Belchite:
donde Franco mintió a un pueblo que vio 5.000 muertes
Se cumplen 80 años de la sangrienta batalla del pueblo zaragozano, las
ruinas de cuyo núcleo viejo se convirtieron en símbolo de la sinrazón bélica
tras ordenar la dictadura conservarlas intactas a mayor gloria del “prestigio
intacto de su dolor”.
Madrid
Público
Eduardo Bayona
“Las
ruinas son siempre pruebas de cargo que se conservan en vistas a instruir un
proceso a la historia”, sostiene Stéphane Michonneau, catedrático de
historia contemporánea en la universidad francesa de L’Îlle, que analiza en
“Fue ayer: Belchite. Un pueblo frente a la cuestión del pasado”, el “primer
intento a gran escala de conservación de ruinas de guerra en Europa
occidental”.
El libro, editado por Prensas de la
universidad de Zaragoza, desbroza el tratamiento memorialista que a lo largo de
los últimos 80 años han tenido las ruinas del pueblo zaragozano de Belchite,
escenario de una de las batallas más cruentas de la guerra civil (más de
5.000 muertos en dos semanas) y cuya reconstrucción fue vetada por el
propio dictador Francisco Franco.
Ochenta años después del comienzo
de esa batalla, el 24 de agosto de 1937, Belchite amenaza ruina. Y seguirá
haciéndolo cuando el 11 de marzo se cumplan ocho décadas de la pomposa trola
que el dictador en persona soltó ante sus vecinos: “yo os juro que acabada la
guerra (…) sobre estas ruinas de Belchite se edificará una ciudad hermosa y
amplia como homenaje a su heroísmo sin par”. Ocurrió lo contrario: el anuncio
de reconstrucción mutó en apenas unos meses en una prohibición de reconstruir
de la que solo se salvaron entonces el cementerio, la puerta de la villa y un
santuario.
Un millar de presos políticos que
malvivían hacinados en los barracones de un campo de concentración cercano
conocido como “la pequeña Rusia”, en el que también fueron confinados los
miembros de familias locales señaladas como izquierdistas que sobrevivieron a
la represión, levantó un nuevo núcleo que sería inaugurado en 1954. Los últimos
vecinos dejaban en 1964 el pueblo viejo. Hoy hay 1.559 empadronados en
el nuevo.
Una batalla casa por
casa
La batalla de Belchite, situado a 50
kilómetros de Zaragoza, fueron, en realidad, dos.
La primera, que se desarrolló
entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937, incluyó una encarnizada
lucha, casa por casa en su última fase y combinada con bombardeos aéreos, que
terminó con la toma del pueblo por las fuerzas republicanas. Antes de comenzar
la guerra civil había 3.800 vecinos en Belchite, cuyo núcleo urbano, en
manos de más de 3.000 falangistas y militares sublevados (hasta 6.000,
según la fuente) bajo el mando del alcalde Alfonso Trallero, quedó destrozado
en una batalla que arrojó un saldo de más de 5.000 muertos en ambos bandos y
unos 3.000 prisioneros, mientras más de 600 insurrectos se pasaban a las filas
gubernamentales.
El franquismo prohibió reconstruir el
viejo pueblo de Belchite unos meses después de que el dictador anunciara a sus
vecinos que levantaría sobre sus ruinas “una ciudad hermosa y amplia como
homenaje a su heroísmo sin par”
Esa primera batalla de Belchite
fue utilizada propagandísticamente por los dos bandos. El republicano destacó
la toma de una posición cercana a Zaragoza, mientras los sublevados resaltaban
cómo la resistencia de sus fuerzas había logrado frustrar la fallida ofensiva
sobre la capital aragonesa que los primeros habían lanzado, por ocho flancos, a
finales de agosto. “Tantas fuerzas para tomar cuatro o cinco pueblos no
satisfacen al ministerio de Defensa ni a nadie”, llegó a telegrafiar el
responsable de esa cartera, Indalecio Prieto, a la cúpula militar que
dirigió la operación.
Los sublevados tomarían de
nuevo Belchite en otra batalla que tuvo lugar solo seis meses después de la
primera, en marzo de 1938, cuando las posiciones republicanas en el frente de Aragón
comenzaban a desmoronarse. Fueron, en ambos casos, victorias pírricas por el
control de un pueblo en ruinas cuyo valor había pasado a ser, para ambos
bandos, más simbólico que estratégico.
"Una experiencia
de guerra"
Sin embargo, y pese a los
anuncios oficiales y a medidas como su “adopción” por el dictador, el pueblo no
iba a ser reconstruido: Franco “ha querido que las ruinas gloriosas de Belchite
queden en el prestigio intacto (sic) de su dolor actual” como un “montón de
ruinas que sembró el marxismo como huella inequívoca de su fugaz paso”,
anunciaba el régimen en la primavera de 1940, poco antes de comenzar las obras
del nuevo núcleo.
