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martes, 22 de octubre de 2019

El franquismo (Capítulo 4º)




4

CRISIS DE RÉGIMEN

(1969-1975)

4.1. EL GOBIERNO MONOCOLOR DE 1969

DURANTE LA DÉCADA DE 1960, el conflicto central que dividió a la clase política se produjo entre un sector del Movimiento, que pretendía asegurar la continuidad del régimen ampliando la base social y la participación política por medio de una ley de asociaciones, y los tecnócratas, que se habían propuesto garantizar, con el apoyo de Carrero Blanco, una solución monárquica en vida de Franco manteniendo la estructura autoritaria del sistema político. En el consejo de ministros, ese conflicto enfrentó al secretario general del Movimiento, José Solís, responsable también de la Organización Sindical, y al titular de Información y Turismo, Manuel Fraga, con los responsables del área económica, encabezados como siempre por López Rodó. La Ley Orgánica del Estado, última de las leyes fundamentales, y la designación del príncipe Juan Carlos como sucesor del jefe del Estado a título de rey, consagró aparentemente el triunfo del sector tecnocrático, que pudo bloquear en las Cortes cualquier intento de reforma y de apertura propugnado por los ministros del Movimiento.

Desde principios de 1969 se hizo cada vez más evidente la tensión entre estas dos líneas políticas y la creciente parálisis del gobierno ante los desafíos que planteaba una oposición cada vez más activa entre la clase obrera, los estudiantes universitarios y un sector importante del clero católico, sobre todo, aunque no exclusivamente, en regiones donde habían resurgido movimientos nacionalistas como Cataluña y el País Vasco. El año comenzó bajo un estado de excepción decretado tras las movilizaciones de protesta por la muerte a manos de la policía del joven universitario Enrique Ruano, y emprendió su último tramo en medio del peor escándalo del régimen, el asunto MATESA, un fraude a Hacienda por exportación ficticia, fuertemente subvencionada, de telares en que se vieron implicados empresarios y ministros vinculados al Opus Dei. Intentando modificar a su favor la relación de fuerza con los tecnócratas, Manuel Fraga y José Solís dieron a este escándalo una publicidad sin precedentes en los anales del régimen.

Lo que nunca esperaron los promotores de mantener vivo el escándalo fue la solución que se dio a la crisis. En octubre de 1969, el vicepresidente del gobierno, Carrero Blanco, presentó al jefe del Estado un amplio memorándum titulado «Consideraciones sobre la conveniencia de proceder a un reajuste ministerial». Para Carrero, cuatro eran los principales asuntos que aconsejaban un profundo cambio de gobierno. El primero, los intentos del ministro secretario general del Movimiento de aprobar una nueva Ley Sindical y un Estatuto de Asociaciones de acción política que incrementaba para la organización del Movimiento sus atribuciones en esos ámbitos. Carrero temía enfrentarse a una especie de reedición de lo ocurrido en los años cincuenta con Arrese y proponía una solución drástica: despedir al ministro Solís y separar la Organización Sindical de la Secretaría General del Movimiento, de manera que esta no pudiera controlar a aquella.

El segundo problema había surgido en relación con el asunto MATESA. Reconociendo que el fraude había salpicado a los ministros de Economía y Hacienda —pero no al de Industria, López Bravo—, Carrero proponía la salida de ambos del gobierno, pero a la vez planteaba la necesidad de destituir al ministro de Información, responsable de la actitud permisiva ante la publicidad del asunto. Fraga había percibido en MATESA la gran oportunidad para debilitar a la élite de poder configurada durante los años anteriores en torno a la Comisaría del Plan de Desarrollo y de su titular, López Rodó, pero en su intento se había ganado la enemistad del vicepresidente del gobierno. Por otra parte, y en tercer lugar, Carrero, hombre de religiosidad integrista, veía con malos ojos los avances de la libertad de prensa, la relajación de la censura, la publicación de libros marxistas, la aparición de películas y revistas que juzgaba como pornográficas y, en general, el abandono de las buenas costumbres y de la moral tradicional.

En fin, Carrero había mantenido una fuerte discrepancia con el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Castiella, procedente del sector católico o «propagandista» del régimen, cercano a Solís y Fraga en su común objetivo de debilitar a los tecnócratas del Opus Dei. Carrero consideraba a Castiella culpable de haber enajenado la amistad con Estados Unidos planteando exigencias exorbitantes para la renovación de los acuerdos de 1953; haber hostilizado a Inglaterra con su posición obcecada en la reivindicación de soberanía sobre Gibraltar y las medidas de fuerza emprendidas contra la colonia británica; haber deteriorado las relaciones con la Santa Sede tras la celebración del Concilio Vaticano II; no haber adelantado nada en la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea y, en fin, haber agudizado el aislamiento exterior de España cuando más necesitada estaba de apoyos en el contencioso que la enfrentaba a Marruecos por los territorios del Sahara occidental.

Si a estos ministros se añadían los que ya habían desempeñado el cargo durante varios años, el cambio propuesto por Carrero significaba cuantitativamente una de las mayores remodelaciones llevadas a cabo desde 1938. Pero a esa relevancia cuantitativa se añadió una cualitativa. Carrero no era partidario de seguir la pauta del reparto equilibrado de poder entre las distintas facciones del régimen. Por vez primera, argumentando la necesidad de un gobierno fuerte y disciplinado, sin divisiones internas, optó por ofrecer los ministerios que quedaban vacantes a personajes vinculados a uno solo de los viveros que proporcionaban personal político al régimen. Con pocas excepciones, entre ellas las del nuevo ministro secretario general del Movimiento, Torcuato Fernández Miranda, fue un gobierno con una mayoría de ministros procedentes del entorno de López Rodó, propuestos por él o por colaboradores suyos en la Comisaría del Plan de Desarrollo. De ahí que fuera bautizado inmediatamente con el calificativo de «gobierno monocolor» y que se le recibiera como una prueba del triunfo sin paliativos de los tecnócratas del Opus Dei sobre el resto de «familias» políticas del régimen.

