la candidatura
de Silvestrini y poner toda la carne en el asador.
Pese a las presiones
insistentes de Casaroli, Juan Pablo II acabó dejando a un lado a Silvestrini
para optar por Angelo Sodano. Y como en el Vaticano, teocracia feroz donde, a
imagen de Silicon Valley, the winner takes all («el ganador se lo lleva
todo»), Casaroli se retiró a continuación para dedicar su vida a ayudar a los
chicos delincuentes de una cárcel romana. En cuanto a Silvestrini, herido y
deprimido, no tardó en unirse a la oposición liberal a Sodano y Ratzinger (el
llamado grupo de Saint-Gall) y empezó a ocuparse de un colegio de huérfanos del
barrio romano de Cornelia (adonde me dirigí para interrogar a sus afines, en
especial al arzobispo Claudio Maria Celli).
Dos hombres del Vaticano que
trataron a Casaroli durante sus últimos años me han contado sus conversaciones.
El antiguo «primer ministro» del papa no les ocultó ni su afición por los
chicos, ni su despecho hacia Juan Pablo II, ni sus críticas a Sodano. Estos
testigos que me contaron sus palabras y sus quejas se habían quedado atónitos
cuando, al visitarle en su vivienda personal del Vaticano, vieron fotos de
hombres desnudos colgadas en las paredes.
—Podría decirse que eran fotos
artísticas, pero a mí, por supuesto, no me engañaban.
Un arzobispo de la curia me
cuenta también que Casaroli tenía una pintura que representaba a san Sebastián
en esa vivienda privada:
—Se hacían muchas bromas
acerca de ese cuadro y alguien llegó a aconsejar al antiguo secretario de
Estado que lo escondiera en su habitación. —El arzobispo, temiendo haber ido
demasiado lejos, añade para quitar hierro—: Hay que tener en cuenta que
Casaroli era un esteta…
Según una fuente diplomática
vaticana digna de crédito, los partidarios de la candidatura de Angelo Sodano
usaron las inclinaciones artísticas de Casaroli y sus amistades masculinas para
desprestigiarle. Y torpedearon la candidatura de Silvestrini cuando le contaron
al papa que la policía le había identificado un par de veces en los alrededores
de la romana Villa Giulia, donde hay varios museos de arte contemporáneo.
—Ese infundio, esa mezquina
habladuría, fue el beso de Judas —comenta un buen conocedor del asunto.
Otros cardenales y
vaticanistas con los que hablé piensan, en cambio, que la dureza de este
enfrentamiento y esta guerra de rumores no tuvieron nada que ver con los
motivos de la exclusión de Silvestrini. Incluso uno de ellos me dice:
—Para Juan Pablo II no fue un
asunto personal. Hay que entender esta elección en términos políticos. Cuando
cayó el Muro de Berlín, Juan Pablo II decidió apartar a Casaroli. Fue casi
automático, y el papa, por definición, no podía dejar que se perpetuase su
línea con el nombramiento de Silvestrini en su lugar. En realidad Silvestrini
nunca tuvo la menor posibilidad. De modo que el elegido fue Sodano.
Angelo Sodano es de otra pasta.
Es el «malo» del pontificado de Juan Pablo II (y el «malo» de este libro).
Vamos a aprender a conocerle. Diplomático como Casaroli y taciturno como pocos
cardenales, Sodano, según todos los que le conocen, es un cardenal maquiavélico
para quien el fin justifica todos los medios. Es la eminencia «negra», no solo
«gris», con toda la negrura, la opacidad, de la palabra. Desde hace mucho
también huele a azufre.
Su campaña para ser «primer
ministro» de Juan Pablo II fue eficaz. El anticomunismo de Sodano prevaleció
frente a la moderación de Casaroli y, de rebote, la de Silvestrini. La caída
del Muro de Berlín varios meses antes seguramente convenció al papa de que una
actitud hard («dura», línea Sodano) era preferible a una actitud soft
(«blanda», línea Casaroli-Silvestrini).
A la ideología hay que sumar
la diferencia de personalidades.
—Durante una visita del papa a
Chile, donde Sodano era nuncio, Juan Pablo II descubrió que pese a su
apariencia, muy afeminada, tenía una personalidad fuerte. Es grande, muy macizo,
parece una montaña. Tiene una gran autoridad y además, en eso radica su fuerza,
es muy leal y dócil. Era exactamente lo contrario que Casaroli —me dice
Francesco Lepore.
Federico Lombardi, que por
entonces dirigía Radio Vaticana y después sería portavoz de Juan Pablo II y de
Benedicto XVI, completa esta semblanza del personaje:
—Angelo Sodano era eficaz.
Tenía una mente sistemática. Era un organizador muy bueno. No era muy creativo
ni imprevisible, justo lo que el papa andaba buscando.
Al parecer el secretario
particular de Juan Pablo II, Stanislaw Dziwisz, también intervino en favor de
la candidatura de Sodano. Según un influyente laico del Vaticano:
—Casaroli fue un secretario de
Estado muy poderoso. Sabía decirle «no» al papa. Dziwisz quería que ese cargo
lo ocupara una persona inofensiva, un buen funcionario capaz de cumplir su
tarea pero que dijera «sí». Y todos los que, como yo, vivieron en el Vaticano
durante todo el pontificado de Juan Pablo II, saben bien que el que mandaba era
Dziwisz.
El papa se rodeó así de un
equipo muy peculiar. ¡Qué extraña pareja formaban! Los dos personajes van a
aparecer mucho a lo largo de este libro.
Angelo Sodano vive hoy en un
ático ostentoso de un edificio bautizado como «colegio etíope», en pleno
Vaticano. Está recluido en su torre de marfil africano, con todos sus secretos.
Si alguna vez existió el jardín del Edén, debió de parecerse a este pequeño
paraíso en la tierra: cuando lo visito, cruzando un puente, me encuentro con
céspedes impecablemente cortados, cipreses podados y magnolios de flores
perfumadas. Es un jardín mediterráneo, con pinos, cipreses y, por supuesto,
olivos. En los cedros de los alrededores veo unas cotorras de cabeza púrpura y
bigotes, elegantes y multicolores, cuyos cantos, sin duda, depararán un grato
despertar por las mañanas al cardenal Sodano.
