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martes, 25 de junio de 2019

SODOMA (Poder y Escándalo en el Vaticano) Capítulo 13









Capítulo 13

LA CRUZADA CONTRA LOS GAIS



Justo cuando el papa Juan Pablo II protege a Marcial Maciel y una parte de sus allegados acosan a los guardias suizos y se entregan a la lujuria, el Vaticano entabla su gran batalla contra los homosexuales.

Esta guerra no es nada nuevo. El fanatismo contra los sodomitas existe desde la Edad Media, lo que no obsta para que decenas de papas fueran sospechosos de tener inclinaciones, incluyendo a Pío XII y Juan XXIII. La norma ha sido siempre una fuerte tolerancia de puertas adentro en contraste con la intransigencia de puertas afuera. La Iglesia siempre ha sido más homófoba de palabra que en las prácticas de su clero.

Pero esta actitud pública del catolicismo se endureció a finales de los años setenta. La Iglesia se vio sorprendida por una revolución de las costumbres que no había sido capaz de prever ni de entender. El papa Pablo VI, desconcertado, reaccionó en 1975 con la célebre «declaración» Persona Humana, que estaba en la línea de la encíclica Humanae Vitae: se confirmaba el celibato de los sacerdotes, se valoraba la castidad, se prohibían las relaciones sexuales antes del matrimonio y se rechazaba tajantemente la homosexualidad.

En gran medida, y en el plano doctrinal, el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005) se situó en esta continuidad. Pero la agravó con una actitud cada vez más homófoba, mientras sus afines se lanzaban a una nueva cruzada contra los gais (encabezada, entre otros, por Angelo Sodano, Stanislaw Dziwisz, Joseph Ratzinger, Leonardo Sandri y Alfonso López Trujillo).

El año de su elección, el papa puso los puntos sobre las íes. En un discurso del 5 de octubre de 1979 pronunciado en Chicago ante todos los obispos estadounidenses, les invitó a condenar los actos llamados «contra natura»:



Como pastores llenos de compasión, ustedes han estado acertados cuando han dicho: «La actividad homosexual, distinta de la tendencia homosexual, es moralmente malvada». Con la claridad de esta verdad han dado un ejemplo de lo que es la caridad de Cristo; no han traicionado a quienes, a causa de la homosexualidad, enfrentan lamentables problemas morales, como habría ocurrido si, en nombre de la comprensión y la piedad, o por cualquier otra razón, hubieran dado falsas esperanzas a nuestros hermanos y nuestras hermanas.

(Nótese la expresión «o por cualquier otra razón», que podría ser una alusión a las costumbres, bien conocidas, del clero estadounidense.)

¿Por qué optó Juan Pablo II por presentarse, y de un modo tan precoz, como uno de los papas más homófobos de la historia de la Iglesia? Según el vaticanista estadounidense Robert Carl Mickens, que vive en Roma, hay dos factores esenciales:

—Es un papa que no conoció la democracia, por lo que tomó las decisiones por su cuenta, con sus intuiciones geniales y sus prejuicios arcaicos de católico polaco, como el de la homosexualidad. Además, su modus operandi, su línea durante todo su pontificado, fue la unidad. Pensaba que una Iglesia dividida era una Iglesia débil. Impuso unas reglas muy rígidas para proteger esa unidad y la teoría de la infalibilidad personal del soberano pontífice hizo el resto.

Quienes conocieron a Juan Pablo II, tanto en Cracovia como en Roma, destacan su débil cultura democrática, así como su misoginia y su homofobia. No obstante, el papa toleró muy bien la omnipresencia de los homosexuales en su entorno. Entre sus ministros y asistentes eran tan numerosos, tan practicantes, que no podía desconocer sus estilos de vida o al menos sus «tendencias». Entonces ¿por qué alimentaba esa esquizofrenia? ¿Por qué dejaba que se instalara ese sistema de hipocresía? ¿Por qué semejante intransigencia pública y semejante tolerancia privada? ¿Por qué? ¿Por qué?

La cruzada que lanzó Juan Pablo II contra los gais, contra el preservativo y, poco después, contra las uniones civiles, obedecía a una situación nueva. Para describirla es preciso adentrarse en la máquina vaticana, la única que puede explicar su violencia, su motor psicológico profundo —el odio a sí mismo es un potente motor secreto— y, finalmente, su fracaso. Porque Juan Pablo II perdió esta guerra.

Voy a contarla primero a través de la experiencia de un antiguo monsignore, Krzysztof Charamsa, un simple eslabón de la máquina de propaganda, que nos reveló la parte oculta de esta historia cuando salió del armario. Luego me interesaré por un cardenal de la curia, Alfonso López Trujillo, que fue uno de sus protagonistas, siguiendo minuciosamente su trayectoria en Colombia, Latinoamérica e Italia.

La primera vez que oí hablar de Krzysztof Charamsa fue por correo electrónico: el suyo. Este prelado se puso en contacto conmigo cuando todavía trabajaba para la Congregación para la Doctrina de la Fe. Según me escribió, le había gustado mi libro Global Gay y me pedía ayuda para dar publicidad a la salida del armario que se disponía a hacer, pidiéndome que le guardara el secreto. Como entonces yo no sabía si era un prelado influyente, como afirmaba, o un charlatán, le pregunté a mi amigo italiano Pasquale Quaranta, periodista de La Repubblica, para comprobar su biografía.

Una vez confirmada la autenticidad del testimonio intercambié varios correos con monseñor Charamsa, le di el nombre de varios periodistas y en octubre de 2015, justo antes del sínodo sobre la familia, su coming out, pregonado a los cuatro vientos, saltó a los periódicos y televisiones y dio la vuelta al mundo.

Meses después me reuní con Krzysztof Charamsa en Barcelona, donde se había exiliado cuando el Vaticano lo relevó de sus funciones y se había convertido en un activista queer y militante a favor de la independencia de Cataluña. Me dio muy buena impresión. Cenamos en compañía de Eduard, su novio, y noté en él y en la mirada que le devolvía Eduard cierto orgullo, como el de alguien que acabara de hacer él solito su pequeña revolución, su One-Man Stonewall.

—¿Te das cuenta de lo que ha hecho? ¿De su valentía? Ha sido capaz de hacer todo eso por amor. Por amor hacia el hombre que ama —me dijo Pasquale Quaranta.

Volvimos a vernos en París al año siguiente. A lo largo de esas entrevistas Charamsa me contó su historia, de la que después sacaría un libro, La primera piedra. En sus entrevistas y escritos el exsacerdote conservó siempre una suerte de comedimiento, de reserva, quizá de miedo, a veces frases vacías que le impedían contar toda la verdad. Sin embargo, si un día le diera por hablar «de verdad», su testimonio sería fundamental, porque Charamsa estuvo en el centro de la máquina de guerra homófoba del Vaticano.

A la Congregación para la Doctrina de la Fe se la conoció durante mucho tiempo como el Santo Oficio, en recuerdo de la tristemente célebre Inquisición y su famoso Índice, la lista de libros censurados o prohibidos. Hoy este «ministerio» del Vaticano sigue fijando la doctrina, como su nombre indica, y definiendo el bien y el mal. Con Juan Pablo II, el cardenal Joseph Ratzinger dirigía este dicasterio estratégico, el segundo por orden protocolario después de la Secretaría de Estado. Fue él quien ideó y publicó la mayoría de los textos contra la homosexualidad y quien examinó la mayoría de los expedientes de abusos sexuales en la Iglesia.

Krzysztof Charamsa trabajaba allí como consultor y secretario adjunto de la comisión teológica internacional. Completo su relato con el de otros cuatro testimonios internos, el de otro consultor, el de un miembro de la comisión, el de un experto y el de un cardenal miembro del consejo de la Congregación. Además, gracias a la hospitalidad de un cura comprensivo, yo mismo tuve la posibilidad de alojarme varias noches en el sanctasanctórum, un apartamento del Vaticano próximo a la Piazza Santa Marta, a unos metros del palacio del Santo Oficio, en donde me he cruzado a menudo con los atareados funcionarios de la Inquisición contemporánea.

En la Congregación para la Doctrina de la Fe trabajan unos cuarenta empleados permanentes llamados ufficiali, scrittori y ordinanze, por lo general curas muy ortodoxos, fieles y fiables (Charamsa los llama «funcionarios de la Inquisición»). La mayoría tienen estudios superiores, a menudo de teología y también de derecho canónico y filosofía. Los asisten una treintena de consultori externos.

En general cada «proceso inquisitorial» (hoy diríamos cada «punto de doctrina») pasa por los funcionarios para su estudio, luego lo discuten los expertos y consultores, y por último se somete al consejo de los cardenales, que lo ratifica. Esta aparente horizontalidad, fuente de debates, en realidad enmascara una verticalidad, pues un solo hombre tiene autoridad para interpretar los textos y dictar «la» verdad. Porque el prefecto de la Congregación (Joseph Ratzinger con Juan Pablo II, William Levada y luego Gerhard Müller con Benedicto XVI, ambos afines a Ratzinger) es el que propone, enmienda y valida todos los documentos antes de presentárselos al papa en unas audiencias privadas decisivas. El santo padre tiene la última palabra. Como vemos —y como sabemos después de Nietzsche—, la moral es siempre un instrumento de dominio.

