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martes, 8 de octubre de 2019

El franquismo (Capítulo 2º)




2

LA HEGEMONÍA CATÓLICA

(1945-1957)



2.1. EL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN DEL RÉGIMEN



EL RÉGIMEN NACIDO DE LA REBELIÓN MILITAR y de la Guerra Civil que fue su consecuencia significó, en la historia política de España, un radical corte con el pasado. Su más cercano antecedente, la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930), había mantenido al rey en la jefatura del Estado, pero ahora el primer acto jurídico de los militares rebelados contra la República consistió en crear una Junta de Defensa Nacional que por decreto de 24 de julio de 1936 asumió todos los poderes del Estado y la representación del país ante las potencias extranjeras. Era verdaderamente un acto fundacional por el que un órgano colegiado, formado solo por militares, asumía todos los poderes y comenzaba a legislar por decreto. Como ya se ha indicado, la asunción y concentración de todos los poderes por la Junta se transfirió por decreto de 29 de septiembre de 1936 al general de división Francisco Franco, nombrado ese día jefe del gobierno del Estado. El decreto atribuía a Franco «todos los poderes del Estado» y lo nombraba «Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire», confiriéndole el cargo de General Jefe de los ejércitos de Operaciones.

Lo que se creó en esos primeros meses de la Guerra Civil fue, por tanto, una especie de dictadura cesarista, soberana, sin límites de tiempo o condición. Con una jefatura del Estado dotada de facultades omnímodas, un partido único, un gobierno y una incipiente administración central del Estado, quedaba aún por dar el siguiente paso: una ley constituyente. El mismo Serrano Suñer elaboró un proyecto de Ley de Organización del Estado que lo definía como «instrumento totalitario al servicio de la integridad de la Patria», y atribuía la suprema potestad política al jefe del Estado. El proyecto no concedía al gobierno ninguna atención especial, reducía las Cortes a una extensión del Consejo Nacional de Falange, atribuía a la Junta Política de Falange la función de enlace entre Estado y Movimiento y preveía un Consejo de Economía encargado de promover la industria nacional. Era lo más cercano a una constitución fascista que se podía pensar y en el seno mismo de aquel gobierno, donde no todos veían con buenos ojos el creciente poder de Serrano Suñer, surgieron voces discrepantes, centradas en dos puntos: el proyecto concedía demasiado poder al partido sobre el gobierno; y había en él muy poca identidad católica para el Nuevo Estado.

Esas reticencias se habrían disipado si Serrano hubiera contado con el apoyo de Franco para su proyecto de ley. Pero Franco no mostró ningún interés en dotarse de un «instrumento totalitario» ni en iniciar un proceso constituyente. Lo primero, porque un instrumento de ese tipo podría concentrar algún día un poder que atentara contra su suprema potestad, como se había visto en Italia; lo segundo, porque la experiencia de Primo de Rivera le había enseñado que una dictadura podía irse al traste desde el momento en que sus partidarios comenzaran a discutir acerca de una futura constitución. Comprendía Franco, sin embargo, la conveniencia de reunir en una Cámara desprovista de poder legislativo una representación de todos los que disfrutaban de una posición en aquel sistema de clientelismo burocrático. Era preciso dotar al Estado en formación de algún organismo representativo, no de la sociedad, sino de las mismas instituciones públicas.

Accedió, pues, a promulgar el 17 de julio de 1942 una Ley Constitutiva de Cortes que desde su preámbulo reafirmaba para la jefatura del Estado la «suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general», de la que ya disfrutaba desde el decreto que creaba el primer gobierno del nuevo régimen: no un Estado totalitario, sino un jefe de Estado investido de suprema potestad, ejercida en virtud del principio de unidad de poder y coordinación de funciones. Las nuevas Cortes renunciaban a definirse como representantes de nadie; por supuesto, no de la soberanía popular, pero tampoco de un partido o de un movimiento, y no reclamaban para sí la potestad legislativa. Las Cortes se definían como «órgano superior de participación del pueblo en las tareas del Estado» pero, como ya se sabía desde lostiempos de Primo de Rivera, no había mejor cámara de representación popular que la formada por cargos previamente designados por el jefe del ejecutivo. En realidad, las Cortes eran como una representación de todo el aparato estatal, con los ministros, los consejeros nacionales de Falange, los designados directamente por el jefe del Estado, los presidentes de altos organismos, los representantes de los sindicatos nacionales, los alcaldes de la provincia o de determinadas capitales y algunos obispos que de esta forma hacían visible la identidad de Iglesia y Estado: por esos cauces tendría que participar el pueblo en las tareas del Estado.

A la Ley de Cortes se añadió pocos meses después del triunfo de los aliados la Ley de Referéndum Nacional, de 22 de octubre de 1945, por la que la jefatura del Estado se autoconcedía la potestad de instituir la consulta directa a la nación en referéndum que se llevaría a cabo entre todos los hombres y mujeres mayores de veintiún años. Esa potestad se ejerció por vez primera dos años después, cuando culminó esta primera fase de institucionalización del régimen con la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947. El gobierno español atravesaba entonces el momento de más fuerte presión ejercido por los aliados cuando decretaron la retirada de embajadores y el aislamiento de España. Los obispos, que mantenían en todos los foros posibles su discurso de cruzada contra el comunismo, publicaron llamamientos y exhortaciones pastorales para empujar a todos los españoles a cumplir como católicos su deber de depositar la papeleta en las urnas: «Por Dios y por España, todos a votar», escribió el obispo de Madrid.