Mientras estoy enfrascado en
la contemplación de estas hermosas aves de cola larga que pueblan el colegio
etíope, se me acerca un obispo africano que reside aquí temporalmente, Musie
Ghebreghiorghis, un franciscano oriundo de la pequeña ciudad de Emdibir, a 180
kilómetros de Addis-Abeba. El obispo me enseña su colegio en compañía de
Antonio Martínez Velázquez, periodista mexicano que es uno de mis principales
investigadores, y nos habla mucho de Angelo Sodano y de su perfidia. Porque
Musie está muy disgustado:
—Es un abuso. Sodano no
debería vivir allí. Esto es el colegio etíope, es para los etíopes…
El motivo de su indignación y
la de los otros curas etíopes que viven en el colegio es la presencia de Angelo
Sodano, que ha privatizado el último piso del edificio. Para Musie
Ghebreghiorghis no tendrían que haberle permitido vivir allí. (El papa
Benedicto XVI y el cardenal Bertone también criticaron esta privatización.)
Salta a la vista que el ático
está adaptado a las necesidades personales de Sodano. Un ascensor evita al
cardenal, que ha preparado bien sus días de vejez, subir las escaleras. En los
pasillos veo fotos del cardenal con Benedicto XVI —cuando todo el mundo sabe
que fueron enemigos declarados—. El mobiliario es horrible, como sucede a
menudo en el Vaticano. ¡Y qué aislamiento! Compruebo que en el ático solo vive
otro cardenal italiano, al lado de Sodano: Giovanni Lajolo. Protegido e íntimo
de aquel, Lajolo, en su calidad de secretario para las relaciones con los
Estados, fue su asistente directo en la Secretaría de Estado. Un Silvestrini
triunfante.
La leyenda negra, la terrible
reputación de Angelo Sodano, tiene varios orígenes. Este italiano del norte
cuyo padre fue durante mucho tiempo diputado de la democracia cristiana,
ordenado sacerdote a los 23 años, es un hombre autoritario y de fuerte voluntad
que ha usado su poder para hacer y deshacer carreras. Su ambición fue precoz.
Cuando se ocupaba de Hungría en la Secretaría de Estado, Pablo VI se fijó en él
y en 1977 lo nombró nuncio en Chile. Número dos del Vaticano durante catorce
años del papado de Juan Pablo II y decano de los cardenales, acumuló funciones
como pocos hombres de la Iglesia antes que él. Su balance suele considerarse
positivo sobre la crisis yugoslava, la primera guerra del Golfo, los conflictos
de Kosovo y Afganistán o las tensiones que estallaron en Tierra Santa durante
su mandato.
A veces se ha comparado a
Sodano con el cardenal Mazarino, el italiano prelado de Estado que sirvió al
papa y a los reyes de Francia, cuyos abusos de poder, gran número de enemigos y
amores secretos son legendarios. Durante el decenio en que Juan Pablo II, papa
joven y deportista, de fuerte complexión y rebosante de energía, se convirtió
en «papa del sufrimiento» y acabó paralizado por la enfermedad de Parkinson,
incapaz de dirigir la curia, con pérdida progresiva de la movilidad e incluso
del habla (según todos los testimonios), Sodano llegó a ser el auténtico papa
interino.
Ya hemos visto que formó
teóricamente un dúo con monseñor Stanislaw Dziwisz, secretario particular del
Juan Pablo II, e incluso un trío con el cardenal Ratzinger, prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero el primero, íntimo del papa,
todavía no era obispo, mientras que el segundo, por importante que fuera, se
limitaba a la doctrina y las ideas. La ambición de estos hombres fue en
aumento, pero mientras tanto el tetrarca Sodano gobernó sin rival todos los
asuntos internos y en la diplomacia vaticana.
Sus ideas políticas le
concitaron un rechazo profundo, que se vino a sumar a unas animosidades
personales ya bien conocidas en Roma. A diferencia del cardenal Casaroli y de
su delfín Achille Silvestrini, hombres de compromiso, Sodano era un hombre
inflexible y perentorio. Era un duro, se decía de él, un violento que devuelve
centuplicados los golpes que recibe. Su sistema operativo: el silencio y la
furia. Su motor ideológico, lo que le motivaba, era principalmente el
anticomunismo. De ahí que congeniara tan pronto con Juan Pablo II, una
confianza que nació o se confirmó durante el controvertido viaje del papa a
Chile en 1987. Por entonces Angelo Sodano era nuncio en Santiago. Y su turbio
pasado chileno, que nadie conoce en detalle, empañó mucho la imagen del
cardenal secretario de Estado.
Por tanto, la historia del
Vaticano de los años noventa y dos mil se fraguó diez años antes en la capital
chilena, donde Sodano comenzó su ascensión. He viajado allí en dos ocasiones
mientras preparaba este libro y he hablado con decenas de testigos. Algunos
archivos de la dictadura también empiezan a «hablar», mientras continúan los
juicios contra los cómplices del general Pinochet. Aunque al parecer casi no
hay documentos escritos de la DINA, la policía secreta (debieron de destruirlos),
recientemente la presión internacional ha logrado que se desclasificaran
importantes archivos estadounidenses, en especial del Departamento de Estado y
de la CIA. El gobierno de Estados Unidos ha entregado al chileno copias de
estos documentos originales, que hoy se pueden consultar en el Museo de la
Memoria y los Derechos Humanos de Santiago. He pasado muchas horas espigando en
estos miles de documentos inéditos para la parte de este libro dedicada a
Angelo Sodano. Muchas cosas que hace años no se conocían empiezan a salir a la
luz, como los cadáveres que el dictador Pinochet quiso hacer desaparecer.
«En estos tiempos el hombre de
bien apenas se distingue del hombre de mal.» La frase es de Chateaubriand, y a
Sodano le viene como anillo al dedo.
Estoy investigando en Santiago
de Chile, y es aquí donde me convierto, sin habérmelo propuesto, en una especie
de biógrafo de Angelo Sodano. Me gustaría que el cardenal y su biógrafo se
conocieran personalmente, pero, a pesar del intercambio epistolar amistoso, este
encuentro no se llega a producir. Lástima. Soy consciente de mi
responsabilidad. Sé que mi conocimiento del cardenal secretario de Estado, por
desgracia, se reducirá probablemente a las páginas que siguen.
Ecce homo. Angelo Sodano fue el representante del Vaticano en
Chile de marzo de 1978 a mayo de 1988. Llegó a Santiago a «la edad de las locas
esperanzas»,5
poco después del golpe de Estado de Augusto Pinochet. Ya conocía el país, pues
había vivido allí de 1966 a 1968 como adjunto de la nunciatura. Era también un
país crucial para el Vaticano, teniendo en cuenta las relaciones con el
dictador chileno, «especialmente sensibles».
Sodano trabó una larga
relación con Pinochet que los numerosos testigos con los que hablé no dudaron
en calificar de «amistad profunda» o incluso de «amistad fusional».
—Angelo Sodano era muy
respetuoso de los derechos humanos. Hicimos lo máximo que se pudo hacer. No olvide
que llegamos a tener treinta refugiados políticos en las dependencias de la
nunciatura de Santiago —se defiende el arzobispo François Bacqué, que fue
adjunto de Sodano en Chile.