También es un terreno propicio a la hipocresía. Entre los veinte cardenales que figuran hoy en el organigrama de la Congregación para la Doctrina de la Fe, creemos que hay una docena de homófilos u homosexuales practicantes. Al menos cinco viven con un novio. Tres recurren habitualmente a prostitutos. (Monseñor Viganò critica a siete cardenales en su Testimonianza.)

Vemos, pues, que la Congregación es un caso clínico interesante y el centro de la hipocresía vaticana. Oigamos lo que dice Charamsa: «Este clero, que en gran parte es homosexual, impone el odio a los homosexuales, es decir, el odio a sí mismo, en un acto masoquista desesperado».

Según Krzysztof Charamsa y otros testimonios internos, con el prefecto Ratzinger la cuestión homosexual llegó a ser una auténtica obsesión enfermiza. Se leían y releían las pocas líneas del Antiguo Testamento dedicadas a Sodoma, se reinterpretaba una y otra vez la relación entre David y Jonatán, lo mismo que la frase de Pablo en el Nuevo Testamento que confiesa su sufrimiento por tener «una astilla en la carne» (según Charamsa, Pablo sugiere así su homosexualidad). Entonces, cuando uno está perturbado por ese desamparo, cuando comprende que el catolicismo abandona y aflige la existencia, que es un callejón sin salida…, ¿de repente se echa tal vez a llorar en secreto?

Estos eruditos «gaifobos» de la Congregación para la Doctrina de la Fe tienen su propio código SWAG («Secretely We Are Gay»,«Somos gays en secreto»). Cuando estos curas hablan entre ellos en una jerga misteriosa del apóstol Juan, el «discípulo al que Jesús amaba», ese «Juan más querido que los otros», el que «Jesús, al verle, le amó», saben muy bien lo que quieren decir; y cuando recuerdan el episodio de la curación por Jesús del joven siervo de un centurión «a quien este quería mucho», según las insinuaciones insistentes del Evangelio según San Lucas, no les cabe la menor duda sobre lo que significa todo eso. Saben que pertenecen a un pueblo maldito; y a un pueblo elegido.

En nuestras charlas de Barcelona y París, Charamsa me describió minuciosamente este mundo secreto, la mentira que anida en los corazones, la hipocresía erigida en norma, el lenguaje estereotipado, el lavado de cerebros. Me decía todo eso con el tono de la confesión, como si contara la trama de El nombre de la rosa en la que los frailes se cortejan e intercambian favores hasta el día en que un joven fraile, acosado por los remordimientos, se tira de una torre.

—Me pasaba todo el tiempo leyendo y trabajando. No hacía más que eso. Era un buen teólogo. Por eso los jefes de la Congregación para la Doctrina de la Fe se sorprendieron tanto con mi coming out. Esperaban algo así de cualquiera menos de mí —me cuenta el cura polaco.

Durante mucho tiempo el ortodoxo Charamsa obedeció órdenes sin cuestionarlas. Incluso contribuyó a escribir textos de una violencia inaudita contra la homosexualidad «objetivamente desordenada». Con Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger aquello se convirtió en un auténtico festival. En todo el Syllabus no hay palabras tan duras contra los gais. Decenas de declaraciones, exhortaciones, cartas, instrucciones, consideraciones, observaciones, homilías motu proprio y encíclicas destilan homofobia ad nauseam; sería engorroso citar aquí todas esas «bulas».

El Vaticano trató de prohibir el ingreso de homosexuales en los seminarios (sin darse cuenta de que así terminaba con las vocaciones); legitimó su exclusión del ejército (justo cuando en Estados Unidos se decidía suspender la regla del «Don’t ask don’t tell», «No preguntes, no cuentes»); se propuso legitimar teológicamente la discriminación de los homosexuales en el mundo laboral; y, por supuesto, condenó las uniones de personas del mismo sexo y su casamiento.

Al día siguiente de la World Gay Pride celebrada en Roma, el 8 de julio de 2000, Juan Pablo II toma la palabra durante el rezo tradicional del ángelus para denunciar «las manifestaciones bien conocidas» y expresar su «amargura por la afrenta al Gran Jubileo del año 2000». Pero ese fin de semana han acudido pocos fieles, comparados con las 200.000 personas gay-friendly que marchan por las calles de Roma.

«La Iglesia siempre va a decir lo que está bien y lo que está mal. Nadie puede exigir que considere justa una cosa que es injusta según la ley natural y la ley evangélica», afirma con motivo de este Orgullo Gay el cardenal Angelo Sodano, que ha hecho todos los esfuerzos posibles para que se prohíba la marcha LGBT. También cabe destacar, en ese momento, los ataques del cardenal Jean-Louis Tauran, que desaprueba esta manifestación «durante el Año Santo», y las del obispo auxiliar de Roma monseñor Rino Fisichella, cuya divisa episcopal es «He escogido la vía de la verdad» y no encuentra palabras lo bastante duras para criticar la World Gay Pride. En el Vaticano circula un chiste para explicar estas tres tomas de posición beligerantes: ¡los cardenales están furiosos contra el desfile gay porque no les han querido dar una carroza!

Hoy a Krzysztof Charamsa le atacan tanto la curia como el movimiento gay italiano, bien por haber hecho un coming out demasiado escandaloso, bien por haberlo hecho demasiado tarde. El prelado, que pasó como una exhalación de la homofobia internalizada al drama queen, molesta. En la Congregación para la Doctrina de la Fe me dicen que su dimisión se debió a que no obtuvo el ascenso esperado. Su homosexualidad era conocida, me señala una fuente oficial, porque vivía con su novio desde hacía varios años.

Un prelado de la curia, buen conocedor del caso y él mismo homosexual, me explica:

—Charamsa estaba en el centro de la máquina homófoba vaticana. Llevaba una doble vida: atacaba a los gais en público y vivía con su amante en privado. Se adaptó durante mucho tiempo a este sistema, hasta que de repente, en vísperas del sínodo, renegó de él, poniendo en apuros al ala liberal de la curia. Lo problemático es que habría podido ponerse del lado de los progresistas, como los cardenales Walter Kasper o el muy gay-friendly Christoph Schönborn, que es lo que hicimos otros. Pero en vez de eso los denunció y atacó durante años. Para mí Charamsa sigue siendo un misterio.

(Estos juicios severos, típicos de la contraofensiva del Vaticano, no contradicen en absoluto el relato de Krzysztof Charamsa, quien reconoció que «soñaba con ser un prefecto inquisidor» y participar en un auténtico «servicio de policía de las almas».

Por otro lado, la comunidad gay italiana tampoco defendió a Charamsa y criticó su pink-washing, como confirma este otro activista:

—En sus entrevistas y su libro no ha explicado cómo funciona el sistema. Solo ha hablado de sí mismo, de su insignificante persona. Esa confesión no tiene ningún interés: ¡salir del armario en 2015 es llevar cincuenta años de retraso! Lo que nos habría interesado es que contara el sistema desde dentro, que lo describiera todo, a la manera de Soldzhenitsin.

Un juicio severo, sin duda, pero es verdad que Charamsa no ha sido el Soldzhenitsin gay del Vaticano que esperaban algunos.

La cruzada contra los gais, durante el papado de Juan Pablo II, tuvo otro protagonista, un prelado mucho más influyente que el exsacerdote Charamsa. Era uno de los cardenales más cercanos al papa. Su nombre: Alfonso López Trujillo. Su título: presidente del Pontificio Consejo para la Familia.

Entramos ahora en una de las páginas más negras de la historia reciente del Vaticano. Necesito tomarme todo el tiempo que haga falta, porque es un caso absolutamente fuera de lo común.

¿Quién era Alfonso López Trujillo? La fiera nació en 1935 en la localidad colombiana de Villahermosa, departamento de Tolima. Se ordenó sacerdote en Bogotá con 25 años y diez años después era obispo auxiliar de esta ciudad, de la que pasó a Medellín, donde fue nombrado arzobispo a los 43 años. Itinerario clásico, en suma, para un sacerdote de buena familia que siempre tuvo una posición desahogada.

La carrera notable de Alfonso López Trujillo le debe mucho al papa Pablo VI, que se fijó en él muy pronto, durante su visita oficial a Colombia en agosto de 1968, y aún más a Juan Pablo II, que desde el principio de su pontificado le tuvo como hombre de confianza en Latinoamérica. El motivo de esta gran amistad es sencillo e idéntico al de la amistad del papa polaco hacia el nuncio Angelo Sodano y el padre Marcial Maciel: el anticomunismo.

Álvaro León, hoy jubilado, fue durante muchos años fraile benedictino y, cuando era joven seminarista, el «maestro de ceremonias» de Alfonso López Trujillo en Medellín. Es allí donde me reúno con este hombre ya mayor de bello semblante fatigado, en compañía de mi principal investigador colombiano, Emmanuel Neisa. Álvaro León quiere que le mencione en mi libro con su verdadero nombre, «porque he esperado tantos años para hablar —me dice—, que ahora quiero hacerlo sin tapujos, con valentía y precisión».

