Mi casa es un aeropuerto
Una treintena de personas sin hogar
vive en la T4 de Barajas, considerada espacio público
Se confunden entre los viajeros y
algunos sobreviven gracias a pequeños trapicheos
DANIEL
VERDÚ Madrid 17
DIC 2014
El
26 de mayo de 2013 Edu decidió dar un paseo andando desde Madrid hasta
Zaragoza. No tenía mucho que hacer por entonces. Si ya cuesta encontrar
trabajo, no digamos recién salido de pagar diez años de cárcel. Calculó que,
yendo ligerito, el peregrinaje le llevaría unos 20 días. Pero en la primera
jornada se le hizo de noche buscando la carretera de Barcelona a la altura de
Barajas y se refugió en la T4. Ahí se quedó. Fin del viaje. Justo donde el
resto comienza el suyo y donde él, vigués chaparrito de espaldas anchas, sigue
esta mañana después de un año y medio rodeado de un montón de maletas que
guarda a un euro el bulto. Resulta que no está solo. En esta misma terminal,
construida por la rutilante estrella de la arquitectura Richard Rogers y Antonio Lamela a cambio de 6.200
millones de euros, viven una treintena de personas sin hogar. Algunos desde
hace años. Pero la mayoría son invisibles para los viajeros.
El truco está en parecer uno de ellos. Visten
correctamente, van aseados, transportan bultos en carritos como si fueran
turistas y algunos dan vueltas todo el día alrededor de los mostradores, como a
la espera de un avión que no termina de despegar. El aeropuerto alberga un
ecosistema de personas sin hogar que han encontrado ahí un techo, aseos limpios
y amplios, calefacción, 15 minutos gratis al día de Internet, seguridad,
subsistencia gracias a pequeños trapicheos con viajeros (no todos lo hacen),
anonimato y cafeterías abiertas las 24 horas.
Un aeropuerto es a todos los efectos legales un
espacio público y AENA, si no hay
ninguna alteración del orden, convive con estos inquilinos. Sucede así en toda
España. Barcelona reubicó a sus huéspedes en 2011 cuando empezaron las peleas.
Así que la única norma aquí es no montar líos. De este modo, y con las prisas
del viaje, se confunden con los 110.000 usuarios que pasan cada día por
Barajas. Si uno se fija bien, es fácil ver a alguno sentarse en la mesa y
apurar los restos de comida y bebida abandonados. O a otro arrastrando una
maleta y pidiendo algo de dinero envuelto en el drama ficticio de un avión
perdido o un pasaporte extraviado. Estos últimos son pocos y siempre los
mismos. Y muchas veces repiten la función con el mismo viajero. Eso les delata.
Luego están los búlgaros y algunos moldavos, como
André (así dice que se llama), que viven del negocio de los carritos. Sacan las
fichas con un gancho y las cambian por un euro a los viajeros. “Nos buscamos la
vida como podemos”, defiende él. Todos los servicios legales del aeropuerto
(carritos, maleteros o plastificadores) ya tienen su competencia ilegal surgida
en este submundo. El aeropuerto se ha llenado estos días de pancartas de los
sindicatos protestando por este asunto. "Estamos hartos. La situación es
insostenible", se queja uno de los empleados de la empresa plastificadora
que tiene la concesión en Barajas.
Cuando anochece y el frío aprieta en la calle, los
invisibles empiezan a ser mayoría en la enorme terminal, en la que apenas se
operan ya a esa hora algunos vuelos a América del Sur. Manuel (nombre ficticio,
porque no quiere aparecer con el suyo propio alegando posibles “daños”) habla
con todos ellos. Define la T4 como un microcosmos donde pasa de todo sin que
nadie se de cuenta. “¿Los viajeros? Van con orejeras. Podrías hacerles andar
sobre un sendero de billetes de 500 euros y ni lo verían. Aquí somos
invisibles”, señala vestido con pantalones de pinza, mocasín castellano, camisa
a cuadritos y dos móviles en el bolsillo. Va impecable. Es alguien respetado en
este ambiente. Conoce la cotización de las divisas y da la impresión de haber
visto más mundo que la mayoría de los que se cruzan con él a diario. Alto y
elegante, extremadamente educado, su cara huesuda delata algún percance
biográfico años atrás. Mala vida. O muchos disgustos. Aparte de eso, imposible
imaginar la increíble historia de corruptelas políticas en el sur español en la
que cuenta que estuvo envuelto no hace tanto. O las aventuras que relata en los
mares del Índico protegiendo barcos españoles de piratas somalíes. Todo ello
como antesala a su estancia en este gran hotel construido sobre 470.000 metros
cuadrados.