La Ley de Sucesión, promulgada como respuesta dilatoria a las presiones para iniciar una transición de la dictadura a la monarquía, fue mucho más de lo que su nombre indica. En su artículo primero, España se definía como «Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Ahora bien, en ese Reino, la jefatura del Estado correspondía a una persona concreta, definida en la nueva ley como Caudillo de España y de la Cruzada y Generalísimo de los ejércitos. Lejos de garantizar el normal orden sucesorio, el artículo 6 de la ley atribuía al jefe del Estado la facultad de proponer a las Cortes la persona que estimara oportuna para sucederle en su día a título de rey o de regente. Además de esta facultad, Franco se reservaba, respecto a la persona que hubiera de ocupar el trono, el poder de revocar su nombramiento, una forma de controlar la conducta de quien en su día fuera nombrado sucesor. Por supuesto, la monarquía no podría recurrir a ninguna legitimidad histórica, de origen o hereditaria: Franco podía elegir entre las personas de estirpe regia a quien bien quisiera con tal de que fuera varón, español, de treinta años cumplidos, católico y que hubiera jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional.

La Ley de Sucesión, además de definir la forma de Estado, atribuir a Franco la jefatura vitalicia, crear un Consejo de Regencia y un Consejo del Reino, y regular con todo detalle la sucesión en la jefatura del Estado, proclamaba como Leyes Fundamentales de la Nación el Fuero de los Españoles, el Fuero del Trabajo, la Ley Constitutiva de Cortes, la Ley de Referéndum y la misma Ley de Sucesión. Eran leyes extraordinarias que no se podrían derogar ni modificar sin el acuerdo de las Cortes y el referéndum de la nación. Pero estas cinco leyes fundamentales no constituían un bloque cerrado: la misma Ley de Sucesión preveía la posibilidad de que se dictaran nuevas leyes con ese mismo rango: Franco nunca tuvo prisa en dotarse de un marco «constitucional» cerrado. Habrán de pasar, sin embargo, otros diez años para que una nueva Ley Fundamental vea la luz: la de Principios del Movimiento, de 17 de mayo de 1958; y otros diez más para que el edificio se dé por terminado con la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967.



2.2. NACIONALCATOLICISMO Y «DEMOCRACIA ORGÁNICA»



En julio de 1945 Franco nombraba ministro de Asuntos Exteriores a Alberto Martín Artajo, presidente de la Junta Nacional de Acción Católica y dirigente de la ACNP (Asociación Católica Nacional de Propagandistas), una organización fundada en 1909 con el intento de formar a los cuadros intelectuales y profesionales para ocupar altos cargos en la sociedad y en el Estado. El nombramiento se enmarcaba en una estrategia de cambio de imagen del régimen, como consecuencia de la nueva situación internacional que se había creado tras la derrota de las potencias del Eje. Además de la designación para un ministerioclave de un acreditado exponente del mundo católico, en un momento de graves dificultades para el país, se tomaron otras medidas. La Vicesecretaría para la Educación Popular —encargada del control de la prensa, la censura y la propaganda, hasta aquel momento dirigida por la Falange— pasó al Ministerio de Educación Nacional, cuyo titular fue, desde 1939 hasta 1951, José Ibáñez Martín, miembro de la ACNP y precedentemente diputado de la CEDA.

El ascenso de los «católicos» a las esferas de gobierno estuvo acompañado de disposiciones dirigidas a «desfascistizar» el régimen, eliminando los signos externos más vistosos. Así, quedó suprimido por decreto el saludo romano y, en las ceremonias oficiales, progresivamente Franco fue abandonando el uniforme de Falange. En cambio, los rasgos sacrales de su carisma comenzaban a formar parte de lo cotidiano. A partir de 1947, la leyenda «Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios» rodeó la efigie del dictador grabada en las monedas.

Entre las medidas que, lejos de representar alguna forma de apertura liberal del régimen dictatorial, tendían a una prudente «desfalangistización» del aparato institucional, cabe incluir la supresión —que resultó temporal— de la categoría de ministerio a la Secretaría General de FET y de las JONS. Sin embargo, el falangista José Antonio Girón, en el reajuste de gobierno de 1945, mantuvo la cartera de ministro de Trabajo hasta 1957 y Raimundo Fernández Cuesta recibió la de Justicia. Los ministerios de las Fuerzas Armadas y los de Obras Públicas fueron asignados a militares.

Franco, fiel a la línea de no marginar a ninguno de los componentes del régimen, seguía siendo árbitro absoluto mediante un equilibrio de poderes en la distribución de cargos que respondía a necesidades internas y externas. La política cultural promovida por el Instituto de Cultura Hispánica, y destinada a intensificar las relaciones con América Latina, pretendía tanto contrastar el aislamiento internacional como construir un consenso interno. Consecuentemente se incrementaron los recursos presupuestarios del Ministerio de Asuntos Exteriores destinados a las actividades culturales con los países latinoamericanos, pasando del 3% en 1945 al 12,5% en 1949 y 1950 (Delgado Gómez-Escalonilla, 1999, pág. 155). Son también los años en los que el Opus Dei, instituto secular fundado en 1928 por el sacerdote José María Escrivá de Balaguer, se abre camino en importantes instituciones culturales y en las universidades. Un miembro del Opus Dei, José María Albareda, fue secretario general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas desde 1939 hasta 1966.

Paralelamente, en sus discursos públicos y en las entrevistas, Franco subrayaba la distancia entre el fascismo y el régimen español, en cuanto católico, y presentaba las reformas propuestas como elementos constitutivos de la «democracia orgánica». De hecho, la Ley de Sucesión confirmaba la denominación de España como «Estado católico», y el artículo 6 del Fuero de los Españoles (BOE, 30-6-1945) afirmaba: «La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni en el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica». En el artículo 12 se afirmaba la libertad de expresión, pero, como ya se ha indicado, solo mientras no atentara contra los principios fundamentales del Estado; el artículo 13 garantizaba «la libertad y el secreto de la correspondencia»; el artículo 18 rezaba: «Ningún español podrá ser detenido sino en los casos y en la forma que prescriben las leyes. En el plazo de setenta y dos horas todo detenido será puesto en libertad o entregado a la autoridad judicial». Sin embargo, estos y otros derechos podían ser «temporalmente» suspendidos por el gobierno «total o parcialmente» mediante decreto ley (art. 35).

