El sociólogo Frederic Martel dice que la homosexualidad "es una
mayoría silenciosa" en el Vaticano
29 de abril de 2019
Bogotá, 29
abr (EFE).- La homosexualidad es una "mayoría silenciosa" en la
Iglesia católica, dijo el periodista y sociólogo francés Frederic Martel en una
entrevista con Efe en Bogotá, en donde presentó "Sodoma: poder y escándalo
en el Vaticano", un polémico libro producto de una investigación de más de
cuatro años.
"En
definitiva la homosexualidad es una mayoría silenciosa en el Vaticano y en los
episcopados de América Latina", aseguró el autor que remarcó que está
presente "en México, Chile, Cuba y Colombia, y que Brasil tampoco escapa a
esa realidad.
Martel,
escritor de otros libros como "Global gay", considera en su nueva
obra que la Iglesia es "una estructura masivamente homosexualizada" y
que su afirmación se sustenta en las averiguaciones que hizo por años.
En esa
dirección recuerda que "el texto es resultado de una investigación de más
de cuatro años para la que viajé por varios países, más de 30, y para la que
entrevisté a cardenales, obispos, sacerdotes, seminaristas y que recorre cinco
pontificados".
En esencia,
añadió, en el libro se concluye que dentro del catolicismo romano la
"corrupción y la hipocresía" son una realidad conocida por muchos
pero de la que no se habla.
"Los
sacerdotes y cardenales más homosexuales son a los que más les interesa
defender el celibato. La posición contra el preservativo o impedir la
sexualidad antes del matrimonio se explica también por la cuestión
homosexual", remarcó.
Para Martel,
el problema de la Iglesia no es que los sacerdotes y otras personalidades sean
homosexuales, y lo que critica es "la doble moral".
A renglón
seguido explicó que su principal interés en este libro de más de 600 páginas no
es arremeter ni destruir la Iglesia, tampoco juzgar a un papa en especial.
"En un
concepto más amplio lo que busqué fue hacer un buen libro basado en
hechos", en el que muestra "cómo el sexo toma un rol importante en
esta organización de poder (el Vaticano) a pesar de que pensemos que debido a
los votos de castidad no hay sexo", comentó.
En
"Sodoma", Martel dedica el capítulo 13, titulado "La cruzada
contra los gais", al fallecido cardenal colombiano Alfonso López Trujillo,
quien fue varios años el presidente del Pontificio Consejo para la Familia y
del que dice fue homosexual.
López
Trujillo presidió ese dicasterio entre 1990 y 2008, cuando falleció en Roma,
lugar en donde el purpurado estuvo sepultado nueve años y luego sus restos
fueron llevados a Medellín, en donde reposan, según lo dispuesto por la
autoridad eclesial.
Según el
sociólogo, tiene confirmación de al menos cuatro fuentes de que López Trujillo
"usó los servicios de prostitutos que ciertos sacerdotes le llevaban a
Medellín y a Roma".
De López
Trujillo también aseguró que fue uno de los que más combatió en Colombia y en
otros países la llamada Teología de la Liberación, una doctrina católica que se
consolidó en la Conferencia de Medellín de 1968 y que tuvo una fuerte presencia
en todo el continente en las décadas siguientes.
En su
momento, el cardenal colombiano Rubén Salazar dijo que "todo era una
calumnia", al referirse a lo escrito por Martel sobre López Trujillo.
"Lo importante
de todo esto es que si queremos cambiar lo que se debe es reconocer la realidad
y corregir", concluyó Martel, quien todavía no se explica las razones por
las cuales no se había escrito un libro como este si "la homosexualidad en
el Vaticano" es una realidad.
Ovidio
Castro Medina
SODOMA
11
EL CÍRCULO DE LUJURIA
—¡En el Vaticano lo llaman Platinette y todos admiran
su audacia! —me dice Francesco Lepore.
Este apodo le viene de una famosa drag queen de la
televisión italiana con pelucas rubio platino.
Me hacen gracia los seudónimos por los que son conocidos, de
puertas adentro, varios cardenales o prelados. No me invento nada, me limito a
recordar lo que me revelaron varios sacerdotes de la curia, pues la maldad es
aún más cruel dentro de la Iglesia que fuera.
Un diplomático influyente me habla de otro cardenal cuyo
apodo es La Montgolfiera. ¿A qué se debe ese nombre? A que tiene «una
apariencia imponente, mucho vacío y poco
aguante», me explica mi fuente, que quiere destacar la
naturaleza aeronáutica, la arrogancia y la vanidad del personaje, «un confeti
que se toma por un globo aerostático».
