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sábado, 1 de abril de 2017

Salvador

31 Mar 2017
Público
Jaume Asens
Teniente Alcalde del Ayuntamiento de Barcelona

Los victimarios franquistas, y sus herederos políticos, querrían que sus víctimas fueran invisibles. Que no molestaran y se quedaran en las cunetas del olvido. Que no recordaran, por ejemplo, que hoy hace 80 años llovían bombas en Durango por un ataque indiscriminado de Mussolini. Hay crímenes tan deleznables, no obstante, que sus víctimas nos convocan y exigen justicia. Como espectros que se alzan y nos señalan con su dedo acusador, nos recuerdan que somos contemporáneos del instante en que se paró su reloj biográfico. Ese es el caso del joven barcelonés Puig Antich. Su impronta, pese al paso del tiempo, sigue presente. Como tantos otros asesinados, torturados o desaparecidos por el régimen franquista, la impunidad de aquel crimen atroz nos convierte en cómplices inevitables del momento en que su vida se dislocó en el garrote vil. De ahí que, en el ayuntamiento de Barcelona, hayamos decidido que su caso sea uno de los primeros en llevar ante los tribunales. Hoy hemos sellado, de hecho, un compromiso en el Pleno para hacerlo posible. Tan solo la minoría del PP y Cs – 5 concejales en total- se ha opuesto. Una amplia mayoría de 23 concejales, por contra, han apoyado una moción para actuar judicialmente contra los crímenes del franquismo.


La muerte de Puig Antich fue un acto de venganza. Lo demuestra, por ejemplo, el siniestro método medieval de ajusticiamiento utilizado. Su fusilamiento se descartó con el argumento de que era un final demasiado digno. De nada sirvieron las peticiones de indulto que llegaban desde el Vaticano y otros rincones del mundo. Otra prueba de ello fue la farsa judicial que le llevó al patíbulo y que el periodista Jordi Panyella detalla en el libro “Puig Antich, caso abierto”. No tuvo derecho a ningún juicio justo, equitativo, independiente, imparcial o con garantías procesales. Cuatro miembros de su Consejo de Guerra fueron escogidos por su “rectitud patriótica” entre “capitanes resolutivos” y sin ninguna formación jurídica. El quinto militar, Carlos Rey, sí era jurista. Contra él se va a dirigir la querella promovida por el ayuntamiento de Barcelona con el apoyo de las hermanas Puig Antich. Fue quien llevó la voz cantante y redactó la sentencia de muerte. A resultas de ello, está imputado en un juzgado de Buenos Aires y sobre él pesa una orden internacional de búsqueda y captura. En la actualidad, no obstante, sigue ejerciendo de abogado. Uno de sus últimos clientes fue la dirigente del PP, Alicia Sánchez Camacho, en el caso de Método 3.

En una reciente entrevista, afirmó sin atisbo de arrepentimiento que él “hizo lo que tenía que hacer”. Este tipo de alegatos son un insulto a la familia de Puig Antich pero también a los derechos humanos. Y nos remiten a la trágica experiencia del nazismo. Las condenas de Núremberg establecían que la actuación de los fiscales y jueces nazis podía ser legal a la luz del propio sistema jurídico alemán pero no del derecho internacional. Se aplicaba, con ello, la famosa fórmula del jurista alemán Gustav Radbruch según la cual la “extrema injusticia” en un contexto dictatorial no puede ser nunca derecho. Un argumento que vale para los consejos de guerra franquistas, como el del joven barcelonés, declarados “ilegítimos” por la propia ley de memoria histórica. Con esa filosofía de fondo, el Tribunal de Estrasburgo ha tratado esas sentencias más como actos de barbarie que como actos de derecho.


Hay crimenes que, por su crueldad, no prescriben ni admiten inmunidad. Que no solo ofenden a quien los sufre sino también a la humanidad entera. Y precisamente por eso, independientemente de quien sea su autor y donde se haya producido, pueden perseguirse desde cualquier rincón del mundo. Contra ellos, hay que levantar un “nunca más” como imperativo categórico y para enviar un mensaje preventivo claro a los gobernantes. Utilizar el propio aparato estatal para asesinar, torturar y después asegurarse la propia inmunidad, es una operación arriesgada. Siempre puede abrirse una investigación en algún otro lugar.

Los tribunales españoles fueron, de hecho, pioneros en el impulso de ese principio. Se invocó el recurso a la jurisdicción universal para romper la impunidad de crimines ocurridos en otros países. Entre los casos más notorios estaban los de Chile y Argentina. De nada sirvieron los argumentos de quienes blandían leyes de amnistía y punto final aprobadas para dejarlos sin castigo. La condena del Tribunal Supremo al exmilitar argentino, Adolfo Silingo, es un buen ejemplo de ello. La cuestión se torció, no obstante, cuando se trataron de limpiar los propios trapos sucios. El cierre brusco de una investigación en la Audiencia Nacional sobre los crímenes franquistas ponía al descubierto el uso hipócrita del derecho. Las normas que no valían para los otros, entonces sí valían para uno mismo. Se produjo, entonces, lo inesperado. La senda abierta por la jurisdicción española fue retomada por un juzgado argentino. Una querella presentada por víctimas y asociaciones permitió impulsar la investigación contra los responsables de los hechos. Entre ellos, los que presuntamente asesinaron a Puig Antich. La respuesta, no obstante, siguió siendo poco recíproca. Las autoridades españolas se negaron a dar curso a las órdenes internacionales de extradición. No por casualidad, a diferencia del resto de Europa, el fascismo español no fue nunca derrotado militarmente. Eso explica que, mientras se menosprecia a las víctimas del franquismo, se condena a una joven por sus chistes sobre uno de sus victimarios.

Esa política de bloqueo es, sin duda, contraria a otro principio del Derecho Internacional que dice “extradita o juzga”. O se investiga o se deja investigar. Con este argumento, y tras el cambio de ciclo político abierto en las pasadas elecciones municipales, ayuntamientos como Zaragoza, Cádiz, Vitoria-Gazteiz, A Coruña, Pamplona o Barcelona retoman ahora el hilo argentino para volverlo a llevar a los tribunales españoles. Los primeros boquetes se abrieron a partir del 2013. Primero, con la orden de la Audiencia Provincial de Barcelona para que se investiguen los bombardeos fascistas del 1937-1939. Luego, con la investigación del asesinato de 10 civiles en el 1936 seguida por un juzgado de Almazán (Soria). O la reciente moción aprobada en el Parlamento andaluz calificando los delitos del franquismo como crímenes de lesa humanidad. Las entidades memorialistas y de derechos humanos han encontrado, ahora, en esa Red de Ciudades contra la impunidad franquista un nuevo aliado para seguir rompiendo el candado de la impunidad. El tiempo transcurrido no debilita su reivindicación de justicia. Al contrario, la legítima más. A Puig Antich lo asesinó el régimen franquista pero es el actual régimen el que hasta ahora no lo ha reparado. Quien busca la impunidad de ese tipo de asesinatos es tan responsable como quien los perpetuó. Las víctimas siguen siendo actuales en tanto en cuanto no se les haga justicia. No se las puede ignorar una y otra vez. Y, si se hace, el eco de su voz nos perseguirá sin descanso. Como promesa de un “nunca más” que quiere hacerse realidad. Como irrenunciable ley de quien, en la lucha por los derechos humanos, no acepta fronteras ni mordazas. Ni pactos de silencio ni pactos del olvido. Eso es, precisamente, lo que nos reclama la memoria de Puig Antich cuando nos apunta con su dedo acusador.



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