10feb 2015
Luis Matías López
Público
El estreno de Espartaco en
1960 y su éxito instantáneo consagraron a su director, Stanley Kubrick, e
hicieron olvidar que el rodaje estuvo inicialmente en manos de Anthony Mann,
que se triplicó el presupuesto inicial, que el productor y protagonista (Kirk
Douglas) estuvo a punto de arruinarse en el empeño y que las batallas
de egos casi hicieron descarrilar el proyecto en varias ocasiones.
Demasiado talento reunido en el plató y obsesionado por destacar sobre los
demás: Laurence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov…
La película, magnífica y que en su
perfección no deja imaginar al espectador las vicisitudes que sufrió el rodaje,
merece pasar a la historia porque su guionista fue Dalton Trumbo, que primero
tuvo que utilizar un pseudónimo, pero que finalmente figuró con su nombre en
los títulos de crédito, por un arriesgado empeño personal de Douglas. Se
enterró así en la práctica la época de la caza de brujas en
Hollywood (que se cebó con Trumbo) y de las nefastas listas negras de supuestos
comunistas, aunque el eco de aquel disparate llegue hasta hoy mismo.
Un libro (Yo soy Espartaco) escrito
medio siglo más tarde por un Douglas ya nonagenario, y editado en castellano
por Capitan Swing, debería ser lectura recomendada en las escuelas de cine, ya
que ilustra con gran amenidad y con toda clase de detalles la complejidad de
poner en pie un proyecto de esa envergadura. Ahí figuran desde el germen de la
idea (un libro de Howard Fast que los guionistas masacraron para mejorarlo
hasta dejarlo irreconocible), a la carrera para adelantarse a un proyecto
rival, la búsqueda de financiación, la selección del reparto y el equipo
técnico, la rectificación de los errores iniciales (incluida la elección del
director y la intérprete principal), el trabajo contra reloj, las frecuentes y
frenéticas modificaciones del guion, las disputas provocadas por el carácter y
el perfeccionismo de Kubrick, y las agitadas relaciones entre la parte
artística y la económica.
También se recoge la extraña
colaboración que Franco prestó al proyecto. Se trataba de buscar un país para
rodar las espectaculares batallas entre romanos y esclavos sublevados. Se
necesitaban escenarios naturales adecuados y que los costes fueran bajos. Ese
país fue España, donde se contaba con contratar a 8.500 soldados con un salario
de 8 dólares diarios. Así fue, aunque el tinglado estuvo a punto de derrumbarse
porque, señala Douglas, “el generalísimo fascista Francisco Franco ordenó a su
ministro de Defensa cancelar el proyecto cuando el equipo ya había llegado a
Madrid”.
La situación se desbloqueó tras
“conversaciones frenéticas” que incluyeron “un pago en efectivo realizado
directamente a la organización benéfica de la esposa de
Franco”. Lo más curioso es que el dictador puso como condición que ninguno de
sus soldados muriera en pantalla. “No es que le preocupara mucho su seguridad”,
añade, “simplemente no quería que pareciese como si murieran. Orgullo español”.
Por fin, las escenas se pudieron rodar en las afueras de Madrid, Guadalajara y
Alcalá de Henares. Kubrick, un perfeccionista maleducado al que no era fácil
soportar, ordenó colocar las cámaras en unas torres gigantescas construidas ex
profeso que brindaban una perspectiva espectacular sobre las masas de
combatientes.
En cuanto a la apuesta por Dalton
Trumbo, y tal y como asegura George Clooney en el prólogo del libro, Kirk “no
buscaba pelea… la pelea fue a buscarle a él”, que se limitó a ser coherente, a
actuar como el abogado Atticus de Matar un ruiseñor al que dio
vida Gregory Peck: “Hizo lo que sabía que debía hacer, lo que era correcto”.
“Hombres, mujeres y niños”, dice el
propio Douglas, “vieron arruinadas su vidas debido a esta catástrofe nacional
[la caza de brujas]”. Él puso su granito de arena para luchar
contra esa injusticia. Y tal vez por ello, el filme, además de relatar la histórica
rebelión de esclavos contra el poder romano, ilustra como pocos la eterna pugna
entre la libertad y la opresión.
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