Resuelta la crisis de gobierno, nadie había previsto que su solución marcaría el inicio de una crisis de régimen. La dictadura había recibido su legitimación de una victoria en la Guerra Civil administrada durante décadas por una coalición de militares, falangistas y católicos: Fuerzas Armadas, Movimiento e Iglesia habían sido los suministradores tradicionales de personal político. Alejarse de aquel origen para refundar a finales de los años sesenta una legitimidad basada en la eficacia, las obras, la administración, esto es, en un Estado gobernado por una alta burocracia sostenida por el poder personal de Franco, constituía una contradicción. La dictadura, para subsistir, necesitaba el concurso de todos los fundadores: sin la Iglesia y contra el Movimiento, aunque se mantuviera el ojo vigilante del Ejército, el gobierno monocolor se enfrentó a problemas insolubles, sobre todo al de la lucha abierta entre las mismas facciones del régimen.

Franco, en efecto, había nombrado presidente de las Cortes a un falangista, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, que utilizó su puesto para convertir la institución de representación orgánica en una especie de trinchera desde la que los políticos del Movimiento hostilizaron sin tregua al gobierno. Las Cortes mantuvieron vivo el asunto MATESA hasta obligar al jefe del Estado a decretar una amnistía general que impidió el juicio de los responsables políticos del asunto al precio de poner en la calle a tres mil presos por delitos comunes. Por otra parte, una maniobra favorecida por personajes del Movimiento y el entorno familiar de Franco acabó en el matrimonio de su nieta mayor, Carmen, con Alfonso de Borbón, primo de Juan Carlos. Aun cuando las posibilidades de que recayera sobre él la designación como sucesor eran algo más que remotas, la presencia en la escena política de los duques de Cádiz —nuevo título nobiliario otorgado al joven matrimonio— introducía un elemento de incertidumbre en el proceso de sucesión elaborado por Carrero y López Rodó.

A esta sorda lucha entre las facciones del régimen se añadió el mayor activismo de las diversas oposiciones antisistema: obrera, universitaria y nacionalista. En Burgos, la celebración de un consejo de guerra contra miembros de ETA colocó al gobierno al borde de la crisis. La relativa permisividad de las organizaciones obreras clandestinas, que venían actuando desde los órganos de representación de la Organización Sindical, fue sustituida por un recrudecimiento de la represión, mientras las promesas de liberalización de la prensaquedaban desmentidas por un mayor control de la información que culminó con el cierre del diario Madrid. Todos los proyectos de apertura quedaron definitivamente congelados: el proyecto de ley de asociaciones elaborado por el nuevo secretario general del Movimiento, Fernández Miranda, más modesto del que había presentado José Solís, no llegó a ser debatido en el Consejo Nacional.

De modo que la exclusión del gobierno de grupos que seguían siendo poderosos como los «azules» (falangistas que continuaban vistiendo de uniforme en los actos oficiales) y los «católicos» de la ACNP acabó suscitando una involución autoritaria y un recrudecimiento de la represión en medio de un persistente deterioro del clima político. El Movimiento no solo no desapareció sino que se aprestó a reconquistar las posiciones perdidas mientras que otras personalidades del régimen, entre ellas Silva Muñoz, que había dimitido como ministro de Obras Públicas en 1970, adoptaban políticas de semioposición o pretendían establecer bases orgánicas con la mirada puesta en el futuro. Diversos grupos más o menos emparentados con la democracia cristiana, nuevas generaciones del Movimiento o personalidades independientes, comenzaron a aparecer en público, en conferencias, banquetes u homenajes, exponiendo planes de reforma que garantizaran una evolución ordenada y legal del régimen, al abrigo de posibles convulsiones. Surgieron diversas iniciativas y propuestas, como la de Manuel Fraga, con libros y conferencias sobre el centrismo y la fundación de un sucedáneo de asociación política amparada en la figura de sociedad anónima, el Grupo de Orientación y Documentación —GODSA—; o el grupo «Tácito», alentado por Alfonso Osorio y la joven generación de la siempre viva ACNP, que comenzó a publicar semanalmente un artículo en el diario Ya, con el propósito de diseñar el tránsito desde dentro del régimen a una democracia limitada sin quebrantos de la legalidad ni tampoco del orden.

En tales circunstancias, el gobierno no pudo evitar el desgaste sufrido en los diversos frentes que permanecían abiertos. Ciertamente, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, se apresuró a cerrar el contencioso existente con Estados Unidos, firmando el nuevo convenio de amistad y cooperación, y a tranquilizar a los británicos respecto a Gibraltar. Asimismo, el representante español ante el Mercado Común, Alberto Ullastres, accedió a firmar un acuerdo económico preferencial que equiparaba a España con Yugoslavia o Marruecos, en la imposibilidad de alcanzar un estatus similar a Grecia o Turquía. Pero la escasa cortesía mostrada por López Bravo en sus relaciones con la Santa Sede, y con el papa Pablo VI en particular, agudizaron la crisis abierta con la Iglesia católica con la inevitable repercusión interna de alejar del régimen a un sector creciente del episcopado.

Carrero intentó recuperar la iniciativa política formando un nuevo gobierno, por vez primera como presidente, en junio de 1973. Por fin decidido a separar la jefatura del Estado de la del gobierno, Franco dejó a Carrero la iniciativa en la designación de los nuevos ministros. Además de limitar el número de ministros adscritos o vinculados al Opus Dei, Carrero incorporó al nuevo gobierno a burócratas de las generaciones más jóvenes de la ACNP y del Movimiento, a técnicos independientes y, como ministro de la Gobernación, a Carlos Arias, designado por el mismo Franco tal vez a instancias de su entorno familiar. Pero la inmediata desaparición del presidente, tras el atentado de ETA que le costó la vida en diciembre de ese mismo año, dinamitó el proyecto continuista preparado por López Rodó y formalizado en la Ley Orgánica del Estado que concentraba en el futuro rey los supremos poderes político y administrativo y le otorgaba facultades colegislativas. Para explorar las posibilidades de este proyecto se habría requerido la presencia junto al futuro rey de una personalidad de la dictadura con poder suficiente para mantener la disciplina del Ejército y un equilibrio entre todas las facciones que garantizase la continuidad. Es dudoso que esa persona pudiera ser Carrero —o cualquier otro excepto el mismo Franco—, pero, en todo caso, su muerte agudizó la crisis del régimen porque hizo inevitable la salida a la superficie de las diversas estrategias para el futuro alimentadas por cada una de sus facciones.

