El canguro
Luis
Viadel
El pequeño camión
renqueaba cansado de los mil viajes y el abandono al que su dueño lo había
sometido a lo largo de los últimos años. En la puerta del conductor llevaba
pintadas con cal las letras: FAI, y en la del acompañante: CNT. Iba cargado a
tope con los modestos muebles que el joven matrimonio había recogido de unos y
otros, algunos enseres, que sin pesar demasiado, ocupaban importantes espacios y
poca cosa más. Detrás, atada con cuerdas, una gran estampa enmarcada de la
Virgen de los Desamparados que miraba despavorida la tragedia de una guerra.
Vieron pancartas colocadas de balcón a balcón que rezaban: ¡Viva la
República! ¡Abajo el fascismo! ¡NO PASARAN!, mientras cruzaban pueblos, aldeas,
controles y alguna patrulla que, con el
brazo izquierdo en alto y el puño cerrado, les gritaban:
-¡Salud, camaradas!
Tapados con una manta, acurrucados encima de los utensilios van en busca,
como muchísimos más, de un lugar en la
península (o fuera de ella) donde aparentemente la contienda sea más benigna. La mujer lleva un niño de
corta edad en los brazos y un pañuelo negro le cubre la cabeza. Él, con un
cigarrillo en los labios, pañuelo blanco al cuello y boina negra un tanto
deslucida por el uso, pierde la mirada en la lejanía. Recuerda su infancia y la
impresión que le causó la sorprendente llegada de su abuelo al regreso de la
guerra de Cuba. Hacía más de siete años que se lo habían llevado y volvía caminando
desde el puerto de Alicante donde desembarcaron algunos de los supervivientes
de la pugna contra los americanos. Durante cuatro días vivió de la mendicidad y
lo que daba el campo, sin un real, durmiendo en los ribazos pero con su
pergamino-licencia, firmado por el Rey de España, dentro de un cartucho
metálico adornado con hilos de seda de colores dentro de un hatillo que llevaba
colgado al hombro.
Sus larguísimas barbas lo enemistaron con todos los perros que se
cruzaron en su camino y muchas puertas se fueron cerrando a su paso hasta
llegar al pueblo. Nunca se le podrá borrar esa imagen que hizo que sus propios
conciudadanos cerrasen los cerrojos y mirasen a hurtadillas a través de los
ventanos.
Se
quedó ciego al poco tiempo y él, como era el menor de los hermanos, fue
nombrado su lazarillo. No le gustó y muchas veces lo abandonaba en las eras,
tomando el sol, para jugar con los amigos. Ahora lamenta no haberse portado
mejor con su abuelo que, ya muy cansado,
pedía constantemente la pistola que trajo de su viaje para matarse. Era
demasiado joven, un niño, pero el único interlocutor que a veces le escuchaba
atentamente las historias de su azarosa vida en Cuba. En aquel entonces muchas
de las cosas que le contaba resultaban difíciles de entender para su corta edad
pero ahora que lo recordaba con una fidelidad asombrosa, viendo pasar los
árboles y las casas, absorto con sus pensamientos, se regocijaba al descubrir
que a pesar de la guerra, en Cuba, su
abuelo lo había pasado bastante bien. “Las
mujeres del trópico son muy ardientes, ya sabrás lo que eso significa. Detrás
de esa aparente dejadez hay arte y son como diosas oscuras con luz en ojos y
dientes, mimosas, dulces, te acarician hasta con las palabras. Llevan fuego en
las entrañas y cuando abren la boca del dragón, cubierta por el monito, pierdes
el seso y la cordura. Hemos dejado muchos cadáveres pero la naturaleza es la
que manda y sobre sus tumbas han crecido muchos mestizos. Seguro que tienes
algún tío o tía al que no llegarás a conocer nunca. También se desperdició
mucha simiente cuando sembramos en bancal más árido, porque algunas tenían
reparo a quedarse ocupadas. Si pillabas una potranca fogosa de ancas hermosas y
algo miedica, el remedio era un ataque directo por la popa, sin titubear, untando
el sable con grasa de caballo y arremetiendo
contra el ojo ciego que es una vaina mucho más ajustada. Algunas lo
preferían así.”
-Dame la pistola que me mato- repetía
una y otra vez.
Un
día su padre, harto de oírle siempre la misma cantinela, dejó a todos
estupefactos en el momento que,
poniéndole el arma en la mano, le gritó:
-¡Ahí
la tiene! ¿Está contento? ¡Pues hale, mátese ya de una vez y déjenos
tranquilos. !
El
abuelo era un tunante y no estaba por la labor, por lo que blandiendo el arma
en su mano temblorosa, dijo:
-¿Por
dónde queréis que me tire? ¡Decídmelo! ¿Por dónde me disparo?
