La calavera de Franco
David Felipe Arranz Filólogo,
periodista y profesor asociado de Periodismo en la Universidad Carlos III de
Madrid
ElHuffPost
31-8-18
El
año en que murió el Caudillo se estrenó en España La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, y llegó a las
librerías como un título irónico El otoño del patriarca, del maestro García Márquez.
Las heridas de la Guerra (In)civil aún estaban abiertas y las cunetas de toda
España rebosaban de fusilados anónimos y los mausoleos de muertos gloriosos,
por efecto de la furia fratricida. En la historia reciente el español busca sus
ancestros y solo encuentra balazos entre 1936 y 1939 (y más adelante).Algunos
supimos que nuestro abuelo materno, que era muy grande, muy alto y muy guapo y
en él empieza mucha biografía familiar, ayudaba a los "rojos" a
escapar del Valladolid de la posguerra hacia Francia, siendo alférez
provisional y poniendo en peligro su vida. Porque sin referentes no somos nadie
y todos, unos más que otros, los tenemos anclados en el 18 de julio.
En
una decisión insólita y apresurada, el Generalísimo, que por mor de las
habilidades médicas (y el oportuno retraso de un día de la comunicación oficial
de su deceso) fue a morirse casualmente el día que fusilaron al Ausente en la
prisión de Alicante, fue enterrado en el tétrico Valle de los Caídos, monumento
construido por los vencedores para "perpetuar la memoria de los que
cayeron en nuestra gloriosa Cruzada" –según reza el decreto de 1 de abril
de 1940–, pero con mano de obra de los "esclavos" republicanos,
muchos de los cuales yacen hoy entre sus muros.
Veinte mil
personas trabajaron en la roca durísima del Guadarrama a lo largo de veinte
años, en un proyecto que contaba con un presupuesto de mil millones de pesetas,
sufragadas con las suscripciones que el Caudillo recibió para su rebelión
guerracivilista, más los añadidos de la recolecta de una Lotería
extraordinaria. La defensa del ocurrente invento de la "redención de penas
por el trabajo" –una condena a trabajos forzados, o sea– es difícil de
sostener incluso por la derechona. Alojados en pobres barracones de cantería,
los presos políticos vivían en tres poblados, cuyo presupuesto fue de 620.000
pesetas, a diferencia de las viviendas de los empleados, en las que se gastaron
más de veinte millones. El catafalco del Escorial nació con vocación de ser un
túmulo imperial no para la paz, sino para recordar la victoria: "El
monumento no se hizo para seguir dividiendo a los españoles en dos bandos
irreconciliables. Se hizo, y esa fue siempre mi intención, como recuerdo de una
victoria sobre el comunismo, que trataba de dominar España", le confiesa
al teniente-general Francisco Salgado-Araujo (ver Mis conversaciones
privadas con Franco, 1976).
Tuvo que ser una mente perversa la
que tuvo la idea de aprobar un decreto ley en 1957 para hacinar los huesos de
las víctimas con los de sus verdugos
Constantemente
Franco aparecía de improviso, vestido de civil de punta en blanco o con
uniforme militar, para recorrer durante horas las galerías, estudiar proyectos
y modificar los planos del arquitecto Pedro Muguruza. Y, como cuenta Daniel
Sueiro en La verdadera historia del Valle de los Caídos (1977),
"entre los presos había oficiales republicanos que habían sido compañeros
del Generalísimo, ante los que éste pasaba en sus visitas indiferente y
lejano". En realidad, Franco no estaba de acuerdo con la marcha de las
obras ni con alguna de las soluciones arquitectónicas adoptadas, así que a la
muerte de Muguruza, el nuevo arquitecto Diego Méndez duplicó las dimensiones de
la cripta: "A esto le faltan dimensiones", dijo un día el Caudillo a
la puerta de la cripta. En un arrebato artístico, Franco trazó de su propia
mano algunos dibujos para los trípticos sobre cuero, policromados, al estilo de
los viejos cordobanes y guadamecíes españoles, que salieron del taller de los
Lapayese con destino a las distintas capillas.
Ese ánimo de
unidad y reconciliación del Movimiento lo encontramos en lo pesadillesco de los
huesos, en eso que el CSIC durante sus imposibles exploraciones de los ataúdes
ha dado en llamar un "cadáver colectivo indisoluble", entre otras
cosas por la caótica ejecución del siniestro plan de reunir cadáveres de
distintos cementerios, y por las condiciones de extrema humedad de las criptas.