4.2. DIVISIONES ENTRE LAS FACCIONES DEL RÉGIMEN

El nuevo gobierno que sucedió al de Carrero Blanco en enero de 1974 estaba presidido por su ministro de la Gobernación, Carlos Arias, que había ejercido como fiscal en Málaga en los primeros años de posguerra, había sido director general de Seguridad y alcalde de Madrid, y a quien no se atribuían conexiones especiales con ninguna de las facciones del régimen, aun cuando eran notorias sus buenas relaciones con la camarilla familiar de Franco. Tal vez por esta doble cualidad, pensó Franco, para sustituirle, en quien había sido responsable en último término de la clamorosa falta de seguridad que costó la vida al presidente Carrero. En todo caso, Arias formó un gobierno que marcaba no ya el declive sino la desaparición del primer plano político de la alta burocracia vinculada al Opus Dei: ningún ministro de esta procedencia formó parte del nuevo gobierno. El proyecto continuista, encallado en el inmovilismo con el gobierno de Carrero, perdía, con la salida de López Rodó, al segundo de sus arquitectos. Era el momento de ensayar otras posibilidades.

Propuestas para iniciar caminos de reforma, que sin desmantelar al régimen aseguraran una transición ordenada a algún tipo de democracia, no faltaban. Todo el mundo, desde el príncipe Juan Carlos hasta el último burócrata, hablaba de la necesidad de apertura, de liberalización, de reforma. Pero Arias carecía de un proyecto político propio que estuviera dispuesto a llevar a la práctica con energía y decisión. Recuperó para el gobierno, en la persona de Pío Cabanillas, al grupo vinculado a Manuel Fraga, que pretendía incorporar al juego político a las oposiciones moderadas de disidentes cristianodemócratas, liberales y socialdemócratas del régimen con objeto de impulsar una operación de reforma conducida desde el poder: se partía del supuesto de que el régimen podía evolucionar desde dentro. Fraga había proclamado desde 1971 una apertura al centro, amplio terreno en el que situaba al llamado «franquismo sociológico», una mayoría de las clases medias favorecidas por el crecimiento económico y partidarias de una ordenada transición desde el autoritarismo a formas más democráticas de participación política. Tal vez Cabanillas podría, como ministro de Información, impulsar desde el gobierno ese nuevo ensayo de apertura.

El nuevo ministro de la Presidencia, Antonio Carro, ejemplo de carrera política a partir del desempeño de altos cargos en la Administración, se proponía impulsar desde el gobierno la legalización de asociaciones de acción política al margen del Movimiento. Otros políticos con puestos de relieve en cuerpos de la Administración llegaban a segundos niveles de gobierno, como Marcelino Oreja y Landelino Lavilla, ambos del grupo «Tácito», subsecretarios respectivamente de los ministerios de Información y Turismo y de Justicia, o Francisco Fernández Ordóñez, nuevo presidente del INI. Y fueron estos «tácitos» los que, a través del ministro de la Presidencia, ejercieron el primer influjo político sobre el nuevo presidente que el 12 de febrero de 1974 pronunció un discurso en el que dirigió una llamada a participar en la vida política con la promesa de un nuevo Estatuto de Asociaciones que permitiera cambiar la adhesión a Franco por la participación en el régimen. La cuestión más larga e inútilmente debatida durante los últimos diez años en las filas del Movimiento, la posibilidad de abrir canales de participación política a través de «asociaciones» que no fueran partidos, volvía de nuevo al centro de la discusión política, aunque esta vez nadie podía llamarse a engaño: de lo que se trataba era de crear, bajo el control del gobierno, unos sucedáneos de partidos políticos que sirvieran como canales de participación a las fuerzas del régimen o situadas en sus cercanías, disidentes que en tiempos anteriores habían compartido el poder. Por otra parte, Arias había querido asegurar el apoyo de las nuevas generaciones del Movimiento con la incorporación de José Utrera Molina, una concesión a los continuistas, en la Secretaría General del Movimiento.

Pero dos semanas después de la promesa de apertura, el gobierno tuvo que hacer frente a la primera crisis seria, provocada por una homilía del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, en la que pedía el respeto a la lengua y a la identidad cultural vascas y una política de reconocimiento de los derechos de las regiones. La desobediencia del obispo, a quien se pidió que desautorizara y retirara su homilía, fue rápidamente contestada con una orden de arresto domiciliario y la decisión de expulsarle del país. Añoveros respondió a su vez, apoyado por el Vaticano y por el episcopado español, con una amenaza de excomunión ante la que Franco, sensible a los efectos de una violenta ruptura con la Iglesia, reaccionó obligando a Arias a retirar sus primeras decisiones.

El enfrentamiento con la Iglesia, además de abrir una profunda brecha en el gobierno, favoreció el paso a la ofensiva antiaperturista de los sectores del régimen conocidos como «búnker», conjunto de personajes del Movimiento que mantenían estrechas relaciones con sectores inmovilistas de las Fuerzas Armadas y que, a través de ellos o directamente, ejercían presión sobre Franco. Si la cesión de Arias ante la Iglesia podía interpretarse como debilidad, la ejecución el día 2 de marzo de Salvador Puig Antich, un militante del Movimiento Ibérico de Liberación a quien un tribunal militar había encontrado culpable de la muerte de un policía en el momento de su detención, junto al súbdito polaco Heinz Chez, acusado del asesinato de un guardia civil, quiso ser una muestra de fortaleza que sirvió de prólogo al retorno del «búnker» a la escena política de la que ya no se apartaría hasta la muerte de Franco.

Pocas semanas después de estas ejecuciones, y a muy pocos días de la revolución que acabó el 24 de abril con el único régimen en que el franquismo podía mirarse como en un espejo, el portugués, José Antonio Girón, antiguo ministro de Trabajo y relevante personaje del Movimiento, publicó un resonante artículo contra la tímida apertura de Arias cuyos ecos fueron ampliados por una toma similar de posición del teniente general Tomás García Rebull, expresión del sector ultra del Ejército. Los ultras del Movimiento y un sector de las Fuerzas Armadas remataron su ofensiva con la destitución, a mediados de junio, del jefe del Alto Estado Mayor, teniente general Manuel Díez Alegría, cabeza visible del reformismo militar, y el cese, a finales de octubre, del ministro de Información, Pío Cabanillas, que en abril había pronunciado en Barcelona, tocado de una barretina, un discurso en el que prometió mayor grado de tolerancia y libertad para la prensa. Al cese de Cabanillas, preludio de nuevas restricciones y multas a los medios de información, siguió la dimisión de Barrera y de varios altos cargos de la Administración. Los reformistas replegaban sus posiciones hasta que Franco, muy debilitado tras la enfermedad que obligó a su hospitalización en los meses de julio y agosto y a la sustitución temporal en la jefatura del Estado por el príncipe Juan Carlos, desapareciera de escena.

