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domingo, 12 de mayo de 2019

SODOMA (Poder y Escándalo en el Vaticano) Capítulo 11


El sociólogo Frederic Martel dice que la homosexualidad "es una mayoría silenciosa" en el Vaticano


29 de abril de 2019


Bogotá, 29 abr (EFE).- La homosexualidad es una "mayoría silenciosa" en la Iglesia católica, dijo el periodista y sociólogo francés Frederic Martel en una entrevista con Efe en Bogotá, en donde presentó "Sodoma: poder y escándalo en el Vaticano", un polémico libro producto de una investigación de más de cuatro años.

"En definitiva la homosexualidad es una mayoría silenciosa en el Vaticano y en los episcopados de América Latina", aseguró el autor que remarcó que está presente "en México, Chile, Cuba y Colombia, y que Brasil tampoco escapa a esa realidad.

Martel, escritor de otros libros como "Global gay", considera en su nueva obra que la Iglesia es "una estructura masivamente homosexualizada" y que su afirmación se sustenta en las averiguaciones que hizo por años.

En esa dirección recuerda que "el texto es resultado de una investigación de más de cuatro años para la que viajé por varios países, más de 30, y para la que entrevisté a cardenales, obispos, sacerdotes, seminaristas y que recorre cinco pontificados".

En esencia, añadió, en el libro se concluye que dentro del catolicismo romano la "corrupción y la hipocresía" son una realidad conocida por muchos pero de la que no se habla.

"Los sacerdotes y cardenales más homosexuales son a los que más les interesa defender el celibato. La posición contra el preservativo o impedir la sexualidad antes del matrimonio se explica también por la cuestión homosexual", remarcó.

Para Martel, el problema de la Iglesia no es que los sacerdotes y otras personalidades sean homosexuales, y lo que critica es "la doble moral".

A renglón seguido explicó que su principal interés en este libro de más de 600 páginas no es arremeter ni destruir la Iglesia, tampoco juzgar a un papa en especial.

"En un concepto más amplio lo que busqué fue hacer un buen libro basado en hechos", en el que muestra "cómo el sexo toma un rol importante en esta organización de poder (el Vaticano) a pesar de que pensemos que debido a los votos de castidad no hay sexo", comentó.

En "Sodoma", Martel dedica el capítulo 13, titulado "La cruzada contra los gais", al fallecido cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, quien fue varios años el presidente del Pontificio Consejo para la Familia y del que dice fue homosexual.

López Trujillo presidió ese dicasterio entre 1990 y 2008, cuando falleció en Roma, lugar en donde el purpurado estuvo sepultado nueve años y luego sus restos fueron llevados a Medellín, en donde reposan, según lo dispuesto por la autoridad eclesial.

Según el sociólogo, tiene confirmación de al menos cuatro fuentes de que López Trujillo "usó los servicios de prostitutos que ciertos sacerdotes le llevaban a Medellín y a Roma".

De López Trujillo también aseguró que fue uno de los que más combatió en Colombia y en otros países la llamada Teología de la Liberación, una doctrina católica que se consolidó en la Conferencia de Medellín de 1968 y que tuvo una fuerte presencia en todo el continente en las décadas siguientes.

En su momento, el cardenal colombiano Rubén Salazar dijo que "todo era una calumnia", al referirse a lo escrito por Martel sobre López Trujillo.

"Lo importante de todo esto es que si queremos cambiar lo que se debe es reconocer la realidad y corregir", concluyó Martel, quien todavía no se explica las razones por las cuales no se había escrito un libro como este si "la homosexualidad en el Vaticano" es una realidad.

Ovidio Castro Medina




SODOMA
                                                                         11

EL CÍRCULO DE LUJURIA



—¡En el Vaticano lo llaman Platinette y todos admiran su audacia! —me dice Francesco Lepore.

Este apodo le viene de una famosa drag queen de la televisión italiana con pelucas rubio platino.

Me hacen gracia los seudónimos por los que son conocidos, de puertas adentro, varios cardenales o prelados. No me invento nada, me limito a recordar lo que me revelaron varios sacerdotes de la curia, pues la maldad es aún más cruel dentro de la Iglesia que fuera.

Un diplomático influyente me habla de otro cardenal cuyo apodo es La Montgolfiera. ¿A qué se debe ese nombre? A que tiene «una apariencia imponente, mucho vacío y poco

aguante», me explica mi fuente, que quiere destacar la naturaleza aeronáutica, la arrogancia y la vanidad del personaje, «un confeti que se toma por un globo aerostático».

