ENRIQUE MORADIELLOS CATEDRÁTICO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA
23.10.2018
La situación empeoró a principios del verano de 1974
por la primera enfermedad grave de
Franco. Debido a un ataque de tromboflebitis (precipitada por las
muchas horas que había pasado sentado ante la televisión, especialmente con
ocasión del campeonato mundial de fútbol), el caudillo tuvo que ser ingresado
en un hospital madrileño en la mañana del 9 de julio por decisión de su médico
personal y a pesar de las reservas del propio Franco: "Esto va a ser una bomba
política". Anticipándose a una posible pérdida de conciencia, Franco
encomendó a los médicos que trataran de todo lo relativo a su enfermedad con la
persona más cercana y querida para él: "Si
yo no estoy en condiciones, a mi hija". Aunque la medicación
contra la flebitis resultó un éxito, complicaciones derivadas de la larga
medicación contra el parkinson provocaron una hemorragia digestiva que le
ocasionaron un fuerte abatimiento psíquico y estuvo a punto de costarle la
vida. Incluso recibió la extremaunción de manos de su confesor, el padre
Bulart, contra el parecer del marqués de Villaverde que estimaba que "la
presencia de un cura pone nervioso". Ante la gravedad de la enfermedad, el
19 de julio Arias Navarro instó al caudillo a firmar el decreto de delegación
provisional de sus poderes en manos de un don Juan Carlos reticente. La medida,
entre otros efectos, provocó una pelea y la ruptura total entre el marqués de
Villaverde y el doctor Gil, a quien sustituyó el doctor Vicente Pozuelo
Escudero como nuevo médico personal después de que doña Carmen terciara en la
pugna: "Médicos hay muchos, Vicente, y yernos solamente hay uno".
A pesar de las esperanzas suscitadas por la
inhabilitación temporal de Franco en sectores reformistas y de la oposición, la
interinidad del príncipe en la jefatura del estado acentuó durante todo el
verano la sensación de parálisis institucional y expectante final de reinado.
No en vano, pese a que el caudillo recibió el alta el 30 de julio y regresó a
El Pardo, su situación no dejaba de ser muy delicada, como recordaría el doctor
Pozuelo: "La voz de Franco era
entonces apagada, prácticamente sin timbre; la voz de un
parkinsoniano, con un defecto de impulso por fallo de fuerza bronquial.
Permanecía quieto y tenía su peculiar viveza de ojos".
Para combatir esa decadencia física y las
muestras de abatimiento moral de un anciano de ochenta y dos años que llegó a
confesar que solo deseaba retirarse a un convento cartujo, el doctor Pozuelo
puso en marcha un intenso programa de dieta, gimnasia terapéutica y
rehabilitación. Entre otras cosas, a fin de aliviar la ansiedad y virtual
depresión de su paciente, hizo que realizara sus ejercicios a los sones de
música militar (entre otros, la marcha Soy
valiente y leal legionario) y le instó a que hablara de sus tiempos de
juventud y de esplendor (charlas que fueron grabadas en cintas magnetofónicas).
Como resultado de la eficacia de ese programa médico, Franco fue recuperándose
de su enfermedad hasta que, el 2 de septiembre de 1974, sin advertir previamente
a nadie al margen de su familia, el caudillo decidió reasumir sus funciones y
truncar así la posibilidad de una retirada definitiva del poder aún con vida.
En realidad, desde entonces
el régimen franquista vivió en plena incertidumbre y total provisionalidad,
con su más que octogenario jefe del estado muy debilitado, recién salido de una
seria enfermedad y sometido a constante vigilancia médica y permanentes
ejercicios de rehabilitación para caminar e incluso hablar. Agravando la
situación, a pesar de ser protagonista de una crónica de muerte anunciada, el
caudillo decidió atajar las veleidades reformistas de su gobierno. Su
instintivo inmovilismo fue ratificado el 13 de septiembre de 1974 por el brutal
atentado de ETA en el centro de Madrid, que provocó una cosecha de doce muertos
y ochenta heridos, entre ellos varios policías. Aparte de la consecuente
reacción represiva sobre la totalidad de la oposición, Franco exigió y obtuvo
de Arias un reajuste ministerial que dejó fuera a los miembros reformistas del
mismo.