Comemos en un restaurante cercano a la catedral de Medellín y Álvaro León hace un largo relato de su vida al lado del arzobispo, manteniendo el suspense hasta el final. Estaremos juntos hasta la noche, recorriendo la ciudad y sus cafés.

—López Trujillo no es de aquí. Él solo estudió en Medellín y tuvo una vocación tardía. Al principio se dedicaba a la psicología y más tarde se hizo seminarista en la ciudad.

El joven López Trujillo aspirante a sacerdote fue destinado a Roma para completar sus estudios de filosofía y teología en la Angelicum. Gracias a un doctorado y a un buen conocimiento del marxismo pudo luchar en pie de igualdad contra los teólogos de izquierda, y combatirles desde la derecha —o extrema derecha—, según revelan varios de sus libros.

De vuelta a Bogotá, el joven se ordenó sacerdote en 1960. Durante diez años ejerció su ministerio en la sombra, con una postura muy ortodoxa y no sin algunos incidentes.

—Los rumores sobre él empezaron muy pronto. Cuando lo nombraron obispo auxiliar de Bogotá, en 1971, un grupo de laicos y sacerdotes llegó a publicar un escrito que denunciaba su extremismo y a manifestarse contra su nombramiento delante de la catedral de la ciudad.

A partir de entonces López Trujillo se volvió completamente paranoico, me cuenta Álvaro León.

Según todos los testigos con quienes hablé en Colombia, la aceleración inesperada de la carrera de López Trujillo se produjo en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), la asamblea de los obispos que define las orientaciones de la Iglesia católica en la región.

Una de las conferencias fundadoras tuvo lugar precisamente en Medellín en 1968 (la primera se celebró en Río de Janeiro en 1955). Aquel año, mientras las universidades se incendiaban en Europa y Estados Unidos, la Iglesia católica estaba en plena efervescencia, inspirada en el concilio Vaticano II. El papa Pablo VI hizo escala en Colombia para inaugurar la conferencia del CELAM.

Esta cumbre fue decisiva, pues en ella se definió una corriente progresista a la que el cura peruano Gustavo Gutiérrez llamaría más tarde «teología de la liberación». Fue un hito importante en Latinoamérica, donde amplios sectores de la Iglesia plantearon una «opción preferencial por los pobres». Muchos obispos defendieron la «liberación de los pueblos oprimidos» y la descolonización, y denunciaron a las dictaduras militares de extrema derecha. Una minoría no tardó en inclinarse a la izquierda, con sus curas guevaristas o castristas y algunos, como el sacerdote colombiano Camilo Torres Restrepo y el español Manuel Pérez, pasando de las palabras a los hechos, empuñaron las armas y se unieron a las guerrillas.

Según el venezolano Rafael Luciani, un especialista en teología de la liberación, él mismo miembro del CELAM y profesor de teología en el Boston College, «López Trujillo surgió realmente como reacción a la Conferencia de Medellín». Durante varias citas y cenas, Luciani me dio mucha información sobre el CELAM y el papel que el futuro cardenal desempeñó en él.

López Trujillo siguió de cerca los debates y las declaraciones de la Conferencia de Medellín como simple cura. Para él fue una revelación. Comprendió que la guerra fría acababa de extenderse a la Iglesia latinoamericana. Su interpretación fue binaria y le bastó con seguir su pendiente para escoger bando.

Poco después, el joven, recién elegido obispo, se incorporó a los órganos administrativos del CELAM y allí empezó su trabajo de lobbying interno a favor de una opción de derechas, oponiéndose, todavía con discreción, a la teología de la liberación y su opción preferencial por los pobres. Su propósito era lograr que el CELAM adoptara un catolicismo conservador. Permaneció siete años en ese puesto.

¿Estaba ya en contacto con Roma para perpetrar su labor de zapa? La respuesta es sí, porque ingresó en el CELAM gracias al respaldo del Vaticano y en especial del influyente cardenal italiano Sebastiano Baggio, que había sido nuncio en Brasil y dirigía la Congregación para los Obispos. Pero fue a partir de la conferencia de Puebla, en México (1979), cuando el colombiano pasó a ser la punta de lanza del dispositivo creado por Juan Pablo II contra la teología de la liberación.

—En Puebla, López Trujillo era muy influyente, muy fuerte, lo recuerdo muy bien. La teología de la liberación, en cierto modo, era una consecuencia del Vaticano II, de los años sesenta… y también del mayo francés. —Ríe—. A veces estaba demasiado politizada y había abandonado el verdadero trabajo de la Iglesia —me explica el cardenal brasileño Odilo Scherer durante una entrevista en São Paulo.

Aquel año, en Puebla, López Trujillo, que ya era arzobispo, pasó a la acción directa. «Preparen los bombarderos», le escribió a un colega antes de la conferencia. La organizó con sumo cuidado. Cuentan que viajó 39 veces entre Bogotá y Roma para preparar la reunión. Fue él quien logró que un teólogo como Gustavo Gutiérrez no pudiese entrar en la sala de conferencias con el pretexto de que no era obispo…

Cuando se inaugura en México la conferencia del CELAM con un discurso de Juan Pablo II, quien ha viajado para la ocasión, López Trujillo tiene un plan de batalla preciso: arrebatarle el poder al bando progresista y escorar la organización a la derecha. Entrenado «como un boxeador antes del combate», según su expresión, está dispuesto a batirse con los curas «izquierdistas». Me lo confirma el famoso dominico Frei Betto durante una charla en Río de Janeiro:

—Por entonces la mayoría de los obispos eran conservadores. Pero López Trujillo no era un simple conservador. Era claramente partidario del gran capital y de la explotación de los pobres; defendía el capitalismo, más que la doctrina de la Iglesia. Tenía tendencias cínicas. ¡En la conferencia del CELAM de Puebla llegó a abofetear a un cardenal!

Álvaro León, que fue colaborador de López Trujillo, prosigue:

—Puebla fue un éxito parcial de López Trujillo. Consiguió recuperar el poder y ser elegido presidente del CELAM, pero tampoco se deshizo de la teología de la liberación, que siguió cautivando a un número importante de obispos.

Ya en una posición de poder, Alfonso López Trujillo puede afinar su estrategia política y tomar medidas iconoclastas para acrecentar su influencia. Dirige el CELAM con mano dura de 1979 a 1983, y Roma aprecia su combatividad sobre todo por tratarse, como Marcial Maciel, de alguien local. Así no necesita soltar en paracaídas cardenales italianos ni utilizar a los nuncios apostólicos para reñir la batalla contra el comunismo en Latinoamérica, le basta con reclutar a buenos latinos serviles que «arrimen el hombro».

Y Alfonso López Trujillo es muy entregado, muy exaltado, hace su trabajo de erradicación de los seguidores de la teología de la liberación con ahínco, primero en Medellín y Bogotá y luego en toda Latinoamérica. ¡En una semblanza irónica, The Economist llega a comparar su birrete de cardenal con la boina del Che Guevara!

El nuevo papa Juan Pablo II y su entorno cardenalicio ultraconservador, que dirigen ahora a su guerrero López Trujillo, tienen como prioridad la rendición total de la corriente de la teología de la liberación. En esto coinciden con el gobierno estadounidense. El informe de la Comisión Rockefeller, confeccionado a petición del presidente Nixon, había considerado en 1969 que la teología de la liberación era más peligrosa que el comunismo. En los años ochenta, con Reagan, la CIA y el Departamento de Estado siguen vigilando las ideas subversivas de esos curas rojos latinoamericanos.

Por su lado, el soberano pontífice nombra en Latinoamérica una cantidad impresionante de obispos de derecha y extrema derecha durante los años ochenta y noventa.

—La mayoría de los obispos nombrados en Latinoamérica durante el pontificado de Juan Pablo II eran afines al Opus Dei —confirma el profesor Rafael Luciani, miembro del CELAM.

Al mismo tiempo, el cardenal Joseph Ratzinger, que encabeza la Congregación para la Doctrina de la Fe, entabla una batalla teórica contra los pensadores de la teología de la liberación, acusándoles de utilizar «conceptos marxistas» y sancionando a varios de ellos (López Trujillo es uno de los redactores de los dos documentos contra la teología de la liberación publicados por Ratzinger en 1984 y 1986).

En menos de diez años la mayoría de los obispos del CELAM se escoran a la derecha. La corriente de la teología de la liberación se vuelve minoritaria en los años noventa, y hay que esperar a la quinta conferencia del CELAM, celebrado en 2007 en la localidad brasileña de Aparecida, para que reaparezca una nueva corriente moderada, encarnada por un cardenal argentino llamado Jorge Bergoglio. Una línea contraria a López Trujillo.

Una noche de octubre de 2017 me encuentro en Bogotá con un exseminarista, Morgain, que había tenido un trato prolongado con López Trujillo y había trabajado con él en Medellín. El hombre es de fiar y su testimonio irrefutable. Sigue trabajando para el episcopado colombiano, lo cual dificulta que haga declaraciones públicas (se ha cambiado su nombre). Pero cuando le aseguro que le citaré con seudónimo empieza a contarme primero los rumores, cuchicheando, y luego los escándalos en voz alta. También él se ha guardado durante tanto tiempo estas informaciones secretas que ahora se explaya, con un sinfín de detalles, a lo largo de una cena interminable en la que también está presente mi investigador colombiano Emmanuel Neisa.