Los cardenales Platinette y La Montgolfiera tuvieron su momento de gloria con Juan Pablo II. Formaban parte de lo que podríamos llamar el primer «círculo de lujuria» alrededor del santo padre. Existían otros círculos lúbricos de homosexuales practicantes en niveles jerárquicos menos elevados. Entre los allegados a Juan Pablo II había pocos prelados heterosexuales, y castos aún menos.

Antes de seguir conviene hacer una puntualización sobre estos vicios cardenalicios que voy a desvelar. ¿Quién soy yo para juzgar? También ahora trato de ser non-judgmental; mi propósito no es «sacar del armario» a sacerdotes vivos, sino describir un sistema. Por eso no diré los nombres de esos prelados. Creo que esos cardenales, obispos o sacerdotes tienen todo el derecho a echarse amantes y dar salida a su inclinación innata o adquirida. Como no soy católico, me da lo mismo si quebrantan el voto de castidad o están en regla con la Iglesia. En cuanto a la prostitución, tan frecuente en este grupo, en Italia es legal ¡y al parecer muy bien tolerada por el derecho canónico aplicado en zona extraterritorial de la santa sede! Lo único cuestionable es su hipocresía abismal, y ese es el propósito de este libro, que confirma que la infalibilidad del papa se convierte en impunidad cuando se trata de las costumbres de su entorno.

Lo que me interesa es sacar a la luz este mundo paralelo y hacer una visita de inspección en la época de Juan Pablo II. Además de La Montgolfiera y Platinette, de quienes hablaré más adelante, debo empezar por la figura de Paul Marcinkus, el hombre de las finanzas y las misiones secretas, uno de los que administraba el Estado de la Ciudad del Vaticano para el santo padre.

Mezcla de diplomático, guardia de corps, traductor anglófono, jugador de golf, transportista de dinero negro y estafador, el arzobispo estadounidense Marcinkus tenía ya una larga historia vaticana cuando fue elegido Juan Pablo II. Había sido uno de los traductores de Juan XXIII y luego una persona muy cercana a Pablo VI (protegió su vida de una agresión), y había ocupado varios cargos en las nunciaturas apostólicas antes de iniciar su espectacular ascensión romana.

Por motivos misteriosos Marcinkus llegó a ser uno de los favoritos de Juan Pablo II desde el principio de su pontificado. Según varias fuentes, el soberano pontífice sentía un «sincero afecto» por esta figura controvertida del Vaticano. Marcinkus no tardó en ser nombrado director del famoso banco del Vaticano, que se vio envuelto en un sinfín de intrigas financieras y varios escándalos espectaculares durante su mandato. La justicia italiana acusó y procesó al prelado por corrupción, pero él siempre estuvo protegido por la inmunidad diplomática vaticana. Sobre Marcinkus recae incluso la sospecha de haber urdido asesinatos como el de Juan Pablo I, muerto misteriosamente al cabo de un mes de pontificado, pero esos rumores nunca se han verificado.

Lo que sí se sabe con certeza es la homosexualidad de Marcinkus. Una decena de prelados de la curia que conocieron bien al estadounidense me confirman que era un aventurero goloso.

—Marcinkus era homosexual y sentía predilección por los guardias suizos. Les solía prestar su coche, un Peugeot 504 gris metalizado con un bonito interior de cuero. Recuerdocuando salía con un guardia suizo, eso duró bastante —confirma una de mis fuentes, un laico cercano al arzobispo que trabajaba y sigue trabajando dentro del Vaticano.

Otro amante de Marcinkus fue un cura suizo que ha confirmado su relación a una de mis fuentes. Aunque la persecución de la justicia italiana lo mantenía confinado en el Vaticano, siguió cortejando descaradamente. Después se jubiló en Estados Unidos, adonde se llevó sus secretos con él: el arzobispo murió en 2006 en Sun City, una lujosa residencia de ancianos de Arizona. (Cuando, en presencia de Daniele, le pregunto dos veces a Piero Marini, que fue «maestro de ceremonias» de Juan Pablo II, este insiste ingenuamente en la «gran cercanía» de Marcinkus con «los obreros». Por su parte, Pierre Blanchard, un laico que fue secretario de la APSA durante mucho tiempo y conoce bien las tramas vaticanas, me ha proporcionado informaciones muy valiosas.)