La promulgación del Fuero de los Españoles estuvo precedida por encuentros entre exponentes del gobierno y de la jerarquía eclesiástica, preocupada esta por su posible identificación con el régimen dictatorial pero, al mismo tiempo, interesada en recuperar espacios frente a la Falange.

La Iglesia, a través de sus voces más autorizadas, brindó un importante apoyo teórico para la reincorporación de España en Europa, diseñando un itinerario político-religioso coherente y consecuente, que empezaba por la «necesidad» de la Guerra Civil y terminaba con la no intervención en la Segunda Guerra Mundial. El modelo nacionalcatólico se presentaba como «singularidad», que comportaba también la redefinición de un concepto de democracia ligado a la «diferencia» española, cuyas raíces ahondaban en una tradición mítica, caracterizada por la identificación entre patria y catolicismo, seña de identidad de la «esencia española» y garantía de convivencia civil. Esta interpretación estaba presente en la carta pastoral Conducta de España en la guerra y en la paz, redactada en mayo de 1945 por el arzobispo Enrique Pla y Deniel, sucesor en la sede primada de Toledo del cardenal Isidro Gomá, fallecido en 1940. La pastoral condenaba la guerra, considerándola justa solo en caso de necesidad, de acuerdo con lo establecido en el Syllabus. Aclaraba que la Segunda Guerra Mundial no tenía nada que ver con la Guerra Civil española, y que esta última había sido provocada por la imposibilidad de alcanzar «según la consigna de la Santa Sede, la colaboración para el bien común, aun dentro del régimen republicano». Reiteraba el carácter de «verdadera Cruzada» de la Guerra Civil, a la vez que subrayaba la importancia de la neutralidad del gobierno español en el conflicto mundial. España se presentaba como la nación que «ha influido en la Historia descubriendo y civilizando junto con otras naciones al Nuevo Mundo». La pastoral concluía con una llamada a esa unidad que engrandeció el país en los Siglos de Oro, deseaba al Estado «la solidez de firmes bases institucionales» e invitaba a los ciudadanos a colaborar, a través de las «instituciones naturales de la familia, profesión y municipio».

La especificidad del «problema español» sería reafirmada por Franco un mes después en un discurso pronunciado en Radio Nacional: «… ni nuestras tradiciones, ni nuestro carácter individualista e independiente, ni el sentido católico de la vida que en España predomina, son compatibles con las fórmulas que sacrifican al hombre y la iniciativa privada a la absorción de un Estado monstruoso y omnipotente. Cada nación resuelve sus problemas internos de acuerdo con sus tradiciones y peculiaridades».

En este contexto, la Iglesia acogía favorablemente el Fuero de los Españoles. La revista Ecclesia (órgano de la Acción Católica Española) publicaba el texto de la ley el 21 de julio de 1945 y en el editorial se comentaba: «con el Fuero de los Españoles, recientemente aprobado por las Cortes, la política española bordeaba la perfección». Al mismo tiempo aparecían críticas al antisemitismo y al racismo. El teólogo Gregorio Rodríguez de Yurre publicaba, entre junio y agosto de 1945, una serie de artículos en la misma revista, en los que condenaba el racismo, identificando sus antecedentes (Gobineau, Chamberlain, Nietzsche), y analizaba la relación entre el Partido Nacionalsocialista y el catolicismo alemán, así como el Concordato entre el Vaticano y el Tercer Reich.

La orientación general era la de reequilibrar la imagen de una España que había sido aliada del Eje y que, durante unos años, había adoptado formas y estilos del régimen fascista italiano. Sin embargo se seguía condenando cualquier forma de democracia parlamentaria. En el número de septiembre-octubre de 1945, la revista de los jesuitas, Razón y fe, publicaba un editorial dedicado al final de la Segunda Guerra Mundial en el que se defendía la imposibilidad de practicar el sufragio universal «directo, inorgánico e indiscriminado», al considerarlo inoportuno en una España de posguerra en la que aún pervivían rencores y «ánimos alterados». Como ejemplo negativo se mencionaban las constituciones y la vida parlamentaria de los siglos XIX y XX.

El antiliberalismo seguía siendo un potente factor de cohesión entre Falange, Ejército e Iglesia, mientras que una hábil propaganda exaltaba la «democracia orgánica» como especificidad española y como «diversidad» respecto a los regímenes fascistas. La Cruzada, cemento de la unidad nacional, era evocada frecuentemente en los discursos del Caudillo, en las revistas religiosas, en las pastorales y en los periódicos, destacándose su espíritu antimasónico y anticomunista. Al carisma militar y providencial del jefe del Estado se añadía la representación de un Caudillo como salvaguardia de Occidente, según lo difundido en la biografía-hagiografía de Luis de Galinsoga, escrita en colaboración con el teniente general Franco Salgado, publicada en 1956 con el título de Centinela de Occidente.

