Lo que le pedimos al Vaticano
Es sencillo: los
santos, a los altares; los delincuentes, a las prisiones
El País
Cuando era un adolescente, el sacerdote responsable del grupo de
jóvenes católicos al que acudía abusó sexualmente de mí. Poco después, con la
intención de evitar futuras víctimas, expliqué lo sucedido a uno de sus
compañeros. Su respuesta me heló la sangre. La solución era informar a su
superior, quien “daría un toque” a mi abusador para que no volviera a delinquir
en el futuro. En ningún momento se consideró la posibilidad, no ya de avisar a
la policía, sino de retirarlo de su puesto. Cuando aún perplejo le pregunté si
en su opinión debía contárselo a mis padres, me contestó que la mejor opción
era no decirles nada, porque “lo único que conseguiría sería hacerles sufrir”.
Poco después decidí abandonar la Iglesia para no volver. Mi abusador continuó
en contacto con menores durante unos cuantos años más.
Al cabo del tiempo conté lo sucedido a
mis padres. Como buenos católicos, en vez de denunciar a mi abusador en
comisaría decidieron ponerse en contacto con su supervisor. La respuesta de la
Iglesia fue trasladar discretamente a mi abusador de su puesto a un “lugar
aislado”, donde según nos aseguraron no volvería a tener contacto con menores.
Mis padres fueron felicitados por “hacer lo correcto” y no denunciar, porque
así la Iglesia podría gestionar el asunto “internamente” en vez de tener que
contratar a un abogado defensor para mi abusador.
Por desgracia, durante décadas los
obispos que decidieron encubrir delitos en vez de denunciarlos solo estaba
cumpliendo órdenes del Vaticano. En el año 2001 Darío Castrillón Hoyos,
prefecto para la Congregación del Clero, felicitó al obispo francés Pierre
Pican por no haber denunciado a la policía a uno de sus sacerdotes condenado
por abusar de 11 menores. “Lo has hecho bien y estoy encantado de tener un
compañero en el episcopado que, a los ojos de la historia y de todos los
obispos del mundo, habría preferido la cárcel antes que denunciar a su hijo
sacerdote”. Una copia de esta carta fue enviada a todos los obispos del mundo.
En ningún momento menciona la posibilidad que quizás los niños violados
pudieran también ser hijos de Dios y de la Iglesia.
Solo en 2010 el Vaticano se comprometió
públicamente a que en el futuro, cuando la ley del país obligara a denunciar
los abusos sexuales a las autoridades civiles, los obispos cumplirían la ley
como lo hacemos los simples mortales. No mencionó qué pasaría si la ley no les
obligara a dar tal paso.
En enero de 2014, formando parte de la
delegación de víctimas de pederastia clerical, asistí como invitado al Comité
de la Infancia de Naciones Unidas. El Vaticano, por primera vez en la historia,
tenía que rendir cuentas por las graves violaciones de derechos humanos que
llevaba cometiendo durante décadas. Su representante diplomático adoptó una
actitud triunfalista. El encubrimiento era cosa del pasado. Ahora existían
protocolos de actuación para gestionar estos casos de forma más adecuada. La
Iglesia era un ejemplo de buenas prácticas. Otras instituciones deberían
aprender de ella. Misión cumplida. Problema resuelto.
Como el reciente
caso de Granada demuestra cuando la jerarquía Católica colabora con las
autoridades civiles los abusadores de menores acaban en prisión
Cuando en múltiples ocasiones miembros
del comité solicitaron información sobre cómo se estaban gestionando en la
actualidad casos concretos de pedofilia, el Vaticano se negó a responder. No
hacía falta aportar evidencia alguna, la palabra del Vaticano debía ser
suficiente. Volvíamos a los actos de fe. Como es bien conocido, Naciones Unidas
emitió un informe demoledor. Uno de los expertos del comité explicó que querían
ser capaces de decir al Vaticano: “Bien hecho y no bien dicho”. Los protocolos
son solo papel mojado si no se llevan a la práctica. Y las palabras no protegen
a los menores, solo las acciones contundentes.
Como el reciente caso de Granada
demuestra, cuando la jerarquía católica colabora con las autoridades civiles
los abusadores de menores acaban en prisión. Se evitan nuevas víctimas, porque
los pederastas en la cárcel no violan niños. Cuando actúan como el obispo de
Granada, que recomendó a la víctima: “Silencio, abnegación y rezar a la Virgen
María”, las violaciones a menores quedan impunes. Los pederastas pueden
desarrollar una larga carrera criminal durante décadas dejando en su camino un
reguero de infancias rotas. Como bien dijo Jesucristo: “Por sus frutos los
conoceréis. Todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da malos
frutos”.
Es de lamentar que la asunción de
responsabilidades por parte de los obispos encubridores sea la gran asignatura
pendiente en la Iglesia. En 30 años de crisis ningún obispo ha sido cesado por
proteger a curas pederastas. No lo fue el antiguo cardenal de Boston Bernard
Law por encubrir al sacerdote John Geoghan, quien abusó de más de 130 menores.
No lo ha sido el obispo de Kansas City Robert Finn, condenado por la justicia
por encubrir al padre Shawn Ratigan, quien entre múltiples delitos utilizó a
una niña de dos años de su parroquia como modelo pornográfica. Y mucho me temo
que no lo será tampoco monseñor Javier Martínez, ilustrísimo arzobispo de
Granada.
En la Iglesia, como en todo colectivo
humano, hay muchas buenas personas que solo intentan hacer el bien. Pero
también hay lobos con piel de cordero que utilizan su poder para explotar
sexualmente a menores vulnerables. La respuesta es sencilla: los santos a los
altares, los delincuentes a las prisiones. Las víctimas no le pedimos al
Vaticano nada más. Pero no nos conformaremos con nada menos. Porque solo
entonces sabremos que el Vaticano pone el bienestar de la infancia por encima
de su reputación. Y por fin tendremos la seguridad de que los niños están en
buenas manos.
Miguel Hurtado Calvo es
portavoz de SNAP (Red de Supervivientes de Abuso Sexual por Sacerdotes).
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