Los muertos, finalmente, se reconcilian en una aciaga democracia de finados y
olvido, no así los vivos, que siguen buscando debajo de las piedras a los
suyos, "las hordas marxistas" como define a los republicanos la orden
ministerial de 11 de julio de 1946. Así que aquel mausoleo siniestro lo fue de
muertos de estraperlo, trasladados en secreta y macabra procesión, sin permiso
de los familiares en el caso de imposibilidad de identificación, en 1958, 1961,
1968 e incluso 1983... desde casi toda España. Los nombres sobre los ataúdes
bajo las capillas laterales del crucero de la Basílica están incluso pintados
con tiza. Ni el truculento Cadalso de las Noches lúgubres, ni el
cadavérico Edgar Allan Poe de las Narraciones extraordinarias hubiesen
podido definir mejor los columbarios donde a día de hoy se almacenan los
féretros de forma descontrolada. Criptas llenas de penas de muerte y muertes de
pena, como los dos cadáveres incorruptos traídos de Albacete, yacen mezclados
en una jornada de tinieblas guerracivilistas, de esqueletos represaliados que
gritan mudos, de enemigos más allá de la muerte...
Hoy hay mucho de azacaneo tumulario,
de zascandileo de morgue, de desasosiego fantasmagórico en Cuelgamuros
Tuvo que ser
una mente perversa la que tuvo la idea de aprobar un decreto ley en 1957 para
hacinar los huesos de las víctimas con los de sus verdugos, perturbando su
sueño último: entre la broma macabra y la tortura eterna, el Valle de los
Caídos es un monumento a la infamia hasta que no se aplique de forma eficaz la
Ley de Memoria Histórica. Más cementerio que basílica, la llamada fosa común
más grande España que se imaginó Jaime de Andrade (alias Francisco Franco) a
algunos solo nos inspira terror y espanto, porque como escribió el maestro
Umbral en Mortal y rosa, "los muertos no son de fiar y los
esqueletos son muy de temer".
"Sería
pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya
que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas de acuerdo con los
tiempos", dijo Franco en la inauguración del monumento, el 1 de abril de
1959, ante la muchedumbre que abarrotaba los 30.000 metros cuadrados de losas
de la explanada. Hoy hay mucho de azacaneo tumulario, de zascandileo de morgue,
de desasosiego fantasmagórico en Cuelgamuros (Cuelga Moros a mediados del siglo
XIX), hecho ahora parque temático para niños y niñas y familias con la merienda
que llegan en autobuses y van después a ver al Franco del Museo de Cera y al
Parque de Atracciones. Como el tren de la bruja de las ferias, solo que con muertos
de verdad y bajo la mirada ciega de las tenebrosas esculturas de Juan de
Ávalos, donde se espesan los miedos colectivos que van por allí de visita,
porque Drácula ya no asusta ni a los críos con insomnio. Entre las anécdotas,
el afeitado al que Franco obligó a hacer al escultor del evangelista san Juan,
bocetado con luengas barbas. Y allí, cuando llega el turisteo, este tiene tanto
interés en conocer a Franco como al rey Witiza, cuyas genealogías seguramente
hará comunes... mientras le hinca el diente al bocadillo de jamón typical
spanish.
Y ahora dice el presidente que el
Valle ya no va a ser un Centro de la Memoria Histórica –que es lo que queríamos
anteayer y lo que sería lógico–, sino un cementerio civil
Y esta pandecta esquelética ha
saltado ahora al debate público con la aprobación del decreto ley para exhumar
los restos de Franco, una deuda pendiente contraída por el PSOE con aquellas
familias que no podían descansar en paz pensando en que sus padres y abuelos
estaban compartiendo nicho y descarnadura con la momia de su verdugo. Porque en
España nos ocurre como a Franco, que decía de él Areilza que era un táctico
sobre el terreno, no un estratega: resulta, amigos, que una vez más vamos
improvisando sobre la marcha. Y ahora dice el presidente que el Valle ya no va
a ser un Centro de la Memoria Histórica –que es lo que queríamos anteayer y lo
que sería lógico–, sino un cementerio civil. El Valle de los Caídos es la
devoración, el pudridero y la gusana hambrienta de los ayes y mala conciencia
que recorren las dos Españas. Sus señorías tienen que resolver ahora qué hacer
con él.
Aquellos
naranjales mecánicos de los estertores carpetovetónicos del franquismo y los
otoños patriarcales del setenta y cinco llegan simbólicamente a su fin cuatro
décadas después de la dictadura y el tirón transicional. La calavera de aquel
menudo dictador que levantó un largo régimen represivo de libertades sonríe
tras una losa de 1.300 kilos que ahora se va a levantar. España no puede seguir
siendo ese país sin resolver y seguirá sin despejarse su incógnita cainita si
no pasamos página de esa urdimbre ominosa que fue el Franquismo, mas
devolviendo antes la paz a los muertos a través de una Comisión de la Verdad.
Por ejemplo.
Media
hora antes de llegar al Valle de los Caídos la comitiva fúnebre con los restos
del Caudillo, un veterano excombatiente se cayó al hueco, de 1,60 metros de
profundidad, resultando malherido. España: genio y figura hasta la sepultura.
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