En el marco de esta ofensiva de los inmovilistas y ultras, el Estatuto de Asociaciones presentado en diciembre de 1974 por Arias ante el Consejo Nacional acabó por liquidar las expectativas que había levantado su discurso del 12 de febrero. El primer proyecto del ministro de la Presidencia, Antonio Carro, que admitía el derecho de asociación sin control del Movimiento, fue desechado en favor del apadrinado por el ministro secretario general del Movimiento, Utrera Molina, entregado aquel año con renovado entusiasmo a revitalizar las organizaciones juveniles para arropar y vitorear a Franco en las concentraciones del Frente de Juventudes. Su Estatuto de Asociaciones, además de exigir 25 000 afiliados y presencia en quince provincias para formar una asociación política, reafirmaba la obligatoriedad de inscribirla en el Movimiento: el pluralismo político, según Utrera, no podía rebasar el ámbito de lo limitado por los Principios Fundamentales. Con la primera de sus condiciones se garantizaba que ninguna asociación vasca o catalana pudiera ser legalizada, ya que por definición ninguna podría estar implantada en más de tres o cuatro provincias; con la segunda, se cerraba la puerta a la incorporación de la oposición democrática, pues ninguno de los partidos o grupos políticos podía aceptar su conversión, siquiera formal, en una asociación del Movimiento.

También rechazó el Estatuto de Asociaciones la moderada oposición que por entonces no se había proclamado aún como decididamente democrática. Al conocerse el cese de Cabanillas y la dimisión de Barrera, la mayor parte del grupo «Tácito» dio por cerrada una vía hacia la reforma. Si Osorio y sus amigos democristianos intentaron el juego asociativo en el estrecho margen dejado por el Estatuto, otros relevantes personajes del grupo, con Marcelino Oreja al frente, se manifestaron en contra. Manuel Fraga, embajador en Londres, que viajó a Madrid en enero de 1975 y presentó al gobierno un plan de reformas con la exigencia mínima de una cámara elegida por sufragio universal, prefirió no embarcarse en la operación cuando su escrito fue rechazado. Mantuvo su opción por un nuevo tipo de partidos camuflados bajo el manto de fundaciones para el estudio de los problemas políticos. Era, ante la imposibilidad de fundar partidos, la hora de las sociedades mercantiles, clubs o grupos de estudios que aglutinaban a unas docenas de personas.

Naturalmente, todo eso acabó en fragmentación e impotencia: las grandes burocracias que habían servido como viveros de los que el régimen extrajo durante sus primeras décadas el personal político dieron paso a esta política en migajas que consistía en una miríada de pequeños grupos formados en torno a personalidades políticas que en un momento u otro habían servido al régimen desde altas posiciones de poder. Algunas de esas personalidades intentaron llegar a acuerdos que permitieran la creación de una organización capaz de dirigir el proceso de transición que la decadencia física de Franco hacía inminente. Un intento de alianza de todos los reformistas procedentes de la dictadura, propuesta por Osorio en los primeros días del nuevo año de 1975 y patrocinada por el príncipe Juan Carlos, se  diluyó en varias iniciativas de las que la sociedad FEDISA, liderada por Fraga y a la que se incorporaron Areilza, Cabanillas y Calvo Sotelo, fue uno de los ejemplos. El sector de la democracia cristiana aglutinado en torno a Silva aceptó, sin embargo, el juego de las asociaciones y fundó Unión Democrática Española, que Osorio se encargó de dirigir. Por su parte, los líderes del Movimiento también se aprestaron a reunir a sus huestes con la fundación de asociaciones como Unión del Pueblo Español, mientras las diferentes Hermandades de Excombatientes se unían en una confederación dispuesta a echarse de nuevo al monte invocando la gesta del 18 de julio.

4.3. CRISIS ECONÓMICA

Todo esto ocurría en medio de una crisis económica a la que los gobiernos presididos por Carlos Arias fueron incapaces de hacer frente. A partir del Plan de Estabilización y Liberalización, España había construido una economía muy vinculada a la europea, aunque sin romper decididamente con los elevados aranceles, las prácticas proteccionistas y las políticas discrecionales de subvenciones y estímulos fiscales, que la hacían escasamente competitiva con el exterior. Mientras del exterior llegaron impulsos positivos en forma de transferencias de capital, remesas de emigrantes o divisas de turistas, España pudo beneficiarse de esa expansión descuidando, sin embargo, atacar los problemas de desequilibrio interno creados por un proceso de desarrollo escasamente dirigido y con múltiples rasgos del capitalismo corporativo de épocas anteriores. El triunfalismo desarrollista que perduró hasta bien entrados los años setenta impidió tomar medidas para afrontar los primeros síntomas de que el ciclo expansivo de las economías europeas y americana podía estar llegando a su fin.

Y sin embargo, desde 1971 había ya síntomas de la posibilidad de tal contigencia. Los graves problemas de la balanza norteamericana, agudizados por la guerra de Vietnam, aceleraron el proceso de hundimiento del sistema monetario internacional de Bretton Woods y culminaron en la devaluación del dólar, la tendencia a la fluctuación de las monedas y una creciente inflación. Poco después, los países productores de petróleo elevaron el precio del crudo en un solo año en un 500%, lo que provocó fuertes problemas para la balanza de pagos de todos los países de la OCDE. Este aumento del precio del petróleo se vio acompañado además de una fuerte alza de otros productos básicos, debido a las malas cosechas y a la escasez de materias primas provocada por la fuerte demanda del período anterior.

Todos esos factores, condensados en 1973, provocaron en 1974 una fuerte recesión en el conjunto de países de la OCDE. España estaba particularmente mal preparada para hacer frente a una crisis de las características ya señaladas: integrada en el sistema mundial, si bien en una posición periférica y dependiente, España se encontraba, como en la crisis de 1929, con un sistema de capitalismo fuertemente protegido, con rasgos muy corporativos y en un momento de aguda crisis política. Curiosamente, las dos grandes crisis económicas de nuestro siglo —1929 y 1974— acontecieron en dos años que fueron en España vísperas de profundos cambios políticos. La forma de integración en la economía mundial, el carácter corporativo del capitalismo español y la crisis del sistema político tendrán fuertes repercusiones en la incidencia de la crisis en España que, contrariamente a lo ocurrido en 1930, no pudo quedar al abrigo de ella por ser ahora muy superior su grado de integración con la economía mundial.

