El obispo amoroso
9-9-16
Público
David Torres
Como todas las religiones, el catolicismo tiene unos dogmas bastante
particulares y muy difíciles de entender para los no iniciados. A mí, por
ejemplo, nunca me cupo en la cabeza el misterio de la Santísima Trinidad hasta
que no lo vi repetido en el lema del lubricante Tres en Uno. Eso de que
el Padre fuese a la vez el Hijo y el Espíritu Santo me sonaba tan raro como el
hecho de que Jesucristo hubiese sido concebido a través de un proceso de
inseminación sobrenatural. Como se preguntó en su día Christopher Hitchens,
¿qué es más fácil de creer? ¿Que todas las leyes biológicas universales fuesen
suspendidas momentáneamente para que pudiese nacer un niño Dios sabe cómo o que
una mujer judía mintiese para ocultar un adulterio? Evidentemente, lo más fácil
es pensar que los traductores al griego se equivocaron al escribir “virgen”
donde en el original hebreo ponía almah, es decir, “joven”.
Con semejante follón
de obstetricia divina que viene arrastrándose desde hace veinte siglos (con hordas
de incrédulos herejes triturados por en medio) es lógico que la Iglesia
considere que las uniones entre personas del mismo sexo van contra la
naturaleza, cuando para ellos la familia modelo está formada por una madre
técnicamente virgen, un cornudo espiritual, un hijo de milagro y un palomo
mensajero. No menos original es un código ético que condena el adulterio y
disculpa la pederastia. Anda que no ha costado décadas, centenares de
escándalos, tormentas periodísticas y toneladas de procesos legales que el
Vaticano reconociera los miles y miles de crímenes cometidos por sacerdotes de
todo el mundo contra niños indefensos, abusos certificados que muchas veces
concluyeron en la locura y el suicidio de las víctimas. Sin ir más lejos, Spotlight,
la película ganadora del Oscar este año, narra el inmenso esfuerzo de tiempo y
de dinero que costó el repugnante encubrimiento de cientos de casos de
pederastia por parte de la todopoderosa Archidiócesis de Boston.
Por eso mismo, resulta
incluso cómica la rapidez y determinación con que el Vaticano ha cesado en su
cargo al obispo de Mallorca, Javier Salinas, por una supuesta relación amorosa
con una mujer casada. En el Evangelio de Mateo, Jesucristo dice literalmente:
“Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al
cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo hundan en el
fondo del mar”. Un pecado nefando, citado en dos evangelios más en similares
términos, que apenas ha supuesto un tirón de orejas para tantos curas, obispos
y arzobispos y que muchos de ellos incluso han disculpado con argumentos tan
cristianos como que los niños van provocando.
.En cambio, ¿qué hizo el obispo Javier Salinas que ha molestado tanto a
la curia y al Papa Francisco? Montar un grupo de oración unipersonal con una
señora ricachona, intercambiar anillos y provocar un cisma de mojigatería entre
la clase alta mallorquina. Tiene gracia que en Mallorca estén repitiendo la
trama central de La Regenta con más de un siglo de retraso. En su día,
el marido, mosqueado por las ausencias de su esposa, le puso un detective a la
pareja y la investigación concluyó con un informe de ochenta páginas en el que
abundaban los encuentros secretos para rezar juntos en privado, las llamadas
telefónicas intempestivas y el intercambio de alianzas. Sin embargo, en ninguna
de las fotos que les sacaron a escondidas aparece la menor muestra de intimidad
erótica entre ambos, ni un beso, ni un abrazo, ni un roce, ni un pellizco. A lo
mejor va a ser por eso.
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