Además del discutido Marcinkus, entre los allegados y oficiales de Juan Pablo II había otros homófilos. El principal era un sacerdote irlandés, monseñor John Magee, que fue uno de los secretarios particulares de Pablo VI, y luego, por poco tiempo, secretario personal de Juan Pablo I. Juan Pablo II le nombró obispo de la diócesis irlandesa de Cloyne, donde se vio envuelto en una polémica sobre unos casos de abusos sexuales que conmovieron al país. Un joven seminarista que prestó testimonio ante la Comisión Arzobispal de Investigación en Dublín sobre la diócesis de Cloyne (en relación con los casos de abuso sexual) dijo que el obispo le abrazó y le besó en la frente. Este testimonio fue publicado en el Informe Cloyne. Benedicto XVI acabó obligando a monseñor Magee a dimitir.

Uno de los asistentes del papa que «practicaba» activamente su homosexualidad era un cura que mezclaba la corrupción económica con la corrupción de chicos (mayores de edad, que yo sepa). También él se deshacía en atenciones con los guardias suizos y los seminaristas, audacias que compartía con uno de los organizadores de los viajes papales.

Bien lo sabe un joven seminarista de Bolonia que me contó con detalle su malandanza a lo largo de varias entrevistas. Durante la visita del papa a esta ciudad en septiembre de 1997, dos de los asistentes y prelados encargados de los desplazamientos de Juan Pablo II insistieron en ver a los seminaristas. Enseguida se fijaron en un joven rubio y guapo que entonces tenía 24 años.

—Mientras nos pasaban revista, de pronto me señalaron con el dedo. Me dijeron: «¡Tú!». Me pidieron que los acompañara y ya no me soltaron. Querían verme todo el tiempo. Era una técnica de ligue muy insistente —me explica el exseminarista (que, veinte años después, sigue siendo muy seductor).

Durante la visita de Juan Pablo II, los colaboradores estrechos del papa exhibieron a su seminarista entre mimos y zalamerías. Se lo presentaron al papa en persona y le pidieron que le hiciera subir al estrado con él en tres ocasiones.

—Me di cuenta de que estaban allí para ligar. Camelaban a los jóvenes y me hacían proposiciones sin tomar ninguna precaución. Cuando terminó su estancia me invitaron a visitarlos en Roma quedándome en su casa. Decían que podían alojarme en el Vaticano y enseñarme el despacho del papa. Yo me olí sus intenciones y no les hice caso. ¡Perdí la vocación! ¡Si no, puede que hoy fuera obispo!



La audacia no tiene límites. Otros dos fieles colaboradores del papa, un arzobispo que le aconsejaba y un nuncio muy conocido, también tuvieron una vida sexual llena de excesosinimaginables. Lo mismo puede decirse de un cardenal colombiano al que todavía no conocemos, pero no tardará en aparecer: Juan Pablo II encargó a este «satánico doctor» coordinar la política familiar del Vaticano, pero al caer la noche se entregaba con una regularidad desconcertante a la prostitución masculina.

En el entorno inmediato del papa también había un trío de obispos muy singular en su género, porque formaban una banda (no encuentro una palabra mejor). Era otro de los círculos lúbricos que rodeaban al papa. Comparados con los cardenales o prelados majestuosos que acabo de mencionar, estos aventureros homosexuales de su santidad eran mediocres, no se arriesgaban.

El primero era un arzobispo al que se hace pasar por un ángel, con pinta de santurrón, que dio mucho que hablar en su día por su apostura. Cuando me encuentro con él treinta años después sigue siendo un hombre guapo. Por entonces era protegido del cardenal Sodano y el soberano pontífice también le adoraba. Hay muchos testimonios que confirman sus inclinaciones, incluso fue apartado de la diplomacia vaticana «cuando lo sorprendieron en la cama con un negro» (me asegura un sacerdote de la Secretaría de Estado que también se ha acostado varias veces con el interesado).

El segundo obispo del entorno de Juan Pablo II tenía un papel central en la preparación de las ceremonias papales. En las fotos se le ve al lado del santo padre. Conocido por sus prácticas S&M, dicen que acudía vestido de cuero al Sphinx, un club de cruising romano, hoy cerrado. En el Vaticano se hizo famosa una frase que le aludía: «Lace by day; leather by night» («Encajes de día y cuero por la noche»).

Al tercer obispo en discordia lo describen como una persona especialmente perversa, que acumulaba escándalos económicos y escándalos con chicos. La prensa italiana lleva tiempo hablando de él.