Los cardenales Platinette y La Montgolfiera tuvieron
su momento de gloria con Juan Pablo II. Formaban parte de lo que podríamos
llamar el primer «círculo de lujuria» alrededor del santo padre. Existían otros
círculos lúbricos de homosexuales practicantes en niveles jerárquicos menos
elevados. Entre los allegados a Juan Pablo II había pocos prelados
heterosexuales, y castos aún menos.
Antes de seguir conviene hacer una puntualización
sobre estos vicios cardenalicios que voy a desvelar. ¿Quién soy yo para juzgar?
También ahora trato de ser non-judgmental; mi propósito no es «sacar del
armario» a sacerdotes vivos, sino describir un sistema. Por eso no diré los
nombres de esos prelados. Creo que esos cardenales, obispos o sacerdotes tienen
todo el derecho a echarse amantes y dar salida a su inclinación innata o adquirida.
Como no soy católico, me da lo mismo si quebrantan el voto de castidad o están
en regla con la Iglesia. En cuanto a la prostitución, tan frecuente en este
grupo, en Italia es legal ¡y al parecer muy bien tolerada por el derecho
canónico aplicado en zona extraterritorial de la santa sede! Lo único
cuestionable es su hipocresía abismal, y ese es el propósito de este libro, que
confirma que la infalibilidad del papa se convierte en impunidad cuando se
trata de las costumbres de su entorno.
Lo que me interesa es sacar a la luz este mundo
paralelo y hacer una visita de inspección en la época de Juan Pablo II. Además
de La Montgolfiera y Platinette, de quienes hablaré más adelante, debo empezar
por la figura de Paul Marcinkus, el hombre de las finanzas y las misiones
secretas, uno de los que administraba el Estado de la Ciudad del Vaticano para
el santo padre.
Mezcla de diplomático, guardia de corps, traductor
anglófono, jugador de golf, transportista de dinero negro y estafador, el
arzobispo estadounidense Marcinkus tenía ya una larga historia vaticana cuando
fue elegido Juan Pablo II. Había sido uno de los traductores de Juan XXIII y
luego una persona muy cercana a Pablo VI (protegió su vida de una agresión), y
había ocupado varios cargos en las nunciaturas apostólicas antes de iniciar su
espectacular ascensión romana.
Por motivos misteriosos Marcinkus llegó a ser uno de
los favoritos de Juan Pablo II desde el principio de su pontificado. Según
varias fuentes, el soberano pontífice sentía un «sincero afecto» por esta
figura controvertida del Vaticano. Marcinkus no tardó en ser nombrado director
del famoso banco del Vaticano, que se vio envuelto en un sinfín de intrigas
financieras y varios escándalos espectaculares durante su mandato. La justicia
italiana acusó y procesó al prelado por corrupción, pero él siempre estuvo
protegido por la inmunidad diplomática vaticana. Sobre Marcinkus recae incluso
la sospecha de haber urdido asesinatos como el de Juan Pablo I, muerto
misteriosamente al cabo de un mes de pontificado, pero esos rumores nunca se
han verificado.
Lo que sí se sabe con certeza es la homosexualidad de
Marcinkus. Una decena de prelados de la curia que conocieron bien al
estadounidense me confirman que era un aventurero goloso.
—Marcinkus era homosexual y sentía predilección por
los guardias suizos. Les solía prestar su coche, un Peugeot 504 gris metalizado
con un bonito interior de cuero. Recuerdocuando salía con un guardia suizo, eso
duró bastante —confirma una de mis fuentes, un laico cercano al arzobispo que
trabajaba y sigue trabajando dentro del Vaticano.
Otro amante de Marcinkus fue un cura suizo que ha
confirmado su relación a una de mis fuentes. Aunque la persecución de la
justicia italiana lo mantenía confinado en el Vaticano, siguió cortejando descaradamente.
Después se jubiló en Estados Unidos, adonde se llevó sus secretos con él: el
arzobispo murió en 2006 en Sun City, una lujosa residencia de ancianos de
Arizona. (Cuando, en presencia de Daniele, le pregunto dos veces a Piero
Marini, que fue «maestro de ceremonias» de Juan Pablo II, este insiste
ingenuamente en la «gran cercanía» de Marcinkus con «los obreros». Por su
parte, Pierre Blanchard, un laico que fue secretario de la APSA durante mucho
tiempo y conoce bien las tramas vaticanas, me ha proporcionado informaciones
muy valiosas.)