Varias veces tuve la ocasión
de conversar y cenar en privado con este diplomático emérito, hoy jubilado.
Tuve la suerte de que Bacqué tuviera de parlanchín lo que Sodano de callado, de
campechano y jovial lo que el exsecretario de Estado de taciturno y ruin; uno
necesitado de que le quisieran y el otro de que le odiaran. A diferencia de
Bacqué, Sodano siempre reservó las frases amables para su camarilla de nuncios
sibilinos y cardenales impenetrables. Sin embargo, esas dos índoles tan
distintas, el nuncio que ha triunfado y el nuncio que ha fracasado, se
parecían. Valiente par de acólitos.
La mayoría de los testigos y
expertos con los que hablé en Santiago de Chile no comparten la apreciación
positiva, y en realidad un poco forzada, de François Bacqué. Para ellos el
pasado de Sodano es «más negro que su sotana».
De entrada está su tren de
vida. Según el testimonio de Osvaldo Rivera, un consejero próximo a Pinochet,
recogido en Santiago de Chile, Angelo Sodano llevaba una vida de lujo:
—Un día me llegó una
invitación a cenar del nuncio y la acepté. Al llegar me di cuenta de que era el
único invitado. Nos sentamos a una mesa muy elegante, con cubertería de plata.
Y me dije: «Este cura quiere mostrarte lo que es el poder, el poder absoluto, y
hacerte sentir como el peor de los miserables». Porque no se trataba únicamente
de los objetos lujosos, todo el montaje era ostentoso.
Muchos otros testigos
recuerdan ese tren de vida insólito para un sacerdote, por muy nuncio que
fuera. La modestia no era precisamente la virtud de Sodano.
—Me acuerdo muy bien de
Sodano. Era un príncipe. Le veía todo el tiempo: se daba la gran vida. Salía en
coche con escolta policial y luz giratoria, algo sorprendente tratándose de un
nuncio. Asistía a todas las inauguraciones y exigía un asiento reservado en
primera fila. Era justo lo contrario que la Iglesia, porque él era partidario
de Pinochet y la Iglesia chilena no —declara el escritor y activista Pablo
Simonetti.
Ernesto Ottone, un profesor
ilustre, fue durante mucho tiempo uno de los dirigentes del Partido Comunista
de Chile. Conoció bien a Sodano, y me cuenta:
—En Chile, Sodano parecía todo
menos un eclesiástico. Le gustaba la buena mesa y el poder. Me resultaba
chocante su misoginia, que contrastaba con sus ademanes muy afeminados. Tenía
un modo insólito de dar la mano: no la estrechaba, te hacía una especie de
caricia femenina, ¡como una cortesana del siglo xix justo antes de desmayarse y
pedir que le traigan las sales para inhalarlas!
Los testigos, estupefactos,
también veían a Sodano «hacer una reverencia hasta el suelo» en presencia del
dictador. Con los subalternos se mostraba más friendly: «Te daba
palmaditas en la espalda», me dice un testigo. Pero las mujeres, en efecto,
eran las grandes ausentes en la vida del nuncio. Solía rodearse de un areópago
de seres masculinos entregados en cuerpo y alma. Al final se impuso la maldad.
Una persona que trabajó con
Sodano en la nunciatura confirma esta evolución:
—Al principio Sodano se
mostraba prudente y reservado. Llegó a Chile con las ideas de Roma sobre la
dictadura. Su opinión de Pinochet era más bien crítica y quería defender los
derechos humanos. Pero poco a poco, en contacto con la realidad y con el
dictador, se fue volviendo pragmático. Se dedicó a pactar con el régimen.
François Bacqué, que también
trabajó con Sodano en Chile, tiene los mismos recuerdos:
—Al principio no quería
comprometerse con Pinochet. Recuerdo que un día tenía que aparecer en público a
su lado durante una ceremonia militar. Lo tradicional era que el nuncio
asistiera, pero Sodano no quiso ir para no comprometer a la Iglesia.
Los archivos diplomáticos, hoy
desclasificados, confirman que, efectivamente, hubo tensiones entre Sodano y
Pinochet, sobre todo los primeros años. Sobre todo en 1984, cuando cuatro
extremistas de izquierda entraron en la nunciatura apostólica pidiendo asilo
político. Pero son más numerosos los documentos que demuestran la lealtad
inquebrantable de Sodano a Pinochet. El nuncio miró a otro lado cuando el
gobierno detuvo a varios curas acusándoles de actividades subversivas.
De hecho, Angelo Sodano acabó
siendo, a pesar suyo, el ángel guardián de Pinochet. Empezó a minimizar sus
crímenes, en la línea de su predecesor en Santiago que, en 1973, los había
desmentido tajantemente calificándolos de «propaganda comunista» (según los
documentos de las misiones diplomáticas estadounidenses reveladas por
Wikileaks). También trató de quitar importancia al sistema de torturas
sistemáticas, pese a que era masivo y brutal, y abogó por mantener relaciones
diplomáticas entre la santa sede y Chile después de que varios países, entre ellos
Italia, las suspendieran.
No contento con ello, Sodano,
según los numerosos testimonios que recogí (como el del sacerdote Cristián
Precht, uno de los colaboradores estrechos del obispo de Santiago, Raúl Silva
Henríquez), propició el nombramiento de obispos neutrales o partidarios de
Pinochet en detrimento de los sacerdotes opuestos al régimen. En 1983 intrigó
para sustituir a Silva Henríquez, un cardenal moderado que criticó los desmanes
de la dictadura y se mantuvo leal al presidente de la república, Salvador
Allende. Sodano logró que en su lugar fuera nombrado Juan Francisco Fresno
Larraín, un notorio aliado de Pinochet y obispo «insignificante», según todos
los testimonios.
—Al cardenal Fresno lo que más
le preocupaba, en realidad, era su pasión por la torta de naranja —me dice en
Santiago la periodista Mónica González.
No obstante parece que el
cardenal Fresno fue una figura más ambivalente, pues a pesar de ser un
anticomunista visceral, al parecer criticó severamente a Pinochet en privado, y
el dictador, que al principio le apreciaba, acabó considerándole un «enemigo»
del régimen. Dicen que Pinochet se quejó de Fresno a Sodano, ¡amenazando con
«cambiar de religión»! Entonces Sodano presionó a Fresno para que moderara sus
críticas al régimen (según los telegramas y las notas de la CIA desclasificados
que he consultado).
