11 May 2017
Público
Fidel Gómez Rosa
Doctor en Ciencias Políticas y Licenciado en Derecho por la UCM. Licenciado en Historia por la UNED y Especialista Universitario en Historia Militar por el IUGM. Ha sido Secretario de la Asociación Española de Historia Militar (ASEHISMI).
Doctor en Ciencias Políticas y Licenciado en Derecho por la UCM. Licenciado en Historia por la UNED y Especialista Universitario en Historia Militar por el IUGM. Ha sido Secretario de la Asociación Española de Historia Militar (ASEHISMI).
El conjunto-monumental de Cuelgamuros, situado en las cercanías de Madrid y
denominado “El Valle de los Caídos”, ha estado de actualidad en las últimas
semanas como consecuencia de la denuncia presentada por una asociación de
defensa de este lugar emblemático del régimen franquista (1939-1975) y admitida
a trámite por la Justicia por un presunto delito de ofensas contra el
sentimiento religioso. Poco después, el Grupo Parlamentario socialista ha
tramitado una Proposición No de Ley (PNL) para entregar los restos del
Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera a sus familias y desalojarlos
de sus tumbas en Cuelgamuros.
Más allá de este procedimiento judicial y de sus posibilidades
técnico-jurídicas de prosperar, y de las acciones que resulten de la PNL, que
cuenta con muchas posibilidades de aprobarse dada la composición actual del
Parlamento, tal vez resulte ilustrativo y pertinente reflexionar sobre la
supervivencia de este espacio de memoria y exaltación del fascismo español del
siglo XX, así como, por extensión, de otros símbolos del franquismo, y su
repercusión ética en nuestra Democracia.
El conjunto monumental se compone de una basílica excavada en la roca de la
montaña, coronada por una cruz de enormes proporciones –impacto buscado
deliberadamente, junto con el lugar estratégico en que está ubicado, para
facilitar su visibilidad desde larga distancia– y a la que se accede por una
gran explanada, adornada por una colección de figuras escultóricas. En el altar
mayor de la basílica se encuentran las tumbas del General Franco y del fundador
de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, fusilado en la prisión
provincial de Alicante por adhesión a la rebelión militar al poco de comenzar
la Guerra Civil (1936-1939). En torno al altar mayor se sitúa una gran cripta
destinada a contener los cuerpos de combatientes de las dos Españas enfrentadas
en la guerra, lo que fue logrado en tiempo récord trasladando miles de restos
mortales procedentes de diversos cementerios y otros lugares en los que estaban
enterrados. Al inaugurarse por el “Generalísimo”, en 1958, el bautizado como
“Monumento de Reconciliación” urgía llenar la cripta con cadáveres traídos, en
gran medida, forzosamente sin el consentimiento de sus deudos. Muchas de estas
personas habían encontrado la muerte por su vinculación, apoyo o actitud de
defensa de la II República.
Se pretendía con este acarreo de cadáveres, por orden directa del
autoproclamado “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, que “el Valle de los
Caídos” al tiempo que servía como exaltación de su victoria en la guerra civil
y futuro panteón personal pudiera ser presentado también como símbolo de
“reconciliación”(?), es decir, los verdugos vencedores ofrecían reconciliación
cristiana en la paz eterna de la muerte a los derrotados, humillados y
represaliados por el propio régimen militar y sedicente “Cruzada de Liberación
Nacional”. Naturalmente esta maniobra era tan descarada y suponía una
incongruencia de tal magnitud que nunca fue creíble para nadie. La obra de
Cuelgamuros, cuyos trabajos supervisaba personalmente y con detalle el propio
General Franco, fue ejecutada, como es manifiesto, por presos “rojos” que
cumplían condena en régimen de trabajos forzosos. La identificación de este
recinto monumental con el franquismo y la figura de Franco siempre fue
indiscutible y, tras las exequias del dictador, se convirtió en un lugar de
peregrinación y concentración de los nostálgicos del Movimiento y en un punto
de atracción de la extrema derecha española y del movimiento neonazi internacional,
especialmente en el aniversario de cada 20 de noviembre.