La principal, pero no única, desventaja relativa de España radicaba en una mayor dependencia de los productos energéticos y especialmente del petróleo. El porcentaje de consumo de petróleo dentro del total de energía primaria ascendía en 1973 a cerca del 70%, frente al 55% de los países de la OCDE. De ese petróleo, el 99% era importado, frente al 70% que consumían los de la OCDE. Por otra parte, la expansión de los años anteriores se había realizado en industrias muy intensivas en consumo de energía primaria, especialmente de petróleo, y los españoles habían accedido desde muy poco tiempo antes al consumo masivo de energía para usos privados: fueloil doméstico, gasolina. Todo ello hizo que en lugar de ajustar rápidamente la demanda a las nuevas condiciones del mercado, España siguiera importando petróleo en mayores cantidades durante los primeros años de la crisis.

Estas importaciones incidían sobre una balanza comercial que se había caracterizado durante todo el período anterior por un déficit crónico, que no llegaba a cubrir por completo

 los saldos favorables de la balanza de servicios y transferencias. Resultado de ello era que la balanza por cuenta corriente se cerrase en más de la mitad de los años de expansión con saldos negativos. El aumento del precio de las importaciones entre 1973 y 1974 provocó un fuerte aumento en el déficit de la balanza comercial debido en su práctica totalidad a los nuevos precios del petróleo. La crisis europea hizo descender en términos reales el superávit de la balanza de servicios a causa especialmente del descenso o estancamiento de las partidas de turismo. Estas dos causas provocaron durante cuatro años un fuerte déficit en la balanza por cuenta corriente que solo comenzaría a corregirse en 1977, cuando tras las primeras elecciones democráticas se tomaron las primeras medidas de ajuste y, a la vez, se reanudó la buena marcha de la balanza de servicios porque los turistas europeos volvieron a gastar en España.

La economía española, como las europeas, había experimentado durante los años sesenta un continuo crecimiento de los precios al consumo que se aceleró debido a la favorable situación del mercado y al exceso de demanda en los años 1971-1972 hasta superar en España el 10%. La mayor dependencia petrolífera y la falta de una política económica que frenara la aceleración inflacionista iniciada en 1971 hicieron que los nuevos precios de las materias primas tuvieran sobre los precios interiores un efecto muy superior al experimentado por los países de la OCDE que, por otra parte, habían controlado mejor la inflación en la década anterior. En España, los precios al consumo subieron un 11,4% en 1973; es decir, antes de que la crisis mundial dejara sentir sus efectos, se había alcanzado ya la inflación de los temibles dos dígitos. En esta carrera inflacionista tuvo un papel determinante, además de los conocidos desequilibrios de la economía española y su mayor dependencia de materias primas, la apertura del período de crisis final del régimen franquista. Se trata, en efecto, de un año en el que prácticamente no hay gobierno y, desde luego, en el que no hay política económica. La inestabilidad y debilidad política se agravó todavía más en 1975, con la recaída de Franco en su enfermedad, las divisiones en el seno de la clase política del franquismo, la mayor actividad de la oposición, el fusilamiento de cinco militantes de ETA y FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico), la condena internacional del régimen y, finalmente, la muerte de Franco. Un año después, en los primeros meses de 1977, la inflación llegó a rozar el 30%.

La debilidad política de los primeros cinco años de crisis económica actuó sobre la aceleración de la inflación de una doble manera. Ante todo, porque nadie tenía autoridad para formular en un período de grave crisis de Estado una política restrictiva, encaminada a contener la demanda. Además, porque la inflación acelerada y la misma crisis política favorecieron una mayor movilización obrera y, en general, de los asalariados, que actuaron no solo con el objetivo de no perder por la inflación los incrementos reales de salarios obtenidos durante la época de expansión, sino de conseguir aumentos que superasen la inflación y permitieran elevar durante la crisis el nivel de vida de los trabajadores. Así, en un clima de movilización social cuyos objetivos eran a la vez sindicales y políticos —mayores salarios pero también reivindicación de la democracia—, los salarios reales crecieron en España por encima de la inflación. Se produjo, pues, una situación caracterizada simultáneamente por el empobrecimiento interior —evidente en el fuerte déficit de la balanza comercial, con la pérdida de renta nacional disponible de tres puntos porcentuales— y el crecimiento galopante de la inflación.

4.4. HACIA LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA

Desde finales de la década de los sesenta hasta 1975, año de la muerte de Franco, se produjo un lento pero imparable desmoronamiento del régimen. Dos tendencias, que se conocían con el nombre de continuismo —sustancial mantenimiento del statu quo— y aperturismo, que indicaba un reformismo controlado y moderado, acentuaban los contrastes y las contradicciones existentes en el aparato de gobierno. El acoso de la oposición, la maduración del proceso de crítica al régimen en numerosos sectores y el recrudecimiento de la represión provocaban continuas tensiones sociales y políticas que contrastaban con las directrices de «orden y paz» y las reiteradas llamadas al «espíritu de la Cruzada» de Carrero Blanco.



El estado de excepción de 1969 —que se volvió a proclamar al año siguiente con ocasión del proceso de Burgos—, la muerte de algunos trabajadores durante enfrentamientos y manifestaciones de protesta, los actos selectivos de intimidación (juicios, arrestos domiciliarios, despidos o suspensiones del trabajo), hasta llegar a la ejecución de la condena a muerte de cinco militantes de ETA y del FRAP en septiembre de 1975, tuvieron como consecución movilizaciones generalizadas y una creciente conciencia de la necesidad de libertad de prensa, de reunión y de asociación, cada vez más acuciante ya que el estado de excepción conllevaba la suspensión del Fuero de los Españoles y restablecía la censura previa.

En 1963 se había creado el Tribunal de Orden Público (TOP), que sustituía a la jurisdicción militar salvo para algunos delitos como el terrorismo. Entre 1964 y 1976, el TOP procesó a 8943 personas (Del Águila, 2001, págs. 260-261). Su actividad fue especialmente intensa entre 1973 y 1975, años caracterizados por la extensión de la conflictividad obrera y por huelgas frecuentes. En realidad, la represión no hacía más que acelerar la convergencia entre reivindicaciones sociales y objetivos políticos. Un importante factor de cohesión era la solidaridad, que ampliaba la base de movilización y concienciaba a crecientes sectores de la opinión pública.