Esa decisión no fue acompañada
de medidas de conservación del devastado. De hecho, el viejo pueblo no fue
declarado Bien de Interés Cultural (BIC) hasta
2002, pese a contar con restos de edificios de estilo mudéjar, para ser vallado
cinco años después. Lo que en realidad había decretado el franquismo era el
abandono del lugar, algo que acabo dando a sus ruinas un significado muy
distinto del que le había reservado la dictadura.
“Los contratiempos de la
política” hicieron que en Belchite “no se haya consolidado más que muy
parcialmente el despliegue de un espacio memorial de carácter transnacional”,
como Coventry o Hiroshima, señala Michoneau, para quien “este desfase –o si
se quiere este anacronismo- también es el que explica su interés”.
Para el historiador, a partir de los años 90 Belchite “se impuso, a su vez, como lugar de sufrimiento de unos civiles atrapados en una guerra civil cuyos fundamentos ideológicos ya no resultaban comprensibles”, en lo que comenzaba a revelarse como “una nueva historia de la guerra”. “Las ruinas dejaron de ser, desde entones, pretexto para la narración épica del conflicto, constituyéndose en el lugar en el que se compartía una misma ‘experiencia de guerra”, señala.
Para el historiador, a partir de los años 90 Belchite “se impuso, a su vez, como lugar de sufrimiento de unos civiles atrapados en una guerra civil cuyos fundamentos ideológicos ya no resultaban comprensibles”, en lo que comenzaba a revelarse como “una nueva historia de la guerra”. “Las ruinas dejaron de ser, desde entones, pretexto para la narración épica del conflicto, constituyéndose en el lugar en el que se compartía una misma ‘experiencia de guerra”, señala.
Una impresión de
absurdo
En España, “la
monumentalización de las ruinas [bélicas] fue sorprendentemente precoz; sin
embargo, su conversión en huella fue tardía”, indica el historiador, para quien
el primer proceso tuvo lugar ya en los años 50 mientras que el segundo tardaría
en llegar cuatro décadas, hasta que los trabajos de memoria histórica
comenzaron a avivarse en los 90.
Las ruinas del pueblo viejo de
Belchite “dejaron de ser objeto de empresa conmemorativa” en los años 60, en un
proceso que se acentuó con la democracia, apunta Michonneau, quien también
concluye que, por otro lado, “no se convirtieron en símbolo del sufrimiento
colectivo más que de forma incompleta y tardía, por cuanto, en España, esa
función ha sido asignada a Gernika”.
El historiador traza un
paralelismo entre los restos de la localidad zaragozana y los de Pompeya, en
cuanto “teatro de una tragedia de la que se ignora todo”, de la que
apenas se conocen los actores y la historia y que, a la vez, constituye un
“único testimonio de una catástrofe inconcebible de la que no creemos
comprender más que sus espantosas consecuencias”. “La impresión de absurdo que
transmite el espectáculo de las ruinas -añade- monopoliza y nutre una poderosa
corriente pacifista que proclama que no hay guerras justas”.
Hoy siguen siendo visibles los
restos del campo de concentración conocido como “la pequeña Rusia”, donde los
presos políticos que construyeron el nuevo Belchite convivieron con los
familiares de izquierdistas locales que sobrevivieron a la represión,
confinadas allí por la dictadura.
“La magnitud de lo que
se ha perdido”
“En términos memoriales,
podemos decir que el éxito de las ruinas se explica por el hecho de que se
encuentran en las confluencias de las ‘memorias comunes’ de la destrucción y de
los usos políticos que se hacen de ellas”, señala el historiador, para quien
este tipo de restos “cristaliza, ante todo, y de manera más acusada que en
cualquier otro fenómeno, las experiencias más diversas de los individuos y de
los grupos empujados a la guerra, por cuanto representan el desastre y la
vulnerabilidad; denunciando, por su presencia misma, la magnitud de lo que se
ha perdido”.
El libro de Michonneau refiere
la existencia de 49.000 paisajes memoriales vinculados con la segunda guerra
mundial, de los que 39.593 se encuentran en Europa. De ellos, 61 son ruinas de
guerra (28 localizadas en Alemania), aunque solo en cuatro casos se trata de
pueblos completos: Oradour-sur-Glane en Francia, Lidice en Chequia, Lipa
en Croacia y San Pietro Infine en Italia. La población de los tres
primeros fue masacrada por el ejército alemán, mientras el cuarto fue escenario
de la batalla de Montecassino.
Solo en España quedan cinco
pueblos-vestigio de la guerra civil, ya que a Belchite se le suman el también
zaragozano Rodén, abandonado por sus últimos moradores en 1937 y declarado BIC este mismo año; Corbera d’Ebre, en
Tarragona, al que Michonneau se refiere como “la expresión de un dolor
colectivo ligado a los bombardeos de las poblaciones”, y Montarrón y Gajanejos,
ambos en Guadalajara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario