Publico
29-9-16
Pablo Iglesias Turrión
“El PSOE
tardará mucho en volver a ser útil”. Lo decía esta mañana Iñaki Gabilondo, uno
de los rostros más prestigiosos de nuestra historia reciente (recuerden que fue
su cara la que apareció en la televisión para transmitir tranquilidad a España
el 23F, mucho antes que apareciera la de Juan Carlos) desde el periódico que
fue el intelectual orgánico de la Transición y la referencia internacional
durante años para entender España. Ayer Felipe González, la figura histórica
más importante después de Franco, el presidente –a un tiempo carismático y
siniestro– más relevante del sistema político del 78, señalaba a Pedro Sánchez
desde la SER, nada menos que desde la SER. Poco después el aparato del partido
apuñalaba. Y hoy el editorial de El País llama a Sánchez “insensato sin
escrúpulos”. No estamos sólo ante la crisis de un partido, sino ante lo que
Alberto Garzón definía con acierto ayer como motín oligárquico; un intento de
golpe en el interior del PSOE para entregar el Gobierno al PP.
El pasado domingo, en la clausura de
la Universidad de verano de Podemos que hicimos en la Universidad Complutense,
expuse a mis compañeros las que, a mi entender, son las claves estratégicas
para entender la situación de bloqueo que vive nuestro país. Expliqué que no
estamos viviendo una situación de “empate catastrófico”, una expresión traída
de América Latina donde la paridad de fuerza electoral entre sectores
pro-oligarquía y sectores populares obligó a soluciones constituyentes. En
España aún no es posible ni el desempate electoral ni una solución
constituyente a corto plazo. El bloqueo de nuestro país tiene que ver más bien
con las tensiones que se están produciendo en el Partido Socialista entre los
partidarios de la restauración del sistema de partidos anterior a las elecciones
del 20D, y los partidarios del reacomodo del PSOE a la nueva situación. Lo que
se dirime en este partido es básicamente su papel y su estrategia en un
contexto histórico nuevo.
Los partidarios del “reacomodo”, con
Felipe González y Susana Díaz a la cabeza, cuentan con el apoyo entusiasta de
Juan Luís Cebrián y el grupo de comunicación del que es propietario. A mi
entender son el sector del PSOE con el proyecto político más claro y una
orientación estratégica más armada y precisa. Son partidarios de entregar el
Gobierno al Partido Popular y reconocen sin ambages estar más cerca de este
partido que de nosotros. Para ellos, el PP es uno de los pilares políticos de
España, su histórico competidor en el sistema del turno, mientras que Podemos y
sus aliados representan un peligro frente al que hay que conjurarse incluso con
sus viejos rivales del turnismo. Este sector cuenta con el apoyo de las élites
económicas de nuestro país y de los poderes extranjeros, pero no cuenta con la
simpatía ni de los votantes ni de las bases socialistas.
Los partidarios de la “restauración”
están representados por Sánchez y su equipo. No cuentan con apoyos mediáticos
ni de sectores oligárquicos y además carecen de proyecto político. Ni se han
atrevido a intentar diseñar un proyecto de reformas y de gobierno con nosotros,
ni tampoco a afrontar con sentido común la tensión plurinacional que se vive en
España. Les aterra, con buen criterio, entregar el gobierno al PP por las
consecuencias electorales que tendría para su partido y querrían volver a un
sistema bipartidista que nos dejara a nosotros ocupando una modesta posición en
la izquierda del tablero político, mayor que la que tuvieron en su momento el
PCE e IU pero lejos de la paridad actual. Desde enero su objetivo es bien
subalternizarnos (al pedirnos que facilitáramos sin participar su gobierno con
Ciudadanos) o repetir las elecciones con la esperanza de que el hastío y el
aburrimiento de la gente nos hiciera retroceder. Mientras mantenga su no al PP,
este sector cuenta con más simpatías entre la militancia y los votantes
socialistas.
Los últimos acontecimientos han
hecho que estos dos sectores pasen de la guerra fría a la guerra abierta. Del
resultado de la misma no sólo depende lo que Gabilondo llama “utilidad” del
PSOE, pronosticando una paulatina pérdida de relevancia histórica de este
partido, sino nada menos que el resultado de la transición política que vive
nuestro país.
Hoy la transición de hace 40 años,
con todas sus complejidades, sus tensiones y sus a menudo olvidados centenares
de muertos, parece un proceso sencillo si se compara con la actual situación.
La sociedad española de entonces –a pesar de las excepciones representadas por
las vanguardias de la oposición democrática y los movimientos sociales (en
especial el movimiento obrero) y las propias excepcionalidades catalana y
vasca– era una sociedad lógicamente atemorizada por la dictadura. El éxito de
Suárez (tanto de la Ley de Reforma Política como de su UCD) señaló la hegemonía
de su proyecto de metamorfosis de la dictadura en una monarquía constitucional
más o menos homologable en Europa. La izquierda, sumida en sus debates para no
dar miedo (las renuncias respectivas al marxismo y al leninismo del PSOE y el
PCE no eran más que eso), se vio obligada a acomodarse a la estratégica de
Suárez. Aquel exitoso proceso (si atendemos a los enormes consensos que suscitó
y que no dejaron de aumentar cuando la transición se convirtió en relato
fundante de nuestra democracia encarnado en la monarquía) culminó con la
victoria electoral socialista de 1982, tras un golpe de Estado a un tiempo
fracasado y exitoso. Nacía un nuevo régimen político con un poderosísimo PSOE
al timón del Gobierno, sostenido, como cualquier sistema político que se
precie, por unas nuevas clases medias. Como señala el malvado Emmanuel
Rodríguez en su Por qué fracasó la democracia en España, las clases
medias son más una noción ideológica que una categoría sociológica. La promesa
de modernización y de mejora de las expectativas de vida encarnadas en el
Partido Socialista fueron el alimento de esos sectores autopercibidos como
clases medias, esa nueva España a la que el PSOE se parecía más que ningún otro
partido.