Luego
supo que estaba descargada. Qué gran tipo había sido su abuelo y qué lástima no
tenerlo ahora para que le volviese a contar aquellas maravillosas
historias que nadie escuchaba. Aunque
bien mirado, mejor que siga como está,
en su nicho y no pueda ver cómo nos
matamos unos a otros, hermanos contra hermanos.
También
su padre había sido una gran persona,
sin tener el bagaje de su abuelo, sacó adelante a nueve hermanos y a su madre trabajando de sol
a sol. No circulaba el dinero y casi siempre cobraban las peonadas en especies.
Solamente cuando llegaba el verano formaban las cuadrillas, él también estuvo
en una aunque sin tener la edad mínima, y salían andando hasta las Cinco Villas
en Zaragoza, pueblo a pueblo, ofreciendo sus servicios para la siega. Tardaban
mes y medio en regresar pero volvían con unos duros que gastaban en comprar
harina para que no les faltase el pan en
todo el invierno.
Una
vez también estuvo en el arroz, en Valencia, y cogió el paludismo. Tenía mucha
fiebre y le daban fuertes temblores, seguidos de grandes sudaderas. Una especie
de ataques. El médico siempre que pasaba por la puerta entraba a verle, pero no
mejoraba. La vecina, la tía Dolores, la mujer del Mangastristes, le aconsejó
que llevara al muchacho a la curandera de Utiel que había sanado a muchos.
Llegó el día que tenía que comprar el saco de harina y decidió
llevárselo. A la ida montó en la mula, pero al regreso tuvo que caminar.
La sanadora le diagnosticó
rápidamente.
-Este muchacho tiene el paludismo.
-¿Se pondrá bien?- preguntó el padre.
-Haz lo que te voy a decir: vete a casa la Ursula y cómprale un chavo de
chochos crudos. Ahora mismo le das uno y que se lo trague; mañana dos en ayunas; al día siguiente que se tome tres... Se curará.
-¿Qué te debo, mujer?
-Nada, id con Dios...
No
es que don Elpidio fuese un doctor mediocre, aunque siempre creyó que se había
puesto bueno gracias a su medicación, porque en otra ocasión le salvó la vida.
La gente le tenía fe y le querían.
Se
lo notó su madre, como casi siempre ocurre en estos casos, al comprobar que al
chico se le iba hinchando el vientre conforme pasaban los días hasta el punto
de parecerse a una embarazada de nueve meses.
Acudieron a él y también fue tajante con el diagnóstico:
--Está olpiao. Esperad un momento.
Su
madre muy preocupada rezaba entre dientes, pero él como no tenía dolores, lo
encontraba hasta divertido.
Apareció
el doctor con un cubo y una palangana grandes, los colocó junto al chaval, le
bajó los pantalones remendados y le pinchó directamente en el vientre con una
larga aguja. Salió un fuerte chorro de un líquido verdoso y maloliente,
putrefacto, que acabó rebosando los dos recipientes, manchando ligeramente el
chauche del pavimento. No era mal médico don Elpidio.
Se
casó con la Amparo, una mujer muy guapa de gran psicología, después de muchas
broncas con los mozos del pueblo que no permitían que un forastero se llevase a
una de sus chicas. Festejaron varios años, se casaron como dios manda y
tuvieron un hijo. Ahora se han gastado lo único que les quedaba en el alquiler
de la furgoneta por ir en busca de un futuro, de una nueva vida, con un
trabajo y una casa. Pero el país está en
guerra y ellos parecen no querer aceptarlo.
Nunca
estuvieron allí antes y no conocen a nadie.
La telefonista, la Trini, les habría buscado alojamiento cuando desde la
capital llamó comunicando que se trasladaba con su mujer y su hijo, que era el
nuevo celador de la zona y no sabía a quién dirigirse.
Ningún
problema, disponían de una planta baja de más de cien metros cuadrados, un
corral grandísimo donde poder criar animales en una calle ancha cerca de la
iglesia y con un alquiler muy asequible.
El
primer bulto que se descargó luego de aflojar las cuerdas, fue el cuadro que
había discurrido por calles, caminos y
carreteras sin que nadie se percatara o pusiese la menor objeción cuando en la
nación se hacían hogueras con los
objetos de culto, religiosos: estatuas, cuadros, reliquias, tallas e
imágenes. Quedó apoyado en la pared,
junto a la puerta de entrada, por donde fueron metiendo en la casa todos los
cachivaches
La
Virgen, ligeramente encorvada, observa la calle vacía, aunque cientos de ojos
ocultos, de miradas furtivas no se pierden el menor movimiento de los recién
llegados.