«Cambios cosméticos», «maquillaje», «camuflaje» son las definiciones utilizadas por la historiografía española para indicar las transformaciones de fachada realizadas por el régimen durante esos años. Una voz aislada, la del exministro de Agricultura durante la República, Manuel Giménez Fernández, procedente de la CEDA, denunciaba: «Ni el sentido cristiano de la libertad es compatible con la tribuna amordazada, la prensa esclava, el libro censurado, la asociación libre proscrita y la opinión disconforme draconianamente perseguida…» (Tusell, 1984, pág. 77). Sin embargo, en lo que se refiere a la enseñanza, habrá que esperar hasta 1951 para ver algún cambio. Fue en este año cuando Joaquín Ruiz-Giménez, por entonces embajador ante el Vaticano, fue llamado para ocupar el cargo de ministrode Educación. Entre las primeras decisiones del nuevo ministro destaca el nombramiento de Pedro Laín Entralgo como rector de la Universidad de Madrid y Antonio Tovar de la de Salamanca, ambos procedentes de Falange, pero abiertos a la recuperación del pensamiento de la Generación del 98. En particular, Laín Entralgo había protagonizado, años antes, una polémica emblemática del inmovilismo cultural dominante. Su libro España como problema (1949), en el que se sugería la posibilidad de reconsiderar aspectos de la historia cultural de España que no fueran solo la expresión de un catolicismo monolítico, obtuvo una dura respuesta de Calvo Serer que, en España sin problema (1949), defendía la validez de la tradición «ortodoxa» de Menéndez Pelayo para «mantener la homogeneidad conquistada en 1939». (Díaz, 1992, págs. 53-54).

La vuelta de Ortega y Gasset a Madrid, en 1945, y sus clases en el Instituto de Humanidades en 1949 y 1950, hacían renacer la esperanza de una recuperación del pensamiento liberal. Su muerte, sobrevenida en 1955, dio lugar a actos conmemorativos celebrados en la Facultad de Letras de Madrid, en los que participaron numerosos profesores y estudiantes.

La reforma de la enseñanza media, llevada a cabo en 1953 por Ruiz-Giménez, promovió un acceso más amplio a la educación y produjo algunos cambios en los programas. Se reorganizó el sistema de oposiciones con el fin de limitar abusos y arbitrariedades, y se fijaron normas que regulaban las actividades de los centros religiosos, medida que suscitó las críticas de la Iglesia. (Puelles Benítez, 1980, págs. 387-392). En los manuales escolares se atenuaba la retórica agresiva de los años de la posguerra, pero se mantenía el tono triunfalista y la presentación de la historia como cumplimiento de los designios de la Providencia, por supuesto reflejando el conformismo que aún dominaba en la historiografía oficial. Sin embargo, cabe mencionar, como voces disonantes, los volúmenes de la historia de España dirigidos por el filólogo e historiador Ramón Menéndez Pidal, exentos de toda concesión apologética, y la renovación llevada a cabo en la Universidad de Barcelona por la escuela de Jaime Vicens Vives, historiador catalán que en 1957 coordinó la fundamental Historia de España y América social y económica. Además, la historiografía se enriquecía con las valiosas aportaciones de historia política de Miguel Artola, y las de historia social y de las mentalidades de Antonio Domínguez Ortiz y José María Jover Zamora.

La firma del Concordato entre España y el Vaticano, en agosto de 1953, brindó un reconocimiento oficial al nacionalcatolicismo y legitimó la imagen confesional del régimen en el ámbito internacional. Se otorgaban a la Iglesia numerosos privilegios, espacios y poderes, como la enseñanza obligatoria de la religión católica en escuelas y universidades, dotaciones, exenciones de impuestos y subvenciones para la reconstrucción de lugares de culto y centros de estudio. El artículo XXVI establecía: «En todos los centros docentes, de cualquier orden o grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica». Y el artículo XXVII: «El Estado español garantiza la enseñanza de la Religión católica como materia ordinaria y obligatoria en todos los centros docentes sean estatales o no estatales, de cualquier orden o grado». (Eran dispensados los hijos de no católicos en caso de solicitud de sus padres). En el Protocolo final se subrayaba la validez del artículo 6 —sobre libertad de cultos no católicos— del Fuero de los Españoles.

Además el Concordato reforzaba la sacralización del carisma de Franco a través del artículo VI que establecía: «… los sacerdotes españoles diariamente elevarán preces por España y por el Jefe del Estado, según la fórmula tradicional y las prescripciones de la Sagrada Liturgia». Dos meses después el cardenal Pla y Deniel disponía que, en la misa, los sacerdotes «digan la oración Et famulos con las palabras Ducem nostrum Franciscum». A finales de año, Pío XII otorgaba a Franco la Orden Suprema de Cristo, importante condecoración del Vaticano, que nunca se había concedido a un jefe de Estado español. El Caudillo, en su mensaje a las Cortes del 24 de octubre de 1953, exaltaba el Concordato y los honores recibidos, «que hacen de España una de las naciones predilectas de la Iglesia», presentándolos como «premio» al pueblo español por su defensa de la Iglesia.

Ceremonias y ritos seguían representando legitimaciones y reconocimientos recíprocos entre el Estado y la Iglesia. En mayo de 1954, con ocasión de las celebraciones del séptimo centenario de la fundación de la Universidad de Salamanca, y en un clima apoteósico, Franco recibió el título de doctor honoris causa en Derecho canónico. Entre los méritos atribuidos al Caudillo se destacaban el espíritu cristiano por él «imprimido a toda una legislación» y la reciente firma del Concordato.

Hasta principios de los años sesenta, peregrinaciones, bendiciones de reliquias y procesiones presididas por exponentes del Ejército y de Falange Española continuaban avalando la imagen de un régimen compacto y de un pueblo sumamente devoto. En julio de 1954, con ocasión de la Ofrenda, antigua ceremonia que se celebra cada año en Santiago de Compostela con la asistencia de autoridades de la Iglesia y del Estado, el arzobispo y Franco reiteraban, mediante el rito de la «invocación» y «respuesta», el carácter de cruzada de la guerra y la importancia de la «unidad católica». Sin embargo, ese mismo año, una encuesta realizada por la Asesoría Eclesiástica Nacional y publicada en la revista Ecclesia, revelaba la escasa devoción de los trabajadores y su ignorancia religiosa. Entre las múltiples causas señaladas por la encuesta figuraban el «virus marxista», la falta de «medios de instrucción y de divulgación religiosa cerca de ellos» y la estrechez económica; además se añadía: «Tanto a la Iglesia como al sacerdote los consideran los trabajadores más inclinados hacia el capital que hacia los humildes, y aun juzgan de nuestro apostolado que protege más bien a los ricos que a los pobres».