Poco a poco Sodano se
endureció. El nuncio, cada vez más rígido e impasible, guardó silencio sobre la
detención y el asesinato de cuatro curas próximos a la teología de la
liberación, un hecho que le valdría las críticas de los católicos progresistas
chilenos (en especial por el Movimiento También Somos Iglesia, que le ha
denunciado por su complicidad con la dictadura). También llamó al orden a
muchos religiosos que participaban en acciones no violentas contra Pinochet. La
de Sodano era una Iglesia de la fuerza movilizada contra los curas
progresistas, los curas obreros, los débiles, no una Iglesia protectora y
defensora.
Por último, con una habilidad
política de la que haría gala al lado de Juan Pablo II, el nuncio se aseguró el
control de la Conferencia Episcopal Chilena, propiciando el nombramiento de al
menos cuatro obispos próximos al Opus Dei para dirigir y limitar los debates
internos. (La mayoría de estos obispos ultraconservadores, cuando eran
seminaristas, habían frecuentado la parroquia del sacerdote Fernando Karadima,
que desempeñó un papel crucial en esta historia, como veremos.)
Desde Roma, cuando Juan Pablo
II le nombró secretario de Estado, Angelo Sodano siguió moviendo los hilos en
Chile y protegiendo al dictador. En 1998 logró que Francisco Javier Errázuriz
fuera nombrado arzobispo de Santiago y después propició su nombramiento como
cardenal. Errázurriz también fue acusado de encubrir casos de abuso sexual de
varios curas pedófilos y en Santiago de Chile se burlaban de él por sus
amistades mundanas y su vida privada: sin embargo, Sodano lo defendió con uñas
y dientes.
El periodista y escritor Óscar
Contardo, que en su reciente libro Rebaño analiza el sistema de los
abusos sexuales en la historia de la iglesia chilena, no duda en criticar a
quien favoreció el nombramiento de Errázuriz, entre otros muchos:
—El nombre de Angelo Sodano
está en el núcleo de la mayoría de los escándalos que han ocurrido en Chile. El
nuncio no estaba en Santiago para ocuparse solo de la fe.
Otra de las periodistas con
quienes hablé en Santiago, que ha escrito mucho sobre los crímenes de la
dictadura, hace un juicio aún más severo:
—Llamemos al pan pan y al vino
vino: en Chile, Angelo Sodano se comportó como un fascista y fue amigo de un
dictador fascista. Esa es la realidad.
En el Vaticano varias voces,
en privado, no dudan en comparar a Sodano con el cura Pietro Tacchi Venturi.
Este jesuita italiano, también reaccionario, fue el mediador entre el papa Pío
XI y Mussolini, y sabemos, por las revelaciones de los historiadores, que el
hombre era una joya: era profascista y además un gran «aventurero sexual» (con
muchachos).
En abril de 1987 Angelo Sodano
supervisó la visita del papa Juan Pablo II a Chile en estrecha relación con el
asistente particular del papa Stanislaw Dziwisz, que se encontraba en Roma y
viajó con el papa. Según dos testigos que estuvieron presentes, las reuniones
de preparación de esta visita arriesgada fueron «muy tensas» y en ellas se
formaron «dos bandos» enfrentados, el conservador partidario de Pinochet y el
progresista, contrario. Otro aspecto extraordinario de estas reuniones fue que
sus participantes fueron «sobre todo sacerdotes homosexuales».
El obispo chileno que coordinó
la preparación de la visita y uno de sus artífices más eficaces fue un tal
Francisco Cox. Este conservador formó parte después en Roma del Pontificio
Consejo para la Familia, donde destacó por su homofobia, antes de ser
denunciado en Chile por abusos homosexuales.
Otro artífice de la visita,
Cristián Precht, era un sacerdote cercano al cardenal progresista de Santiago;
en este violento enfrentamiento entre la derecha y la izquierda del episcopado
chileno representa al otro bando. Cuando hablé con él, Precht me describió
detalladamente esas reuniones, en las que participó «tres o cuatro veces» el
nuncio Angelo Sodano, y me comentó on the record: «Sobre ciertos asuntos
Sodano se comportaba como si fuera el representante del gobierno de Pinochet y
no de Juan Pablo II». (En 2011 y 2018 Precht también fue acusado de cometer
abusos sexuales con chicos y Roma le suspendió y luego le redujo al estado
laico.)
Esta visita del Juan Pablo II
a Chile otorgó al dictador una legitimidad internacional inesperada en un
momento en que empezaban a conocerse mejor sus crímenes y su crédito
internacional estaba muy debilitado. Sodano y Dziwisz sirvieron al dictador en
bandeja de plata un certificado de buena moralidad.
—En aquel entonces hasta
Estados Unidos se había alejado de Pinochet, después de haberle apoyado. ¡El
Vaticano se había quedado solo defendiendo la dictadura! ¡Salvo Angelo Sodano,
nadie quiso otorgar una legitimidad política a Pinochet! —me dice en el café
Starbucks de su universidad en Santiago Alejandra Matus, una periodista de
investigación chilena que estudia la dictadura.
Durante el viaje, Sodano
permitió (o según otras versiones, preparó) la muy simbólica aparición del papa
y el general Pinochet juntos en el balcón del palacio presidencial de La
Moneda. La foto de los dos hombres, sonrientes, levantó ampollas en todo el
mundo y sobre todo en la oposición democrática y una parte de la Iglesia
católica chilena.
Piero Marini, el «maestro de
ceremonias» de Juan Pablo II, participó en el viaje. Durante dos charlas que mantuve
con él en Roma, en presencia de mi investigador Daniele, relativiza esta
versión:
—Se había preparado todo
cuidadosamente, pero de repente Pinochet, por su cuenta y riesgo, invitó al
papa a asomarse con él al balcón de La Moneda. Eso no estaba previsto en el
protocolo. Fue una encerrona.
Al día siguiente, durante una
misa delante de un millón de personas, se produjeron enfrentamientos con la
policía, que cargó contra los revoltosos. Hubo unos seiscientos heridos. Según
muchos testigos y varias investigaciones, los servicios secretos de Pinochet
manipularon a los cabecillas de los disturbios. Pero Sodano sacó un comunicado
que responsabilizaba a la oposición democrática y afirmaba que las víctimas
habían sido los policías.
Esta visita de Juan Pablo II
fue uno de las mejores jugadas políticas de Pinochet y, por tanto, de Sodano.
El dictador no ahorró elogios al nuncio apostólico y meses después le agasajó
con un verdadero banquete de honor para celebrar sus diez años de presencia en
Santiago. Tuve ocasión de hablar con alguien que asistió a la comida y me habló
de una complicidad «inhabitual», «inédita» y «anormal» entre el nuncio y el
dictador. (Los documentos desclasificados del Departamento de Estado
estadounidense lo confirman.)