Con su salida del
gobierno, la élite reformista decidió apostar ya abiertamente por la
negociación con las fuerzas antifranquistas de una reforma democrática y solo
esperaban a la sucesión de don Juan Carlos para hacerla viable y efectiva. El
propio Fraga Iribarne haría poco después un pronunciamiento tajante: "La
legitimidad democrática debe ser reconocida en la elección por sufragio
universal de una cámara representativa".
A lo largo de 1975, el
gobierno de Arias Navarro afrontó con medidas represivas el deterioro de la
situación económica, con una inflación disparada, y
una escalada de conflictos laborales que triplicaba sus dimensiones de años
previos. De hecho, las 931 huelgas registradas en 1973 se convirtieron
en 3.156 en 1975, el número de huelguistas pasó de 357.523 a 647.100 y el
número de horas perdidas de 8.649.265 a 14.521.000. Lo más significativo fue
que ese movimiento huelguístico no quedó reducido a los habituales sectores
obreros más combativos (metalúrgicos, mineros, construcción), sino que se
generalizó a otros trabajadores cualificados (empleados de la banca) y aun
profesionales asalariados de clases medias (médicos de la sanidad pública,
maestros y profesores de bachillerato).
La misma receta
represiva aplicó al incremento de la actividad terrorista de ETA (que asesinó a
catorce personas en 1975) y del FRAP, nuevo grupo radical marxista-leninista
que empezó a actuar en 1973. La limitada eficacia práctica de esa respuesta
represiva y su potencial peligro político y diplomático se puso en evidencia en
septiembre de 1975, cuando los tribunales militares sentenciaron a muerte a
tres etarras y a ocho militantes del FRAP, incluyendo a dos mujeres encintas.
En medio de una grave
tensión interna (el 11 de septiembre hubo una masiva huelga general en el País
Vasco en solidaridad con los condenados) y de múltiples peticiones de clemencia
llegadas del exterior (entre ellas, tres del papa, don Juan, Isabel II, Leonid
Bréznev...), el caudillo decidió ejercer
el derecho de gracia solo sobre seis condenados y aprobar la sentencia a muerte
de otros cinco. En consecuencia, el 27 de septiembre de 1975 fueron
ejecutados dos miembros de ETA y tres del FRAP. La fuerte repulsa internacional
se expresó en forma de masivas manifestaciones ante las embajadas españolas en
las capitales europeas y la retirada de varios embajadores acreditados en
Madrid.
La respuesta del régimen consistió en una
concentración de apoyo a Franco celebrada el 1 de octubre en la plaza de
Oriente de Madrid,bajo pancartas de sectores ultras que rezaban "ETA, al
paredón" y "No queremos apertura, queremos mano dura".
Emocionado hasta el llanto, tembloroso y visiblemente demacrado, el caudillo se
dirigió con voz muy débil y quejumbrosa a los manifestantes para dar su
explicación de los hechos: "Españoles:
gracias por vuestra adhesión y por la serena y viril manifestación pública que
me ofrecéis en desagravio a las agresiones [...]. Todo obedece a una
conspiración masónicaizquierdista en la clase política en contubernio con la
subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a
ellos les envilece. [...] La unidad de las fuerzas de tierra, mar y aire
respaldando la voluntad de la nación, permiten al pueblo español descansar
tranquilo".