La cuestión social empezaba a ser fuente de preocupación en algunos sectores de la Iglesia; era objeto de frecuentes intervenciones por parte de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) y la JOC (Juventud Obrera Católica), organizaciones creadas por Acción Católica con el objetivo de recuperar para el catolicismo el mundo del trabajo y que gradualmente se convirtieron en espacios de deslegitimación del régimen. Sin embargo, la Iglesia española estaba todavía lejos de plantear la cuestión de la «reconciliación nacional». Las primeras señales de una voluntad de superar la fractura entre vencedores y vencidos surgirán de los estudiantes universitarios, aprovechando las tímidas aperturas realizadas durante el mandato de Ruiz-Giménez.

En 1955 un grupo de estudiantes de izquierdas, junto con algunos falangistas de la Universidad de Madrid, pedían, con el apoyo del rector Laín Entralgo, la celebración de un Congreso de Escritores Jóvenes, con el propósito de recuperar corrientes de pensamiento censuradas o marginadas por el régimen. Como consecuencia del rechazo de los dirigentes del SEU, la propuesta inicial se transformó en solicitud de un sindicato más representativo, mediante un documento que en una sola hora recogió más de 3000 firmas. Repartido el 1 de febrero de 1956, el documento llamaba a la organización de un congreso nacional de estudiantes. Grupos de personas con camisa azul asaltaron la Facultad de Derecho y, en la manifestación convocada pocos días después, un joven del Frente de Juventudes resultó gravemente herido por los disparos accidentales de un policía o de un falangista. Los responsables de la iniciativa del Congreso fueron detenidos y se descubrió que, además de estudiantes de izquierdas, habían participado en ella falangistas como Dionisio Ridruejo e hijos de falangistas. Los acontecimientos de febrero de 1956 marcaron un giro, ya que evidenciaron una oposición al régimen que prescindía de la división generada por la Guerra Civil.

Dos meses después, la Agrupación Socialista Universitaria, a través de un manifiesto, declaraba su voluntad de «reconciliarnos con España y con nosotros mismos». Fue suficiente que un ministro y un rector dejaran abierta la posibilidad de introducir cambios moderados para que los jóvenes, «hijos de los vencedores y de los vencidos», como se decía en ese manifiesto, repartido el 1 de abril, aniversario de la victoria, inaugurasen un lenguaje diferente sobre la Guerra Civil que quedaba reducida a un hecho puramente militar que no había resuelto ninguno de los problemas pendientes (Juliá, 1999). El documento critica explícitamente la política triunfalista de la victoria del régimen y sus resultados negativos y señala la contradicción entre la presencia de España en organismos europeos como la UNESCO y la violación de los derechos del hombre (Doc. 7[*]). A consecuencia de los acontecimientos de febrero, Laín Entralgo dimitió y los ministros de Educación y del Movimiento, Ruiz-Giménez y Fernández Cuesta, según una modalidad muy propia de Franco, fueron destituidos de sus cargos.



2.3. AISLAMIENTO, GUERRA FRÍA Y ACUERDOS CON ESTADOS UNIDOS



Con la Ley de Sucesión de julio de 1947 se había cerrado el primer ciclo de leyes fundamentales, creadoras del Nuevo Estado. Habían pasado más de diez años desde el inicio de la Guerra Civil y del nombramiento de Franco como jefe del gobierno del Estado. Lascaracterísticas que definían al nuevo régimen estaban ya perfectamente perfiladas: un Estado católico, constituido en Reino, con la jefatura atribuida de forma vitalicia a Franco, que retenía la suprema potestad normativa, aunque asistido por una Cámara de representación orgánica, los Consejos del Reino, de Regencia y de Ministros y, en fin, con una vía de comunicación directa entre el jefe del Estado y el pueblo a través del referéndum, como fue habitual en todos los regímenes totalitarios de la época.

La institucionalización de este Estado dictatorial tuvo lugar en condiciones de penuria y hambre en el interior y de aislamiento en el exterior. En junio de 1945, la conferencia de San Francisco aprobaba una propuesta de México que vetaba, sin nombrarla, el ingreso de España por ser uno de los Estados con un régimen establecido con la ayuda de las Fuerzas Armadas que habían luchado contra las Naciones Unidas. Cuando la guerra del Pacífico llegaba a su fin, los aliados aprobaron hacia la España franquista una política que en sus líneas fundamentales había sido elaborada por el gobierno británico. Frente a la propuesta de intervención del secretario del Foreign Office, Anthony Eden, para poner fin al régimen por medio de presiones conjuntas de Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, sustituyéndolo por una oposición moderada, prevaleció la visión del primer ministro, Winston Churchill: a Franco habría de sucederle la restauración monárquica en la persona de Juan de Borbón, que buscaría apoyo en el Ejército y en los círculos de la oposición moderada; pero, añadía Churchill, los aliados no debían en ningún caso intervenir directamente para provocar la caída del dictador, que perjudicaría los intereses británicos y aprovecharía únicamente a la Unión Soviética.

