El mamón
Luis
Viadel
Había una gran expectación por el juicio que se venía anunciando de boca en boca desde hacía algún tiempo. Los delitos de sangre atraían siempre la atención de un pueblo que estaba triste, pasaba hambre, tenía frío y cuya mayor distracción consistía en escuchar Radio España Independiente, La Pirenaica, las novelas por capítulos que duraban largos meses y leer el Caso.
La acusación, probados los hechos,
solicita para el inculpado la pena de veinte años de prisión mayor,
inhabilitación para cargo público y una indemnización para la víctima de cincuenta mil pesetas.
Nocturnidad, alevosía, inmoralidad,
delito de sangre, atentado a las buenas costumbres, escándalo público,
pecado...
Los asistentes que abarrotan la sala
aplauden frenéticos al letrado después de su intervención.
Zósima
tuvo mucha suerte en el parto. Gúdula colocó junto a ella una Flor de Jericó en un vaso con agua, nada
más sentir los primeros dolores. Rompió aguas y la seca flor empezó abriéndose
lentamente a medida que la matriz se dilataba y aparecía la cabeza del niño que
llegaba enrojecido y pringoso. Lo escupió hasta el punto que su hermana hubo de
cogerlo presurosa para evitar que resbalase y se precipitara contra el suelo.
Hábilmente presionó el cordón con una pinza de las de tender la ropa y luego lo
cortó. El niño empezó a llorar, lo acomodó en una toalla y metió la mano por el
sexo extrayendo la placenta que guardó en un frasco de vidrio con tapa. Lo
metió en un rincón de la alacena junto a
otros muchos que aparecían juntos, con una etiqueta donde se leía un nombre y
una fecha. Con esta materia prima fabricaba ungüentos, cataplasmas, emplastos y
bebedizos que curaban a la gente de sus dolencias.
Gúdula,
de tafanario plano y escasas redondeces era una mujer extraña que ejercía de
bruja-curandera en el pueblo. No se parecía en nada a su hermana, de anchas
caderas y muslos generosos, a la que limpia cuidadosamente y cubre con una
sábana.
El
recién nacido se agita tembloroso cuando empieza a ponerse morado por unos
coágulos que le saca de la boca con los dedos y, sin dejar de llorar, lo mete
en una jofaina con agua caliente y le da
un rápido baño.
-Zósima-
le espeta colocando al bebé junto a ella- dale teta.
-Pero
si no tengo leche todavía...
-Que
chupe los calostros y no te preocupes que ya te la sacará este mamón. He
invocado a San Antíoco para que te llene las ubres y ése no falla nunca.
Fue
un presagio, la Flor de Jericó se iba cerrando y Matías,
así le pusieron a la criatura, empezó a chupar con fuerza de aquel seno
deslumbrante, blanco, redondo e hinchado como un globo, de aréola muy grande y
oscura, con algunas cerdas alrededor del pezón de café con leche. La madre es
muy peluda, hirsuta, algo que al marido, Matías, le excita muchísimo: donde
hay pelo, hay alegría, dice.
El Monte de Venus, una pelambrera negra y espesa se ramifica como la
hiedra hasta el ombligo por el interior
de los muslos, sube por el ano y el cóccix entre los enormes glúteos llegando
hasta la cintura. En los momentos
íntimos el marido bromea porque le cuesta mucho encontrar el agujero de mujer.
Demasiados obstáculos: la luz apagada, las sayas de rigor hasta los pies, como
Dios manda y nada de facilidades ni pensamientos impuros, recrearse con ellos o
propiciar las caricias que provocan ese sofoco, ese bombeo de la sangre que
produce un ahogo que sube y que baja. En definitiva, no debe experimentar el
menor placer y mucho menos expresarlo
con gestos, sonidos o palabras, e incluso con frases, porque luego el cura se
lo saca en las confesiones cuando las vigilias de las Hijas de María. Su marido debe dejar caer la simiente y ella
recogerla sin más.