Además del discutido Marcinkus, entre los allegados y
oficiales de Juan Pablo II había otros homófilos. El principal era un sacerdote
irlandés, monseñor John Magee, que fue uno de los secretarios particulares de
Pablo VI, y luego, por poco tiempo, secretario personal de Juan Pablo I. Juan
Pablo II le nombró obispo de la diócesis irlandesa de Cloyne, donde se vio
envuelto en una polémica sobre unos casos de abusos sexuales que conmovieron al
país. Un joven seminarista que prestó testimonio ante la Comisión Arzobispal de
Investigación en Dublín sobre la diócesis de Cloyne (en relación con los casos
de abuso sexual) dijo que el obispo le abrazó y le besó en la frente. Este
testimonio fue publicado en el Informe Cloyne. Benedicto XVI acabó obligando a
monseñor Magee a dimitir.
Uno de los asistentes del papa que «practicaba»
activamente su homosexualidad era un cura que mezclaba la corrupción económica
con la corrupción de chicos (mayores de edad, que yo sepa). También él se
deshacía en atenciones con los guardias suizos y los seminaristas, audacias que
compartía con uno de los organizadores de los viajes papales.
Bien lo sabe un joven seminarista de Bolonia que me
contó con detalle su malandanza a lo largo de varias entrevistas. Durante la
visita del papa a esta ciudad en septiembre de 1997, dos de los asistentes y
prelados encargados de los desplazamientos de Juan Pablo II insistieron en ver
a los seminaristas. Enseguida se fijaron en un joven rubio y guapo que entonces
tenía 24 años.
—Mientras nos pasaban revista, de pronto me señalaron
con el dedo. Me dijeron: «¡Tú!». Me pidieron que los acompañara y ya no me
soltaron. Querían verme todo el tiempo. Era una técnica de ligue muy insistente
—me explica el exseminarista (que, veinte años después, sigue siendo muy
seductor).
Durante la visita de Juan Pablo II, los colaboradores
estrechos del papa exhibieron a su seminarista entre mimos y zalamerías. Se lo
presentaron al papa en persona y le pidieron que le hiciera subir al estrado
con él en tres ocasiones.
—Me di cuenta de que estaban allí para ligar.
Camelaban a los jóvenes y me hacían proposiciones sin tomar ninguna precaución.
Cuando terminó su estancia me invitaron a visitarlos en Roma quedándome en su
casa. Decían que podían alojarme en el Vaticano y enseñarme el despacho del
papa. Yo me olí sus intenciones y no les hice caso. ¡Perdí la vocación! ¡Si no,
puede que hoy fuera obispo!
La audacia no tiene límites. Otros dos fieles
colaboradores del papa, un arzobispo que le aconsejaba y un nuncio muy
conocido, también tuvieron una vida sexual llena de excesosinimaginables. Lo
mismo puede decirse de un cardenal colombiano al que todavía no conocemos, pero
no tardará en aparecer: Juan Pablo II encargó a este «satánico doctor» coordinar
la política familiar del Vaticano, pero al caer la noche se entregaba con una
regularidad desconcertante a la prostitución masculina.
En el entorno inmediato del papa también había un trío
de obispos muy singular en su género, porque formaban una banda (no encuentro
una palabra mejor). Era otro de los círculos lúbricos que rodeaban al papa.
Comparados con los cardenales o prelados majestuosos que acabo de mencionar,
estos aventureros homosexuales de su santidad eran mediocres, no se
arriesgaban.
El primero era un arzobispo al que se hace pasar por
un ángel, con pinta de santurrón, que dio mucho que hablar en su día por su
apostura. Cuando me encuentro con él treinta años después sigue siendo un
hombre guapo. Por entonces era protegido del cardenal Sodano y el soberano
pontífice también le adoraba. Hay muchos testimonios que confirman sus
inclinaciones, incluso fue apartado de la diplomacia vaticana «cuando lo
sorprendieron en la cama con un negro» (me asegura un sacerdote de la
Secretaría de Estado que también se ha acostado varias veces con el
interesado).
El segundo obispo del entorno de Juan Pablo II tenía
un papel central en la preparación de las ceremonias papales. En las fotos se
le ve al lado del santo padre. Conocido por sus prácticas S&M, dicen que
acudía vestido de cuero al Sphinx, un club de cruising romano, hoy
cerrado. En el Vaticano se hizo famosa una frase que le aludía: «Lace by
day; leather by night» («Encajes de día y cuero por la noche»).
Al tercer obispo en discordia lo describen como una
persona especialmente perversa, que acumulaba escándalos económicos y
escándalos con chicos. La prensa italiana lleva tiempo hablando de él.