Varias semanas después, en
mayo de 1988, mientras se perfilaba un delicado referéndum para Pinochet (que
perdió en octubre y le obligó a dejar el poder), Juan Pablo II llamó a Sodano a
Roma y le nombró «ministro de Asuntos Exteriores» del Vaticano. En 1990
ascendió a «primer ministro» del papa.
Pero su luna de miel con
Pinochet no había terminado. Es cosa sabida, desde Montesquieu: «Todo hombre
que tiene poder se ve inclinado a abusar de él; y así lo hace hasta que
encuentra algún límite». Sin límites, pues, y ahora en la santa sede, más que
nunca aventurero y extremista, y menos que nunca discípulo del evangelio,
Sodano siguió cultivando su amistad con el dictador y le apoyó incluso después
de su caída. En 1993 insistió para que el papa Juan Pablo II dispensara sus
«gracias divinas» al general Pinochet con motivo de sus bodas de oro. Y en
1998, cuando Pinochet ingresó en un hospital del Reino Unido y fue retenido al
pesar sobre él una demanda de extradición a España por sus crímenes, Sodano
estuvo al quite: el Vaticano se indignó, apoyó al dictador y se opuso
públicamente a su extradición.
La primera vez que hablé con
Santiago Schuler fue en el restaurante El Toro, de su propiedad. Este
restaurante gay, santuario de la noche chilena, se encuentra en el barrio
santiaguino de Bellavista. Nos caímos bien y volví a verle varias veces, como
en 2017, durante mi segundo viaje, cuando le entrevisté en presencia de Andrés
Herrera, mi investigador en Chile.
Santiago Schuler es un caso un
poco especial. Es un gay partidario de Pinochet. Sigue sintiendo gran
admiración por el dictador.
—En el recibidor de mi casa
sigo teniendo dos retratos de Pinochet —me dice con total aplomo.
El dueño de El Toro, de 71
años, me cuenta su historia, en la que el catolicismo, el fascismo y la
homosexualidad formaron un extraño cóctel. Nacido en Chile en el seno de una
familia de viticultores franceses y con un padre de origen suizo, Santiago
Schuler se crio en un ambiente cristiano próximo al Opus Dei. Está casado y es
padre de nueve hijos. Después de permanecer mucho tiempo «en el armario», no
salió de él hasta que cayó la dictadura, con más de sesenta años. Luego trató
de recuperar el tiempo perdido. Su restaurante gay, El Toro, minúsculo por
dentro pero mucho más amplio cuando se extiende por la calle con una terraza
entoldada, es el centro de la vida gay de Santiago. ¡Tremenda paradoja! El
lugar LGBT por excelencia de Chile está dirigido por un antiguo católico
integrista que fue amigo personal de Pinochet.
—Los homosexuales no fueron
muy perseguidos con Pinochet, aunque el régimen sí era muy machista —sugiere
Santiago Schuler.
Según Schuler y otras fuentes,
la esposa de Pinochet era católica practicante y también gay friendly.
Los Pinochet se rodearon de una verdadera corte de homosexuales católicos. La
pareja presidencial solía aparecer en compañía de figuras gais locales, lo
mismo que el dictador con el nuncio Angelo Sodano.
Los historiadores y activistas
gais con los que hablé en Santiago de Chile no comparten necesariamente esta
opinión. Muchos niegan que la dictadura chilena fuera conciliadora con los
homosexuales. Pero todos reconocen que el régimen toleró algunos ambientes.
—Yo diría que para Pinochet no
existía la cuestión gay —me explica el escritor y activista Pablo Simonetti—. A
juzgar por los documentos que se revelaron tras la caída de la dictadura, no
parece que se ejecutara o torturara a nadie por su estilo de vida. De todos
modos la sodomía siguió siendo un crimen hasta finales de los años noventa, y
no se hizo nada para luchar contra el sida.
De hecho, a finales de los
años setenta y principios de los ochenta, durante la dictadura pinochetista,
llegó a existir un gay circuit en clubes privados, discotecas y bares
donde «las ideas políticas solían quedarse en el vestuario». Se cerraron
algunos bares y la policía se infiltró en algunos clubes. También hubo casos de
persecución, asesinatos y homosexuales torturados por el régimen, pero según
Óscar Contardo, Pablo Simonetti y otros expertos, la dictadura no persiguió a
los homosexuales por serlo, de una manera específica (lo mismo que el régimen
castrista de Cuba, el gobierno socialista anterior, el de Allende, tampoco era
muy gay friendly).
Lo que resulta singular, en
cambio, por no decir asombroso, es la existencia de una auténtica «corte gay»
alrededor de Pinochet. Nadie la ha descrito nunca con detalle; me corresponde a
mí hacerlo, porque entra de lleno en el asunto de este libro.
Durante otra cena en la que me
da a probar un vino tinto de añada que solo él vende en Chile, le pregunto a
Santiago Schuler por la «corte homosexual» de Pinochet. Repasamos una serie de
nombres y, cada vez, Schuler coge su teléfono y, hablando con otros
simpatizantes de Pinochet que siguen siendo amigos suyos, reconstruye el
entorno gay o gay friendly del dictador. Hay seis nombres que aparecen
siempre. Los seis están relacionados estrechamente con el nuncio apostólico
Angelo Sodano.
El más ilustre es el de
Fernando Karadima. Es un cura católico que en los años ochenta fue párroco de
la parroquia de El Bosque, a la que acudo. Situada en un barrio elegante de la
comuna Providencia, en la región metropolitana de Santiago, no dista mucho de
la nunciatura. De modo que Angelo Sodano era vecino de Karadima. Iba a pie a
visitarle.
También era la iglesia a la
que acudía el séquito de Pinochet. El dictador tenía buenas relaciones con
Karadima y le protegió durante mucho tiempo pese a los rumores insistentes, en
los años ochenta, sobre los abusos sexuales que se cometían en su parroquia.
Según varias fuentes, la policía secreta del régimen estaba infiltrada en la
parroquia de Karadima, lo mismo que en la nunciatura de Sodano. Así que desde
esta época los mandos policiales conocían la vida íntima del sacerdote chileno
y sus abusos sexuales.
—Pinochet estaba fascinado por
las informaciones que le transmitían sus amigos, sus espías y sus agentes sobre
los homosexuales. Lo que le interesaba especialmente era la jerarquía católica
gay —me dice Schuller.
Ernesto Ottone, un antiguo
dirigente del partido comunista chileno que estuvo mucho tiempo exiliado, hace
un análisis interesante:
—Al principio la Iglesia no
veía con buenos ojos a Pinochet. De modo que él tuvo que crearse su propia
Iglesia partiendo de cero. Tuvo que encontrar sacerdotes pinochetistas, curas,
pero también obispos. La encargada de esta campaña de reclutamiento, de
formación, fue la parroquia de Karadima. Sodano defendió esta estrategia. Y
como el nuncio era un anticomunista notorio y además muy vanidoso, la atracción
del poder hizo el resto. Era de la derecha dura. Para mí, Sodano era
pinochetista.