—Por entonces yo trabajaba con el arzobispo López Trujillo en Medellín. Él vivía en la opulencia y se desplazaba como un príncipe, o más bien como una verdadera «señora». Cuando llegaba en uno de sus automóviles de lujo para hacer una visita episcopal nos mandaba que le pusiéramos una alfombra roja. Luego, para bajar del coche, sacaba la pierna, de la que al principio solo se veía el tobillo, luego apoyaba el pie en la alfombra, ¡como si fuera la reina de Inglaterra! Todos teníamos que besar sus anillos y debía estar envuelto en incienso. A nosotros ese lujo, ese show, el incienso, la alfombra nos resultaban muy chocantes.

Ese tren de vida trasnochado iba a la par con una auténtica caza al cura progresista. Según Morgain, cuyo testimonio confirman otros curas, Alfonso López Trujillo, durante sus tournées de diva, localizaba a los curas simpatizantes de la teología de la liberación. Extrañamente, algunos de ellos desaparecían o eran asesinados por los paramilitares justo después de la visita del arzobispo.

Es cierto que en los años ochenta Medellín se convirtió en la capital mundial del crimen. Los narcotraficantes, sobre todo el famoso cartel de Medellín dirigido por Pablo Escobar —se calcula que controlaba el 80 % de la cocaína que iba a Estados Unidos—, sembraron el terror. Ante la explosión de violencia causada por la guerra contra los narcos, la amenaza creciente de las guerrillas y los enfrentamientos entre carteles rivales, el gobierno colombiano dictó el Estatuto de Seguridad (estado de excepción). Pero su impotencia resultó evidente, pues solo en el año 1991 se cometieron más de 6.000 homicidios en Medellín.

Frente a esta espiral infernal se crearon en la ciudad grupos paramilitares para organizar la defensa de las poblaciones sin que estuviera siempre claro si esas milicias, a veces públicas, a menudo privadas, trabajaban para el gobierno, para los carteles o para sí mismas. Los famosos paramilitares sembraron, a su vez, el terror en la ciudad, y luego, para financiarse, también ellos se lanzaron al tráfico de droga. Por su parte, Pablo Escobar reforzó su Departamento de Orden Ciudadano (DOC), que era su propia milicia paramilitar. Al final, la frontera entre los narcotraficantes, las guerrillas, los militares y los paramilitares se borrópor completo y Medellín, como el resto de Colombia, se sumió en una verdadera guerra civil.

La trayectoria de López Trujillo hay que situarla en este contexto. Según los periodistas que han investigado sobre el arzobispo de Medellín (especialmente Hernando Salazar Palacio en su libro La guerra secreta del cardenal López Trujillo y Gustavo Salazar Pineda en El confidente de la mafia se confiesa) y las indagaciones que hizo para mí Emmanuel Neisa en Colombia, el prelado estuvo vinculado a ciertos grupos paramilitares próximos a los narcotraficantes. Se cree que estos grupos —puede que directamente Pablo Escobar, quien se declaraba católico practicante— le pagaron generosamente y él les mantuvo informados de las actividades izquierdistas en las parroquias de Medellín. El abogado Gustavo Salazar Pineda afirma en su libro que Pablo Escobar mandaba maletas llenas de billetes a López Trujillo, aunque este negaba conocer a Escobar. (Sabemos por una investigación detallada de Jon Lee Anderson en el New Yorker que Pablo Escobar tenía la costumbre de retribuir a los sacerdotes que le apoyaban con maletas llenas de dinero.)

Los paramilitares, en esa época, perseguían a los curas progresistas con una saña tanto más violenta cuanto que consideraban, no sin razón a veces, que esos curas de la teología de la liberación eran aliados de las tres principales guerrillas colombianas (las FARC, el ELN y el M-19).

—López Trujillo se desplazaba con miembros de los grupos paramilitares —afirma también Álvaro León (quien, como maestro de ceremonias del arzobispo, participó en muchos de estos viajes)—. Les señalaba a los curas que hacían una labor social en los barrios pobres. Los paramilitares tomaban nota y a veces volvían para asesinarles; a menudo estos curas tenían que huir de la zona o del país.

(Este relato, por inverosímil que parezca, es corroborado por testimonios recogidos por los periodistas Hernando Salazar Palacio y Gustavo Salazar Pineda en sus libros respectivos.)

Entre los lugares donde el prevaricador López Trujillo habría denunciado a los curas de izquierda estaba la parroquia Santo Domingo Savio, en Santo Domingo, uno de los barrios más peligrosos de Medellín. Cuando visito esta iglesia con Álvaro León y Emmanuel Neisa nos dan informaciones precisas sobre esos ataques. Varios misioneros que trabajaban allí en contacto con los pobres fueron asesinados y un cura de la misma corriente teológica, Carlos Calderón, ante la persecución de López Trujillo y los paramilitares, tuvo que huir del país y refugiarse en África.

—Aquí en Santo Domingo me ocupé de los desplazamientos de López Trujillo. Solía llegar con una escolta de tres o cuatro coches, rodeado de guardaespaldas y paramilitares. ¡Su séquito era impresionante! Todos estaban muy bien vestidos. Las campanas de la iglesia tenían que tocar cuando bajaba de su automóvil de lujo y por supuesto tenía que haber una alfombra roja. La gente se acercaba a besarle la mano. También tenía que haber música, un coro, pero a los niños les cortaban el pelo antes para que fueran perfectos, y no podía haber negros. Era durante estas visitas cuando se descubría quiénes eran los curas progresistas para denunciarlos a los paramilitares —me confirma Álvaro León en la escalinata de la iglesia parroquial de Santo Domingo Savio.

Unas acusaciones que niega tajantemente monseñor Angelo Acerbi, nuncio en Bogotá entre 1979 y 1990, cuando le hablo de ellas en Santa Marta, dentro el Vaticano, donde se ha jubilado:

—López Trujillo era un gran cardenal. Puedo asegurarle que en Medellín no tuvo la menor connivencia ni con los paramilitares ni con las guerrillas. Sepa usted que estuvo muy amenazado por las guerrillas. Y que también le detuvieron y estuvo en la cárcel. Era muy valiente.

Hoy se cree que López Trujillo fue directa o indirectamente responsable de la muerte de obispos y decenas de sacerdotes, eliminados por sus convicciones progresistas.

—Es importante que se conozca la historia de esas víctimas, porque la legitimidad del proceso de paz pasa hoy por este reconocimiento —me explica José Antequera, portavoz de la asociación de víctimas Hijos e Hijas, cuyo padre fue asesinado, durante varias entrevistas en Bogotá.

También hay que tener en cuenta la increíble riqueza que acumuló el arzobispo durante este periodo. Según varios testimonios, abusaba de su cargo para requisar todos los objetos de valor que encontraba en las iglesias que visitaba —las joyas, los copones de plata, los cuadros— y quedárselos.

—Confiscaba todos los objetos de valor de las parroquias y los revendía o se los regalaba a cardenales u obispos de la curia romana para congraciarse con ellos. Después un cura hizo un inventario minucioso de estos robos —me cuenta Álvaro León.

En los últimos años se han publicado en Colombia testimonios de arrepentidos de los narcos, o de sus abogados, que confirman los vínculos entre el cardenal y los carteles de la droga relacionados con los paramilitares. Estos rumores venían de lejos, pero, según la investigación de varios grandes periodistas colombianos, algunos traficantes de droga pagaron al cardenal, lo que podría explicar, además de su fortuna personal, su tren de vida y su colección de coches de lujo.

—Y luego, un buen día, López Trujillo desapareció —cuenta Morgain—. Se esfumó, literalmente. Se marchó y no volvió a poner los pies en Colombia.

En Roma empezó una nueva vida para el arzobispo de Medellín. Después de haber respaldado eficazmente a la extrema derecha colombiana, se sumó a la línea dura conservadora de Juan Pablo II sobre las costumbres y la familia.

Siendo ya cardenal desde 1983, se exilió definitivamente en el Vaticano cuando fue nombrado presidente del Pontificio Consejo para la Familia en 1990. El nuevo «ministerio» creado por el papa tras su elección era una de las prioridades del pontificado.

A partir de entonces, y de la confianza cada vez mayor depositada en él por el papa Juan Pablo II —al igual que por sus tres protectores y amigos íntimos Angelo Sodano, Stanislaw Dziwisz y Joseph Ratzinger—, la vanidad de López Trujillo, ya enorme, se volvió incontrolable. Parecía un personaje del Antiguo Testamento con su furia, sus excomuniones y sus delirios. Siempre con ese tren de vida inaudito para un sacerdote, aunque ya fuera cardenal. Arreciaron los rumores y algunos sacerdotes difundieron curiosas anécdotas sobre él.

Desde su despacho del «ministerio de la familia» convertido en una war room («sala de guerra»), López Trujillo derrochó una energía inenarrable para condenar el aborto, defender el matrimonio y denunciar la homosexualidad. Tremendamente misógino, según todos losque le conocieron, declaró la guerra a la teoría de género. Workaholic («adicto al trabajo), según varias fuentes, intervino en un sinfín de tribunas por todo el mundo para denunciar el sexo antes del matrimonio y los derechos de los gais. En estos foros siempre destacaba por su radicalismo y sus excesos de lenguaje contra los científicos «interruptores del embarazo», a los que acusaba de cometer crímenes con sus probetas graduadas, y los infames médicos de bata blanca que recomendaban el uso de preservativos en vez de preconizar la abstinencia antes del matrimonio.