Los tres obispos formaban parte de lo que podríamos
llamar el «segundo círculo de lujuria» alrededor de Juan Pablo II. No aparecían
en primer plano, eran subalternos. El papa Francisco, que conoce bien a estos
tunantes, se ha encargado de mantenerlos a raya privándoles de la púrpura. Se
podría decir que los tres están en el armario por partida doble: agazapados y postergados.
Estos tres iniciados desempeñaron, alternativamente,
funciones de alcahuetes y lacayos, mayordomo, camarero, maestro de ceremonias,
maestro de celebraciones litúrgicas, canónigo y jefe de protocolo de Juan Pablo
II. Serviciales cuando hacía falta, a veces dispensaban «servicios» a los
cardenales más importantes, y el resto del tiempo practicaban el vicio por su
cuenta. (En una serie de entrevistas grabadas me confirmaron el nombre de
algunos de estos obispos y su homosexualidad activa en el entorno del cardenal
Angelo Becciu, por entonces «ministro del Interior» del papa Francisco.)
Hablé largo y tendido, en compañía de Daniele, mi
principal investigador italiano, con dos de estos tres mosqueteros. El primero
se mantuvo fiel a su imagen de caballero y gran personaje. Por miedo a delatar
su homosexualidad (sobre la que no cabe ninguna duda), se mantuvo reservado. El
segundo, con el que conversamos varias veces en un palacio del Vaticano, en
zona «extraterritorial», nos dejó patidifusos. En el inmenso edificio, donde
también viven varios cardenales, el sacerdote nos recibió con ojos como platos,
¡como si fuésemos los Tadzio de Muerte en Venecia! Feo como él solo, le
tiró los tejos a Daniele sinmás preámbulos y se deshizo en cumplidos conmigo (a
pesar de que nos veíamos por primera vez). Nos pasó contactos y nos prometimos
que volveríamos a vernos (lo hicimos). Gracias a él se nos abrieron algunas
puertas que nos dieron acceso inmediato al servicio de protocolo y al banco del
Vaticano, donde es evidente que el trío posee ramificaciones. Daniele no las
tenía todas consigo, sobre todo cuando lo dejé solo un momento para ir al
cuarto de baño:
—¡Tenía miedo de que me metiera mano! —me confesó
riendo cuando salimos.
Entre estos allegados a Juan Pablo II, la relación con
la sexualidad y el ligue varía. Mientras que unos cardenales y obispos se
arriesgan, otros redoblan las precauciones. Un arzobispo francés, creado
cardenal más adelante, vivía en pareja estable con un sacerdote anglicano y
luego con otro italiano, según su antiguo asistente; otro cardenal italiano
vive con su compañero y me lo presentó como «el marido de su difunta hermana»,
pero en el Vaticano todos, empezando por los guardias suizos, conocían el tipo
de relación que mantenían. Un tercero, el estadounidense William Baum, cuyas
costumbres salieron a la luz, también vivía en Roma con su célebre amante, que
no era otro que uno de sus asistentes.
Otro cardenal francófono con quien hablé varias veces,
también próximo a Juan Pablo II, era conocido por un vicio algo especial: su
técnica consistía en invitar a comer a seminaristas o futuros nuncios y luego,
pretextando cansancio al final de la comida, sugerirles que durmieran la siesta
con él. Entonces el cardenal se tumbaba en la cama, sin mediar palabra, y
esperaba a que el joven novicio se le uniera. Ansioso de reciprocidad, esperaba
pacientemente, inmóvil como una araña en medio de su tela.
Otro cardenal de Juan Pablo II era conocido por sus
salidas del Vaticano en busca de chicos, sobre todo en los parques que rodean
el Capitolio y, como ya hemos visto, no quiso que su coche oficial llevara
matrícula diplomática del Vaticano para tener más libertad. (Según el
testimonio de primera mano de dos curas que trabajaron con él.)
Otro cardenal más, que desempeñaba un importante cargo
de «ministro» de Juan Pablo II, fue devuelto bruscamente a su país tras un
escándalo con un joven guardia suizo, con dinero por medio. Más tarde le
acusaron de encubrir casos de abusos sexuales.
Otros sacerdotes influyentes del entorno de Juan Pablo
II eran homófilos y más discretos. El dominico Mario Luigi Ciappi, uno de sus
teólogos personales, compartía fraternalmente su vida con su socius
(asistente). Uno de los confesores del papa también era prudentemente homófilo.
(Según informaciones de uno de los antiguos asistentes de Ciappi.)
Pero volvamos al primer «círculo de lujuria». Su
núcleo, en cierto modo, eran los cardenales La Montgolfiera y Platinette, y los
otros astros gravitaban a su alrededor. Al lado de estas grandes divas, los
segundos círculos y otros cardenales periféricos palidecen. ¡Esos dos eran
excepcionales, por sus «amores monstruos» y su «concierto de infiernos»!
