Fallece
Carmen Arrojo, republicana compañera de Las 13 Rosas
Secretaria de estudiantes de la Juventud Socialista Unificada y profesora
de la escuela de cuadros del partido, impartió charlas al cuerpo de artilleros
durante la Guerra Civil, y logró que el Ministerio de Guerra remunerara a las
mujeres que cosían uniformes. Carmen Arrojo falleció el pasado 6 de abril, con
98 años.
Público
Madrid
Patricia Campelo
Detrás de unas gafas enormes de cristales oscuros que ya no le disimulaban
su pérdida de visión, se intuía la mirada pícara de una mujer pequeña de tamaño
y enorme de espíritu. Carmen Arrojo Maroto (Madrid 1918-2017) fue una
destacada militante de la Juventud Socialista Unificada (JSU),
organización desde la que desarrolló acciones en la retaguardia republicana de
la capital, algunas de ellas, encaminadas a mejorar las condiciones de trabajo
de las mujeres.
Entre sus logros: que el Ministerio de Guerra pagara diez pesetas al día a
aquellas que cosían uniformes y cocinaban para soldados que iban o venía del
frente. Eran los primeros días tras el golpe de estado del grupo militar
comandado por Francisco Franco contra el gobierno de la República. La Guerra
Civil se confirmaba, y Carmen se implicó en la resistencia y en la
organización del caos reinante en aquellos momentos.
Organizó una residencia para hijos de combatientes y, tras realizar un
curso de enfermería, colaboró con los servicios sanitarios en el hospital de la
46ª división del Ejército Popular, donde fue responsable de los equipos de diatermia,
que elevaban la temperatura corporal de los heridos mediante corrientes
eléctricas. Instruida en la escuela republicana, e hija de una pareja
cultivada, la contienda había frustrado su carrera en Medicina, estudios que
habría comenzado sólo un año después.
La JSU la nombró secretaria de estudiantes
en el comité de Madrid, e impartió clases en la escuela de cuadros del
partido, labor que compaginaba con sus charlas al cuerpo de artilleros.
En una de estas jornadas
informativas conoció a su pareja, Eugenio Moreno, maestro y abogado del
servicio jurídico de la República, fusilado el 27 de julio 1940 y arrojado a
una de las fosas comunes del cementerio de Paterna (Valencia), un hecho que
ella no conoció hasta el año 2005.
Los diminutos ojos de Carmen
aún se empañaban al hablar de él más de siete décadas después. Y en su casa de
la calle Bailén, en el madrileño barrio de Las Vistillas, donde nació y vivió
hasta el final, las paredes del salón rebosaban de fotos de Eugenio, a
distintos tamaños y tonos pero con algo en común: siempre se trataba de la misma
fotografía, la única que conservaba del hombre con quien iba a casarse el 14 de
abril de 1939. Dos semanas antes le perdió la pista.
La ciudad de Alicante se había convertido en
una enorme cárcel para los más de 15.000 republicanos que esperaban al barco inglés
Winnipeg para salir hacia el exilio, y que nunca llegó. El recuerdo del último
día juntos, en el llamado campo de los almendros, le atormentó durante décadas
“de impotencia y de dolor”, contó a Público en 2011 con
un hilo de voz entrecortada.
Las tropas franquistas montaron
distintos campos de concentración separando a hombres y a mujeres. “Éramos una
multitud agotada, vencida y sin esperanza. Lo único que anhelábamos era poder
abandonar nuestro país, en cuya defensa habíamos luchado y sufrido durante tres
años”, dejó plasmado en su libro de memorias, ‘Lo que no se debe perder’ (Tébar,
2008).
Separada también de su padre y
de su hermano, fue trasladada al cine alicantino, desde donde emuló ser menor
de edad ayudada por su apariencia aniñada, y eludir así su verdadera identidad
militante, por la que habría terminado en prisión como algunas de sus
compañeras de la JSU.
A una de ellas, su amiga
Josefina López Laffitte, la recordaba Carmen como “una chica maravillosa”.
Josefina fue fusilada frente a las tapias del cementerio del Este [rebautizado
por Franco como de La Almudena] el 5 de agosto de 1939 junto a otras doce
chicas. Era una de Las 13 Rosas.
Ocho años de exilio
interior
Un viaje en tren de tres días
sin probar bocado la devolvió a Madrid. Según solía narrar, cuando su madre la
vio entrar por la puerta le sugirió que se marchara, que la policía había
estado preguntando por ella. Con un salvoconducto a otro nombre se encaminó
hacia Galicia, donde subsistió trabajando de costurera y cocinera.
En 1947, después de que las
fuerzas policiales se “olvidaran” de ella, “pensaban que podía haber huido a
Bélgica”, pudo regresar a su hogar en Las Vistillas. Su hermano y su padre
también habían sobrevivido, pero la vida nunca volvió a ser la misma: “La casa
estaba triste. Nuestras discusiones, nuestras amistades y hasta nuestros
muebles también habían desaparecido (…). El franquismo nos había arrebatado
hasta la espontaneidad en nuestras relaciones”, describió en sus memorias,
escritas con su ordenador adaptado a personas con dificultades de visión, con
teclas de grandes dimensiones y una lupa generosa con la que escudriñaba la
pantalla.
Así cumplió Carmen con el
deber auto impuesto de recordarle la historia colectiva a un país con amnesia.
Y bajo ese pretexto acudía con su testimonio a cuantas citas la reclamaban.
Colaboraba con la Asociación para la
Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), organización a la que se
dirigió por carta para preguntar si “dos dinosaurios como mi hermano y yo”
podían acudir al multitudinario concierto de homenaje a los republicanos, en la
localidad de Rivas Vaciamadrid, en 2004.
El peso de sus recuerdos nunca
le restó un ápice de humor. A la pregunta de, “Carmen, ¿qué tal vas?”, solía
ironizar “de momento, de forma bípeda”. También seguía de cerca la actualidad
política, situando el epicentro de muchos problemas actuales en la Transición,
etapa que ella prefería denominar de otro modo, “la Prostitución”.
Esta activista contra el
olvido pasó sus últimos años aquejada de dolores que le limitaban las visitas.
La última entrevista que le planteó Público, a mediados de 2015, fue
cancelada en el último momento debido a su malestar físico.
Su voz, en cambio, tronaba
chispeante al otro lado del teléfono, asegurando que su casa siempre permanecía
abierta, desde la puerta de entrada, donde colgaba una bandera republicana con
el eslogan ‘No a la guerra’, hasta la terraza por la que veía caer los obuses
sobre la Casa de Campo durante la guerra.
Carmen libró su última
batalla el pasado 6 de abril, en
silencio, llevándose consigo un pedazo de la historia de este país que se
empeña en olvidar a aquellos hombres y mujeres que, desde su compromiso social
y político, lucharon por dejarnos un mundo mejor.
Esta mujer, que tanto
conversaba con jóvenes, no perdía la ocasión de recordar las tareas que su generación nos
deja en herencia: “La primera vez que la policía me vino a buscar a casa yo
tenía 16 años. Nosotros teníamos una gran conciencia de las injusticias
sociales e intentamos cambiar las cosas porque era lo que nos tocaba. Ahora es
vuestro turno. De vosotros depende”.
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