Los tres obispos formaban parte de lo que podríamos llamar el «segundo círculo de lujuria» alrededor de Juan Pablo II. No aparecían en primer plano, eran subalternos. El papa Francisco, que conoce bien a estos tunantes, se ha encargado de mantenerlos a raya privándoles de la púrpura. Se podría decir que los tres están en el armario por partida doble: agazapados y postergados.

Estos tres iniciados desempeñaron, alternativamente, funciones de alcahuetes y lacayos, mayordomo, camarero, maestro de ceremonias, maestro de celebraciones litúrgicas, canónigo y jefe de protocolo de Juan Pablo II. Serviciales cuando hacía falta, a veces dispensaban «servicios» a los cardenales más importantes, y el resto del tiempo practicaban el vicio por su cuenta. (En una serie de entrevistas grabadas me confirmaron el nombre de algunos de estos obispos y su homosexualidad activa en el entorno del cardenal Angelo Becciu, por entonces «ministro del Interior» del papa Francisco.)

Hablé largo y tendido, en compañía de Daniele, mi principal investigador italiano, con dos de estos tres mosqueteros. El primero se mantuvo fiel a su imagen de caballero y gran personaje. Por miedo a delatar su homosexualidad (sobre la que no cabe ninguna duda), se mantuvo reservado. El segundo, con el que conversamos varias veces en un palacio del Vaticano, en zona «extraterritorial», nos dejó patidifusos. En el inmenso edificio, donde también viven varios cardenales, el sacerdote nos recibió con ojos como platos, ¡como si fuésemos los Tadzio de Muerte en Venecia! Feo como él solo, le tiró los tejos a Daniele sinmás preámbulos y se deshizo en cumplidos conmigo (a pesar de que nos veíamos por primera vez). Nos pasó contactos y nos prometimos que volveríamos a vernos (lo hicimos). Gracias a él se nos abrieron algunas puertas que nos dieron acceso inmediato al servicio de protocolo y al banco del Vaticano, donde es evidente que el trío posee ramificaciones. Daniele no las tenía todas consigo, sobre todo cuando lo dejé solo un momento para ir al cuarto de baño:

—¡Tenía miedo de que me metiera mano! —me confesó riendo cuando salimos.



Entre estos allegados a Juan Pablo II, la relación con la sexualidad y el ligue varía. Mientras que unos cardenales y obispos se arriesgan, otros redoblan las precauciones. Un arzobispo francés, creado cardenal más adelante, vivía en pareja estable con un sacerdote anglicano y luego con otro italiano, según su antiguo asistente; otro cardenal italiano vive con su compañero y me lo presentó como «el marido de su difunta hermana», pero en el Vaticano todos, empezando por los guardias suizos, conocían el tipo de relación que mantenían. Un tercero, el estadounidense William Baum, cuyas costumbres salieron a la luz, también vivía en Roma con su célebre amante, que no era otro que uno de sus asistentes.

Otro cardenal francófono con quien hablé varias veces, también próximo a Juan Pablo II, era conocido por un vicio algo especial: su técnica consistía en invitar a comer a seminaristas o futuros nuncios y luego, pretextando cansancio al final de la comida, sugerirles que durmieran la siesta con él. Entonces el cardenal se tumbaba en la cama, sin mediar palabra, y esperaba a que el joven novicio se le uniera. Ansioso de reciprocidad, esperaba pacientemente, inmóvil como una araña en medio de su tela.

Otro cardenal de Juan Pablo II era conocido por sus salidas del Vaticano en busca de chicos, sobre todo en los parques que rodean el Capitolio y, como ya hemos visto, no quiso que su coche oficial llevara matrícula diplomática del Vaticano para tener más libertad. (Según el testimonio de primera mano de dos curas que trabajaron con él.)

Otro cardenal más, que desempeñaba un importante cargo de «ministro» de Juan Pablo II, fue devuelto bruscamente a su país tras un escándalo con un joven guardia suizo, con dinero por medio. Más tarde le acusaron de encubrir casos de abusos sexuales.

Otros sacerdotes influyentes del entorno de Juan Pablo II eran homófilos y más discretos. El dominico Mario Luigi Ciappi, uno de sus teólogos personales, compartía fraternalmente su vida con su socius (asistente). Uno de los confesores del papa también era prudentemente homófilo. (Según informaciones de uno de los antiguos asistentes de Ciappi.)



