31 Mar 2017
Público
Jaume Asens
Teniente
Alcalde del Ayuntamiento de Barcelona
Los victimarios franquistas, y sus herederos
políticos, querrían que sus víctimas fueran invisibles. Que no molestaran y se
quedaran en las cunetas del olvido. Que no recordaran, por ejemplo, que hoy
hace 80 años llovían bombas en Durango por un ataque indiscriminado de
Mussolini. Hay crímenes tan deleznables, no obstante, que sus víctimas nos
convocan y exigen justicia. Como espectros que se alzan y nos señalan con su
dedo acusador, nos recuerdan que somos contemporáneos del instante en que se
paró su reloj biográfico. Ese es el caso del joven barcelonés Puig Antich. Su
impronta, pese al paso del tiempo, sigue presente. Como tantos otros
asesinados, torturados o desaparecidos por el régimen franquista, la impunidad
de aquel crimen atroz nos convierte en cómplices inevitables del momento en que
su vida se dislocó en el garrote vil. De ahí que, en el ayuntamiento de
Barcelona, hayamos decidido que su caso sea uno de los primeros en llevar ante
los tribunales. Hoy hemos sellado, de hecho, un compromiso en el Pleno para
hacerlo posible. Tan solo la minoría del PP y Cs – 5 concejales en total- se ha
opuesto. Una amplia mayoría de 23 concejales, por contra, han apoyado una
moción para actuar judicialmente contra los crímenes del franquismo.
La muerte de
Puig Antich fue un acto de venganza. Lo demuestra, por ejemplo, el siniestro
método medieval de ajusticiamiento utilizado. Su fusilamiento se descartó con
el argumento de que era un final demasiado digno. De nada sirvieron las
peticiones de indulto que llegaban desde el Vaticano y otros rincones del
mundo. Otra prueba de ello fue la farsa judicial que le llevó al patíbulo y que
el periodista Jordi Panyella detalla en el libro “Puig Antich, caso abierto”.
No tuvo derecho a ningún juicio justo, equitativo, independiente, imparcial o
con garantías procesales. Cuatro miembros de su Consejo de Guerra fueron
escogidos por su “rectitud patriótica” entre “capitanes resolutivos” y sin
ninguna formación jurídica. El quinto militar, Carlos Rey, sí era jurista.
Contra él se va a dirigir la querella promovida por el ayuntamiento de
Barcelona con el apoyo de las hermanas Puig Antich. Fue quien llevó la voz
cantante y redactó la sentencia de muerte. A resultas de ello, está imputado en
un juzgado de Buenos Aires y sobre él pesa una orden internacional de búsqueda
y captura. En la actualidad, no obstante, sigue ejerciendo de abogado. Uno de
sus últimos clientes fue la dirigente del PP, Alicia Sánchez Camacho, en el
caso de Método 3.
En una reciente
entrevista, afirmó sin atisbo de arrepentimiento que él “hizo lo que tenía que
hacer”. Este tipo de alegatos son un insulto a la familia de Puig Antich pero
también a los derechos humanos. Y nos remiten a la trágica experiencia del
nazismo. Las condenas de Núremberg establecían que la actuación de los fiscales
y jueces nazis podía ser legal a la luz del propio sistema jurídico alemán pero
no del derecho internacional. Se aplicaba, con ello, la famosa fórmula del
jurista alemán Gustav Radbruch según la cual la “extrema injusticia” en un
contexto dictatorial no puede ser nunca derecho. Un argumento que vale para los
consejos de guerra franquistas, como el del joven barcelonés, declarados
“ilegítimos” por la propia ley de memoria histórica. Con esa filosofía de
fondo, el Tribunal de Estrasburgo ha tratado esas sentencias más como actos de
barbarie que como actos de derecho.