(Otro dirigente de izquierda,
Marco Enríquez-Ominami, varias veces candidato a la elección presidencial en
Chile, también me confirma la faceta «pinochetista» de Sodano.)
Fue así como Sodano se hizo
incondicional de Karadima. En la parroquia de El Bosque tenía una habitación
reservada, conocida como «la sala del nuncio». Allí conoció a muchos
seminaristas y curas jóvenes que Karadima le presentaba personalmente. El
chileno hizo de intermediario y reclutador para el italiano, que le estaba
agradecido por sus favores. Los jóvenes en cuestión gravitaban alrededor de la
parroquia y de su organización, la Pía Unión Sacerdotal. Este grupo, que tenía
cinco obispos y varias decenas de sacerdotes muy conservadores, estaba
totalmente subordinado a Karadima, algo parecido a la relación entre los
Legionarios de Cristo y el sacerdote Marcial Maciel.
—Era una especie de secta y
Karadima era su gurú —comenta el abogado Juan Pablo Hermosilla—. Ni el Opus Dei
ni los Legionarios de Cristo estaban todavía bien implantados en Chile, de modo
que el grupo de Karadima desempeñó ese papel.
A través de esta red de curas
y gracias a su don de gentes homosexual, Karadima estaba bien informado sobre
el clero chileno.
—Karadima trabajaba mano a
mano con Sodano —añade Hermosilla.
El sacerdote les aseguraba a
sus visitantes que tenía influencias y que gracias a su buena relación con el
nuncio estaba bien conectado con Roma y gozaba de la protección de Juan Pablo
II (lo que probablemente era una exageración).
—Se hacía el santo y, de
hecho, los seminaristas le llamaban «el santo, el santito». Decía que a su
muerte le canonizarían —añade el abogado Hermosilla.
Mónica González, una destacada
periodista de investigación chilena, confirma:
—Karadima quería enterarse de
todos los detalles privados de los curas, se hacía eco de todos los
chismorreos, de todos los rumores. Hurgaba cuidadosamente en la vida de los
curas progresistas para saber si eran gais. Luego transmitía todas estas
informaciones al nuncio Sodano, para impedir la promoción de los que eran de
izquierdas.
Es probable
que estas informaciones, tanto si Sodano se las transmitía a sus amigos
fascistas como si circulaban directamente de Karadima a Pinochet, se saldaran
con la detención de curas progresistas. Varios testigos hablan de los
conciliábulos de Sodano y Sergio Rillón, el incondicional de Pinochet, y de su
intercambio de dosieres. Sodano, que contaba con los
soplos de Karadima y alardeaba de todo lo que sabía, bien pudo compartir estas
confidencias con la dictadura chilena.
Se
podría decir que en los años setenta y ochenta El Bosque se convirtió en la
parroquia de la dictadura y un lugar de peregrinaje de fascistas. ¡Eran tantos
y tenían tantos crímenes o fechorías sobre su conciencia que uno se pregunta
cómo osaban confesarse y comulgar con la esperanza de acabar en el purgatorio!
A menos que el cura Karadima les prometiera el paraíso, con la bendición del
nuncio.
Muchos
oficiales del ejército, agentes de la policía secreta y consejeros personales
de Pinochet, como Rodrigo Serrano Bombal, un militar retirado, y Osvaldo
Rivera, su hombre de cultura, también acudían a la parroquia de Karadima. Los
ministros y generales de Pinochet oían misa allí, como buenos practicantes.
Angelo
Sodano era una figura omnipresente en El Bosque, según todos los testimonios, y
siempre se le veía en compañía de Karadima, con quien a veces decía misa. El
enviado del papa Juan Pablo II aparecía en algunos eventos al lado de Pinochet.
El resto del tiempo se movía por los círculos fascistas y furiosamente
anticomunistas; estaba en contacto directo con Sergio Rillón, la eminencia gris
de Pinochet, que seguía personalmente los asuntos religiosos, y con Francisco
Javier Cuadra, consejero especial del dictador, más tarde ministro y por último
su embajador en el Vaticano. (Los archivos desclasificados de la CIA confirman
estas informaciones, al igual que Osvaldo Rivera, otro consejero de Pinochet,
con quien hemos hablado.)
Sodano
parece estar a sus anchas en este ambiente fascista. Los íntimos de Pinochet le
adoptan como uno de los suyos, porque el arzobispo es de fiar ideológicamente y
no se va de la lengua. Y como está bien relacionado con Juan Pablo II y le ven
como futuro cardenal, el nuncio es una pieza fundamental en un plan general.
Él, por su parte, encantado de que le den tanta importancia, redobla su
servilismo y su ambición. Como solía decir Roosevelt, ¡nunca subestimes a un
hombre que se sobrestima! Vanidoso como pocos nuncios lo fueron, el futuro
«decano de los cardenales» tiene un orgullo y un ego XXL.
El
ambicioso Sodano navega, pues, entre sus múltiples identidades, evitando
mezclar ambientes y dejar rastro. Sella sus vidas, lo que dificulta la
investigación de sus años chilenos. Es la caricatura de lo que en inglés se
llama un control freak («maníaco del control»). Reservado, indescifrable
incluso, ya en Chile y más tarde en Roma se muestra prudente, discreto,
secreto; salvo cuando no lo es. Como en su relación privilegiada, itifálica del
género «marinero», con un tal Rodrigo Serrano Bombal.
¡Menudo
personaje este Serrano Bombal! ¡Qué pedigrí! ¡Qué CV! Frecuentaba mucho El
Bosque, era exoficial de la reserva de la armada, probablemente agente secreto
de Pinochet. (Su pertenencia a la DINA, la Dirección de Inteligencia Nacional,
policía secreta de Pinochet, está confirmada por su decreto de nombramiento,
que la periodista Mónica González ha podido consultar.) En el libro de González
sobre Karima, un asistente del cura llamado Francisco Prochaska «recuerda: “un
día el padre me dijo que había que mantener a los jóvenes fuera del alcance de
Serrano porque era ‘peligroso’, era homosexual”».
¿Cómo
se sabe todo esto a ciencia cierta? Porque todas estas informaciones se pueden
consultar en la documentación y los interrogatorios de los testigos del «caso
Karadima».
Contra
Fernando Karadima se han interpuesto varias denuncias por abusos sexuales, al
menos desde 1984. Angelo Sodano, cuando se codeaba con él, no podía, pese a su
sonrisa bífida, desconocer estos hechos.