El sida, que ya era un azote mundial, fue otra obsesión de López Trujillo, que hizo gala de una ceguera insensata. «El preservativo no es una solución», repetía en África valiéndose de su autoridad de cardenal, solo sirve para alentar la «promiscuidad sexual», mientras que la castidad y el matrimonio son las únicas respuestas válidas frente a la epidemia.

Por dondequiera que pasara, en África como en Asia y, por supuesto, Latinoamérica, conminaba a los gobiernos y las agencias de la ONU a no ceder a las «mentiras» e incitaba a la población a no usar preservativos. ¡A principios de los años dos mil llegó a declarar en una entrevista en la BBC que los preservativos estaban llenos de «microporos» que dejaban pasar el virus del sida, pues este es «450 veces más pequeño que un espermatozoide»! Si el tema del sida no fuera tan grave, se le podría objetar con la famosa observación de un ministro francés: «El cardenal no ha entendido nada del preservativo, lo ha puesto en el índice».

En 1995 López Trujillo escribió un Léxico de términos ambiguos y coloquiales acerca de la vida familiar y preguntas éticas, entre los que propuso suprimir la expresión «sexo seguro», la «teoría de género» o la «planificación familiar». También inventó varias expresiones como «colonialismo contraceptivo» y la muy notable «pansexualismo».

Su obsesión contra los gais era tan exagerada (incluso para los parámetros ya exorbitantes del Vaticano) que dio pie a habladurías. De puertas adentro esta cruzada no se entendía muy bien: ¿qué ocultaba el cardenal detrás de una batalla tan furibunda y personal? ¿Por qué era tan «maniqueo»? ¿Por qué buscaba siempre la provocación y el spotlight («estar en el foco de atención»)?

En el Vaticano algunos empezaron a burlarse de sus excesos y bautizaron ese reconcomio con un bonito apodo: Coitus Interruptus. Fuera del Vaticano la asociación Act Up la tomó con él y, cuando el cardenal intervenía en algún sitio, unos militantes disfrazados de condones gigantes o vestidos con camisetas explícitas (triángulo rosa sobre fondo negro) le montaban un número. Él condenaba a esos sodomitas blasfemos que le impedían hablar; ellos a ese profeta Lot que quería crucificar a los gais.

La historia juzgará severamente a Alfonso López Trujillo. Pero en Roma Juan Pablo II y Benedicto XVI ensalzaron el ejemplo de este heroico combatiente y los cardenales secretarios de Estado, Angelo Sodano y Tarcisio Bertone, le adularon hasta la caricatura.

A la muerte del papa se dijo que era «papable». Incluso que Juan Pablo II le había puesto en la lista de los posibles sucesores poco antes de su muerte en 2005, aunque eso no lo sabemos. Pero el hecho de que este apóstol provocador, que lanzaba anatemas e imprecaciones contra los católicos de izquierdas y aún peores contra las parejas divorciadas, las costumbres contra natura y el Mal, de repente, entre el final del pontificado de Juan Pablo II y el principio del de Benedicto XVI, se encontrara con una tribuna, un eco, y tal vez unos partidarios debido a un malentendido gigantesco, fue el regalo envenenado de las circunstancias.

En Roma la figura de Alfonso López Trujillo sigue siendo compleja y para muchos enigmática, detrás de sus virtudes cardinales.

—López Trujillo era contario al marxismo y la teología de la liberación, esa era su razón de ser —me confirma el cardenal Giovanni Battista Re, ex «ministro del Interior» de Juan Pablo II, durante una de nuestras conversaciones en su casa del Vaticano.

El arzobispo Vincenzo Paglia, que le sucedió como presidente del Pontificio Consejo para la Familia, es más reservado. Durante una charla en el Vaticano me da a entender, midiendo las palabras, que su línea dura sobre la familia ya no es la que se sigue en el pontificado de Francisco.

—La dialéctica entre el progresismo y el conservadurismo sobre las cuestiones sociales ya no es lo que interesa hoy. Debemos ser radicalmente misioneros. Creo que debemos dejar de ser autorreferenciales. Hablar de la familia no significa dictar normas, al contrario, significa ayudar a las familias.

(Durante esta entrevista, Paglia, cuyas dotes artísticas le han valido frecuentes burlas, me enseña su instalación que representa a la madre Teresa en versión pop art. La santa de Calcuta es de plástico azul pintado, quizá de látex, y Paglia la enchufa. Entonces la madre Teresa se enciende y, con un azul lapislázuli chillón, se pone a parpadear…)

Según varias fuentes, la influencia de López Trujillo en Roma también se debía a su fortuna. Él también, como el mexicano Marcial Maciel, habría «untado» a muchos cardenales y prelados.

—López Trujillo era un hombre de bandas y de dinero. Era violento, colérico, duro. Fue uno de los que «hizo» a Benedicto XVI; se empleó a fondo para lograr su elección, con una campaña muy bien organizada y muy bien costeada —confirma el vaticanista Robert Carl Mickens.

Esta historia no estaría completa sin su «final feliz». Y para contarlo, verdadera apoteosis, vuelvo a Medellín, justamente al barrio del arzobispado donde Álvaro León, el antiguo maestro de ceremonias de López Trujillo, nos guía a Emmanuel Neisa y a mí por las callejuelas que rodean la catedral. Este distrito central de la ciudad se llama Villa Nueva.

Un barrio curioso, sin duda, donde, entre el Parque Bolívar y la carrera 50, a la altura de las calles 55, 56 y 57, se suceden, literalmente emparejados, tiendas religiosas donde se venden artículos católicos y hábitos sacerdotales y bares gais que exhiben en los escaparates unos transexuales variopintos con tacones de aguja. Los dos mundos, celestiales y paganos, el crucifijo de bisutería y las saunas baratas, los curas y los prostitutos, se mezclan con un increíble buen humor festivo, tan típico de Colombia. Una transexual que parece una escultura de Fernando Botero se me acerca, muy decidida. Los prostitutos y los travestis que veo a su alrededor son más frágiles, más endebles, lejos de las imágenes folclóricas, fellinianas y arty; son símbolos de la miseria y la explotación.

A pocos pasos de allí visitamos el ¡Medellín Diversa como Vos!, un centro LGBT fundado sobre todo por curas y seminaristas. Gloria Ondoño, una de las que lo regenta, nos recibe.

—Estamos en un sitio estratégico, porque toda la vida gay de Medellín se concentra aquí, alrededor de la catedral. Los prostitutos, los transexuales y los travestis son poblaciones muy vulnerables y les ayudamos informándoles de sus derechos. También repartimos preservativos —me explica Londoño.

Al salir del centro, en la Calle 57, nos cruzamos con un cura acompañado de su novio y Álvaro Léon, que les ha reconocido, me los señala discretamente. Seguimos nuestra visita del barrio católico gay cuando, de repente, nos detenemos delante de un hermoso edificio de la calle Bolivia, también llamada Calle 55. Álvaro León señala con el dedo uno de los pisos:

—Allí ocurría todo. López Trujillo tenía un piso secreto adonde llevaba a los seminaristas, los jóvenes y los prostitutos.

La homosexualidad del cardenal Alfonso López Trujillo es un secreto a voces del que me han hablado docenas de testigos, confirmado incluso por varios cardenales. Su «pansexualismo», por usar la palabra de una de las entradas de su diccionario, era bien conocido tanto en Medellín como en Bogotá, Madrid y Roma.

El hombre era un experto en el abismo que separa la teoría de la práctica, el espíritu del cuerpo, un maestro absoluto de la hipocresía, como era notorio en Colombia. Un escritor que conocía al cardenal, Gustavo Álvarez Gardeazábal, llegó a escribir una novela de clave, La misa ha terminado, en la que denuncia la doble vida de López Trujillo que es, con seudónimo, el personaje principal. Muchos militantes gais con los que hablé en Bogotá durante mis cuatro viajes a Colombia —en concreto los de la asociación Colombia Diversa, que dispone de varios abogados— han reunido muchos testimonios que compartieron conmigo.

El profesor venezolano Rafael Luciani me indica que «los órganos eclesiásticos latinoamericanos y algunos responsables del CELAM» conocen la homosexualidad enfermiza de Alfonso López Trujillo. Al parecer, varios sacerdotes están preparando un libro sobre la doble vida y la violencia sexual del cardenal López Trujillo. Por su parte, el seminarista Morgain, que fue uno de los asistentes de López Trujillo, me da los nombres de varios de sus ganchos y amantes, en muchos casos obligados a satisfacer los deseos del arzobispo so pena de echar a perder su carrera.