Tal fue en definitiva la política aprobada en la conferencia de Potsdam, en julio de 1945, frente a la propuesta de Stalin de romper todas las relaciones con Franco y apoyar su sustitución por una coalición de fuerzas democráticas. Fue la delegación británica —encabezada por el nuevo primer ministro el laborista Clement Attlee— la que presentó el proyecto de resolución recogido en la declaración final: los aliados no apoyarían la candidatura del gobierno español al ingreso en la Organización de Naciones Unidas porque no poseía, en razón de sus orígenes, su carácter y su asociación con los agresores, las calificaciones necesarias, pero tampoco adoptarían medidas más severas con el propósito de provocar la caída del dictador. Mostraban, desde luego, su deseo de que los españoles pudieran darse libremente el régimen de su preferencia, pero no decían nada acerca de lo que estaban dispuestos a hacer para devolverles la libertad si Franco decidía permanecer en la jefatura del Estado.

La respuesta del régimen a las presiones que durante el verano de 1945 le llegaban del exterior consistió, como ya se ha indicado, en rebajar toda su parafernalia fascista de uniformes y saludos, a la vez que se acentuaba su contenido católico y su anticomunismo confeso. Fue una convicción muy pronto sentida por los círculos de poder más próximos a Franco que el triunfo aliado no sería más que el preludio de un nuevo conflicto, esta vez entre la Unión Soviética y las democracias occidentales. Partiendo de este supuesto, la recomendación que el almirante Carrero presentaba a Franco en un memorándum era de una contundencia brutal: orden, unidad y aguantar. Era preciso reforzar los mecanismos de represión, torturar si el caso lo exigía, mantener sin fisuras la unidad en torno a Franco y esperar que el temporal amainara. Para esa política fue de importancia crucial que el catolicismo político y la jerarquía de la Iglesia católica cerraran filas en torno a Franco.

Los aliados mantuvieron, sin mayores resultados, su política de presión pero no intervención. Por razones de política interior, tras la subida de la coalición de izquierda al gobierno, Francia decidió unilateralmente cerrar su frontera con España el último día de febrero de 1946. Fue una decisión que resultaría inadecuada para el objetivo perseguido y perjudicial para los intereses industriales y comerciales de Francia en España. Pocos días después del cierre de la frontera, el 4 de marzo de 1946, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos firmaron una nota conjunta en la que volvían a mostrar su repudio al régimen pero también su voluntad de no intervenir esperando que los españoles encontraran algún medio para conseguir que Franco abandonara pacíficamente el poder.

El resultado final de esta política de las tres potencias occidentales fue, por una parte, que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no encontrara en el régimen de Franco motivos suficientes para calificarlo como «un peligro» para la paz mundial y, por tanto, no considerara obligada una intervención exterior para derrocarlo; por otra, que la Asamblea General aprobara, en su primera reunión de diciembre de 1946, una dura resolución en laque se mostraba convencida de que «el gobierno fascista de Franco» fue impuesto al pueblo español por la fuerza y recomendaba la exclusión de España de los organismos internacionales establecidos por la ONU. La Asamblea recomendaba también al Consejo de Seguridad que tomara las medidas necesarias para remediar la situación si en un tiempo razonable no se había establecido un gobierno cuya autoridad dimanase de los ciudadanos e instaba a todos los miembros de la Organización a que retirasen de España sus embajadores y ministros plenipotenciarios.

Esta última recomendación de la Asamblea General fue seguida por todos los miembros de la ONU excepto por el Vaticano, Portugal, Irlanda, Suiza y Argentina. Desde el Ministerio de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo intentará compensar el aislamiento con políticas hacia América Latina y hacia los países árabes. Decisivo resultó el apoyo de Juan Domingo Perón, que concedió un crédito de 350 millones de dólares para que España pudiera adquirir trigo en Argentina, mientras su esposa Eva Duarte visitaba el país entre aclamaciones populares. Pero el panorama para el régimen se presentaba más sombrío que nunca cuando finalizaba el año 1946: los embajadores se habían retirado, Francia mantenía cerrada la frontera, el Reino Unido persistía en sus presiones por un cambio pacífico hacia la monarquía y, peor aún, el Departamento de Estado de Estados Unidos parecía muy sensible a las ventajas que suponía para la Unión Soviética, en el terreno de la propaganda, el mantenimiento del régimen de Franco. Si, en efecto, los aliados occidentales mostraban tan gran pasividad ante un régimen cómplice de nazis y fascistas, la Unión Soviética no tenía por qué dar cuenta de lo que ocurría en los países de Europa oriental, progresivamente sovietizados.

El Departamento de Estado podía sentirse preocupado por la permanencia de Franco, pero lo que de verdad inquietaba al Pentágono era qué podría ocurrir si Franco caía. Sin duda, Estados Unidos desearía un cambio en España, pero una república era impensable y la monarquía carecía de apoyos internos. Por otra parte, a medida que avanzaba el año 1947 crecía el temor de que el mundo se encaminaba fatalmente a un enfrentamiento bipolar: la doctrina Truman, elaborada en marzo de ese año, llevaba a realzar el valor estratégico de España y bloqueaba cualquier iniciativa hacia la oposición a Franco que fuera más allá de la expresión de buenos deseos. Era cada vez más patente que la política de aislamiento había llevado a resultados contrarios: fortalecía a Franco en el interior y no favorecía en nada los acuerdos entre la oposición moderada del interior, que deseaba una rápida restauración de la monarquía, y algunos políticos del exilio, que aspiraban a un restablecimiento de la democracia.