—Fernando
Karadima iba a la caza de chicos jóvenes con problemas familiares y se las
arreglaba para vincularlos a su parroquia. Poco a poco iba apartándoles de su
familia y al final abusaba de ellos. Su método no dejaba de ser arriesgado,
porque esos chicos solían pertenecer a las familias de la élite chilena —me
cuenta el abogado de varias víctimas, Juan Pablo Hermosilla.
Las
fechorías del sacerdote causaron indignación durante los años ochenta y
noventa, pero el entorno gay de Pinochet y el episcopado chileno protegieron a
Karadima y echaron tierra sobre todos los casos. El Vaticano, donde mientras
tanto Angelo Sodano había accedido a la Secretaría de Estado, también encubrió
a Karadima e incluso pidió a la Iglesia chilena que no le denunciara. (La
versión oficial es que el Vaticano no fue informado del caso Karadima hasta
2010, cuando Sodano ya no era Secretario de Estado, y que fue el cardenal de
Santiago, Francisco Javier Errázuriz, quien retuvo la información y se guardó
el expediente durante siete años, motivo por el cual está siendo investigado.)
Se
desconocen los motivos por los que Sodano (y el cardenal Errázurriz) protegió a
este cura pedófilo. Todo hace pensar que no se trataba de encubrir únicamente a
un cura acusado de abusos sexuales, sino todo un sistema en el que la Iglesia y
la dictadura de Pinochet estaban conchabados y que tendría mucho que perder si
el cura tiraba de la manta. Sodano defendió por sistema a todos los curas
acusados de abusos sexuales para evitar el descrédito de la institución,
proteger a sus amigos y, tal vez, a sí mismo.
Según
los catorce testigos que declararon en el juicio y unas cincuenta denuncias
registradas, los abusos sexuales empezaron a finales de los años sesenta y se
prolongaron hasta 2010. Durante cincuenta años Karadima abusó de decenas de
chicos de 12 a 17 años, por lo general blancos y rubios.
Hasta
después de la dictadura, en 2004, no se iniciaron diligencias formales contra
él. Y todavía hubo que esperar a 2011 para que fuesen vistas como creíbles
cuatro denuncias detalladas (pero que habían prescrito). Por entonces el papa
Benedicto XVI había destituido al cardenal Sodano y el Vaticano ordenó un
proceso canónico. El padre Karadima fue declarado culpable de abusos sexuales
sobre menores y sancionado, aunque solo en 2018 fue reducido al estado laico
por el papa Francisco. Según mis informaciones, sigue viviendo en Chile, con
más de 80 años, despojado de cualquier título religioso, en un lugar aislado y
secreto.
Desde
2010 este escándalo ha sembrado el «descrédito» y la «sospecha» en la Iglesia
chilena, al decir de Pablo Simonetti. El número de creyentes se ha hundido y el
índice de confianza en el catolicismo ha pasado del 50 % a menos del 22 %.
La
visita del papa Francisco en 2018 ha reabierto las heridas. Al principio dio la
impresión de que Francisco protegía a un sacerdote próximo a Karadima. Lo más
probable (y lamentable) es que esta actitud, más que un error, fuera un intento
desesperado de evitar que todo el sistema Karadima, con sus connivencias que
salpican a los cardenales Angelo Sodano, Ricardo Ezzati y Francisco Javier
Errázuriz, se venga abajo estrepitosamente. Después de una profunda
investigación, el papa ha terminado pidiendo perdón en una carta pública por
haber «incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la
situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada». Esto
también deja en entredicho a los que le informaron mal. Según la prensa
chilena, se trataría del nuncio Ivo Scapolo y los cardenales Ricardo Ezzati y
Francisco Javier Errázurriz, los tres cercanos a Angelo Sodano.
A
raíz de esta carta todos los obispos chilenos han dimitido en bloque y el
asunto ha adquirido una dimensión internacional. La justicia chilena llamó a
declarar en relación con casos de abusos sexuales cometidos por otros
sacerdotes a varios miembros de la jerarquía chilena, entre los que hay solo
dos cardenales, Errázuriz y Ezzati, y varios obispos. Todavía están por
conocerse muchas revelaciones. (En este capítulo utilizo documentos del proceso
y el testimonio de varias víctimas, como Juan Carlos Cruz, con quien he
hablado, así como el material proporcionado por su principal abogado, Juan
Pablo Hermosilla, que me ha ayudado en mi investigación. Un sacerdote cercano a
Karadima, Samuel Fernández, que se ha arrepentido, también ha estado dispuesto
a hablar conmigo.)
Sabemos,
pues, que durante sus años chilenos Angelo Sodano tuvo un trato asiduo con la
«mafia gay» de Pinochet y la parroquia de El Bosque. ¿Qué sabía exactamente?
¿Qué motivos tenía?
Conviene
aclarar que en ningún momento, ni durante el proceso Karadima, ni en la prensa,
ni en decenas de entrevistas que he mantenido en Santiago, ha saltado la
sospecha de que Sodano participara personalmente en los abusos sexuales sobre
menores cometidos en El Bosque. Lo confirma tajantemente Juan Pablo Hermosilla,
el abogado de las víctimas:
—Hemos
hecho una investigación profunda, partiendo de la relación entre Karadima y el
nuncio Sodano, sobre la participación personal de Sodano en los abusos sexuales
de Karadima, y no hemos encontrado ninguna prueba ni testimonio que le
involucre en estos crímenes. No he oído a nadie decir que Sodano estaba
presente cuando Karadima cometía sus abusos sexuales. Creo que no ocurrió tal
cosa, porque a estas alturas lo tendríamos que saber. —Pero el abogado de las
víctimas añade—: En cambio es casi imposible, teniendo en cuenta la magnitud de
los crímenes sexuales de Karadima, su frecuencia y los rumores que circulaban
desde hacía mucho tiempo, que Sodano desconociera lo que estaba pasando.
Hay
algo que sigue sin aclararse: la proximidad del nuncio con el entorno de
Pinochet. Su familiaridad, su trato, su compadreo con esa auténtica mafia gay
no dejan de llamar la atención, conociendo las posiciones de la Iglesia
católica en los años ochenta sobre la homosexualidad.
Por
su connivencia contra natura con Pinochet el nuncio se ganó el apodo de
Pinochete, según el testimonio de varias personas. En descargo de Angelo
Sodano, sus defensores, como el nuncio François Bacqué, me explican que para un
diplomático del Vaticano era difícil guardar distancias con la dictadura. Tenía
que codearse con las personas próximas a Pinochet, y oponerse a él habría
supuesto el fin de las relaciones diplomáticas con el Vaticano, la expulsión
del nuncio y la detención de muchos sacerdotes. Es un argumento de peso.