Pero volvamos al primer «círculo de lujuria». Su núcleo, en cierto modo, eran los cardenales La Montgolfiera y Platinette, y los otros astros gravitaban a su alrededor. Al lado de estas grandes divas, los segundos círculos y otros cardenales periféricos palidecen. ¡Esos dos eran excepcionales, por sus «amores monstruos» y su «concierto de infiernos»!

Fueron sus asistentes, colaboradores o colegas cardenales quienes me contaron sus correrías; yo mismo pude hablar con Platinette en la santa sede y doy fe de su audacia: me agarró el hombro, cogiéndome virilmente el antebrazo, sin soltarme ni un momento pero sin ir tampoco más lejos.

Entremos, pues, en este mundo paralelo donde el vicio recibe una recompensa proporcional a sus excesos. ¿Será esta clase de práctica la que ha dado origen a la bonita fraseinglesa «They lived in squares and loved in triangles» (Literalmente: «Vivían en cuadrados [squares, es decir plazas] y amaban en triángulos»)? Sea como fuere, los cardenales La Montgolfiera y Platinette, a los que no tardaría en unirse un obispo cuyo mote callaré por caridad, eran tres clientes habituales de los prostitutos romanos, con los que formaban cuartetos.

¿Se arriesgaban mucho La Montgolfiera y Platinette dejándose arrastrar por los torbellinos de una vida disoluta? A primera vista se diría que sí, pero, como cardenales, disfrutaban de inmunidad diplomática y de una protección en las más altas esferas del Vaticano, por ser amigos del papa y sus ministros. Además, ¿quién podía irse de la lengua? En esa época los escándalos sexuales aún no habían salpicado al Vaticano. La prensa italiana apenas publicaba nada al respecto, los testigos callaban y la vida privada de los cardenales era intocable. Las redes sociales aún no existían y hasta más tarde, tras la muerte de Juan Pablo II, no alteraron el panorama mediático. Hoy seguramente se publicarían vídeos comprometedores y fotos explícitas en Twitter, Instagram, Facebook o YouTube, pero en ese momento el gran camuflaje seguía siendo eficaz.

De todos modos, La Montgolfiera y Platinette tomaban precauciones para evitar rumores. Idearon un sistema complicado de reclutamiento de escorts a través de un triple filtro. Para ello recurrieron a un «gentilhombre de Su Santidad», un laico casado, posiblemente heterosexual que, a diferencia de sus comanditarios, tenía unas prioridades distintas de la homosexualidad. Andaba metido en enredos financieros dudosos y lo que pretendía a cambio de sus servicios era, ante todo, apoyos sólidos en las alturas de la curia y una recomendación.

A cambio de una generosa retribución, el gentilhombre de Su Santidad se ponía en contacto con otro intermediario cuyo seudónimo era Negretto, un cantante de Nigeria miembro de la coral del Vaticano, que a lo largo de varios años creó una red fértil de seminaristas gais, escorts italianos y prostitutos extranjeros. Con este sistema de muñecas rusas metidas unas en otras, Negretto recurría a un tercer intermediario que hacía de gancho. Reclutaban en todas direcciones, sobre todo migrantes que necesitaban permiso de residencia: el gentilhombre de Su Santidad les prometía que intervendría para que consiguieran papeles si ellos se mostraban «comprensivos». (Utilizo aquí datos extraídos de los informes de escuchas telefónicas realizados por la policía italiana e incorporados al proceso abierto sobre este caso.)

El sistema se mantuvo en pie durante varios años, durante el pontificado de Juan Pablo II y el principio del de Benedicto XVI, y sirvió para abastecer a los cardenales La Montgolfiera y Platinette, a su amigo obispo y a un cuarto prelado cuya identidad no he logrado averiguar.

La acción propiamente dicha se desarrolla fuera del Vaticano en varias residencias, sobre todo en un chalet con piscina, unos apartamentos de lujo en el centro de Roma y, según dos testigos, en la residencia de verano del papa, Castel Gandolfo. Esta residencia, que visité con un arzobispo del Vaticano, está convenientemente situada en zona extraterritorial, propiedad de la santa sede y no de Italia, donde no pueden intervenir los carabinieri (me lo han confirmado). Allí, lejos de las miradas, un prelado bien pudo, so pretexto de llevar a correr a sus perros, hacer que sudaran sus favoritos.

