15-2-2015
Juan Jose´Téllez
Público
¿Qué
poder acumula el arzobispo de Granada, Javier Martínez, para que el Papa
Francisco, lejos de destituirle, le respalde? El llamado Papa de los pobres
acaba de nombrar cardenal a Ricardo Blázquez, el obispo de Valladolid y exégeta
de los conservadores neocatecumenales de Kiko Argüello. Sin embargo, el Santo
Pontífice sigue apoyando al controvertido arzobispo granadino que, hace un par
de semanas, viajó al Vaticano maliciando su destitución y regresó con el
compromiso de no bajarse de la cruz (sic). Así que seguirá sufriendo por el
acoso mediático, por el hartazgo de muchos de sus propios feligreses y por el
estupor de la sociedad española que no comprende como los aires de renovación
de la Santa Sede siguen sin llegar a la tierra de María Santísima.
Ni
el pintoresco papel del arzobispo Martínez en el Caso de los Romanones, ni las
dudosas finanzas de su diócesis ni una larga ristra de controversias que
afectan al usuario de dicha mitra. Tras el respaldo unánime de los obispos
andaluces, el sucesor de San Pedro le mantiene en el cargo, a pesar de que su
comportamiento en la denuncia de abusos sexuales no parezca que haya sido
ejemplar. Martínez está dispuesto a dar la vida por la diócesis, pero, según
ciertas informaciones que él no ha desmentido, no se apresuró a colaborar
precisamente con el juez instructor del caso, sino que tuvo que requerirle
hasta en cinco ocasiones los informes eclesiásticos elaborados en relación con
las denuncias que, de confirmarse finalmente por una condena judicial, pueden
convertir en delito flagrante esos pecados terribles contra el sexto
mandamiento.
Monseñor
Martínez se siente perseguido: “Hay algunas personas que tienen ese interés,
pero el pueblo cristiano me quiere y yo al pueblo cristiano”, declaró tras la
palmadita en la espalda del Papa Francisco. Antes de este escándalo,
hubo otros. En 2013, por ejemplo, su propia editorial, “Nuevo Inicio”,
publicaba en español el libro “Cásate y sé sumisa”, el libro de Constanza
Miriano que abogaba por el sometimiento de la mujer y su entrega al marido en
su calidad de buena esposa y de buena madre. Cuando fue criticado de difundir un
texto que promovía la violencia contra las mujeres, declaró en un comunicado:
“Sí que favorece y facilita la violencia a las mujeres, en cambio, la legislación
que liberaliza el aborto”. Nada extraño si en diciembre de 2009, Martínez alegó
en su homilía dominical en la catedral de Granada: “Matar a un niño indefenso,
y que lo haga su propia madre, da a los varones la licencia absoluta, sin
límites, de abusar del cuerpo de la mujer, porque la tragedia se la traga
ella”.
El
compañero de viaje de Rouco, obispo desde los 37, el mentor en España del
movimiento ultracatólico Comunión y Liberación, movimiento eclesiástico
ultraconservador, pasa por ser seguidor de San Efrén, un poeta sirio que
predicó contra las falsas doctrinas pero que, curiosamente, se negó por
humildad a ser ordenado mientras que Martínez se aferra a la diócesis como a un
clavo ardiendo.
Se
cree un mártir, aseguran algunos de sus detractores. Claro que el mayor
martirio lo han sufrido sin duda las víctimas de los malos tratos que se han
producido en su demarcación diocesana. Condenado
inicialmente por coacciones e injurias por el juzgado del o penal número 5 de
los de Granada, fue absuelto por la audiencia provincial en 2008, tras apelar
la sentencia judicial, a partir de que un canónigo le acusase de haberle
llamado mal sacerdote y advertirle: “Con el látigo te enseñaré a obedecerme”.