En realidad, ningún otro
acontecimiento del tardofranquismo reveló más claramente el desfase entre una
sociedad y una economía que se habían modernizado dramáticamente y un sistema
político anacrónico en su caudillismo, osificado en la cúspide y notoriamente
falto de legitimidad ciudadana y de perspectivas de futuro. Buena prueba de
estas últimas carencias era el resultado de la encuesta realizada en 1974 entre
la ciudadanía española a propósito de "actitudes sobre los principios
democráticos y autoritarios de gobierno". El
60% de los encuestados expresaron su acuerdo con el principio de que gobernasen
"personas elegidas por el pueblo", mientras que el 18% se
manifestaron a favor de que "un hombre destacado decida por nosotros"
y otro 22% declinaba contestar. Esa patente realidad sociológica y cultural en
favor de un sistema político democrático era el incentivo y aliciente para los
sectores reformistas del régimen que habían puesto sus defraudadas esperanzas
en el sucesor de Franco. Y precisamente en aquellas horas amargas de septiembre
de 1975 la influyente revista Newsweek
recogía un cauteloso comentario que revalidaba la apuesta de Estados Unidos por
el joven príncipe: "El gobierno gobernará, y Juan Carlos confía en poderle
aconsejar y orientar en lo que a los pasos e iniciativas a tomar se refiere.
Está decidido a ser rey de todos. La restauración de la verdadera democracia es
una de las metas, pero España no debe escatimar esfuerzos para impedir desorden
y caos. Cree más en la reforma que en la represión, más en la evolución
democrática que en la revolución".
Los fusilamientos de
septiembre y el discurso del primero de octubre de 1975 fueron virtualmente los
últimos actos de gobierno de un Franco agotado y al borde de la muerte. La
fuerte tensión anímica provocada por esa crisis, junto con las graves noticias
sobre la situación generada en el Sáhara por la política anexionista marroquí, afectaron irreversiblemente la frágil salud de
un anciano de casi ochenta y tres años. Según su médico personal, a
partir de entonces, "Franco era otro hombre, perdía peso por días, estaba
continuamente nervioso y apenas podía conciliar normalmente el sueño". En
esas condiciones, al leve proceso gripal iniciado el 12 de octubre le siguió un
infarto silente tres días más tarde. Al anochecer del día 20 volvió a sufrir
otro infarto y comentó a su ayuda de cámara y a su médico personal: "Esto
se acaba".
A la mañana siguiente,
una tranquilizadora nota oficial daba cuenta de la marcha del "proceso
gripal" de Franco y de un episodio superado de "insuficiencia
coronaria aguda". Pero ni la opinión pública ni la élite política se
llamaron a engaño: Franco agonizaba.
El día 24 sufrió un nuevo infarto pronto complicado con una parálisis
intestinal y una interminable hemorragia gástrica, producto de la medicación
contra el parkinson. En previsión de lo peor, el padre Bulart le administró la
extremaunción mientras Franco pedía a su hija que se hiciera cargo de su
"testamento político" y lo hiciera llegar a Arias "cuando yo
falte".
El 30 de octubre de
1975, consciente de su gravedad, Franco ordenó que se ejecutara el artículo 11
de la Ley Orgánica del Estado, traspasando sus poderes al príncipe de modo
definitivo. Cuatro días después, afectado de peritonitis, tuvo que ser operado
a vida o muerte en un improvisado quirófano en el palacio de El Pardo.
Sobrevivió a duras penas, pero hubo que ingresarle en un hospital madrileño por
aparecer una insuficiencia renal que precisaba diálisis. El 5 de noviembre
Franco sufrió una nueva operación que le extirpó dos tercios del estómago. A partir de entonces, mantenido con vida
mediante una amplio despliegue técnico y constantes transfusiones de sangre
(cincuenta litros hasta el día 13), entró en una larga y dolorosa
agonía mientras semi-inconsciente musitaba: "¡Dios mío, cuánto cuesta
morirse!". Finalmente, habida cuenta de su estado irreversible, su hija
insistió en que se le dejara morir tranquilo. La agonía concluyó probablemente
la noche del 19 de noviembre aunque la hora exacta de su defunción fue fijada a
las cinco y veinticinco de la madrugada del 20 de noviembre de 1975 por el
numeroso equipo médico que le atendía. Su parte final es sobrecogedor:
"Enfermedad de Parkinson. Cardiopatía isquémica con infarto de miocardio
anteroseptal y de cara diafragmática. Úlceras digestivas agudas recidivantes
con hemorragias masivas reiteradas. Peritonitis bacteriana. Fracaso renal
agudo. Tromboflebitis ileo-femoral izquierda. Bronconeumonía bilateral
aspirativa. Choque endotóxico. Paro cardíaco".