Según varias fuentes, el broche de esta trama de escorts de lujo era el modo de sufragarla. Los cardenales, no contentos con recurrir a la prostitución masculina para satisfacer su libido, no contentos con ser homosexuales en privado y homófobos furibundos en público, también se las arreglaban para no pagar de su bolsillo a sus gigolós. Metían mano en las arcas del Vaticano para remunerar a los intermediarios, y también a los escorts, cantidades que variaron según las épocas pero que siempre eran muy elevadas, a veces ruinosas (hasta 2.000 euros la noche para los escorts de lujo, según informaciones obtenidas por la policía italiana en este caso). Algunos monsignori del Vaticano, ampliamente informados del asunto, inventaron un mote irónico para esos prelados roñosos: los ATM-Priests(«curas-cajeros automáticos»).

Al final, la justicia italiana, sin proponérselo, acabó con esta trama de prostitución cuando ordenó la detención de varios implicados por asuntos graves de corrupción. También fueron detenidos dos de los intermediarios, identificados en las escuchas realizadas por la policía en el teléfono del gentilhombre de Su Santidad. Fue así como la trama de prostitución quedó decapitada y la policía descubrió su alcance, pero no pudo remontarse ni acusar a los cabecillas, pues gozaban de inmunidad diplomática: los cardenales La Montgolfiera y Platinette.

En Roma hablé con un teniente coronel de los Carabinieri que conoce bien estos asuntos. Este es su testimonio:

—Parece que esos cardenales fueron identificados, pero no se les pudo interrogar ni detener debido a la inmunidad diplomática. Todos los cardenales tienen esa inmunidad. Si se ven envueltos en un escándalo, saben que están protegidos. Se refugian tras los muros de la santa sede. Ni siquiera podemos registrar su equipaje, aunque sospechemos que transportan droga, por ejemplo, ni interrogarles.

El teniente coronel de los Carabinieri prosigue:

—En teoría la gendarmería vaticana, que no depende de las autoridades italianas, habría podido interrogar a esos cardenales y abrir diligencias. Pero solo lo haría a petición de la santa sede y, evidentemente, en este asunto los cabecillas del tráfico estaban bien conectados con los altos responsables de la santa sede…

Pasaré por alto detalles de estas hazañas cardenalicias pese a que, según las escuchas de la policía, sus caprichos eran muy creativos. Hablan de los escorts en términos de «expedientes» y «situaciones». Los intermediarios obedecen y proponen perfiles adecuados que solo varían en la estatura y el peso. Extractos de las conversaciones (sacados de las notas procesales):

—No le diré más. Mide dos metros de altura, tal peso y tiene 33 años.

—Tengo una situación en Nápoles… No sé cómo decírselo, es algo que no se puede dejar escapar… 32 años, 1 metro 93, muy guapo…

—Tengo una situación cubana.

—Acabo de volver de Alemania con un alemán.

—Tengo dos negros.

—X tiene un amigo croata al que le gustaría saber si usted puede encontrar una hora.

—Tengo un futbolista.

—Tengo a uno de los Abruzos.

Etcétera.

Un buen resumen del asunto sería que en estos negocios se junta Cristo con el Viagra.

Después de un largo proceso y varios recursos, nuestro «gentilhombre» fue condenado por corrupción, la coral del Vaticano se disolvió y Negretto vive en una residencia católica fuera de Italia donde al parecer tiene los gastos pagados para comprar su silencio. En cuanto a los otros intermediarios, pese a conocer su identidad no he podido seguirles el rastro. Los cardenales implicados no solo se han ido de rositas, sino que sus nombres reales no han aparecido nunca en las actas procesales ni en la prensa.

El papa Juan Pablo II, admitiendo que no estuviera al corriente, tampoco fue capaz de separar, entre sus allegados, el grano de la paja, seguramente porque esa cura de desintoxicación afectaría a demasiada gente. El papa Benedicto XVI conocía el asunto y se esforzó por marginar a sus principales protagonistas, al principio con éxito, hasta que su empeño le condujo, como veremos, a su perdición. Francisco, asimismo bien informado, sancionó a uno de los obispos implicados negándose a crearle cardenal, pese a la promesa que le había hecho un exsecretario de Estado. Platinette, por ahora, conserva su puesto. El cabecilla de la trama y señor del campo de batalla, La Montgolfiera, tiene una jubilación dorada de cardenal. Sigue llevando una vida de lujo y, según cuentan, con su amante. Por supuesto, estos prelados se han sumado a la oposición al papa Francisco. Critican ásperamente sus propuestas favorables a los homosexuales y reclaman más castidad. Ellos, que la practicaron tan poco.