Su mano dura también había alcanzado un año antes a Gabriel Castillo, conocido
como el cura de los senegaleses, párroco de Albuño, que acogía a inmigrantes,
lo que debía chocar con el papel de Martínez como responsable de relaciones
interconfesionales de la Conferencia Episcopal. Por no hablar de su ruptura de
relaciones con la Facultad de Teología de Granada, hasta el punto de que
trasladó a los estudiantes al seminario del obispado, bajo su férula. Antes, en 2006, 132 de los 280
sacerdotes granadinos presentaron ante el nuncio del Vaticano en España una
carta en la que denunciaban los gastos excesivos del prelado. No contento con
ello, cuatro años más tarde solicitaba un préstamo de 19,5 millones de euros
para construir el costosísimo centro de magisterio La Inmaculada, a pesar de
los edificios vacíos en poder de la Iglesia.
El estado de gracia del que goza, ¿tendrá algo que ver
con su antiguo enfrentamiento con Miguel Castillejo, el presidente de Cajasur
antes de que fuera absorbida por la Caixa y cuando él ocupaba la diócesis de
Córdoba? No parece probable, ya
que probablemente utilizara entonces toda la artillería posible para acorralar
al sacerdote banquero, que se había autoconcedido una pensión de jubilación
millonaria. Lo curioso es que sus adversarios han difundido el albur de que
Martínez ha llegado a solicitar hasta 90.000 euros a sus ecónomos para gastos
personales.
Sin
embargo, su flanco más débil es el de la denuncia de los abusos sexuales por
parte de doce imputados entre quienes figuran varios sacerdotes y otros
religiosos granadinos. Se trata de diversas denuncias que pueden terminar
archivadas por haber prescrito el plazo de interposición de la denuncia
correspondiente. ¿Van
a quedar libres los acusados por diversos delitos de agresión sexual, abusos,
exhibicionismo y las agravantes de prevalimiento, cooperación o encubrimiento?
Probablemente, si, a excepción del sacerdote Román Martínez V.C., el líder del
clan y que le da nombre al caso. Es
el único acusado de penetración, un abuso sexual con prevalimiento que no
habría prescrito todavía y que podría suponer una condena superior a cinco
años. Al menos, esa es la posición de la fiscalía, aunque lla acusación
particular ejercida por la asociación Proderechos del Niño (Prodeni), los
hechos denunciados no sólo pueden calificarse “no sólo como abuso sexual, sino también
como verdaderas agresiones sexuales”. E incluso podrían ser considerados como
un delito de violación.
Si
la justicia civil lo tiene difícil, tampoco cabe esperar mucho de la
eclesiástica: el
canon 1395/2 del Código de Derecho Canónico no llega a fijar una sanción exacta
contra “el clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto
mandamiento del
Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencias o amenazas, o
públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad”. En
todo caso, se dice que “debe ser castigado con penas justas, sin excluir la
expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera”. Ni siquiera llega a
tipificarse como delito si no se cumplen determinados requisitos que así lo
determinen.
Los
delitos de abuso sexual conciernen a la Congregación para la Doctrina de la Fe,
si se comete con un menor de 18 años. El Papa Ratzinger, en su día, incrementó
la prescripción de estos casos de diez a veinte años, a partir de que el menor
cumpla la mayoría de edad. El 16 de mayo de 2011 se hizo pública una carta
circular sobre las líneas guía en caso de abuso sexual: “Entre las importantes
responsabilidades del Obispo diocesano para asegurar el bien común de los
fieles y, especialmente, la protección de los niños y de los jóvenes, está el
deber de dar una respuesta adecuada a los eventuales casos de abuso sexual de
menores cometidos en su diócesis por parte del clero”. ¿Así lo hizo el obispo
Martínez? Dado el apoyo del Papa, tuvo que ser así.
“La
Iglesia, en la persona del Obispo o de un delegado suyo, debe estar dispuesta a
escuchar a las víctimas y a sus familiares y a esforzarse en asistirles
espiritual y psicológicamente”, se inculca en dicha Carta. ¿Procedió así el
titular de la diócesis de Granada antes, durante o después de que la primera
denuncia fuera sustanciada ante el Vaticano? ¿O se limitó a amparar a los
acusados, basándose en la presunción de inocencia? A pesar de dicha precaución
lógica, la carta-guía aduce que “el Obispo en cualquier momento puede limitar
de modo cautelar el ejercicio de su ministerio, en espera que las acusaciones
sean clarificadas”. Aunque, eso sí, “si fuera el caso, se hará todo lo
necesario para restablecer la buena fama del sacerdote que haya sido acusado
injustamente”. ¿Prescriben también los pecados al margen de los delitos?