Multas, secuestros y cierres eran los instrumentos utilizados contra la prensa que se pronunciaba a favor de la democracia, pero, en realidad, estas medidas provocaban el efecto contrario: aumentaban las ventas de las publicaciones y ponían de manifiesto el carácter anacrónico de la censura. El diario Madrid, dirigido por Calvo Serer, pasado a las filas de la oposición, recibió varias sanciones a causa de su línea editorial independiente, hasta que fue clausurado en 1971. Sanciones se adoptaron también contra revistas católicas como Cuadernos para el diálogo, Serra d’Or y El Ciervo. La revista semanal Triunfo se transformó en un importante instrumento de información sobre temas de la actualidad y acontecimientos nacionales; periódicamente publicaba entrevistas y artículos firmados por nombres prestigiosos sobre temas de política internacional y culturales. La revista contribuyó también al conocimiento de los Coloquios de Historia Contemporánea de la Universidad de Pau, organizados por el historiador Manuel Tuñón de Lara, que dieron un fuerte impulso a la renovación metodológica de la historiografía española. Entre las actuaciones de la censura contra Triunfo, cabe señalar la suspensión de un número de 1971 en el que se habían publicado opiniones sobre la crisis del matrimonio y una reproducción del Adán y Eva de Durero en la portada, y la suspensión durante cuatro meses del número de abril de 1975, por un artículo dedicado al carácter inevitable del cambio. (Ezcurra, 1995, págs. 519-520). Una considerable difusión alcanzó la revista Cambio 16, cuya tirada, en diciembre de 1975, era de 300 000 ejemplares y que, precisamente aquel año, fue obligada a suspender su publicación durante tres semanas. Triunfo comentó lo sucedido en un editorial en el que se denunciaban la arbitrariedad y el carácter represivo de la Ley de Prensa, así como las graves consecuencias económicas que las sanciones acarreaban para muchos sujetos «… desde los fabricantes de papel hasta los vendedores de periódicos, pasando por los talleres de impresión y por los colaboradores de la publicación. La lista de víctimas es amplia aunque la primera víctima sea una forma de libertad: la de informar y la de opinar» (pág. 617).

Estas revistas, junto a muchas otras publicaciones menores, eran portavoces de una disidencia que ponía en tela de juicio también el retraso en las costumbres y en los estilos de vida, desempeñando un papel importante en el aprendizaje del lenguaje del pluralismo y de la crítica.

La necesidad de cambio, aunque con modalidades diferentes, era reivindicada por muchos sectores sociales, conscientes de la anomalía de España respecto a las democracias europeas; se hacía cada vez más difícil separar la demanda de modernidad de la democracia. El gran número de españoles que cruzaba la frontera francesa para comprar libros o ver películas prohibidas en España revelaba la difusión de los modelos de consumo europeos y una evolución de las costumbres que ninguna censura podía detener. La exigencia de cambio iba penetrando también en las capas medias incluyendo a sectores profesionales (los abogados laboralistas desarrollaron una activa solidaridad defendiendo los derechos de los trabajadores), en el mundo del espectáculo, e incluso entre los dirigentes empresariales, interesados en una mayor incorporación de España a Europa.

Grupos y movimientos empezaron a utilizar la combinación de acciones legales e ilegales ya inaugurada por el movimiento obrero. A veces algunos acontecimientos externos, como la proclamación del Año Internacional de la Mujer por parte de la ONU, en 1975, favorecían la denuncia y la agregación. Contra el intento del gobierno de controlar la iniciativa a través de una comisión oficial presidida por Pilar Primo de Rivera, las asociaciones de mujeres (amas de casa, mujeres separadas, mujeres universitarias) enviaron a la prensa y a la ONU un documento, firmado también por algunas asociaciones católicas, en el que se denunciaba, de manera muy detallada, la marginación femenina en España. En diciembre del mismo año, a los pocos días de la muerte de Franco, se desarrollaban en Madrid, en una situación de semiclandestinidad, las Primeras Jornadas por la Liberación de la Mujer.

Una experiencia original y compleja fue la conocida con el nombre de «movimiento ciudadano», que se extendió por los barrios mediante comités llamados Asociaciones de Vecinos. El movimiento de barrios veía la aportación política y organizativa de militantes de los partidos y sindicatos, así como la participación de la HOAC y la JOC, que frecuentemente ponían a disposición sus centros y locales. Las mujeres desempeñaban un papel destacado, ya que conseguían conjugar la red de solidaridad en torno a los múltiples problemas de la cotidianidad con la demanda de servicios sociales, lo cual a menudo representaba un primer paso hacia la politización y la movilización por el derecho de asociación y de reunión.

En este clima, los juicios públicos y las respuestas autoritarias se volvían en contra del régimen tanto en España como en el exterior. El proceso de Burgos, el juicio contra los dirigentes sindicales en 1973 o la protesta de Añoveros —que marcó un momento emblemático de la crisis entre Estado e Iglesia—, no solo ponían al descubierto la fragilidad del régimen, sino que fortalecían la solidaridad internacional. El consejo de guerra celebrado en Burgos en 1970 contra miembros de ETA imputados del asesinato de un inspector de policía, llevó al banquillo de los acusados también a dos sacerdotes y concluyó con nueve condenas a muerte. La defensa fue ejercida por un grupo de prestigiosos abogados, entre los que figuraba el socialista Gregorio Peces-Barba, que sería uno de los padres de la Constitución de 1978.

Pocos días antes del proceso (aún más dramático tras el secuestro por ETA del cónsul alemán en San Sebastián Eugenio Behil), trescientas personas, intelectuales y exponentes del mundo de la cultura y del espectáculo, se encerraban en el monasterio de Montserrat. En un piso de Madrid fueron detenidas (según informaba el ABC del 28 de noviembre de 1970) diecinueve personas por «reunión clandestina». Entre ellos: Tierno Galván, intelectual socialista, el escritor López Salinas y el director de cine Bardem, estos dos últimos militantes del PCE.

La fuerte presión interna y externa impulsada por el proceso de Burgos obligó a Franco a conceder el indulto en diciembre de 1970.

En 1973, en una situación de máxima tensión, se celebró el juicio contra prestigiosos dirigentes de Comisiones Obreras. Un año antes, Nicolás Sartorius, Marcelino Camacho, líder histórico de Comisiones Obreras, y el «cura obrero» Francisco García Salve habían sido sorprendidos por la policía en una reunión clandestina en el convento de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón. Juzgados por el TOP, fueron defendidos por Ruiz-Giménez, por entonces líder de Izquierda Democristiana. La primera sesión del juicio empezó el mismo día en que ETA asesinó a Carrero Blanco. El prestigio de los acusados, el carácter «ejemplar» de las condenas —que iban de un mínimo de doce a un máximo de veinte años de cárcel, sucesivamente rebajadas por el Tribunal Supremo—, hicieron que el proceso tuviera una gran resonancia tanto en España como en el extranjero. El grupo dirigente dejó la cárcel de Carabanchel de Madrid en diciembre de 1975, gracias a la concesión del indulto.