Hay crimenes
que, por su crueldad, no prescriben ni admiten inmunidad. Que no solo ofenden a
quien los sufre sino también a la humanidad entera. Y precisamente por eso,
independientemente de quien sea su autor y donde se haya producido, pueden
perseguirse desde cualquier rincón del mundo. Contra ellos, hay que levantar un
“nunca más” como imperativo categórico y para enviar un mensaje preventivo
claro a los gobernantes. Utilizar el propio aparato estatal para asesinar,
torturar y después asegurarse la propia inmunidad, es una operación arriesgada.
Siempre puede abrirse una investigación en algún otro lugar.
Los tribunales
españoles fueron, de hecho, pioneros en el impulso de ese principio. Se invocó
el recurso a la jurisdicción universal para romper la impunidad de crimines
ocurridos en otros países. Entre los casos más notorios estaban los de Chile y
Argentina. De nada sirvieron los argumentos de quienes blandían leyes de
amnistía y punto final aprobadas para dejarlos sin castigo. La condena del
Tribunal Supremo al exmilitar argentino, Adolfo Silingo, es un buen ejemplo de
ello. La cuestión se torció, no obstante, cuando se trataron de limpiar los
propios trapos sucios. El cierre brusco de una investigación en la Audiencia
Nacional sobre los crímenes franquistas ponía al descubierto el uso hipócrita
del derecho. Las normas que no valían para los otros, entonces sí valían para
uno mismo. Se produjo, entonces, lo inesperado. La senda abierta por la
jurisdicción española fue retomada por un juzgado argentino. Una querella
presentada por víctimas y asociaciones permitió impulsar la investigación
contra los responsables de los hechos. Entre ellos, los que presuntamente
asesinaron a Puig Antich. La respuesta, no obstante, siguió siendo poco
recíproca. Las autoridades españolas se negaron a dar curso a las órdenes
internacionales de extradición. No por casualidad, a diferencia del resto de
Europa, el fascismo español no fue nunca derrotado militarmente. Eso explica
que, mientras se menosprecia a las víctimas del franquismo, se condena a una
joven por sus chistes sobre uno de sus victimarios.
Esa política de
bloqueo es, sin duda, contraria a otro principio del Derecho Internacional que
dice “extradita o juzga”. O se investiga o se deja investigar. Con este
argumento, y tras el cambio de ciclo político abierto en las pasadas elecciones
municipales, ayuntamientos como Zaragoza, Cádiz, Vitoria-Gazteiz, A Coruña,
Pamplona o Barcelona retoman ahora el hilo argentino para volverlo a llevar a
los tribunales españoles. Los primeros boquetes se abrieron a partir del 2013.
Primero, con la orden de la Audiencia Provincial de Barcelona para que se
investiguen los bombardeos fascistas del 1937-1939. Luego, con la investigación
del asesinato de 10 civiles en el 1936 seguida por un juzgado de Almazán
(Soria). O la reciente moción aprobada en el Parlamento andaluz calificando los
delitos del franquismo como crímenes de lesa humanidad. Las entidades
memorialistas y de derechos humanos han encontrado, ahora, en esa Red de
Ciudades contra la impunidad franquista un nuevo aliado para seguir rompiendo
el candado de la impunidad. El tiempo transcurrido no debilita su
reivindicación de justicia. Al contrario, la legítima más. A Puig Antich lo
asesinó el régimen franquista pero es el actual régimen el que hasta ahora no
lo ha reparado. Quien busca la impunidad de ese tipo de asesinatos es tan
responsable como quien los perpetuó. Las víctimas siguen siendo actuales en tanto
en cuanto no se les haga justicia. No se las puede ignorar una y otra vez. Y,
si se hace, el eco de su voz nos perseguirá sin descanso. Como promesa de un
“nunca más” que quiere hacerse realidad. Como irrenunciable ley de quien, en la
lucha por los derechos humanos, no acepta fronteras ni mordazas. Ni pactos de
silencio ni pactos del olvido. Eso es, precisamente, lo que nos reclama la
memoria de Puig Antich cuando nos apunta con su dedo acusador.
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