Este caso sería uno más del montón si no fuera la verdadera matriz de comportamientos recurrentes en la curia romana. No son desviaciones, es un sistema. Estos prelados se sienten intocables y se aprovechan de su inmunidad diplomática. Por eso, si hoy conocemos su perversión y su maldad, es porque ha habido testigos que han hablado. Aunque se ha intentado taparles la boca.

Conviene que nos extendamos un poco sobre una historia inverosímil estrechamente relacionada con el caso Montgolfiera. ¡Y menuda historia! ¡Una auténtica intriga «de genio», como diría el Poeta! Su protagonista es un prelado discreto, jefe de departamento en la Secretaría de Estado, monseñor Cesare Burgazzi, y el caso se hizo público. (Como Burgazzi no quiso responder a mis preguntas, para el relato de este asunto me baso en el testimonio detallado de dos curas y colegas suyos, en datos proporcionados por la policía y en las actas del proceso que se entabló.)

Una noche de mayo de 2006 unos policías sorprenden a monseñor Burgazzi dentro de su coche en un lugar de merodeo homosexual y prostitución bien conocido en Roma, Valle Giulia, cerca de Villa Borghese. Han visto varias veces su coche, un Ford Focus, dando vueltas por la zona. Al verlo parado con las luces apagadas, los respaldos inclinados y unas sombras moviéndose en el interior, se acercan para identificar a los ocupantes y detenerles por atentado contra el pudor. El desdichado prelado se asusta y huye al volante de su vehículo. La persecución, veinte minutos de vértigo por las calles romanas, termina como en las películas americanas, con colisiones en cadena: dos coches de la policía accidentados y tres policías heridos.

«¡Ustedes no saben quién soy yo! ¡No saben con quién se juegan los cuartos!», grita Burgazzi con un ojo morado cuando le llevan detenido después de pasarse un poco jugando a los autos de choque.

En el fondo, el asunto es tan trivial, tan frecuente en el Vaticano, que a primera vista no tiene gran interés. No sería la primera persecución que figura en los atestados policiales del mundo con curas, prelados y hasta cardenales implicados. Pero en este caso las cosas no son tan sencillas. En la versión de los policías, que según afirman se identificaron con sus placas, dentro del coche se han encontrado preservativos y un traje de clergyman (el sacerdote viste de calle cuando le detienen). La policía requisa el teléfono del prelado e identifica una llamada «a un transexual brasileño llamado Wellington».

Por su parte, Cesare Burgazzi afirma obstinadamente que los policías iban de paisano y tenían coches camuflados, por lo que creyó que querían desvalijarle e incluso llamó varias veces a los teléfonos de urgencia. El prelado también niega la llamada al transexual Wellington y que llevara preservativos en su coche. Afirma que varios pasajes de la declaración de los policías son falsos y que sus heridas eran más leves de lo que se dijo (algo que la justicia confirmaría en apelación). En definitiva, Burgazzi jura que, al creer que era un intento de robo, lo único que hizo fue intentar huir.

Esta tesis de los policías disfrazados de salteadores de caminos, o viceversa, parece cuando menos fantasmagórica. Pero el prelado fue tan insistente y la policía tan incapaz de demostrar lo contrario que el proceso duró más tiempo del previsto. En primera instancia Burgazzi fue absuelto debido a la inconsistencia de las declaraciones policiales. Pero recurrió, lo mismo que la acusación; él para quedar totalmente limpio y los policías para que le condenaran. Y resulta que en la apelación la justicia creyó la versión de los policías y le declaró culpable. Entonces Burgazzi presentó un recurso de casación y el caso terminó ocho años después con una absolución definitiva.

Aunque el fallo es inapelable, las circunstancias del asunto siguen siendo, cuando menos, poco claras. Una posibilidad es que alguien tendiera una trampa a Burgazzi. Según esta hipótesis, aventurada por varias personas que conocen bien el caso, Burgazzi, que es un hombre prudente y bien informado, gracias a sus funciones en el Vaticano había descubierto unas prácticas económicas escandalosas y la doble vida homosexual de varios cardenales muy próximos al papa Juan Pablo II: mezcla estrafalaria de desfalcos del banco del Vaticano, cajas B y redes de prostitución. El fogoso Burgazzi, precavido y, según dicen, incorruptible, había sacado fotocopias de todo y las había guardado en una caja fuerte con una clave que solo conocían él y su abogado. Según esta versión, poco después, sacando fuerzas de flaqueza, pidió una entrevista personal con el más poderoso de estos cardenales para contarle lo que había descubierto y pedirle explicaciones. No sabemos lo que pasó en esa reunión. Lo que sí sabemos es que Burgazzi no entregó esa carpeta a la prensa, lo que probaría su fidelidad a la Iglesia y su aversión al escándalo.