Fueron sus asistentes, colaboradores o colegas
cardenales quienes me contaron sus correrías; yo mismo pude hablar con
Platinette en la santa sede y doy fe de su audacia: me agarró el hombro,
cogiéndome virilmente el antebrazo, sin soltarme ni un momento pero sin ir
tampoco más lejos.
Entremos, pues, en este mundo paralelo donde el vicio
recibe una recompensa proporcional a sus excesos. ¿Será esta clase de práctica
la que ha dado origen a la bonita fraseinglesa «They lived in squares and
loved in triangles» (Literalmente: «Vivían en cuadrados [squares, es
decir plazas] y amaban en triángulos»)? Sea como fuere, los cardenales La
Montgolfiera y Platinette, a los que no tardaría en unirse un obispo cuyo mote
callaré por caridad, eran tres clientes habituales de los prostitutos romanos,
con los que formaban cuartetos.
¿Se arriesgaban mucho La Montgolfiera y Platinette
dejándose arrastrar por los torbellinos de una vida disoluta? A primera vista
se diría que sí, pero, como cardenales, disfrutaban de inmunidad diplomática y
de una protección en las más altas esferas del Vaticano, por ser amigos del
papa y sus ministros. Además, ¿quién podía irse de la lengua? En esa época los
escándalos sexuales aún no habían salpicado al Vaticano. La prensa italiana
apenas publicaba nada al respecto, los testigos callaban y la vida privada de
los cardenales era intocable. Las redes sociales aún no existían y hasta más
tarde, tras la muerte de Juan Pablo II, no alteraron el panorama mediático. Hoy
seguramente se publicarían vídeos comprometedores y fotos explícitas en
Twitter, Instagram, Facebook o YouTube, pero en ese momento el gran camuflaje
seguía siendo eficaz.
De todos modos, La Montgolfiera y Platinette tomaban
precauciones para evitar rumores. Idearon un sistema complicado de
reclutamiento de escorts a través de un triple filtro. Para ello
recurrieron a un «gentilhombre de Su Santidad», un laico casado, posiblemente
heterosexual que, a diferencia de sus comanditarios, tenía unas prioridades
distintas de la homosexualidad. Andaba metido en enredos financieros dudosos y
lo que pretendía a cambio de sus servicios era, ante todo, apoyos sólidos en
las alturas de la curia y una recomendación.
A cambio de una generosa retribución, el gentilhombre
de Su Santidad se ponía en contacto con otro intermediario cuyo seudónimo era
Negretto, un cantante de Nigeria miembro de la coral del Vaticano, que a lo
largo de varios años creó una red fértil de seminaristas gais, escorts
italianos y prostitutos extranjeros. Con este sistema de muñecas rusas metidas
unas en otras, Negretto recurría a un tercer intermediario que hacía de gancho.
Reclutaban en todas direcciones, sobre todo migrantes que necesitaban permiso
de residencia: el gentilhombre de Su Santidad les prometía que intervendría
para que consiguieran papeles si ellos se mostraban «comprensivos». (Utilizo
aquí datos extraídos de los informes de escuchas telefónicas realizados por la
policía italiana e incorporados al proceso abierto sobre este caso.)
El sistema se mantuvo en pie durante varios años,
durante el pontificado de Juan Pablo II y el principio del de Benedicto XVI, y
sirvió para abastecer a los cardenales La Montgolfiera y Platinette, a su amigo
obispo y a un cuarto prelado cuya identidad no he logrado averiguar.
La acción propiamente dicha se desarrolla fuera del
Vaticano en varias residencias, sobre todo en un chalet con piscina, unos
apartamentos de lujo en el centro de Roma y, según dos testigos, en la
residencia de verano del papa, Castel Gandolfo. Esta residencia, que visité con
un arzobispo del Vaticano, está convenientemente situada en zona
extraterritorial, propiedad de la santa sede y no de Italia, donde no pueden
intervenir los carabinieri (me lo han confirmado). Allí, lejos de las
miradas, un prelado bien pudo, so pretexto de llevar a correr a sus perros,
hacer que sudaran sus favoritos.