También se tomaron medidas represivas contra altos cargos del Ejército. El general Manuel Díez Alegría —jefe del Alto Estado Mayor— fue destituido por haber defendido la necesidad de modernizar y profesionalizar el Ejército, así como de reducir lo más posible su intervención en la vida política. Como consecuencia de la «primavera de los claveles» del vecino Portugal nacía la Unión Militar Democrática, promovida por jóvenes oficiales partidarios de la democratización del Ejército. Algunos de ellos fueron procesados por «conspiración para rebelión», condenados a cinco años de cárcel y amnistiados en 1976. Entre los oficiales figuraba Restituto Alcázar Valero, que debía su nombre de pila al hecho de haber nacido durante el asedio del alcázar de Toledo. Un ejemplo este de cómo la conciencia antifranquista podía desarrollarse a través de una trayectoria personal. Además de los casos que hemos señalado —Ridruejo, Ruiz-Giménez, Laín Entralgo, Díez Alegría, y  otros muchos— hay que recordar al jesuita José María Llanos, que de franquista pasó a ser, en los años cincuenta, una de las voces críticas más eficaces del régimen.

Indudablemente la Iglesia desempeñó un papel decisivo en la progresiva deslegitimación y pérdida de credibilidad del régimen. A finales de los años sesenta, los efectos del Concilio Vaticano II alcanzaron también a la jerarquía eclesiástica, aunque esta aparecía todavía dividida y con distintas respuestas ante la cada vez más frecuente implicación de curas obreros en las luchas de los trabajadores, o ante la utilización de iglesias y conventos para reuniones y huelgas de hambre a favor de la amnistía y de los derechos civiles.

Existían, además, sectores minoritarios defensores de un catolicismo integrista, que se expresaban a través de la revista Fuerza Nueva, fundada por Blas Piñar en 1966. En esta línea se encontraba también el grupo denominado Guerrilleros de Cristo Rey, nostálgico de la España de la Cruzada, protagonista de acciones violentas y promotor de manifestaciones político-religiosas, como la «Concentración Mariana para la salvación de España» que se celebró en el parque del Retiro de Madrid en 1972 (Hermet, II, pág. 419).

Sin embargo, la represión, que a menudo afectaba a militantes de asociaciones católicas e incluso a sacerdotes, generaba contradicciones en sectores de la jerarquía eclesiástica que aún mostraban cierta resistencia al cambio y al aggiornamento impulsado por el Concilio. La renovación doctrinal y teológica contenida en las encíclicas y de la que se hacían eco las revistas Ecclesia, El Ciervo, Iglesia viva, Cristianos por el socialismo y Vida Nueva, proporcionaba un importante soporte teórico a la crítica y a la revisión de las modalidades de interacción entre Estado e Iglesia que habían caracterizado a la dictadura franquista. El nombramiento de Vicente Enrique y Tarancón como arzobispo y cardenal primado de Toledo, en 1969, después del fallecimiento de Pla y Deniel, supuso sin duda una aceleración en ese sentido. Como comenta José María Piñol: «… desde aquel momento fue patente, incluso para la cúpula franquista, que él era el prelado destinado por la Santa Sede y por el mismo Pablo VI, para impulsar la transición en la Iglesia» (Piñol, 1999, pág. 462).

Dos años después, la crítica al papel desempeñado por la Iglesia en la Guerra Civil se formalizó en la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en Madrid. Se aprobó por mayoría la siguiente resolución: «Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está en nosotros (I Jn 1, 10). Así, pues, reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos “ministros de reconciliación” en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos» (Raguer, 2008, pág. 405). A pesar de que en la votación final no se consiguieron los dos tercios de votos requeridos para que la resolución fuera considerada texto oficial, la autocrítica ponía en tela de juicio la legitimidad de la Cruzada y, en consecuencia, uno de los fundamentos del nacionalcatolicismo.

La elección de Tarancón como presidente de la Conferencia Episcopal Española dio un giro decisivo a este importante organismo. En el caso Añoveros, la CEE se manifestó con claridad a favor del prelado. En septiembre de 1975, durante el proceso contra los militantes del FRAP y de ETA, hizo público un comunicado de condena del terrorismo, en el que se incluía una petición de «defensa de los derechos y deberes de la persona humana», conforme a las directrices de Pacem in terris, y se defendía la legitimidad de la crítica y de la oposición al gobierno. Además, se pedía clemencia para los condenados.

El período comprendido entre 1973 y 1975 estuvo marcado por una creciente generalización del disenso contra el régimen y por la reorganización de los partidos y de sus estrategias en condiciones de semiclandestinidad, pero también por un incremento del terrorismo.

En lo que se refiere a los partidos, tanto sus actividades como sus líneas políticas estaban sin duda condicionadas por cuarenta años de lucha en la clandestinidad —sobre todo para el PCE— o en el exilio, como ocurría con el PSOE, las dos mayores organizaciones de la izquierda. Sin embargo, en las estrategias que se adoptaron para superar la etapa del franquismo se fueron perfilando cambios, reestructuraciones y fragmentaciones. A la izquierda del PSOE, reorganizado por Felipe González, nacían el PT (Partido del Trabajo) y el PSP (Partido Socialista Popular), fundado por Tierno Galván. Igualmente, el PCE que, bajo el liderazgo de Santiago Carrillo, en 1968 se había distanciado de la Unión Soviética sobre la cuestión de la invasión de Checoslovaquia y se declaraba «eurocomunista», pagaba estas opciones con la aparición a su izquierda de otras formaciones, entre ellas el FRAP. En una primera fase, y a pesar de que los objetivos comunes eran muchos, los dos partidos, socialista y comunista, tuvieron dificultades para encontrar un equilibrio entre el empuje hegemónico y la convergencia en los objetivos políticos y las estrategias de lucha.

