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martes, 19 de septiembre de 2017

La esquela de Amaia

El Comercio
La esquela de Amaia: «Me marcho con pena, pero rebosante de alegría»

 Amaia, que murió tras una batalla de 128 días contra el cáncer, se fue arropada por los suyos y muy agradecida por el trato recibido en el Hospital de Basurto

 Lunes, 18 septiembre 2017,
“Mi amor». Estas dos palabras fueron lo último que dijo Amaia antes de morir. Estaba ya muy débil, pero consiguió abrir los ojos un momento, esbozó una leve sonrisa y se despidió de Ernesto, el amor de su vida, su compañero de viaje durante 36 años. Horas después falleció en su casa de Santutxu, donde pasó sus últimos días rodeada de sus seres queridos. Tenía 54 años.
A Ernesto se le vino el mundo encima. Como él dice, se le partió el alma. Le vinieron a la cabeza recuerdos de toda una vida, que comenzó cuando se fijó en las botas de arlequín con cascabeles que llevaba Amaia en el bar Mikeldi de Barrencalle. Eran sólo unos niños. Pero sobre todo le invadieron algunas imágenes de todas las batallas que habían librado en los últimos 128 días. Desde que el 5 de abril entraron en Urgencias por unos fuertes dolores de estómago o cuando el médico le dijo que aquellas manchas que habían aparecido en el escáner eran, en realidad, un cáncer de páncreas con metástasis de hígado. Irreversible. «Esa palabra me sigue retumbando en el cerebro», se duele.

Arriba, la esquela que Amaia escribió para despedirse y que fue publicada por este diario. Debajo, la carta de agradecimiento al personal del hospital de Basurto. 

Aquel día comenzó su lucha sin tregua contra el cáncer en el hospital de Basurto. No tanto por vencer a la enfermedad. Eso, sencillamente, era ya imposible. El objetivo era menos ambicioso, pero igual de sacrificado: alargar la existencia y mejorar la calidad de vida de Amaia en la medida de lo posible. En un momento tan duro de gestionar, Borja López de San Vicente, su oncólogo, se acercó a ellos y les habló con claridad. «Hoy os dejo que os caguéis en la puta, que estéis rabiosos. Pero mañana nos ponemos a currar. Voy a intentar que vivas de la mejor manera posible», les dijo.
Pasaron momentos durísimos tratando de arañar un poco de tiempo a la vida. El tratamiento de quimioterapia era muy difícil de llevar porque dejaba a Amaia hecha polvo. Además, tuvieron que pelear contra una bacteria y contra una anemia que les obligó a salir y a entrar del hospital con demasiada frecuencia. Pero fue precisamente en estos duros momentos cuando Amaia y Ernesto comprendieron «el valor de la sanidad pública universal» -que permite que cualquier ser humano «pueda ser atendido e incluso morir con dignidad»-, y cuando quedaron prendados por la «calidad humana» de «todas las personas» que les atendieron. Se acuerdan de Pilar Cabezudo, la doctora de Digestivo que le cuidó, de su oncólogo, de los profesionales de los servicios de Radiología Intervencionista, de los trabajadores de Paliativos, de los enfermeros... La lista es prácticamente interminable. Osakidetza prefirió no participar en este reportaje.
En una de sus altas de dos días, ya en casa, Amaia Hurtado sintió la necesidad de escribir una carta de agradecimiento. Estaba muy débil. Había pasado de 52 kilos a pesar sólo 36. Pero quería escribirla de su puño y letra, aunque Ernesto tuviese que ayudarle a hacer algunas correcciones por lo floja que estaba. Es más, Amaia quiso trasmitir esta gratitud también públicamente en su esquela de despedida, redactada por ella misma y que EL CORREO publicó el pasado 11 de agosto. Y en una carta al director remitida por su pareja.

Hasta 12 pinchazos al día

Amaia planificó todos estos pasos con detalle cuando tuvo la certeza de que la muerte estaba cerca. Fue entonces cuando llamó a Ernesto. Estaba tranquila. Él, en cambio, no paraba de temblar. «Me dijo que ya sabía lo que tenía que hacer, que ya lo habíamos hablado hace años cuando murió un amigo. Y me obligó a recordarlo». Amaia no quería crucifijos, ni alusiones a la religión en su esquela. También quería que una parte de sus cenizas fuesen arrojadas al mar en San Juan de Gaztelugatxe. Le dijo a Ernesto que ya se encargaba ella de hablar con un amigo para ver si podía llevarle en barquito hasta allí. E incluso le habló del futuro de su pareja, de lo que pasaría cuando ella ya no estuviese y de algunas cosas que tenía que hacer.
Amaia, una mujer menuda de fuerte carácter, peleó sin cesar. Pero cada vez estaba peor. Y en su última visita a Oncología, seis días antes de morir, le dijeron que ya había luchado lo suficiente, que se relajase. Los dos sabían lo que eso significaba.
Tuvieron que decidir dónde querían pasar sus últimos días. Ernesto estaba asustado de ir a casa. Temía hacer algo mal, pero Amaia prefería despedirse rodeada de los suyos y no en el hospital. Ya no había quimioterapia. Sólo tratamientos paliativos y medicaciones para aliviar el dolor. A veces le tenía que pinchar hasta 12 veces al día, mientras Amaia acariciaba la cabeza de su marido dándole ánimos. En una ocasión, sufrió unos dolores terribles y la morfina no parecía hacer efecto. Ernesto tuvo que ponerle más dosis. De repente, le recorrió un escalofrío pensando en la posibilidad de que quizás le había provocado una sobredosis. Salió de la habitación y llamó asustado al teléfono de la Unidad de Paliativos. «Lo primero que me preguntaron era a ver si mi mujer seguía con dolores. Que fuese corriendo a ver cómo estaba. Les dije que no, que estaba tranquila. Y ya entonces me explicaron que no me preocupase por eso, que no podía provocarle una sobredosis», recuerda.

Ernesto está destrozado. Sin hijos, siente un gran vacío. Pero tiene las llaves de casa de cinco amigos que le quieren y a su perra Tiara, con la que se va a ir a Cádiz a depositar la otra parte de las cenizas de Amaia. Y también le reconforta pensar que su mujer se fue feliz gracias, en parte, a la calidad humana de los profesionales que le atendieron en Basurto. «El trato que hemos recibido en Osakidetza nos ha servido más que cualquier medicación para sobrellevar estos días», agradece.

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