—Al principio yo no entendía lo que quería —me cuenta Morgain durante nuestra cena en Bogotá—. Yo era inocente y sus técnicas de seducción me desconcertaban. Luego, poco a poco, comprendí cuál era su sistema. Iba a las parroquias, a los seminarios, a las comunidades religiosas en busca de chicos y los abordaba sin preámbulos, de un modo muy violento. ¡Se consideraba deseable! Obligaba a los seminaristas a ceder a sus proposiciones. Su especialidad eran los novicios. Los más frágiles, los más jóvenes, los más vulnerables. Aunque en realidad se acostaba con todo el mundo. También con muchos prostitutos.

Morgain me da a entender que López Trujillo había «bloqueado» su ordenación porque no había querido acostarse con él.

López Trujillo era uno de esos hombres que anhelan el poder para tener sexo y el sexo para tener el poder. Álvaro León, su antiguo maestro de ceremonias, también tardó en entender lo que pasaba:

—Algunos curas me decían, con retintín: «Tú eres del tipo de muchachos que le gustan al arzobispo», pero no entendía lo que estaban insinuando. López Trujillo les explicaba a los jóvenes seminaristas que debían ser totalmente sumisos con él, y a los curas que debían ser sumisos con los obispos. Que debían afeitarse bien, vestir de forma impecable, para «darle gusto». Había un montón de sobrentendidos que yo al principio no comprendía. Como me encargaba de sus desplazamientos, me pedía que le acompañara en sus correrías; de alguna manera me utilizaba para ponerse en contacto con otros seminaristas. Sus presas eran los jóvenes, los blancos de ojos claros, sobre todo los rubios; no los latinos, demasiado indígenas, como por ejemplo los de tipo mexicano, ¡y sobre todo nada de negros! Detestaba a los negros.

El de López Trujillo era un sistema bien experimentado. Álvaro León prosigue:

—Por lo general el arzobispo tenía «ganchos» como M., R., L. e incluso un obispo apodado La Gallina, curas que le proporcionaban chicos; les captaban para él en la calle y los llevaban a su piso secreto. No era algo ocasional, sino una verdadera organización.

(Conozco la identidad y la función de esos curas «ganchos», confirmadas por al menos otra fuente. Mi investigador colombiano, Emmanuel Neisa, ha investigado sobre cada uno de ellos.)

Más allá de la vida desenfrenada, de ese «ligoteo insaciable», los testigos también hablan de la violencia de López Trujillo, que abusaba de los seminaristas de forma verbal y física.

—Les insultaba, les humillaba —añade Álvaro León.

Todos los testigos coinciden en afirmar que el cardenal no experimentaba su homosexualidad de un modo apacible, como la mayoría de sus colegas en Roma. Para él era una perversión, arraigada en el pecado, y la exorcizaba con la violencia. ¿Era su manera, viciosa, de librarse de todos sus «nudos de histeria»? El arzobispo también tenía prostitutos en serie: su propensión a comprar cuerpos era notoria en Medellín.

—López Trujillo pegaba a los prostitutos, esa era su relación con la sexualidad. Les pagaba, pero ellos debían aceptar a cambio sus golpes. Ocurría siempre al final, no durante el acto. Terminaba sus relaciones sexuales golpeándoles por puro sadismo —asegura Álvaro León.

En ese grado de perversión, la violencia del deseo se vuelve extraña. Esas palizas sexuales, ese sadismo con los prostitutos, no son nada comunes. López Trujillo no tenía ninguna consideración con los cuerpos que alquilaba. Incluso tenía fama de pagar mal a sus gigolós, regateando duramente, con mirada turbia, para conseguir el precio más barato. Si hay un personaje patético en este libro es él, López Trujillo.

Porque los desvaríos de esta «alma equívoca» no se detuvieron, por supuesto, en la frontera colombiana. El sistema se perpetuó en Roma (donde merodeaba en Roma Termini, según un testigo), y después por todo el mundo, donde desarrolló su brillante carrera de orador antigay y carrozón millonario.

Viajando sin cesar por cuenta de la curia con su gorra de jefe propagandista antipreservativos, López Trujillo aprovechaba sus desplazamientos en nombre de la santa sede para encontrar chicos (según el testimonio de al menos dos nuncios). El cardenal visitó más de cien países con varios destinos favoritos, en Asia, adonde acudió con frecuencia después de descubrir los encantos sexuales de Bangkok y Manila en especial. Durante estos viajes innumerables, en el quinto pino, donde no le conocían tanto como en Colombia o en Italia, el cardenal peripatético se escapaba de los seminarios y las misas para dedicarse a su comercio, a sus taxi boys y a sus money boys.

Roma ciudad abierta, ¿por qué no dijiste nada? Esa vida maquillada de perverso narcisista que se hace pasar por santo es, una vez más, reveladora. Lo mismo que el monstruo Marcial Maciel, López Trujillo falsificó su existencia de un modo inimaginable; algo que todos, o casi todos, sabían en el Vaticano.

Al hablar del caso de López Trujillo con muchos cardenales, a ninguno le oí hacer su retrato ideal. Nadie me dijo, en estado de shockpor mi información: «¡Le habría absuelto en confesión!». Todas las personas con las que hablé prefirieron callar, fruncir el entrecejo, hacer muecas, levantar los brazos al cielo o contestarme con palabras en clave.

Hoy las lenguas se sueltan, pero el encubrimiento sobre este caso clínico ha funcionado bien. El cardenal Lorenzo Baldisseri, que fue nuncio durante muchos años en Latinoamérica antes de convertirse en uno de los hombres de confianza del papa Francisco, compartió conmigo sus informaciones durante dos conversaciones en Roma:

—Conocí a López Trujillo cuando él era vicario general en Colombia. Era una persona muy controvertida. Tenía doble personalidad.

Igual de prudente, el teólogo Juan Carlos Scannone, uno de los mejores amigos del papa Francisco con quien hablé en Argentina, no se sorprendió cuando le hablé de la doble vida de López Trujillo:

—Era un intrigante. El cardenal Bergoglio nunca le apreció demasiado. Incluso creo que nunca tuvo contacto con él.

(Según mis informaciones, el futuro papa Francisco coincidió con López Trujillo en el CELAM.)

Por su parte, Claudio Maria Celli, un arzobispo que fue uno de los enviados del papa Francisco a Latinoamérica después de haber sido uno de los responsables de comunicación de Benedicto XVI, conoció bien a López Trujillo. Durante una conversación en Roma me da su opinión con una frase escueta:

—López Trujillo no era santo de mi devoción.

Los nuncios también lo sabían. ¿Acaso no era su cometido evitar que un cura gay fuese obispo, o que un obispo que iba con prostitutos ascendiera a cardenal? Pues bien, los nuncios que se sucedieron en Bogotá desde 1975, en especial Eduardo Martínez Somalo, Angelo Acerbi, Paolo Romeo, Beniamino Stella, Aldo Cavalli y Ettore Balestrero, todos afines a Angelo Sodano, ¿podían desconocer esa doble vida?

En cuanto al cardenal colombiano Darío Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación del Clero, ¡compartía demasiados secretos con López Trujillo y seguramente sus costumbres, como para decir nada! Fue de los que siempre le ayudaron, aunque estaba perfectamente informado de las juergas y los excesos. Por último, un cardenal italiano también fue determinante en la protección romana de que gozó López Trujillo: Sebastiano Baggio. Este excapellán nacional de los boy scouts italianos era especialista en Latinoamérica. Trabajó en las nunciaturas de El Salvador, Bolivia, Venezuela y Colombia. En 1964 fue nombrado nuncio en Brasil justo después del golpe de Estado. Se mostró más que comprensivo con los militares y la dictadura (según los testimonios que recogí en Brasilia, Río y São Paulo; en cambio, el cardenal arzobispo de São Paulo, Odilo Scherer, al preguntarle sobre él, recordaba «un gran nuncio que hizo mucho por Brasil»). Cuando regresó a Roma, Pablo VI creó cardenal al esteta coleccionista de obras de arte Sebastiano Baggio y le puso a la cabeza de la Congregación para los Obispos y de la Pontificia Comisión para América Latina. Cargos en los que fue ratificado por Juan Pablo II, que le nombró comisario para el subcontinente americano. El historiador David Yallop describe a Baggio como un «reaccionario» de «derecha ultraconservadora». Cercano al Opus Dei, supervisó el CELAM desde Roma y muy específicamente la batalla que se libró en la Conferencia de Puebla de 1979, a la que acudió con el papa. Los testigos le recuerdan al lado de López Trujillo despotricando contra la izquierda de la Iglesia y mostrándose «visceralmente» y «violentamente» anticomunista. Después de que Juan Pablo II le nombrara camarlengo, Baggio siguió ejerciendo un poder exorbitante en el Vaticano y protegiendo a su «gran amigo» López Trujillo a pesar de los rumores insistentes sobre su doble vida. Se dice que él también fue muy «practicante». Según más de diez testimonios que recogí en Brasil y en Roma, a Baggio se le conocían varios «amigos especiales» latinos y era muy osado con los seminaristas, a quienes solía recibir en calzoncillos o en jockstrap.

—Las extravagancias de López Trujillo se conocían mucho mejor de lo que se cree. Todos estaban al corriente. Entonces ¿por qué ascendió a obispo? ¿Por qué estuvo al frente del CELAM? ¿Por qué fue creado cardenal? ¿Por qué fue presidente del Pontificio Consejo para la Familia? —se pregunta Álvaro León.