En 1974, el PCE presentó en París el programa de la Junta Democrática, en el que se pedía la amnistía para los detenidos políticos, la legalización de los partidos, las libertades democráticas, el reconocimiento de «la personalidad política de los pueblos catalán, vasco, gallego y de las comunidades regionales que lo decidan democráticamente» y la celebración de una consulta democrática para elegir la forma de Estado, a partir de la constitución de un gobierno provisional. Esta línea, llamada «ruptura democrática», obtuvo la adhesión del PSP, del PT y de Comisiones Obreras.

El PSOE, que salía de una difícil reestructuración del aparato dirigente iniciada en el Congreso de Toulouse de 1972 y culminada dos años después en el de Suresnes, creó en junio de 1975 la Plataforma de Convergencia Democrática a la que se adhirieron el PNV, la Izquierda Democrática de Ruiz-Giménez, la Unión Socialdemócrata Española fundada por Dionisio Ridruejo, algunos partidos regionales y la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores). Las reivindicaciones eran muy similares a las presentadas por el Partido Comunista en su programa, pero no se pedía la constitución de un gobierno provisional. En cambio, a partir de 1971, se fue formando un frente unitario con la Asamblea de Cataluña, constituida en los locales de la iglesia de San Agustín de Barcelona. En ella convergían todas las formaciones políticas catalanas antifranquistas, incluidas Comisiones Obreras, el PSUC y el MSC (Movimiento Socialista Catalán). El programa, además de la recuperación del Estatuto como primer paso hacia la autodeterminación, proponía la amnistía para los detenidos políticos y los exiliados, las libertades democráticas y la «coordinación de todos los pueblos peninsulares en la lucha por la democracia».

En el ámbito sindical, además de Comisiones Obreras, que contaba entre sus filas con una mayoría de militantes del Partido Comunista y mantenía una fuerte capacidad de convocatoria, iban cobrando importancia sindicatos como la Unión Sindical Obrera (USO), fundada en los años sesenta y constituida por católicos y socialistas independientes, y UGT, el antiguo sindicato socialista liderado por Nicolás Redondo.

Sin embargo, en estos dos años, la reorganización de las fuerzas políticas y la conquista de espacios de libertad tenían que confrontarse con el aumento de las acciones terroristas por parte de ETA y de otras organizaciones. El asesinato de Carrero Blanco, el atentado —también obra de ETA— en el café Rolando de Madrid, cerca de la Dirección General de Seguridad, que provocó muertos y heridos, así como otros atentados del FRAP contra miembros de la policía, hasta llegar al proceso de 1975, crearon un clima de tensión e hicieron aumentar las medidas represivas de un gobierno Arias cada vez más desorientado. El año 1975 fue el del estado de excepción, del decreto que regulaba los conflictos colectivos de trabajo y de la ley contra el terrorismo. Fue también el año en el que, a pesar de la movilización nacional, las protestas internacionales y la solicitud de clemencia de Pablo VI, se aplicaron las penas capitales a los miembros de ETA y del FRAP acusados de participar en atentados contra la policía.

El 1 de octubre de 1975 Franco hizo su última aparición en público dirigiéndose a miles de españoles desde el balcón del Palacio Real de la Plaza de Oriente y, ante la muchedumbre que lo aclamaba, denunció la conspiración internacional «masónica» y «comunista». Pocos días después ingresaba en el hospital, y tras una larga agonía, murió el 20 de noviembre de 1975. El 27 de noviembre el cardenal Tarancón, durante la misa celebrada «con motivo de la exaltación del rey Juan Carlos I al trono de España», leyó una homilia en la que refrendaba el mensaje de la encíclica Gaudium et Spes afirmando la separación entre Estado e Iglesia: «La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar toda la riqueza del Evangelio, ni pertenece a la misión de la Iglesia presentar opciones o soluciones concretas de gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas. La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente».

La muerte del dictador marcaba de hecho el fin del régimen. En la oposición se intensificaban los encuentros orientados a la construcción de un frente unitario. En 1976 las dos principales agrupaciones —Junta Democrática y Plataforma de Convergencia— se disolvían y creaban Coordinación Democrática. Esta formación hacía hincapié, además de en losobjetivos democráticos compartidos por la Junta y la Plataforma, en la «realización de la ruptura o alternativa democrática mediante la apertura de un período constituyente que conduzca, a través de una consulta popular, basada en el sufragio universal, a una decisión sobre la forma del Estado y del Gobierno, así como la defensa de las libertades y de los derechos políticos durante este período» (Doc. 12[*]).

Entre 1976 y 1977 se sucedieron etapas decisivas para la transición hacia la democracia: la autodisolución de las Cortes y la convocatoria de las primeras elecciones generales en cumplimiento de la Ley para la Reforma Política, aprobada de forma casi plebiscitaria mediante referéndum. Fueron momentos en los que no faltaron tensiones y provocaciones, y que estuvieron jalonados por continuas movilizaciones populares. En muchas ocasiones, la sociedad española dio prueba de un notable autocontrol, que se sumó a la capacidad del gobierno y de los líderes políticos de compaginar modalidades y tiempos del paso a la democracia. Gracias a la acción y a la presión unitaria de las formaciones políticas se obtuvo la legalización de todos los partidos, incluido el PCE. En esta fase de transición, además del pueblo español, el rey Juan Carlos I, el presidente del Gobierno Adolfo Suárez, y los dirigentes de la oposición, desempeñaron un papel decisivo.

El 15 de junio de 1977, cuarenta años después del último sufragio, se celebraron las primeras elecciones democráticas en España.

RESUMIENDO…

La división existente en el régimen entre los sectores partidarios del inmovilismo, los aperturistas moderados y el gobierno de Carrero Blanco apoyado por los tecnócratas del Opus Dei, pone en evidencia la dicotomía entre la sociedad española, en plena evolución, y la política del régimen.

En la década que precede a la muerte de Franco, la represión y el estado de excepción constituyen la respuesta del régimen ante los conflictos obreros, las protestas estudiantiles y la movilización intelectual, mientras amplios sectores de la jerarquía eclesiástica se distancian de la dictadura. Simultáneamente, los nacionalismos vasco y catalán adquieren cada vez más fuerza. Después del asesinato de Carrero Blanco, ETA, ya militarizada, incrementa sus acciones terroristas.

El régimen, en creciente crisis, ejecuta las últimas condenas a muerte en 1975, suscitando protestas en España y en el extranjero. Un año después de la muerte de Franco, partidos tradicionales y nuevas formaciones, apoyados por una oposición generalizada, elaboran una plataforma común a través de Coordinación Democrática, etapa fundamental para la puesta en marcha de la transición democrática.




















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