Se
marchó la camioneta, cerraron la puerta
y el retrato quedó allí, abandonado,
olvidado y un tanto provocativo a tenor de la tónica dominante.
Al
mediodía aparcó delante mismo de la casa el
Canguro con un detenido dentro dejando las calles desiertas a su paso.
Algunos corazones laten con fuerza en la oscuridad de sus escondites y la
angustia se ceba en la gente del pueblo que teme por sus hijos, maridos,
padres, hermanos...
El
conductor, un miliciano joven, llama con la aldaba y espera que abran mientras
coge el cuadro y se lo muestra a la Amparo que aparece bajo el dintel de la
puerta.
-¿Es vuestro?
-¡Ah
sí! Se nos olvidó al descargar los muebles. ¿Y tú qué haces aquí?
Le
invitan a comer. Es un vecino de su pueblo que
lleva varios días recogiendo fugitivos, desertores o cualquier hombre
capaz de empuñar un arma, para
trasladarlo al frente.
-¿No llevarás a nadie...?
-Sí, un desgraciado que pillé en la
carretera.
-¿Y por qué no lo sueltas?
-Si no se va es porque no quiere. La
puerta no está cerrada.
-Déjamelo a mí - dice el marido
levantándose y dirigiéndose a la calle.
Abre
el portón trasero del furgón y aparece un hombre de mediana edad triste y
tembloroso.
-Márchate.
-¿Qué?
-Que te largues, hombre.
-No,
no, que me matarán...-le contesta sin moverse y encogido de miedo.
-Nadie
te hará nada. Corre vete, metete por los caminos vecinales y no vayas por la
nacional.
No se ve un alma en las calles pero todo el
mundo se ha enterado de lo que acaba de suceder.
Transcurren
los meses con una aparente tranquilidad. La mujer sale a dar de comer a las
gallinas todos los días, ¡pita, pita! y a veces le da la sensación de ser
observada, incluso en la casa de enfrente una sombra aparece y desaparece
súbitamente sin llegar a perfilarse.
Al
atardecer el rebaño que entra en el pueblo se va deshaciendo y las cabras
acuden a sus hogares después de haber pasado la jornada en el campo. La Paloma
cruza el umbral y atravesando el comedor se dirige al corral como lo viene haciendo
día tras día.
Una
mañana se empezaron a llenar las calles
de banderas roja y gualda, camisas azules, desfiles y mucho alborozo.
Aparecieron balcones y ventanas engalanados con manteles, cobertores y colchas
algunos con una foto de Franco cosida. La radio no hacía más que emitir marchas
militares hasta que cortando la emisión una voz entre cavernosa y solemne,
dijo:
Parte oficial de guerra
correspondiente al día de hoy.
En el día de hoy, cautivo y desarmado
el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos
militares.
La guerra ha terminado.
Burgos, 1
de abril de 1.939- Año de la Victoria.
El
Generalísimo Franco.
El
matrimonio se vio terriblemente desconcertado cuando vecinos, amigos y
conocidos fueron apareciendo con los pechos cargados de medallas en pasacalles
interminables, con banda de cornetas y tambores, paseando al santo que había
permanecido escondido los tres años de
guerra, flanqueado por sotanas y
uniformes que olían a naftalina.
-Eres
una buena mujer- le dice sonriendo un cura al pasar-¡pita, pita! te veía todos
los días en el corral.
La
última vez que estuvo hablando con un ministro del señor fue, antes de casarse,
en un confesionario del que salió asqueada,
avergonzada y roja de ira.
Marchó
el marido a la capital y sus jefes le instaron a que continuase trabajando. La
depuración era tremenda pero probablemente habían llegado buenos informes
suyos. Pidió el traslado a otro lugar. Antes de salir su mujer le había dicho:
-Vámonos,
aquí el niño no podrá estudiar y será como nosotros. Además no sabría como
mirarles a la cara después de saber que hemos estado vigilados por los que
decían ser nuestros amigos.
No
atendieron a los antiguos vecinos, ricos terratenientes, que les auguraron un
brillante porvenir, regalándoles algunas tierras de regadío para matar el
gusanillo o varias hanegadas de
naranjos si se quedaban en el pueblo.
-Mamá, ¿quién ha ganado la guerra?
-Los
ricos, hijo, la guerra la han ganado los ricos y la hemos perdido los pobres.
Vámonos de aquí.
Lo
que menos podían imaginar es que la verdadera batalla acababa de comenzar.
Luis
Viadel. 2001
Nota
del editor del Blog: Los
hechos y acontecimientos que se describen en este relato fueron realidad, así
como todos sus personajes.
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