Las
medidas canónicas para un sacerdote que es encontrado culpable del abuso sexual
de un menor vienen siendo generalmente de dos tipos, las que restringen
completamente el ejercicio público del ministerio sacerdotal o al menos excluya
el contacto con menores, así como la dimisión del estado clerical o la
concesión de una dispensa de sus obligaciones clericales, incluyendo el
celibato. Todo ello, confidencialmente, sin alarma social, claro. Sin pena de telediario,
tampoco.
En 2010, Benedicto XVI endureció la legislación
canónica sobre esta materia. Durante los dos años siguientes, 384 sacerdotes
perdieron su condición clerical a partir de ser condenados como culpables de
abusos de menores. Otros 260 lo hicieron en 2011. Y 124 en 2014. Entre ese año
y 2004, la Santa Sede condenó a 3.420 sacerdotes por abusos sexuales a menores,
pero sólo 848 fueron apartados de dicha condición. ¿Por qué? ¿Considera la Iglesia que tampoco es para
tanto? ¿Es ese el motivo por el que se brinda ese trato protector a un obispo
que no parece que estuviese a la altura de las circunstancias en el caso
Romanones, como sugirió en su día el propio Papa Francisco? En 2010, el
entonces fiscal de la Congregación para la doctrina de la Fe, el maltés Charles
J. Scicluna, asumió públicamente que sólo el 40% de los sacerdotes
denunciados por abusos a menores era sometido a un proceso canónico y
que al otro 60% restante se le dispensaba “por motivos de edad”.
El caso de Granada no es el único en la geografía
española –donde se registra una quincena de condena contra sacerdotes–, aunque
tampoco parece que hasta ahora existiera una red como la que se intuye en la
trama granadina y que puede escapar de rositas. Con anterioridad a los hechos que ahora se juzgan, en
julio de 2001, cuando la diócesis tenía otro titular, la Audiencia de Granada
confirmó la condena de 18 meses de prisión impuesta por un juzgo de lo penal a
Amador Romero, párroco de Aldeire, en dicha circunscripción, ante cuyos
tribunales fue acusado de un delito de abuso sexual continuado contra uno de
los monaguillos de su iglesia entre 1995 y 1997. También en Granada, un
sacerdote natural de La Zubia, admitió en febrero de 2007 que había abusado
sexualmente de un menor, imponiéndole un arresto multa de 14 meses a cinco
euros por día, así como a no acercarse a menos de doscientos metros del menor
durante dos años. Sorprendente dictamen cuando la legislación reserva hasta
tres años de cárcel en este tipo de supuestos.
Más
allá de las denuncias clásicas de Australia, Estados Unidos, Irlanda o México
–donde fue detenido por dicho motivo Marcial Maciel, el fundador de los
Legionarios de Cristo–, en nuestro país el caso más espectacular podría ser el
del sacerdote José Angel Arregui, detenido en Chile en 2009 tras ser acusado de
unos quince abusos contra menores entre 1992 y 2005. El primer caso documentado
en España data de mayo de 1997 cuando la Audiencia de Salamanca condenó al
sacerdote José Luis Unotria Mahave por diez delitos continuados de abusos
sexuales a menores.
Propagandistas
como Bruno Mastroianni o Massimo Introvigne le restan importancia al número de
condenas y acusaciones, mientras que el encubrimiento ha sido, durante años,
una práctica tan corriente como sórdida. Si todo esto ocurre en las parroquias
regulares, ¿qué puede ocultar la vida cotidiana en comunidades tan herméticas
como el Opus Dei, en donde los menores pueden alcanzar compromisos con dicha
prelatura al margen de sus progenitores, sin que necesariamente tengan conocimiento
de los mismos?
“Dejad
que los niños se acerquen a mí”, insistía Jesucristo. Pero no por los mismos
motivos que el clan de los Romanones.
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