Ni golpe
de Estado ni secesión ni violencia organizada ni rebelión
Este lunes,
14 de octubre de 2019, el Tribunal Supremo español ha decidido sentenciar que
la protesta pacífica –que es el caso de los Jordis– merece nueve años de
prisión
Al igual que
en el caso Altsasu con el terrorismo, la acusación de rebelión sirvió para otro
propósito: traer el juicio a Madrid
14/10/19
La sedición no es una rebelión
en pequeñito. No por las penas, que son igualmente altas, sino por su
naturaleza legal. La rebelión es un alzamiento armado, un delito contra la
Constitución. La sedición figura en otro apartado del Código Penal: el de
"desórdenes públicos". Es una pena de origen autoritario y que ni
siquiera aparece como tal en buena parte de las legislaciones europeas. No al
menos con la dureza con la que el Tribunal Supremo la acaba de aplicar.
La raíz histórica de ambos
delitos es la misma: un atentado contra el orden social establecido que
permitía declarar el estado de guerra. Pero los matices son muy distintos
y fáciles de diferenciar. La rebelión era la protesta armada contra
el gobierno o el rey. La sedición era otra cosa, muy diferente al alzamiento
militar: era la algarada de los campesinos contra el orden en vigor y nace en
una época en la que no existía el derecho a protesta, a reunión o a
manifestación. La sedición no violenta es, por tanto, un delito autoritario que
debería ser incompatible con la democracia. Porque un Estado democrático es
aquel donde el derecho a la protesta pacífica es un bien superior.
Este lunes, 14 de octubre de
2019, el Tribunal Supremo español ha decidido sentenciar que la protesta
pacífica –que es el caso de los Jordis– merece nueve años de prisión.
Porque el Supremo niega que la
violencia que se vivió en esos días fuera "instrumental, funcional,
preordenada a los fines del delito". La sentencia deja claro que hubo
algunos episodios violentos, pero no un plan violento contra el orden
constitucional.
Porque el Supremo no cuestiona
el compromiso de Jordi Cuixart "con la no violencia, siempre
elogiable". "Tampoco desconfía lo más mínimo de sus convicciones
pacifistas y su repudio de actuaciones violentas", añade la sentencia
contra el procés catalán. En otro de los párrafos, llega a elogiar a la ANC
como "una asociación cuya legalidad no ha sido cuestionada" y que
tiene "un relevante papel en el tejido social de la comunidad
catalana".
Porque el Supremo también
admite algo que llama mucho la atención, entre otras razones porque es la pura
verdad: que el procés catalán no fue, en sí mismo, un intento de secesión.
"Todos los acusados eran conscientes" –dice la sentencia– de que el
referéndum del 1 de octubre era "inviable" y "no podría conducir
a un espacio de soberanía". El plan era otro, asegura el Supremo: "El
deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno para la
negociación de una consulta popular".
En resumen: la sentencia dice
que el procés no fue un golpe de Estado, que no fue un plan violento, que no
pretendía de forma inmediata la secesión de Catalunya, sino presionar al
Gobierno a negociar un referéndum como el escocés... Que el independentismo es
un movimiento de "convicciones pacifistas".
Un movimiento pacífico cuyos
principales líderes, a los que respalda casi la mitad de la sociedad catalana,
han sido condenados a altísimas penas de prisión.
El procés, según la sentencia,
nunca tuvo ninguna oportunidad. El Estado controló en todo momento la
situación. El plan no era lograr la independencia de Catalunya, sino forzar una
negociación y una consulta pactada… El repaso de los hechos probados deja muy
mal a Mariano Rajoy, muy mal a la Fiscalía, muy mal al juez instructor Pablo
Llarena, muy mal a la prensa conservadora, muy mal al PP, a Ciudadanos y a Vox.
No hubo golpe de Estado ni nada lejanamente parecido a un alzamiento militar. Y
la sentencia, en su parte factual, desmonta la ficción sobre el
golpismo en la que se había enrocado gran parte de la política, de la
prensa y del sistema judicial.
Otra cosa son las penas. Y
cómo el Supremo ha cuadrado unos hechos políticamente muy graves –lo que
ocurrió en el octubre de 2017 no fue un simple 'happening'– con un Código Penal
donde esos hechos no encajaban con facilidad. Desde 1995, no existe en España
el delito de rebelión sin violencia. Y en el año 2005 se despenalizó la
convocatoria de un referéndum ilegal.
¿Cómo condenar una protesta no
violenta con unas penas de cárcel similares a las de un homicidio? La clave de la sentencia está en la página 283. Allí el
Supremo sienta una peligrosa jurisprudencia de consecuencias aún por
determinar. "El derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho
al impedimento físico a los agentes de autoridad a dar cumplimiento a un
mandato judicial", dictamina el alto tribunal. "La autoridad del
poder judicial quedó en suspenso sustituido por la propia voluntad –el referéndum
se ha de celebrar– de los convocantes y que quienes secundaban la convocatoria,
voluntad impuesta por la fuerza".
Tomen nota. Porque, con esta
definición, sedición también son todos y cada uno de los desahucios que ha
impedido en estos años la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Sedición son
muchas de las protestas de los activistas ecologistas, animalistas o de las
Femen. Sedición es la resistencia pasiva. Y la sedición en España se castiga
con hasta 15 años de prisión.