En la actualidad el conjunto monumental se encuentra muy deteriorado,
amenazado de ruina por las infiltraciones y humedades de la montaña y la baja e
inadecuada calidad de los materiales con los que fue construido en las décadas
de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Las conclusiones de los
estudios técnicos realizados es que no sobrevivirá en el tiempo por haberse
iniciado un irreversible proceso de disolución. La única alternativa posible sería
que Patrimonio Nacional, actual titular del monumento, realizase una
costosa intervención para parar este proceso inexorable en otro caso. Por
supuesto, se trataría de una decisión difícil de justificar si fuera para
mantener su concepto actual de tributo a una dictadura impuesta a la fuerza al
pueblo español.
El valor arquitectónico y artístico es poco apreciado por los especialistas
en Historia del Arte que, en términos generales, lo consideran una muestra
tardía excepcional –por inédita en Europa– de la arquitectura propagandística
fascista del periodo de entreguerras. El conjunto ornamental de Juan de Ávalos,
mejor considerado técnicamente por los especialistas, sufre también el avanzado
proceso de deterioro con frecuentes mutilaciones de figuras, y presenta el
mismo inconveniente desde el punto de vista axiológico: la exaltación de
valores –la imposición de la fuerza, el valor regenerador de la guerra, los
ángeles tomando partido en el combate, etc– propios de otra época y ya rechazados
por nuestra sociedad.
El “conjunto” español, vinculado al nacional-catolicismo impuesto a sangre
y fuego durante casi cuarenta años, tiene su natural inspiración en los
regímenes “hermanos” del fascismo italiano y el nazismo alemán. Ni en Italia ni
en Alemania pueden encontrarse ya este tipo de productos de época puesto que
fueron debidamente demolidos al tiempo que se desmantelaban los sistemas
políticos que los habían levantado. No tanto por su escaso y dudoso valor
estético sino por consideraciones éticas y por el evidente contrasentido que
habrían supuesto para las nacientes democracias europeas de la postguerra.
El llamado “Monumento de Reconciliación”, atendido por la Orden benedictina
de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, tiene también una
dimensión religiosa con un convento y la celebración de misas y otras
ceremonias de la liturgia católica. En esta función religiosa, y en el hecho de
ser el Valle un lugar en la ruta turística de la sierra madrileña, se ha
pretendido –y aún se pretende– justificar la supervivencia aséptica y sin
sectarismo de este lugar de exaltación y memoria del fascismo.
En España, como a menudo nos recuerda el maestro Ángel Viñas, uno de
nuestros grandes autores de referencia en el estudio crítico del franquismo,
llevamos muchos años siendo singulares respeto del resto del mundo occidental
en materia de investigación historiográfica de este periodo de la historia
contemporánea de nuestro país. Han venido siendo proverbiales las trabas a la
investigación, primero en los propios archivos y fuentes públicas, y
posteriormente en fundaciones privadas que consideran su patrimonio la
documentación y efectos que, en cualquier país desarrollado y normalizado, es
de libre acceso y forma parte del dominio público para su puesta a disposición
de la comunidad académica. Concretamente en el ámbito de la historia militar
durante muchos los archivos oficiales militares quedaron como coto privado de
los historiadores civiles o militares considerados “azules” con el consiguiente
sesgo de las publicaciones disponibles para analizar asuntos clave, con datos
fiables, como pueden ser la batalla en el aire, el desarrollo de la industria
de guerra o la estrategia de combate realmente planeada por las divisiones o
los cuerpos de ejército. Muchas obras han quedado rápidamente desacreditadas al
poderse tener acceso a las fuentes antes negadas.
La larga permanencia en el poder del franquismo, que se ve favorecido por
el respaldo que recibe de los Estados Unidos al integrarse como un aliado fundamental
en el dispositivo de contención del comunismo diseñado en la Guerra Fría,
impidió el desmantelamiento de este régimen colaboracionista de las potencias
del Eje en el mismo tiempo histórico en que se produjo en las derrotadas
Alemania, Japón o Italia. El General Franco, con el espaldarazo del amigo
americano, se asentó en el poder, con el paso del tiempo se integró en el
sistema internacional, moderó los efectos de la represión brutal de la
postguerra, alcanzó un cierto grado de desarrollo económico –obtenido sobre la
tríada remesas de emigrantes, turismo y construcción– que, a partir de mediados
de los años sesenta, se empezó a traducir en una mejora significativa de la
calidad de vida de los españoles. Se creó así un franquismo sociológico que acabó
disfrazando el origen golpista, clasista y represivo del régimen, se matizaron
y enturbiaron sus orígenes ideológicos y con la colaboración de intelectuales
orgánicos –algunos lo hicieron apoyados en becas de las agencias de
inteligencia del gobierno de Washington e insertados en las universidades y
centros de pensamiento– el régimen franquista pasó de dictadura sangrienta a
simplemente un “sistema autoritario” de participación política restringida.