Según varias fuentes, el broche de esta trama de escorts
de lujo era el modo de sufragarla. Los cardenales, no contentos con recurrir a
la prostitución masculina para satisfacer su libido, no contentos con ser
homosexuales en privado y homófobos furibundos en público, también se las arreglaban
para no pagar de su bolsillo a sus gigolós. Metían mano en las arcas del
Vaticano para remunerar a los intermediarios, y también a los escorts,
cantidades que variaron según las épocas pero que siempre eran muy elevadas, a
veces ruinosas (hasta 2.000 euros la noche para los escorts de lujo,
según informaciones obtenidas por la policía italiana en este caso). Algunos monsignori
del Vaticano, ampliamente informados del asunto, inventaron un mote irónico
para esos prelados roñosos: los ATM-Priests(«curas-cajeros
automáticos»).
Al final, la justicia italiana, sin proponérselo,
acabó con esta trama de prostitución cuando ordenó la detención de varios
implicados por asuntos graves de corrupción. También fueron detenidos dos de
los intermediarios, identificados en las escuchas realizadas por la policía en
el teléfono del gentilhombre de Su Santidad. Fue así como la trama de
prostitución quedó decapitada y la policía descubrió su alcance, pero no pudo
remontarse ni acusar a los cabecillas, pues gozaban de inmunidad diplomática:
los cardenales La Montgolfiera y Platinette.
En Roma hablé con un teniente coronel de los
Carabinieri que conoce bien estos asuntos. Este es su testimonio:
—Parece que esos cardenales fueron identificados, pero
no se les pudo interrogar ni detener debido a la inmunidad diplomática. Todos
los cardenales tienen esa inmunidad. Si se ven envueltos en un escándalo, saben
que están protegidos. Se refugian tras los muros de la santa sede. Ni siquiera
podemos registrar su equipaje, aunque sospechemos que transportan droga, por
ejemplo, ni interrogarles.
El teniente coronel de los Carabinieri prosigue:
—En teoría la gendarmería vaticana, que no depende de
las autoridades italianas, habría podido interrogar a esos cardenales y abrir
diligencias. Pero solo lo haría a petición de la santa sede y, evidentemente,
en este asunto los cabecillas del tráfico estaban bien conectados con los altos
responsables de la santa sede…
Pasaré por alto detalles de estas hazañas
cardenalicias pese a que, según las escuchas de la policía, sus caprichos eran
muy creativos. Hablan de los escorts en términos de «expedientes» y
«situaciones». Los intermediarios obedecen y proponen perfiles adecuados que
solo varían en la estatura y el peso. Extractos de las conversaciones (sacados
de las notas procesales):
—No le diré más. Mide dos metros de altura, tal peso y
tiene 33 años.
—Tengo una situación en Nápoles… No sé cómo decírselo,
es algo que no se puede dejar escapar… 32 años, 1 metro 93, muy guapo…
—Tengo una situación cubana.
—Acabo de volver de Alemania con un alemán.
—Tengo dos negros.
—X tiene un amigo croata al que le gustaría saber si
usted puede encontrar una hora.
—Tengo un futbolista.
—Tengo a uno de los Abruzos.
Etcétera.
Un buen resumen del asunto sería que en estos negocios
se junta Cristo con el Viagra.
Después de un largo proceso y varios recursos, nuestro
«gentilhombre» fue condenado por corrupción, la coral del Vaticano se disolvió
y Negretto vive en una residencia católica fuera de Italia donde al parecer
tiene los gastos pagados para comprar su silencio. En cuanto a los otros
intermediarios, pese a conocer su identidad no he podido seguirles el rastro.
Los cardenales implicados no solo se han ido de rositas, sino que sus nombres
reales no han aparecido nunca en las actas procesales ni en la prensa.
El papa Juan Pablo II, admitiendo que no estuviera al
corriente, tampoco fue capaz de separar, entre sus allegados, el grano de la
paja, seguramente porque esa cura de desintoxicación afectaría a demasiada
gente. El papa Benedicto XVI conocía el asunto y se esforzó por marginar a sus
principales protagonistas, al principio con éxito, hasta que su empeño le
condujo, como veremos, a su perdición. Francisco, asimismo bien informado,
sancionó a uno de los obispos implicados negándose a crearle cardenal, pese a
la promesa que le había hecho un exsecretario de Estado. Platinette, por ahora,
conserva su puesto. El cabecilla de la trama y señor del campo de batalla, La
Montgolfiera, tiene una jubilación dorada de cardenal. Sigue llevando una vida
de lujo y, según cuentan, con su amante. Por supuesto, estos prelados se han
sumado a la oposición al papa Francisco. Critican ásperamente sus propuestas
favorables a los homosexuales y reclaman más castidad. Ellos, que la
practicaron tan poco.
Este caso sería uno más del montón si no fuera la
verdadera matriz de comportamientos recurrentes en la curia romana. No son
desviaciones, es un sistema. Estos prelados se sienten intocables y se
aprovechan de su inmunidad diplomática. Por eso, si hoy conocemos su perversión
y su maldad, es porque ha habido testigos que han hablado. Aunque se ha
intentado taparles la boca.