El derecho al juez natural
La rebelión imaginaria sin
duda tuvo su utilidad. Sin esa acusación ficticia, el Supremo no habría podido
ordenar la inhabilitación preventiva de Carles Puigdemont. Sin ese invento
procesal, la sentencia probablemente no habría sido igual.
Hay un precedente muy cercano
para explicar el pecado original del juicio al procés. Es el caso Altsasu, un episodio que guarda algunas similitudes
con la sentencia que acabamos de conocer. ¿Lo recuerdan? Esa pelea de bar que
fue investigada por la Audiencia Nacional con la excusa de que se trataba de
terrorismo. Luego no era terrorismo –no lo fue nunca–, pero en el camino los
acusados fueron juzgados en Madrid, y no en Navarra. Y allí se les condenó con
una dureza excepcional.
Hay un derecho fundamental que
recoge todo país democrático: el derecho al juez natural. Consiste en que a
cualquier acusado le debe juzgar el tribunal ordinario predeterminado por la
ley (artículo 24.2 de la Constitución). El que le toca, no el que
prefiere el Gobierno o el rey. Y el juez natural para una pelea de bar en
Navarra es la Audiencia Provincial, y no la Audiencia Nacional. Y el juez
natural para el procés catalán debería haber sido la Audiencia Provincial de
Barcelona o el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, no el Supremo ni la
Audiencia Nacional.
Ya era muy cuestionable que la
rebelión fuera juzgada en el Supremo o –en el caso de los no aforados, como
Josep Lluís Trapero– por la Audiencia Nacional. La propia jurisprudencia del
alto tribunal español estableció que ni la rebelión ni la sedición eran
competencia de ese tribunal, tal y como le dijeron al juez Baltasar Garzón
cuando intentó investigar la rebelión más evidente de la historia reciente de
España: el golpe de Estado de 1936. Tampoco se han juzgado en el Supremo o en
la Audiencia Nacional el caso de sedición más famoso de los últimos años: la
protesta de los controladores aéreos de 2010.
Ya era muy cuestionable que la
rebelión acabase en el Supremo. Y lo es más aún cuando resplandece una
obviedad: que no existió nunca tal rebelión violenta, como admite hoy el
Supremo por unanimidad.
Al igual que con Altsasu con
el terrorismo, la acusación de rebelión sirvió para otro propósito: traer el
juicio a Madrid.
¿Habría ocurrido el mismo
desenlace si el procés se hubiera juzgado en Barcelona? Lo dudo mucho y también
lo dudaba el propio Fiscal General del Estado, el fallecido José Manuel Maza.
En la querella de la Fiscalía por rebelión que inició este proceso judicial,
Maza ya hablaba de la conveniencia de sacar la instrucción "del ámbito de
la Comunidad Autónoma de Cataluña" en favor "de un tribunal fuera de
ese territorio" para evitar que los partidos independentistas
"condicionaran" a los jueces.
Cabe preguntarse si los jueces
del Supremo no están condicionados por los partidos que, a través del CGPJ, les
ascienden a este tribunal.
Las consecuencias políticas
Casi la mitad de los catalanes
no quieren seguir en España. Más de dos tercios de ellos quieren votar. Una
mayoría absoluta –superior al movimiento independentista– cree que el juicio no
ha sido justo y que los presos deberían estar en libertad.
Aún no hay encuestas sobre el
respaldo ciudadano a la sentencia. No hace falta ser adivino para imaginar qué
resultados ofrecerán. La mayoría de los catalanes van a ver estas condenas de
cárcel como excesivas y desproporcionadas. Más allá del Ebro, el resto de los
españoles –de forma mayoritaria– lo verán justo al revés.
Es lo que ocurre cuando un
problema político se convierte en un problema judicial. Aunque también es
evidente que la justicia tenía que actuar.
De todas las condenas que hoy
se han firmado, hay una que los dirigentes independentistas se merecen sin duda
alguna: la inhabilitación. La desobediencia grave a la autoridad es un delito
evidente y que sin duda cometieron los líderes del procés catalán. Tampoco
puede salir gratis la malversación de fondos públicos, o que el Parlament –con
una mayoría absoluta en escaños, que no en votos– ponga en marcha un proceso
unilateral de abolición de la legalidad vigente contra los derechos de la
mayoría de los catalanes. Ni siquiera como forma de protesta ante la cerrazón
del Gobierno central.
No puede salir gratis. Tampoco puede costar 13 años de
prisión.
La sentencia, sin embargo, deja una puerta abierta que un futuro gobierno podrá usar. El
Supremo se ha negado a otra de las peticiones de la Fiscalía, que quería que
los condenados cumplieran obligatoriamente al menos la mitad de la pena sin
poder recibir ningún beneficio penitenciario.
Los condenados podrán acceder
a permisos bastante antes, a partir de que cumplan una cuarta parte de su
condena, como explica Diego López Garrido en esta entrevista. Y en 2026
como máximo, todos ellos probablemente estarán en libertad condicional.
Sigue siendo una condena
enorme, aunque sea inferior de lo que pedía la Fiscalía o la acusación de Vox.
No es una sentencia blanda, aunque la alternativa fuese aún peor. No ha terminado
aún este proceso judicial y va a ser curioso de ver, por ejemplo, cómo responde
Bélgica ante la euroorden contra Puigdemont –la sedición no es un delito en
este país–.
Pero al menos el punto final
de la sentencia deja sin excusas a la política para arreglar esta situación.
Porque la crisis con Catalunya siempre fue política. Y política debe ser su
solución.
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