La hegemonía del PSOE era tal que se
le perdonó todo durante años, desde las consecuencias de su aceptación de la
división del trabajo en Europa –que nos convirtió en una periferia
especializada en el turismo–, pasando por la corrupción hasta el terrorismo de
Estado. La arrogancia con la que todavía hoy se refiere Felipe González a “lo que
hicimos en el País Vasco” revela hasta qué punto el expresidente
vive aún en ese mundo. Aquel PSOE, sin embargo, sentó las bases sociales que
permitieron el éxito electoral de Aznar y que el PP no sólo se hiciera con el
poder durante años, sino que convirtiera la Comunidad Valenciana y Madrid en
sus laboratorios más elaborados de su modelo corrupto-neoliberal, aún con
Zapatero en la Moncloa.
La crisis económica, como en otros
países de Europa, hizo saltar por los aires la auto-percepción de clases medias
de inmensos sectores populares en España. Y el siglo XX ha dado sobradas
lecciones de lo que pasa cuando se tocan las expectativas de las clases medias.
Los desahucios, las estafas permanentes, el paro, la precarización de las
condiciones de vida, la emigración de los jóvenes, fueron el caldo de cultivo
del movimiento que lo cambió todo: el 15-M. Los hijos e hijas de las nuevas
clases medias bajaron a las plazas y señalaron a las élites políticas y
económicas. Solo había que ponerles nombre. Nosotros decidimos llamarles casta.
Aquello no fue una venganza de los
perdedores políticos de la Transición, una izquierda que durante más de 30 años
bastante hizo con resistir. Aquello era el inicio de una crisis de régimen que
introducía los ingredientes para una nueva gramática política llamada a cambiar
muchas cosas en España. Podemos fue quizá la expresión electoral más elaborada
(pero no la única) de aquella nueva gramática. Pero sería absurdo desvincular
aquel movimiento de las tradiciones democráticas y regeneradoras de nuestro
país. Por las venas del 15-M corría la sangre del movimiento obrero, de los
movimientos liberales del XIX, de la lucha de las mujeres, de las luchas contra
la dictadura. Sólo así se explica que fuera precisamente el PSOE el partido más
afectado por el 15-M y que Podemos haya sido capaz de atraer a un nuevo
espacio, no sin dificultades, a todos los sectores que levantaron las banderas
de la resistencia en el pasado. Pero ni los símbolos, ni el lenguaje, ni las
formas, habrían de ser los mismos.
Podemos vivió una primavera de
esperanza en 2014 y un verano en el que nuestras líneas avanzaban ante la desbandada
y la torpe resistencia de los adversarios. Así hasta encontrarnos con unas
encuestas que nos situaban como la primera fuerza política. El 31 de enero de
2015 hicimos una demostración de fuerza social con una movilización de partido
probablemente sin precedentes desde el asesinato de los abogados de Atocha.
Pero entonces llegó el invierno ruso y nuestras líneas dejaron de avanzar.
Tuvimos que enfrentar procesos electorales en las peores condiciones para
hacerlo y aún así irrumpimos en todos los parlamentos y fuimos uno de los
motores principales de la conquista de las principales capitales del país por
alcaldesas y alcaldes del cambio. Las elecciones catalanas fueron la prueba más
difícil para nosotros. No recibimos el apoyo de los sectores a los que nosotros
empujamos para alcanzar la alcaldía de Barcelona y nos vimos atrapados en una
confrontación frentista que nos obligó a conformarnos con sembrar semillas para
el futuro, asumiendo un duro revés electoral. Hace exactamente un año, las
encuestas preveían nuestro hundimiento al tiempo que “el Podemos de derechas”
que pidió el dueño del Banco Sabadell despuntaba en las encuestas. Pero llegó
la remontada y el resultado de las elecciones del 20D cambió, a mi juicio para
siempre, el sistema de partidos en España.
A partir de entonces la tensión en
el PSOE provocó la situación que ahora vemos en toda su crudeza. Es innegable
el valor demostrado por Pedro Sánchez enfrentándose a las fuerzas del régimen
en su partido, pero quizá hubiera tenido más sentido proyectar también ese
valor hacia los poderes establecidos fuera del partido. De haber sido así hoy
podríamos estar gobernando juntos y quizá nuestro Gobierno, con todas las
dificultades, hubiera podido implementar políticas redistributivas,
regeneradoras, avanzar soluciones democráticas a la tensión plurinacional y ser
un ejemplo para otros países europeos.
No sé qué ocurrirá finalmente en el
PSOE. Temo que lo que se dirime allí no dependerá sólo de interpretaciones
jurídicas y estatutarias; hablamos de la crisis más importante desde el fin de
la Guerra Civil en el partido más importante del último siglo en España. Quien
pensaba que podía haber normalidad política sin que el PSOE se decidiera por el
PP o por nosotros se equivocaba.
Frente a la incertidumbre, a
nosotros nos toca seguir del lado de la gente. Debemos estar preparados para
gobernar o para la repetición electoral, pero también, si finalmente se imponen
los partidarios de dar el Gobierno al PP, debemos estar seguros de nuestro
papel como fuerza política que ofrece garantías y que se debe construir como
instrumento de un movimiento popular que siga empujando por una sociedad más
justa. Nadie duda en España de que nosotros jamás iremos de la mano del Partido
Popular. En tiempos de incertidumbres y de golpes oligárquicos, Unidos Podemos
debe ser el referente de seguridad de los que quieren una sociedad mejor frente
a las élites.
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