Conviene que nos extendamos un poco sobre una historia
inverosímil estrechamente relacionada con el caso Montgolfiera. ¡Y menuda
historia! ¡Una auténtica intriga «de genio», como diría el Poeta! Su
protagonista es un prelado discreto, jefe de departamento en la Secretaría de
Estado, monseñor Cesare Burgazzi, y el caso se hizo público. (Como Burgazzi no
quiso responder a mis preguntas, para el relato de este asunto me baso en el
testimonio detallado de dos curas y colegas suyos, en datos proporcionados por
la policía y en las actas del proceso que se entabló.)
Una noche de mayo de 2006 unos policías sorprenden a
monseñor Burgazzi dentro de su coche en un lugar de merodeo homosexual y
prostitución bien conocido en Roma, Valle Giulia, cerca de Villa Borghese. Han
visto varias veces su coche, un Ford Focus, dando vueltas por la zona. Al verlo
parado con las luces apagadas, los respaldos inclinados y unas sombras
moviéndose en el interior, se acercan para identificar a los ocupantes y
detenerles por atentado contra el pudor. El desdichado prelado se asusta y huye
al volante de su vehículo. La persecución, veinte minutos de vértigo por las
calles romanas, termina como en las películas americanas, con colisiones en
cadena: dos coches de la policía accidentados y tres policías heridos.
«¡Ustedes no saben quién soy yo! ¡No saben con quién
se juegan los cuartos!», grita Burgazzi con un ojo morado cuando le llevan
detenido después de pasarse un poco jugando a los autos de choque.
En el fondo, el asunto es tan trivial, tan frecuente
en el Vaticano, que a primera vista no tiene gran interés. No sería la primera
persecución que figura en los atestados policiales del mundo con curas,
prelados y hasta cardenales implicados. Pero en este caso las cosas no son tan
sencillas. En la versión de los policías, que según afirman se identificaron
con sus placas, dentro del coche se han encontrado preservativos y un traje de clergyman
(el sacerdote viste de calle cuando le detienen). La policía requisa el
teléfono del prelado e identifica una llamada «a un transexual brasileño
llamado Wellington».
Por su parte, Cesare Burgazzi afirma obstinadamente
que los policías iban de paisano y tenían coches camuflados, por lo que creyó
que querían desvalijarle e incluso llamó varias veces a los teléfonos de
urgencia. El prelado también niega la llamada al transexual Wellington y que
llevara preservativos en su coche. Afirma que varios pasajes de la declaración
de los policías son falsos y que sus heridas eran más leves de lo que se dijo
(algo que la justicia confirmaría en apelación). En definitiva, Burgazzi jura
que, al creer que era un intento de robo, lo único que hizo fue intentar huir.
Esta tesis de los policías disfrazados de salteadores
de caminos, o viceversa, parece cuando menos fantasmagórica. Pero el prelado
fue tan insistente y la policía tan incapaz de demostrar lo contrario que el
proceso duró más tiempo del previsto. En primera instancia Burgazzi fue
absuelto debido a la inconsistencia de las declaraciones policiales. Pero
recurrió, lo mismo que la acusación; él para quedar totalmente limpio y los
policías para que le condenaran. Y resulta que en la apelación la justicia
creyó la versión de los policías y le declaró culpable. Entonces Burgazzi
presentó un recurso de casación y el caso terminó ocho años después con una
absolución definitiva.
Aunque el fallo es inapelable, las circunstancias del
asunto siguen siendo, cuando menos, poco claras. Una posibilidad es que alguien
tendiera una trampa a Burgazzi. Según esta hipótesis, aventurada por varias
personas que conocen bien el caso, Burgazzi, que es un hombre prudente y bien
informado, gracias a sus funciones en el Vaticano había descubierto unas
prácticas económicas escandalosas y la doble vida homosexual de varios
cardenales muy próximos al papa Juan Pablo II: mezcla estrafalaria de desfalcos
del banco del Vaticano, cajas B y redes de prostitución. El fogoso Burgazzi,
precavido y, según dicen, incorruptible, había sacado fotocopias de todo y las
había guardado en una caja fuerte con una clave que solo conocían él y su
abogado. Según esta versión, poco después, sacando fuerzas de flaqueza, pidió
una entrevista personal con el más poderoso de estos cardenales para contarle
lo que había descubierto y pedirle explicaciones. No sabemos lo que pasó en esa
reunión. Lo que sí sabemos es que Burgazzi no entregó esa carpeta a la prensa,
lo que probaría su fidelidad a la Iglesia y su aversión al escándalo.