Un prelado de la curia que conoció a López Trujillo comenta:

—López Trujillo era amigo de Juan Pablo II, contaba con la protección del cardenal Sodano y del asistente personal del papa, Stanislaw Dziwisz. El cardenal Ratzinger también tenía muy buen concepto de él y le ratificó en la presidencia del Pontificio Consejo para la Familia para un nuevo mandato cuando fue elegido papa en 2005. Sin embargo, todos sabían que era homosexual. ¡Vivía con nosotros, aquí, en el cuarto piso del Palazzo San Callisto, en una vivienda del Vaticano de 900 metros cuadrados, y tenía varios coches! ¡Ferraris! Su tren de vida era fastuoso.

(Hoy la espléndida vivienda de López Trujillo está ocupada por el cardenal africano Peter Turkson, que vive en agradable compañía, en la misma planta que los cardenales Poupard, Etchegaray y Stafford, a quienes visité.)

Otro buen conocedor de Latinoamérica, el periodista José Manuel Vidal, que dirige una de las principales webs sobre catolicismo en español, recuerda:

—López Trujillo venía a España muy a menudo. Era amigo del cardenal de Madrid, Rouco Varela. Cada vez llegaba con uno de sus amantes. Recuerdo especialmente a un guapo polaco, y luego a un guapo filipino. Lo veían como «el papa de América Latina» y no se metían con él.

Por último, le pregunté sin rodeos a Federico Lombardi, que fue portavoz de Juan Pablo II y Benedicto XVI, sobre el cardenal de Medellín. Pillado por sorpresa, su respuesta fue instantánea, casi un reflejo: levantó los brazos al cielo en señal de consternación y espanto.

Pero al diablo le hicieron fiesta. Tras su fallecimiento inesperado en abril de 2008 de resultas de una «infección pulmonar» (según el comunicado oficial), el Vaticano se deshizo en elogios. El papa Benedicto XVI y el cardenal Sodano, todavía en activo, celebraron una misa mayor para honrar la memoria de esa caricatura de cardenal.

Pero a su muerte empezaron a circular varios rumores. El primero es que había muerto de sida; el segundo, que le enterraron en Roma porque no podían hacerlo en Colombia.

—Cuando murió López Trujillo se optó por enterrarlo aquí en Roma porque no se le podía enterrar en Colombia —me confirma el cardenal Lorenzo Baldisseri. ¡Ni siquiera muerto podía volver a su país!

¿El motivo? Según los testimonios que recogí en Medellín, habían puesto precio a su cabeza debido a su vinculación con los paramilitares. Esto explicaría que hubiera que esperar a 2017, es decir, unos diez años después de su muerte, para que el papa Francisco ordenara la repatriación del cadáver a Colombia. ¿Prefería el santo padre (como sugiere un sacerdote que participó en la repatriación expeditiva) que, si estallaba algún escándalo sobre su doble vida, los restos de López Trujillo no estuvieran en Roma? Sea como fuere, vi la tumba del cardenal en la gran capilla del ala oeste del transepto de la inmensa catedral medellinense. En esta cripta, bajo una losa de blancura inmaculada rodeada de velas siempre encendidas, reposa el cardenal. Detrás de la cruz, el demonio.

—Por lo general la capilla funeraria está cerrada con una verja. El arzobispo tiene mucho miedo del vandalismo y teme que la familia de alguna de las víctimas de López Trujillo o un prostituto rencoroso profanen la tumba —me explica Álvaro León.

Sin embargo, por extraño que parezca, en esta misma catedral que está emplazada misteriosamente en pleno barrio gay de Medellín, veo a varios hombres jóvenes y no tan jóvenes en pleno ligoteo. Se exhiben allí, sin disimulo, entre los parroquianos misal en mano y los turistas que visitan la catedral. Veo cómo deambulan lentamente en su apacible ronda, entre los bancos de la iglesia o sentados junto al muro oriental de la catedral. Es como si la calle gay atravesara literalmente la inmensa catedral. Y cuando Álvaro León, Emmanuel Meisa y yo pasamos por delante de ellos, nos reciben con simpáticos guiños, como un último homenaje a ese gran travesti a la antigua usanza, esa gran loca meapilas, esa diva del catolicismo declinante, ese doctor satánico y ese anticristo: su Eminencia Alfonso López Trujillo.

Para terminar, queda una última pregunta que no estoy en condiciones de contestar y que parece preocupar a mucha gente. López Trujillo, que pensaba que todo se compra, incluso los actos violentos, incluso los actos sadomasoquistas, ¿compró penetraciones sin preservativo?

—Oficialmente la defunción de López Trujillo se debió a su diabetes, pero circulan fuertes e insistentes rumores que la atribuyen al sida —me dice uno de los mejores especialistas en la Iglesia católica latinoamericana.

Los exseminaristas Álvaro León y Morgain también han oído el rumor y lo consideran plausible. ¿Murió el cardenal anticondón por las secuelas del sida, después de un tratamiento de varios años? Este rumor ha llegado muchas veces a mis oídos, pero no puedo confirmarlo ni desmentirlo. Lo cierto es que su fallecimiento en 2008 se produjo cuando estaba siendo atendido correctamente, sobre todo tratándose de un cardenal tan opulento como él, en la clínica romana Gemelli, el hospital oficioso del Vaticano. La fecha de la muerte no se corresponde con su estado de salud. ¿Llegaría al extremo de ocultar su propia enfermedad y rechazar el tratamiento, al menos hasta el último momento? Es posible, pero poco probable. Yo más bien creo que es un rumor falso sugerido por la verdadera vida disoluta del cardenal. Con los datos que tengo en la mano no hay nada que me permita afirmar que López Trujillo fue víctima de una plaga de la que solo hubiese podido protegerle el uso del preservativo.

Y aunque hubiera muerto de esa enfermedad, el fallecimiento del cardenal López Trujillo no sería un caso nada excepcional en el catolicismo romano. Según una decena de testimonios que recogí en el Vaticano y en la Conferencia Episcopal Italiana, el sida hizo estragos en la santa sede y el episcopado italiano en los años ochenta y noventa. Un secreto que lleva mucho tiempo silenciado.

Muchos curas, monsignori y cardenales murieron de las secuelas de la enfermedad. Algunos enfermos revelaron su contagio y su sida en confesión (como me confirma, sin citar nombres, uno de los confesores de San Pedro). A otros se lo diagnosticaron a raíz del análisis anual de sangre, que es obligatorio para el personal del Vaticano (pero no para los monsignori, nuncios, obispos y cardenales). Este control incluye una prueba del sida. Según mis informaciones, se apartó a algunos sacerdotes cuando dieron «positivo».

Un estudio estadístico realizado en Estados Unidos a partir de los certificados de defunción de sacerdotes corrobora la proporción significativa de enfermos de sida en la jerarquía católica. El estudio concluye que el índice de mortalidad relacionado con el virus del sida es al menos cuatro veces superior al de la población general. Otro estudio, basado en exámenes realizados a 65 seminaristas romanos anónimos a principios de los años noventa, reveló que el 38 % eran seropositivos. Es cierto que las transfusiones de sangre, la toxicomanía o las relaciones heterosexuales pueden explicar el número elevado de casos en estos dos estudios. Pero, en realidad, nadie se llama a engaño.

En el Vaticano prevalecen el silencio y la negación. Francesco Lepore, antiguo sacerdote de la curia, me cuenta el caso de un religioso miembro de la Congregación de la Causa de los Santos muerto a causa del sida. Según él, este hombre, cercano al cardenal italiano Giuseppe Siri, murió de sida «ante la indiferencia de sus superiores» y «le enterraron con mucho sigilo al amanecer para evitar el escándalo». Un cardenal de lengua neerlandesa, cercano a Juan Pablo II, también murió por el mismo virus. Pero en ninguna acta de defunción de cardenal u obispo se menciona como causa el sida.

—Según las conversaciones que he mantenido dentro del Vaticano, creo que allí hay muchos seropositivos o enfermos de sida —me confirma otro monsignore—. Pero los sacerdotes seropositivos no son tontos y no van a comprar las medicinas para su tratamiento en la farmacia del Vaticano. Acuden a los hospitales de Roma.

He visitado varias veces la Farmacia Vaticana, esa institución insólita situada en el ala oriental del Vaticano —una tienda dantesca con diez ventanillas—, y, efectivamente, uno no se imagina que un cura pueda venir a buscar entre los biberones, las tetinas y los perfumes de lujo sus triterapias o su Truvada.

Con Daniele, mi investigador romano, varios trabajadores sociales y miembros de asociaciones italianas de prevención contra el sida (en especial del Progetto Coroh y del antiguo programa «Io faccio l’attivo»), anduvimos indagando en la capital italiana. Fuimos varias veces al Istituto Dermatologico San Gallicano (ISG), a la policlínica Gemelli, vinculada al Vaticano, y al centro de detección anónima gratuita del sida, ASL Roma, que se encuentra en la Vía Catone, próximo a San Pedro.