Por
otro lado, los cardenales con los que he hablado en Roma destacan un importante
éxito diplomático de Sodano cuando llegó a Chile en 1978. Según ellos, el
cardenal tuvo un papel decisivo de mediador entre Chile y Argentina en la
disputa entre estos dos países católicos por el control fronterizo del extremo
sur americano, cerca de la Tierra del Fuego. (Pero según otros testimonios
dignos de fe, al principio Sodano se opuso a la mediación del Vaticano, que recayó
en Raúl Silva Henríquez y el nuncio italiano Antonio Samorè, enviado
expresamente por el papa.)
Los
mismos cardenales sostienen que Juan Pablo II no se privó de criticar a
Pinochet, incluso en un evento que fue decisivo. Durante su viaje de 1987 el papa,
durante la misa que celebró, permitió que unos miembros de la oposición y
disidentes se expresaran a su lado para criticar el régimen, al que acusan de
censura, tortura y asesinatos políticos. Este viaje tuvo consecuencias
duraderas para la evolución del país hacia la democracia a partir de 1990.
—Juan
Pablo II ejerció una presión democrática sobre Pinochet que acabó dando sus
frutos. Un año después de la visita del papa, un referéndum despejó el camino a
la transición democrática —confirma Luis Larraín, que fue presidente de una
importante asociación LGBT de Chile, y cuyo padre fue ministro del dictador.
Queda
por explicar la extraña relación de la policía política de Pinochet con el
nuncio Sodano.
—Si
nos situamos en las circunstancias de los años ochenta, Pinochet consideraba
cruciales sus relaciones diplomáticas con el Vaticano. Es normal que la pareja
presidencial apadrinara en público a Sodano y que los servicios secretos
chilenos «tuvieran trato» con él en privado. Lo que ya no es tan normal son sus
relaciones íntimas con agentes y consejeros del dictador, entre los más
encumbrados del régimen —se pregunta una periodista chilena que ha escrito
mucho sobre los crímenes de la dictadura.
No
menos de cuatro oficiales de Pinochet «tuvieron trato» personal con Sodano. En
primer lugar el capitán Sergio Rillón, un consejero cercano al dictador y su
«enlace» para los asuntos religiosos, que tenía un despacho en la planta noble
de La Moneda, el palacio presidencial. Era muy próximo a Karadima y Sodano.
—Era
un hombre de extrema derecha e incluso «facho», una de las eminencias grises de
Pinochet, que representaba el ala dura —me dice la periodista Alejandra Matus
en Santiago.
Aunque
estaba casado, en Santiago circulaban rumores sobre las costumbres de Sergio
Rillón.
—Rillón
era un íntimo entre los íntimos de Pinochet. Y un íntimo entre los íntimos de
Sodano —me dice Santiago Schuler.
También
se relacionaba con Sodano otro oficial, Osvaldo Rivera, un hombre mundano que
proclamaba ser «experto cultural» de Pinochet y también frecuentaba las plantas
nobles de La Moneda.
—Rivera
se presentaba como el «zar cultural» del régimen, pero era sobre todo el que
censuraba la televisión en nombre de Pinochet. Todos sabíamos que se movía a la
vez en ambientes de extrema derecha y gais, comenta Pablo Simonetti.
Preguntado
hoy, Osvaldo Rivera se acuerda muy bien de Sodano. Es incluso inagotable cuando
habla de él. Rivera se extiende sobre la vida de Sodano en Chile y nos da
muchas informaciones al respecto. Lo recuerda «bebiendo whisky rodeado de
amigos ricos y refinados» y luego volviendo a su casa siempre debidamente
acompañado, porque llevaba «una buena curadera».
Por
último, Sodano también se relacionaba con Francisco Javier Cuadra, el factótum
de Pinochet, su portavoz, futuro ministro y embajador en el Vaticano. A pesar
de estar separado y ser padre de ocho hijos, aparece como personaje en la
novela La Patria donde su personaje creado por Marcelo Leonart, también
lleva una vida personal muy movida.
Cabe
mencionar aquí a otros dos personajes turbios, porque también gravitaban
alrededor del dictador y pertenecían a la misma «mafia». El primero, un
homosexual extravagante aunque en el armario, Arancibia Clavel, llevaba a cabo
operaciones de eliminación física de oponentes políticos por encargo del
dictador y del ejército. Fue duramente condenado por sus crímenes antes de ser
asesinado por un taxi boy. El segundo, Jaime Guzmán, era uno de los
teóricos del régimen de Pinochet. Acerca de este ultracatólico rígido y
profesor de derecho, la DINA tenía una carpeta etiquetada «homosexualismo»,
según el libro Raro. Una historia gay de Chile, de Óscar Contardo. En
1991 fue asesinado por la extrema izquierda. Ambos conocieron a Sodano, si la
palabra «conocer» tiene aquí algún sentido.
Nadie
ha descrito la trama homosexual de Pinochet: su existencia será una revelación
para muchos chilenos. Varios investigadores y periodistas están indagando sobre
esta red paradójica y sobre la posible financiación entre Pinochet y el
Vaticano (especialmente vía los fondos especiales de las cuentas bancarias
suizas que poseía el dictador en el banco Riggs y que podrían haber sufragado
oficinas anticomunistas próximas a Solidaridad en Polonia). Aún es posible que
más adelante salgan a la luz importantes revelaciones al respecto.
En
todos los casos, estas colusiones políticas y sexuales dan sentido a una frase
célebre atribuida a Oscar Wilde y recogida en la serie House of cards: «Everything
in the world is about sex; except sex. Sex is about power» («Todo trata de sexo,
excepto el sexo. El sexo trata del poder»).
No
sabemos por qué el nuncio apostólico Angelo Sodano tenía tanta afición por este
círculo homosexual. ¿Por qué frecuentaba este ambiente justo cuando Juan Pablo
II proclamaba que la homosexualidad era un pecado abominable, el Mal absoluto?
Se pueden aventurar, en conclusión, tres
hipótesis. La primera es que Angelo Sodano fue manipulado por los servicios
secretos chilenos, que le espiaron y se infiltraron en la nunciatura
aprovechando su ingenuidad, su inexperiencia o sus relaciones. La segunda es
que Angelo Sodano era vulnerable, aceptando la hipótesis de que él mismo fuera
homosexual, y hubiera sido obligado a comprometerse con el régimen para
proteger su secreto. No cabe duda de que la policía política de Pinochet
conocía todos los detalles de su vida profesional y privada, cualesquiera que
fuesen; tal vez se los había arrancado. Por último, la tercera hipótesis es que
Angelo Sodano, ese gran manipulador que compartía las ideas políticas de los
consejeros de Pinochet y sus costumbres, se movió a sus anchas en un ambiente
que le era familiar.
10
LOS LEGIONARIOS DE CRISTO
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