De modo que 1948 se caracterizó por el relajamiento de la política de aislamiento y la reanudación de relaciones comerciales normales con el régimen de Franco. En enero, el presidente Truman aprobaba la propuesta del Consejo Nacional de Seguridad de normalizar las relaciones con España. Acto seguido, el 10 de febrero, Francia reabría su frontera y firmaba en mayo un acuerdo comercial con España, siguiendo los que ya habían firmado Gran Bretaña e Italia. Estados Unidos aceleró entonces su cambio estratégico y, bajo su iniciativa, la segunda Asamblea General de la ONU dejó de incluir en sus resoluciones la condena de la primera, que de todas formas se mantenía vigente aunque cada vez más vacía de contenido eficaz. El lobby que José Félix de Lequerica, con rango de embajador, había establecido en Washington fomentó los viajes a España de senadores y militares y abrió las puertas a los primeros créditos que en 1949 la banca americana concederá al Estado español.

El camino estaba ya expedito, aunque los progresos serán muy lentos por las reticencias de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña a aceptar al régimen de Franco en los foros internacionales. De hecho, España llegará al final de la década sin ser miembro del Consejo de Europa ni de la OTAN, sin participar en el plan Marshall ni haberse incorporado a la Organización Europea de Cooperación Económica. Sin embargo, la guerra de Corea, en el verano de 1950, acabará por inclinar en Washington la balanza hacia quienes habían insistido, durante los años anteriores, en las ventajas estratégicas de España para la política de contención del comunismo. Ese mismo año, la nueva política está ya suficientemente madura para arrastrar a una mayoría de países a aprobar una nueva resolución en la Asamblea General de la ONU que revocaba la de 1946 y levantaba la prohibición de embajadores. En marzo de 1951, Stanton Griffis presentaba sus cartas credenciales como embajador de Estados Unidos en Madrid, en medio de un despliegue de pompa, como primer adelantado de lo que el régimen celebrará como el regreso de los embajadores y el triunfo de su verdad ante las democracias occidentales.

A estas alturas, era ya evidente que Washington había desplazado a Londres como centro de la política de las potencias occidentales hacia España. La misión del embajador Griffis consistía en incorporar a España al sistema de seguridad occidental al margen de los organismos multilaterales y en incluirla en los planes de recuperación económica al margen del plan Marshall. Las conversaciones llegaron a buen puerto en un tiempo razonable. Estados Unidos y España firmarán en septiembre de 1953 un Acuerdo Ejecutivo, que no tenía que pasar por la aprobación del Congreso ni del Senado, por el que Estados Unidos dispondrá de bases e instalaciones en España sobre las que Washington, gracias a las cláusulas secretas que acompañaban al Convenio, gozará de capacidad de decisión unilateral. «Protocolo de la impotencia», como lo ha llamado Ángel Viñas, estas cláusulas secretas implicaban una sustancial dejación de soberanía por la que España recibirá en adelante el apoyo político, económico y militar de su poderoso aliado. Algo similar ocurrió con el reconocimiento recibido por el régimen de Franco un mes antes gracias a la Santa Sede: a cambio de su espaldarazo internacional, Franco reafirmó para la Iglesia por el Concordato de 1953 una larga serie de privilegios económicos, jurídicos, educativos, sin parangón posible en ningún Estado europeo: el Estado, definido como católico por la Ley de Sucesión, se hacía algo más que católico en la práctica.

Con estos dos pactos, España salía por fin del ostracismo, aunque lo hiciera por la puerta de atrás de dos acuerdos bilaterales en los que había dejado jirones de su soberanía. En los dos años anteriores, y a caballo de la vuelta de embajadores, había sido admitida en los organismos internacionales del sistema de Naciones Unidas: la Organización Meteorológica Mundial, la FAO, la Organización Mundial de la Salud, la UNESCO. Quedaba todavía pendiente la admisión como miembro de la Organización de Naciones Unidas, pero todo se andará. En 1955, solo dos años después de los convenios con Estados Unidos y del Concordato con el Vaticano, la situación habrá madurado ya lo suficiente para que la Asamblea General olvide todas sus resoluciones anteriores y acepte a España como miembro de la organización. Ha terminado el aislamiento y Franco puede prepararse para iniciar una nueva etapa de su régimen.



2.4. OPOSICIÓN EXTERIOR Y REPRESIÓN INTERIOR



A partir del otoño de 1943, con el curso de la guerra mundial inclinado definitivamente del lado de las potencias aliadas y con la aparición de una tímida oposición interna a la permanencia de Franco en la jefatura del Estado, protagonizada por disidentes monárquicos, comenzaron a dar sus primeros frutos los penosos esfuerzos de reorganización en el interior de España de los partidos y sindicatos obreros. Sin posibilidad de conocer qué pasaba con sus correligionarios en el exilio, los socialistas del interior se declararon a favor del retorno a la situación de 1936 y propugnaron la convocatoria de elecciones generales. Para avanzar en esa dirección, fomentaron los contactos políticos con los sindicalistas de la CNT y con los partidos republicanos, manteniendo las distancias con los comunistas que, por su parte, habían creado la Unión Nacional Española, primer intento por agrupar bajo su dirección a diversos grupos de oposición a la dictadura.

Fruto de las expectativas suscitadas por la inminente derrota alemana y de los contactos entre socialistas, sindicalistas y republicanos fue la creación, a mediados de 1944, del primer organismo unitario de oposición al régimen de Franco, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. En octubre, las conversaciones entre republicanos, sindicalistas y socialistas desembocaron en la publicación de la primera declaración programática para poner fin a la dictadura por medio de un gobierno provisional que presidiera un período de transición hacia una plena democracia. La Alianza se declaraba a favor del restablecimiento del régimen republicano, pero no cerraba las puertas a una futura colaboración con las fuerzas políticas favorables a la restauración monárquica: un gobierno provisional convocaría elecciones generales de las que saldrían unas Cortes que decidirían el futuro político del país. La Alianza declaraba, además, como núcleo de su política internacional, la adhesión a la Cartadel Atlántico y la aspiración al reconocimiento de España como potencia occidental y mediterránea.