El profesor Massimo Giuliani es uno de los especialistas en enfermedades de transmisión sexual y sida en el Istituto Dermatologico San Gallicano. Me entrevisto un par de veces con él, acompañado de Daniele:

—Como en el Istituto Dermatologico San Gallicano llevamos mucho tiempo ocupándonos de las enfermedades de transmisión sexual, y en especial de la sífilis, nos movilizamos inmediatamente desde los primeros casos de sida, a principios de los años ochenta. En Roma fuimos de los primeros hospitales que trataban a los pacientes de este tipo. Por entonces, y hasta 2007, el Instituto estaba en el Trastevere, un barrio romano que no queda muy lejos del Vaticano. Hoy estamos aquí, en este complejo del sur de Roma.

Según varias fuentes, en los años setenta el Istituto Dermatologico San Gallicano era el preferido por los curas que contraían enfermedades de transmisión sexual. Por motivos de anonimato lo preferían a la policlínica Gemelli, vinculada al Vaticano.

Cuando apareció el sida, San Gallicano pasó a ser por este motivo el hospital de los curas, monseñores y obispos infectados por el virus.

—Vimos llegar aquí a muchos curas, a muchos seminaristas seropositivos —confirma el profesor Massimo Giuliani—. Creemos que el problema del sida existe con mucha intensidad en la Iglesia. Aquí no les juzgamos. Lo único que importa es que vengan a la consulta en el hospital para tratarse. Pero es de temer que la situación en la Iglesia sea más grave que lo que ya conocemos, a causa de la negación de la realidad.

La cuestión de la negación de la realidad está bien documentada en el caso de los curas. Son más reacios que la media de la población a hacerse análisis porque no se sienten concernidos, e incluso cuando tienen relaciones sexuales sin protección entre hombres evitan someterse a esas pruebas por un problema de confidencialidad.

—Creemos que actualmente —prosigue el profesor Massimo Giuliani—, debido a esa negación y al escaso empleo del preservativo, quienes pertenecen a la comunidad católica masculina corren un gran peligro de contagio. Dicho en nuestros términos, consideramos que los sacerdotes son una de las categorías sociales de más riesgo y de las más difíciles de abordar con vistas a la prevención del sida. Hemos hecho intentos de diálogo, de formación, sobre todo en los seminarios, sobre la transmisión y el tratamiento de las enfermedades sexuales y el sida. Pero es muy difícil. Hablar del riesgo del sida sería reconocer que los sacerdotes tienen prácticas homosexuales, y la Iglesia, evidentemente, rechaza este debate.

Mis entrevistas con los chaperos de Roma Termini (y con el escort de lujo Francesco Mangiacapra en Nápoles) confirman que los curas son de los clientes más imprudentes en sus actos sexuales:

—En general los curas no temen las enfermedades de transmisión sexual. Se sienten intocables. Están tan seguros de su posición, de su poder, que no toman en cuenta esos riesgos, a diferencia de otros clientes. No tienen el menor sentido de la realidad. Viven en un mundo sin sida —me explica Francesco Mangiacapra.

Alberto Borghetti es un interno de la unidad de enfermedades infecciosas de la policlínica romana Gemelli. Este joven médico e investigador nos recibe, a Daniele y a mí, a petición de la directora de la unidad, la infectióloga Simona Di Giambenedetto, que quiso echarnos una mano en nuestra investigación.

La policlínica Gemelli es el más católico de los hospitales católicos del mundo. ¡En términos médicos, estamos en el sanctasanctórum! Los cardenales, los obispos, el personal del Vaticano y muchos curas romanos vienen aquí a curarse y tienen un pasillo de entrada prioritario. Y, por supuesto, es el hospital de los papas. Juan Pablo II fue el paciente más célebre de Gemelli y las cámaras de televisión escrutaron aquí cínicamente la evolución de su enfermedad con una excitación sepulcral. Se dice que el papa, con sentido del humor, llamó al hospital Gemelli adonde acudía con tanta frecuencia «Vaticano III».

Cuando visito el hospital y sus dependencias y hablo con muchos internos y médicos, descubro un establecimiento moderno, lejos de las críticas que propaga la rumorología romana. Al ser un hospital vinculado al Vaticano, las personas que padecen enfermedades de transmisión sexual o de sida estaban mal vistas, me habían dicho.

El interno Alberto Borghetti, con su profesionalidad y su profundo conocimiento de la epidemia, desmiente estos bulos:

—Somos uno de los cinco hospitales de Roma más avanzados en el tratamiento del sida. Aceptamos a todos los pacientes y el ala científica, que está adscrita a la Università Cattolica del Sacro Cuore de Milán, es uno de los principales centros italianos de investigación sobre la enfermedad. Estudiamos los efectos indeseables y colaterales de las distintas terapias antirretrovirales, hacemos investigación sobre las interacciones de medicamentos y sobre los efectos de las vacunas en la población seropositiva.

En la unidad de enfermedades infecciosas, donde me encuentro, viendo los carteles y paneles, compruebo que los pacientes aquejados de enfermedades de transmisión sexual reciben tratamiento. Borghetti me lo confirma:

—Aquí tratamos todas las enfermedades de transmisión sexual, ya sean causadas por bacterias, como la gonorrea, la sífilis y la clamidia, o por virus, como el herpes, el papiloma y, por supuesto, las hepatitis.

Según otro profesor de medicina especializado en el tratamiento del sida con quien hablé en Roma, en la policlínica Gemelli sí que llegaron a producirse tensiones sobre las enfermedades de transmisión sexual y el anonimato de los pacientes.

Alberto Borghetti refuta estas informaciones:

—De entrada, el médico de cabecera es el único que conoce los resultados de los análisis relacionados con el virus del sida, que no pueden ser consultados por los demás profesionales sanitarios de la policlínica. En la Gemelli, además, los enfermos pueden pedir la anonimización de su historial, lo que refuerza aún más el anonimato de las personas seropositivas.

Según un sacerdote que conoce bien la Gemelli, esta anonimización no basta para ganarse la confianza de los pacientes eclesiásticos infectados:

—Ellos hacen todo lo posible para garantizar el anonimato, pero dada la gran cantidad de obispos y sacerdotes que acuden al policlínico a curarse, es fácil tropezarse con algún conocido. ¡«Unidad de Enfermedades Infecciosas» es un letrero bastante explícito!

Un dermatólogo con quien hablo en Roma me señala:

—Algunos curas nos dicen que se han infectado manipulando una jeringa o por una transfusión antigua. Hacemos como que les creemos.

Por su parte, Alberto Borghetti confirma que puede haber temores y negación de la realidad, sobre todo entre los sacerdotes:

—La verdad es que a veces recibimos aquí a seminaristas o sacerdotes en una fase de sida muy avanzada. Junto con los migrantes y los homosexuales, son el tipo de personas que no han querido hacerse la prueba de detección, o bien por miedo o bien porque se niegan a aceptarlo. Es una verdadera lástima, porque llegan al sistema sanitario con un diagnóstico tardío, a veces con enfermedades oportunistas, y al tratarse tarde corren el riesgo de no recuperar un sistema inmunitario eficaz.

Juan Pablo II fue papa de 1978 a 2005. Se calcula que el sida, que apareció en 1981, al principio de su pontificado, causó en los años siguientes más de 35 millones de muertos. En todo el mundo siguen viviendo con el VIH 37 millones de personas.

El preservativo, que el Vaticano de Juan Pablo II rechazó enérgicamente, oponiéndose a él con todas sus fuerzas y el poder de su red diplomática, sigue siendo el método más eficaz para luchar contra la epidemia, incluso en una pareja asintomática casada (en la que uno de sus miembros sea seropositivo). Todos los años, gracias a esos chubasqueros y a los tratamientos antirretrovirales, se salvan decenas de millones de vidas.

Desde la encíclica Humanae Vitae la Iglesia condena todos los métodos profilácticos o químicos, como la píldora o el preservativo, que impiden la transmisión de la vida. Pero, como subraya el vaticanista francés Henri Tincq, «¿debe confundirse el método que consiste en impedir la transmisión de la muerte con el que impide la transmisión de la vida?».

Más allá de Juan Pablo II, ¿quiénes son los principales artífices, los que idearon y aplicaron esta política mundial de rechazo absoluto al preservativo en la época de la pandemia mundial del sida? Es un grupo de doce hombres fieles, devotos, ortodoxos, cuyo voto de castidad les impide ser heterosexuales. Según los resultados de mi investigación y basándome en los cientos de entrevistas realizadas para este libro, puedo afirmar que la gran mayoría de estos prelados son homófilos u homosexuales practicantes (yo he encontrado ocho de doce). En todo caso, ¿qué sabían estos hombres en materia de preservativos y de heterosexualidad para erigirse en jueces?

Estos doce hombres, todos ellos cardenales, son: el secretario particular Stanislaw Dziwisz; los secretarios de Estado Agostino Casaroli y Angelo Sodano; el futuro papa Joseph Ratzinger; los responsables de la Secretaría de Estado, Giovanni Battista Re, Achille Silvestrini, Leonardo Sandri, Jean-Louis Tauran, Dominique Mamberti y los nuncios en la ONU, Renato Raffaele Martino y Roger Etchegaray. A los que hay que sumar naturalmente a otro cardenal, a la sazón muy influyente: Alfonso López Trujillo.



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LOS DIPLOMÁTICOS DEL PAPA




















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