Sólo en el final del tardofranquismo recupera su verdadera naturaleza
represiva.
Este devenir histórico derivó en la distinta percepción social con respecto
a sus símbolos hasta dejar de asociarlos al fascismo y hacerlo a un sistema
paternalista plenamente normalizado por grandes capas de la población. Por esta
razón, cuesta trabajo explicar en el extranjero este tratamiento benigno
excepcional a los ojos de los ciudadanos europeos, que padecieron los estragos
de la guerra y el absolutismo criminal nazi-fascista, de los símbolos
franquistas y el hecho de que todavía determinados sectores de la sociedad
española los considere dignos de conservación y no experimenten aversión ni
observen connotaciones rechazables, tal y como en mi condición de historiador
he percibido en conservaciones con colegas extranjeros.
La supervivencia de los símbolos franquistas, aunque reducida ya
sensiblemente en su número, se mantiene a despecho de la vigente Ley de Memoria
Histórica y en un contexto en el que, por el contrario, se sigue ignorando el
mapa de las miles de fosas comunes repartidas por el país, de acuerdo al
expediente internacional levantado por las Naciones Unidas. Al parecer es
compatible el olvido de los muertos republicanos, a los que se les niega la
dignidad de un entierro digno, con el recuerdo y homenaje de los victimarios.
Resulta particularmente llamativo para cualquier observador extranjero que
una estatua ecuestre del General Franco haya presidido la plaza de armas de la
Academia General Militar (AGM) de Zaragoza hasta el año 2007 en que fue
retirada, después de vencer la tentación de simplemente trasladarla de
ubicación dentro del recinto del propio centro de enseñanza. Nada menos que
durante treinta años las promociones de oficiales del Ejército de la Democracia
recibieron sus Reales Despachos ante la presencia simbólica imponente del
dictador. Y lo peor es que, ofendiendo la inteligencia de los españoles,
durante muchos años se ha tratado de justificar este despropósito simplemente
en que el General Franco estaba allí en su calidad de primer director de la Academia
en su segunda época (1928-1932).
Con una retirada de símbolos franquistas tan prolongada en el tiempo y tan
esporádica, la Democracia española, tan elogiada por la transición política
pacífica realizada y por la modernidad de sus grandes ciudades, cultura e
infraestructuras, se ha visto y se ve seriamente desacreditada por la
pervivencia incomprensible de tales reminiscencias franquistas y, en
particular, por su “obra magna” del Valle de los Caídos, especialmente en su
imagen ante la comunidad internacional.
En las raíces de esta paradójica situación, además de las razones
históricas y sociológicas apuntadas, se encuentra la fórmula reformista o de
ruptura pactada adoptada en la transición política (1976-1982), que dejó
intacto a los poderes fácticos de la dictadura. Las Fuerzas Armadas mantuvieron
su autonomía hasta prácticamente la década de los años noventa. Se salvó con
éxito la tendencia a la involución militar aunque se jugó con fuego y se
corrieron muchos riesgos por falta de autoridad y coherencia democrática desde
el principio. Entre tanto la cuestión de los símbolos –nombres de vías
públicas, monumentos a la División Azul, placas en las iglesias por los caídos
por Dios y por España, escudos no oficiales, etc– no resultaba acuciante y
tenía un efecto apaciguador, pero de esa inconsecuente tolerancia procede la
dificultad posterior para hacer desaparecer unos símbolos extemporáneos que
representan una época negra de la Historia de España, que hieren la conciencia
colectiva, dificultan una instrucción pública pedagógica sobre el pasado y se
oponen radicalmente a los valores que deben prevalecer en una Democracia
avanzada como a la que aspira nuestro país.
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