El exnumerario del Opus Dei, Antonio Esquivias cuenta en un libro sus 30
años dentro de la organización, a la que pone nombres y apellidos
MARÍA ZUIL Madrid 04/12/2014
Público
El
año en que Antonio Esquivias decidió unirse al Opus Dei se estrenaba en todo el
mundo el documental Woodstoock y Paul McCartney anunciaba que dejaba
los Beatles. Mientras, en España, aún quedaba un lustro para que se acabase la
dictadura franquista y la Obra era la opción más moderna para los jóvenes
católicos.
Con
16 años, Antonio era entonces un adolescente madrileño con inquietudes
espirituales que empezó a acudir a círculos de formación religiosa. En tan sólo
dos meses acabó incorporándose a la organización en la que estaría 30 años y de
la que ahora habla en un libro
titulado El Opus Dei: el cielo en
una jaula.
Poder y privilegios
Desde
que se hizo numerario, no tardó en ascender y hacerse director del centro en el
que estaba, donde vio pasar a personalidades como José María Michavila o Luis
de Guindos. "Josemari era subdirector conmigo y tenía una capacidad
increíble para el estudio. Se pasó a Derecho porque Historia le parecía poco
estructurada y sacó 23 matrículas. Si en un examen no sacaba matrícula, lo
repetía", recuerda Antonio.
Durante
la época franquista, encontrar miembros del gobierno pertenecientes al Opus Deiera
algo habitual, y esta práctica se ha mantenido con la democracia, exceptuando los mandatos del PSOE,
porque la afiliación a ambos es inconcebible dentro de la organización, según
explica Antonio: "Yo he oído personalmente decir al fundador de la Obra:
"socialistas no podéis ser".
El
fundador de la Obra, Josemaría Escrivá Balaguer, el Papa Juan Pablo II o los ya
nombrados ministro de Economía y exministro de Justicia, son sólo algunas de
las personalidades con los que Antonio trató durante los años que perteneció al
Opus Dei y de los que habla en su libro, con el que pretende explicar "el
poder que tiene la organización y entender así los privilegios y vacíos legales
de los que goza".
La rutina del numerario
Durante
sus primeros años como numerario, sus
días se resumían en estudiar, rezar y leer. Cada mañana se levantaba a las
6:30 con el "minuto heroico": ponerse en pie nada más sonar el
despertador. Después, debía darse una ducha de agua fría como ofrenda al
fundador de la obra y, sin desayunar, acudía a la primera misa del día. El
resto de la mañana la dedicaba al estudio, con una sola pausa para rezar el
Ángelus y por las tardes, acudía a clases de Ingeniería Agrónoma, carrera que
se sacó con matriculas en cinco años a base de estudiar 10 horas al día.
También
tenía que dejar tiempo para las mortificaciones, una parte fundamental en la
vida espiritual que se exige a todos los numerarios: "Las mortificaciones
corporales para todos son dos
horas de cilicio al día; ese cacharro de pinchos en la pierna, y dos
"disciplinas" a la semana; un latiguillo con el que te das en el
trasero. Cuando vives en el centro, una vez a la semana los hombres tienen que
dormir en el suelo y las mujeres, todas las noches, en una tabla".
El
objetivo de estas mortificaciones es la purificación
y controlar instintos como la sexualidad, que se coarta totalmente en
pensamiento y obra desde que empieza a desarrollarse. De hecho, Antonio cuenta
que una de las cosas que más le costó fue tener que dejar a su novia de la
adolescencia. El control, sin embargo, no le costó tanto, y asegura que su
primera masturbación no fue hasta cumplidos los 44 años. "Te decían que
era un pecado horroroso y esa es una parte de mí que tuve completamente
bloqueada durante todos esos años". También se acabó acostumbrando a los
sacrificios de su "lista de mortificaciones": pequeños placeres
cotidianos a los que tenía que renunciar como prueba de fe, como el azúcar del
café o apoyar la espalda en el asiento. "Era habitual que fueran cosas
relacionadas con la comida y eso es algo que me ha costado mucho quitarme. Comía
cualquier cosa que me pusieran, estaba acostumbrado a eso y cuando iba a un
restaurante no sabía qué escoger, de hecho aún me cuesta porque cuando salí
tuve que descubrir qué me gustaba".
Tampoco
tenía dinero propio. Todos sus ahorros tuvo que entregarlos al centro al
entrar, y si necesitaba algo, tenía que pedirlo y luego dar cuenta de en qué lo
había utilizado, hasta del gasto más pequeño. Una austeridad que contrasta
mucho de la que Antonio vio en los años que estuvo en el Vaticano preparando su
sacerdocio, rodeado de muebles caros y pinturas de Tintoretto. Fue en esa
época, en Roma, cuando empezó a abrir los ojos.
La confesión como instrumento de control
Sin
embargo, no fueron las mortificaciones ni la anulación de la sexualidad lo que
le hizo empezar a cuestionarse la Obra, sino el abuso que se hacía de la
confesión como un instrumento de control dentro de la institución. "El
director sabe absolutamente todo de los numerarios y eso lo van a usar contra
ti para, por ejemplo, mandarte a otro sitio si lo consideran. Cuando fui
sacerdote vi cómo hubo gente que me pidió que contara sus confesiones. Es una
violación al derecho canónico y a la libertad religiosa". Tras denunciar
estas prácticas a altos cargos de la organización, sin resultado, Antonio fue
viendo como poco a poco le retiraron de toda actividad y entró en una depresión
que le llevó a abandonar la Obra, fuese como fuese.
No
se lo pusieron fácil. "Vino a verme el prelado, Javier Etxebarria y empezó
a presionarme diciéndome que me estaba jugando la conciencia. Entonces me
levanté y me puse a gritarle que yo era responsable de lo que hacía con mi
vida, pero que él iba a ser responsable de todas las personas a las que estaban
machacando la conciencia. Todo esto tuteándole, algo que era impensable hacia
alguien de su categoría. Es la
conversación de la que más orgulloso estoy de mi vida".
Ahora,
15 años después ha rehecho su vida. Es Educador Emocional y está casado con
Amina, una mujer marroquí y musulmana con la que tiene una hija en común y tres
hijos de una relación anterior. Con ellos, está empezando a descubrir los
pequeños placeres de la vida "sobre todo del cariño que es lo que más me
faltaba y lo que más valoro ahora". Sin embargo, sigue luchando para que
le reconozcan los años con los que estuvo trabajando para la Obra de cara a su
jubilación. No es fácil, puesto que no existen documentos que acrediten su
trabajo. "Nadie tiene nada, ni siquiera fotografías". Por eso, ha decidido plasmar su historia
en un libro, para explicarle al mundo lo que es en realidad el Opus
Dei, y también, dice, para explicarse a si mismo cómo pudo pasar tantos años dentro
de una organización tan despersonalizante. "Pero claro, eso, lo veo ahora",
sentencia.
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