#Reflexión | Unir a la izquierda
Javier F. Ferrero
Los que me leéis desde hace tiempo sabéis que soy pesado con esto. Obsesivo incluso. Siempre insisto en lo mismo: sin una fuerza progresista unida y fuerte no vamos a ninguna parte. No es un capricho ideológico. Es una conclusión vital que he ido aprendiendo entre huelgas, asambleas, derrotas, victorias pequeñas y gestos que pasan desapercibidos para la prensa pero cambian cosas por dentro.
Lo digo porque este año hubo un momento que me atravesó. Las chicas del sindicato de estudiantes cogieron un bus, se plantaron en Cádiz y se metieron de lleno en la huelga del metal. No llevaban grandes consignas ni banderas descomunales. Llevaban algo más peligroso: ganas de conectar luchas. Estuvieron allí, codo con codo, con quienes se estaban jugando el jornal. Y semanas después, esos mismos trabajadores y trabajadoras del metal se sumaron a la huelga estudiantil por Palestina. No por obligación. No por moda. Por reciprocidad. Porque cuando alguien te cuida, tú cuidas de vuelta.
Ahí está el corazón de todo esto. No lo que se discute en tertulias, sino lo que pasa cuando dos mundos que el sistema prefiere aislados se reconocen. Cuando una estudiante entiende que su precariedad y el precio de la habitación donde vive están ligados a la misma maquinaria que exprime a un trabajador del metal. Cuando un sindicato de inquilinas se siente abrazado por las y los pensionistas. Cuando la PAH encuentra complicidad en el sindicalismo de clase. Cuando Palestina no es “un tema internacional”, sino un espejo de lo que aquí también duele.
Lo vi claro entonces, y lo veo más claro cada día: la política no empieza en las instituciones, empieza en la trama social que las instituciones intentan gestionar, domesticar o ignorar. Y por eso me obsesiona hablar de unificar luchas. No como eslogan bonito, sino como única estrategia que ha demostrado resultados.
Mira el caso de Zohran Mamdani en Nueva York. Él no llegó con una fórmula mágica. Quien lo entendió fue el vecindario, fue el activismo, fue la gente organizada que llevaba años entrelazando luchas antes de que llegara cualquier candidato. Fueron las asambleas de inquilinas, los movimientos por el transporte público, las comunidades migrantes, las redes de solidaridad con Palestina, quienes demostraron que las batallas no estaban separadas. Cuando el alquiler asfixiaba, ahí estaban. Cuando la policía hostigaba, ahí estaban. Cuando la sanidad expulsaba a familias enteras, ahí estaban. No necesitaban a un salvador. Necesitaban a alguien dispuesto a escuchar y ponerse a su altura.
Mamdani no conquistó nada por sí mismo. Fue elevado por un movimiento que ya había mezclado lo local y lo global, que ya había entendido que quienes sufren lo hacen por los mismos mecanismos, y que si se organizan juntas cambian correlaciones de fuerza que parecían eternas. Él fue la consecuencia, no la causa.
Eso es lo que falta aquí. Eso es lo que siempre digo, aunque a veces suene repetitivo: sin unión social, la unión política es humo. Y sin unión política, la derecha avanza sin resistencia real.
Cuando veo a estudiantes y trabajadoras del metal apoyándose mutuamente, me acuerdo de por qué empecé en esto. Porque no creo en la épica individual. Creo en la épica colectiva. En la épica lenta, tejida con manos distintas. En la épica que no sale en los telediarios, pero sostiene todo lo que intentamos construir.
Quizá la lección es esta: si dejamos de actuar como islas, podemos empezar a comportarnos como archipiélago. Y en un archipiélago, cuando sube la marea, nadie se salva sola.
Y nadie cae sola.
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