¿Tendría algo que ver la amenaza de Burgazzi con el caso rocambolesco de la Villa Borghese? ¿Cabe la posibilidad de que el poderoso cardenal implicado en el asunto se asustara y tratara de neutralizar al prelado? ¿Tendió una trampa a Burgazzi para comprometerle y obligarle a guardar silencio con el concurso de alguna trama próxima a la policía italiana o incluso de verdaderos policías (se sabe que un jefe de policía era amigo del cardenal)?

¿Querían desprestigiarle para que sus posibles declaraciones no tuvieran credibilidad? Seguramente todas estas preguntas permanecerán mucho tiempo sin respuesta.

Sabemos, no obstante, que el papa Benedicto XVI, elegido mientras se instruía el largo proceso judicial, insistió para que Burgazzi recuperase su puesto en la Secretaría de Estado. E incluso se le acercó durante una misa y le dijo: «Lo sé todo. Continúe» (según un testigo de primera mano a quien se lo contó Burgazzi).

Este respaldo inesperado del papa en persona da idea de la alarma creada en el Vaticano por este asunto y confiere cierto crédito a la hipótesis de una manipulación. Porque no dejan de sorprender las declaraciones tan deficientes de los policías, sus pruebas dudosas que acabaron siendo rechazadas por la justicia. ¿Fue un montaje? ¿Con qué fin? ¿Fue Cesare Burgazzi víctima de una maquinación urdida por uno de sus pares para hacerle callar o hacerle cantar? La sala de lo penal del tribunal de casación italiano, al refutar la versión de los policías, ha dado pábulo a estas sospechas.



Una de las claves de Sodoma, por tanto, son los asuntos de dinero y de costumbres, que en el Vaticano suelen estar estrechamente imbricados. El cardenal Raffaele Farina, uno de los que mejor conoce estos escándalos económicos (a petición de Francisco presidió la comisión de reforma del banco del Vaticano), fue el primero que me puso sobre la pista de estos enredos cruzados. En las dos largas entrevistas que me concedió en su domicilio de la santa sede, en presencia de mi investigador italiano Daniele, Farina habló de esas colusiones inverosímiles diciendo que eran como «dos demonios uncidos al mismo yugo por un mismo designio» (Shakespeare). El cardenal, por supuesto, no dio nombres, pero él y yo sabíamos a quién se refería cuando aseguraba, con el aplomo de quien tiene pruebas, que en el Vaticano la adoración a los muchachos y la adoración al becerro de oro van a la par.

Las explicaciones apuntadas por Farina y confirmadas por otros cardenales, obispos y expertos del Vaticano son auténticas reglas sociológicas. De entrada, el alto porcentaje de homosexuales en la curia romana explica estadísticamente, por así decirlo, que muchos de ellos hayan protagonizado intrigas financieras. A esto se añade el hecho de que para entablar relaciones en un mundo tan cerrado y controlado, vigilado por los guardias suizos, la gendarmería y el qué dirán, hay que extremar la prudencia. Solo puede haber cuatro soluciones. La primera es la monogamia, opción escogida por una proporción significativa de prelados que tienen así menos aventuras que los demás. Si los homosexuales no forman parejas estables, su vida se vuelve más complicada. Entonces tienen estas tres opciones: viajar para recuperar la libertad sexual (es el camino real que emprenden a menudo los nuncios y los minutantes de la Secretaría de Estado), frecuentar los bares y locales especializados o recurrir a prostitutos externos. En los tres casos se necesita dinero. Pero el sueldo de un cura gira en torno a 1.000 o 1.500 euros mensuales, que incluyen alojamiento y comida, cantidades muy insuficientes para satisfacer esos deseos secretos. Los curas y obispos del Vaticano son pobretones, de ellos se dice que «viven como príncipes cobrando el salario mínimo».

A fin de cuentas, la doble vida de un homosexual en el Vaticano implica un control muy estricto de su vida privada, una cultura del secreto y necesidad de dinero: incitaciones al camuflaje y la mentira. Todo esto explica los peligrosos vínculos entre el dinero y el sexo, la frecuencia de los escándalos financieros y las intrigas homosexuales, y los círculos de lujuria que se crearon durante el pontificado de Juan Pablo II, en una ciudad convertida en un dechado de corrupción.



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                              12

LOS GUARDIAS SUIZOS










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