¿Tendría algo que ver la amenaza de Burgazzi con el
caso rocambolesco de la Villa Borghese? ¿Cabe la posibilidad de que el poderoso
cardenal implicado en el asunto se asustara y tratara de neutralizar al
prelado? ¿Tendió una trampa a Burgazzi para comprometerle y obligarle a guardar
silencio con el concurso de alguna trama próxima a la policía italiana o
incluso de verdaderos policías (se sabe que un jefe de policía era amigo del
cardenal)?
¿Querían desprestigiarle para que sus posibles
declaraciones no tuvieran credibilidad? Seguramente todas estas preguntas
permanecerán mucho tiempo sin respuesta.
Sabemos, no obstante, que el papa Benedicto XVI,
elegido mientras se instruía el largo proceso judicial, insistió para que
Burgazzi recuperase su puesto en la Secretaría de Estado. E incluso se le
acercó durante una misa y le dijo: «Lo sé todo. Continúe» (según un testigo de
primera mano a quien se lo contó Burgazzi).
Este respaldo inesperado del papa en persona da idea
de la alarma creada en el Vaticano por este asunto y confiere cierto crédito a
la hipótesis de una manipulación. Porque no dejan de sorprender las
declaraciones tan deficientes de los policías, sus pruebas dudosas que acabaron
siendo rechazadas por la justicia. ¿Fue un montaje? ¿Con qué fin? ¿Fue Cesare
Burgazzi víctima de una maquinación urdida por uno de sus pares para hacerle
callar o hacerle cantar? La sala de lo penal del tribunal de casación italiano,
al refutar la versión de los policías, ha dado pábulo a estas sospechas.
Una de las claves de Sodoma, por tanto, son los
asuntos de dinero y de costumbres, que en el Vaticano suelen estar
estrechamente imbricados. El cardenal Raffaele Farina, uno de los que mejor
conoce estos escándalos económicos (a petición de Francisco presidió la
comisión de reforma del banco del Vaticano), fue el primero que me puso sobre
la pista de estos enredos cruzados. En las dos largas entrevistas que me
concedió en su domicilio de la santa sede, en presencia de mi investigador
italiano Daniele, Farina habló de esas colusiones inverosímiles diciendo que
eran como «dos demonios uncidos al mismo yugo por un mismo designio»
(Shakespeare). El cardenal, por supuesto, no dio nombres, pero él y yo sabíamos
a quién se refería cuando aseguraba, con el aplomo de quien tiene pruebas, que
en el Vaticano la adoración a los muchachos y la adoración al becerro de oro
van a la par.
Las explicaciones apuntadas por Farina y confirmadas
por otros cardenales, obispos y expertos del Vaticano son auténticas reglas
sociológicas. De entrada, el alto porcentaje de homosexuales en la curia romana
explica estadísticamente, por así decirlo, que muchos de ellos hayan
protagonizado intrigas financieras. A esto se añade el hecho de que para
entablar relaciones en un mundo tan cerrado y controlado, vigilado por los
guardias suizos, la gendarmería y el qué dirán, hay que extremar la prudencia.
Solo puede haber cuatro soluciones. La primera es la monogamia, opción escogida
por una proporción significativa de prelados que tienen así menos aventuras que
los demás. Si los homosexuales no forman parejas estables, su vida se vuelve
más complicada. Entonces tienen estas tres opciones: viajar para recuperar la
libertad sexual (es el camino real que emprenden a menudo los nuncios y los minutantes
de la Secretaría de Estado), frecuentar los bares y locales especializados o
recurrir a prostitutos externos. En los tres casos se necesita dinero. Pero el
sueldo de un cura gira en torno a 1.000 o 1.500 euros mensuales, que incluyen
alojamiento y comida, cantidades muy insuficientes para satisfacer esos deseos
secretos. Los curas y obispos del Vaticano son pobretones, de ellos se dice que
«viven como príncipes cobrando el salario mínimo».
A fin de cuentas, la
doble vida de un homosexual en el Vaticano implica un control muy estricto de
su vida privada, una cultura del secreto y necesidad de dinero: incitaciones al
camuflaje y la mentira. Todo esto explica los peligrosos vínculos entre el
dinero y el sexo, la frecuencia de los escándalos financieros y las intrigas
homosexuales, y los círculos de lujuria que se crearon durante el pontificado
de Juan Pablo II, en una ciudad convertida en un dechado de corrupción.
Próximo capítulo:
12
LOS GUARDIAS SUIZOS
No hay comentarios:
Publicar un comentario