La propia muerte de
Franco fue todo un símbolo de las contradicciones existentes en la España por
él gobernada en sus últimos años: un caudillo moribundo asistido por todo tipo de modernos artefactos
médicos y sosteniendo en su lecho el manto de la Virgen del Pilar y a
su lado la reliquia de la mano momificada de Santa Teresa de Ávila. Por irónica
coincidencia, el mismo día 19 de noviembre, en vísperas de la muerte del más
significado militar africanista español, las Cortes franquistas aprobaban el
Pacto Tripartito firmado cinco días antes en Madrid, por el que España se
retiraba de su colonia del Sáhara y entregaba la administración a Marruecos y
Mauritania, que se comprometían a respetar la opinión de la población saharaui
y a comunicar sus resultados a la ONU. Aún mayor carga simbólica de clausura de
una época y apertura de otra tuvieron dos ceremonias consecutivas inmediatas.
Como prueba de reprobación a las últimas ejecuciones autorizadas, ningún jefe
de estado significativo asistió a los funerales de Franco y a su inhumación en
el trascoro de la basílica del Valle de los Caídos el 22 de noviembre de 1975,
con la notable excepción del general chileno Augusto Pinochet, Rainiero de
Mónaco y el rey Hussein de Jordania. En espectacular contraste, con la flamante
ausencia de Pinochet, el presidente francés Giscard d'Estaing, el duque de
Edimburgo, el vicepresidente de Estados Unidos y el presidente de la República
Federal de Alemania asistieron a la misa de coronación de don Juan Carlos como
rey de España el día 27 de noviembre ante las Cortes.
Con la desaparición de
Franco y la proclamación como rey de don Juan Carlos, la alternativa política
para el régimen dejó de consistir en la dialéctica entre el continuismo
pretendido por los inmovilistas o la reforma alentada por los herederos del
aperturismo. Hasta tal punto estaba
unido el franquismo a la vida de su fundador que no era posible prolongar su
existencia más allá de la muerte del caudillo. Desde entonces, el
crucial dilema político radicaría en la reforma interna desde el seno del
posfranquismo en un sentido democrático o en la ruptura abierta con el mismo
propiciada por las fuerzas de oposición. Al final, y en gran medida por el
omnipresente recuerdo de la Guerra Civil y la voluntad general de no repetirla
nunca jamás, el proceso de la Transición política tuvo tanto de lo primero como
de lo segundo: una reforma pactada y gradual habría de llevar al final a una
ruptura de forma y fondo con el régimen precedente. De hecho, como se
lamentaría con posterioridad uno de los más distinguidos críticos franquistas a
la reforma, el general Iniesta Cano, los pequeños e inevitables cambios que
todos esperaban tras la muerte de Franco se convirtieron "en la brutal
ruptura con todo lo anterior".
En efecto, la celeridad
de dicho proceso transitorio y sus propias características formales son una
irrefutable prueba retrospectiva del marcado anacronismo del régimen franquista
y de su notable desfase respecto a las peculiaridades y valores dominantes en
la sociedad española de mediados de los años setenta. También permiten
comprender mejor el rápido manto de silencio y olvido voluntario que sufrió la
figura de Franco en los años posteriores a su muerte, como
parte integral del singular "pacto del olvido" que hizo posible la
Transición pacífica y la consolidación democrática.
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