El Ayuntamiento de Madrid realiza cada dos años un
recuento de personas sin hogar. El pasado jueves un grupo de voluntarios
coordinados por el Samur Social salió a la calle, sin embargo las cifras
todavía no están listas. Las de 2012 son las siguientes:
En Madrid hay 701 personas viviendo sin
techo en las
calles de Madrid. La cifra ha subido en los últimos años acompasada con el crecimiento
de la crisis.
Un 23,6% tienen
estudios universitarios o
superiores y el 52% de las personas 'sin techo'
entrevistadas en la ciudad de Madrid llevan dos años o más en esa situación.
Manuel, que asegura estar aquí de paso, suele ir
acompañado de Juan José Lorenzo, que lleva media vida en la calle y alrededor
de dos años durmiendo en el aeropuerto. Durante el día se va a Madrid, de donde
va y viene en el metro con su abono, y colabora en la ONG ATD Cuarto Mundo.
Va a clases de teatro, participa en tertulias en la parroquia de San Carlos
Borromeo y recibe una pensión de algo más de 300 euros al mes, como el 17% de
personas en su situación en la capital. Podría pagarse una habitación o ir a un
albergue, pero dice que en la T4 está caliente, puede desayunar cada día en el
McDonalds (un café y una hamburguesa por dos euros) y navegar a diario sus 15
minutos gratis con el WiFi del aeropuerto y el portátil que lleva a cuestas.
Pero, sobre todo, cuenta, mantiene ese punto de libertad que otorga hacer lo
que a uno le da la gana. Quizá lo único bueno de vivir en la calle.
Juanjo duerme con un compañero en uno de los recovecos
de la terminal de salidas de la T4. Justo al lado de la tienda de lotería,
sobre unos papeles de periódico que transporta. Algún día tendrá que recuperar
el saco que dejó olvidado en la consigna de un albergue. Tiene 56 años y lleva
21 en la calle, desde que perdió su empleo en una empresa metalúrgica. Viene al
aeropuerto porque es un sitio seguro, caliente y con comodidades como buenos
aseos cada 50 metros donde puede limpiarse un poco las axilas y el cuerpo. O el
bar de la planta de llegadas, donde algunos se juntan a veces para ver los
partidos. Juanjo solo baja contadas noches de Champions. Ahí es fácil encontrar
a uno que llaman “el inglés”, siempre algo bebido, que lleva ya una buena
temporada en la T4. Pero Juanjo, que ha cogido un par de aviones en su vida, es
muy discreto. “Nos camuflamos un poco. Aquí no puedes venir hecho un desastre
porque no te dejan ni entrar. El que monta un lío se va a la calle y perjudica
a todos los demás”, dice sentado en la barra del McDonalds, su cantina
habitual.
Por las noches, cuentan muchos de quienes duermen ahí,
empleados de AENA con guardias de seguridad pasan lista para estar al tanto de
los huéspedes diarios del gran hotel. También los hay en la T1 y en la T2,
aunque son menos y aquí se les considera más “raros”. Podría decirse que cada
terminal tiene sus características sociológicas. Para cuestiones sanitarias y
sociales, el aeropuerto mantiene un convenio de colaboración con el Samur social
para tratar de ayudar a quien lo necesite. Dos días a la semana los
trabajadores de este departamento del Ayuntamiento pasan por Barajas. “El
aeropuerto les permite el anonimato”, dice Darío Pérez, jefe del departamento
de Samur Social. “Nadie les ve. Pero tienen seguridad, alimentación, aseos… Es
un lugar cómodo y accesible”.
Muchos de ellos (también algunas mujeres) son
auténticos profesionales del funcionamiento de este aeropuerto en el que operan
75 compañías aéreas y 1.000 vuelos diarios. Conocen cualquier detalle, cuentan
historias de mafias, de empresas que alteran su volumen de vuelos, de mulas que quedaron por el camino. También
saben que Barajas pierde potencia, que Barcelona lo superó hace un año por
primera vez en número de pasajeros y que cualquier día lo van a privatizar
entero. Y en ese momento se acabará lo de dormir aquí, asumen. Ellos lo ven
todo y están callados. Forman parte del escaso ecosistema estático de un lugar
de tránsito continuo. Si en el próximo viaje se para un segundo, les verá.
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