Esta elección estaba motivada por el hecho de que la oposición española comenzaba a sacar cabeza del pozo en el que la había hundido la implacable represión de la posguerra y era consciente de que sin ayuda de los aliados sería imposible el retorno de la democracia a España. No habrá habido en la historia política española del siglo XX ninguna expectativa tan arraigada, y tan reiteradamente frustrada, como la depositada por la izquierda obrera y republicana en las democracias europeas y en Estados Unidos entre 1944 y 1953. Con la proclamación de objetivos políticos moderados, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas pretendía presentar una coalición de partidos y sindicatos de la oposición democrática como alternativa a la dictadura aceptable por las potencias aliadas, a las que atribuía la firme decisión de liquidar al régimen de Franco como si fuera un apéndice enfermo de los regímenes fascistas.

La aparente disposición de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos a desplazar a Franco del poder tuvo un primer efecto en la creciente presión del sector monárquico que pretendía poner fin al régimen reinstaurando la monarquía. El hecho de que el inspirador de la fórmula monárquica fuera el Reino Unido y que la operación exigiera el acuerdo del Ejército explica que el proyecto de restauración se desarrollara a través de cartas y comunicados a Franco rogándole que, por el bien de España, abandonara la jefatura del Estado. Don Juan de Borbón, con el apoyo de los monárquicos del interior, militares y civiles, podría servir a este propósito y su manifiesto de Lausana, publicado unos días después de la conferencia de Yalta, tiene sentido en este contexto. Por una parte, don Juan se revelaba como un decidido antifranquista, y por otra, tranquilizaba a los más conservadores prometiendo una «monarquía tradicional» a la vez que hacía un guiño a la oposición al asegurar que bajo la monarquía cabían «cuantas reformas demande el interés de la nación».

El acercamiento de un sector de las fuerzas monárquicas a la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas desató todo tipo de especulaciones. Se decía, cuando comenzaba el año 1946, que Juan de Borbón, con el apoyo del Reino Unido y de Estados Unidos, iba a presentarse en Portugal, mientras los generales parecían decididos a echar a Franco y llamar al pretendiente. Querían formar un gobierno en el que, como gran concesión a los socialistas, se les ofrecerían las carteras de Trabajo y Agricultura. Desde luego, los socialistas del interior desearían restaurar la República, pero es muy indicativo de las dudas y expectativas del momento que, aun insistiendo en la legitimidad republicana, pensaran que quizá pudiera acordarse la instauración de un gobierno de transición para presidir la consulta al país. La experiencia de la represión y de la fuerza del régimen, añadida a los contactos con la embajada británica y las conversaciones con los monárquicos, les habían convencido de lo vano que habría sido mantener la reivindicación de la legitimidad de la República como requisito previo a la transición hacia la democracia. El gobierno provisional, cuya tarea sería convocar un plebiscito sobre la forma de Estado y unas elecciones a Cortes constituyentes, no tendría, pues, un signo institucional definido.

La relativa claridad en los objetivos de la oposición interior no correspondía a la firmeza de la misma política en el exterior. En febrero de 1946, la llegada de don Juan de Borbón a Estoril se adelantó en pocas semanas a la instalación en París del gobierno de la República en el exilio, reconstituido en México el año anterior. La oposición al régimen aparecía, pues, desde Portugal y Francia, dividida entre dos legitimismos excluyentes: monarquía o república. Si la oposición pretendía presentarse ante las potencias occidentales como una alternativa creíble al régimen de Franco, monárquicos del interior y republicanos del exilio, enfrentados pocos años antes en una guerra a muerte, tendrían que empezar a negociar.

El asunto no era fácil. Socialistas y republicanos habían fundado en México, en 1942, una Junta Española de Liberación con la idea de ofrecer a los aliados un organismo que, sin hacer cuestión de la restauración republicana, sirviera como gobierno provisional para la convocatoria de un plebiscito. Pero el proyecto quedó postergado ante la euforia desatada entre los republicanos exiliados por el triunfo aliado. En septiembre de 1945, Diego Martínez Barrio, elegido un mes antes presidente de la República, encargó la formación de gobierno a José Giral, que llamó para ocupar las distintas carteras a socialistas, republicanos, nacionalistas catalanes y vascos, y representantes de los sindicatos, dejando fuera a los comunistas.



Mientras los exiliados reafirmaban la legitimidad republicana, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, con objeto de evitar una crisis en el gobierno francés y calmar a los sindicatos británicos, publicaban en marzo de 1946 una declaración en la que propugnaban la retirada pacífica de Franco, la abolición de Falange y la formación de un gobierno interino que permitiera a los españoles determinar libremente su futuro. Pero esa nota tripartita no mencionaba para nada al gobierno de la República en el exilio ni al pretendiente monárquico, y parecía alentar los esfuerzos de quienes habían antepuesto la restauración de la democracia al signo institucional del régimen que la restaurara.

Pero el gobierno de la República en el exilio no atendió a las señales que marcaban la nueva dirección, nublada la vista por el ejemplo de Francia, donde un gobierno formado por democristianos, socialistas, radicales y comunistas ponía en marcha un proceso de transición institucional que llevaría de la Tercera a la Cuarta República a través de cinco convocatorias a las urnas. La idea de un gobierno de coalición de resistentes al franquismo que dirigiera un similar proceso de transición en España, con una convocatoria de elecciones a Cortes y un plebiscito sobre la definitiva forma de Estado, estaba en el aire. Para traerla a tierra, el gobierno de la República en el exilio se inspiró en el ejemplo francés, incorporó a los comunistas y reclamó el reconocimiento de su legitimidad.

Esta iniciativa chocaba frontalmente con la nota tripartita, ratificada por la resolución de la ONU de 12 de diciembre de 1946. Ciertamente, la ONU condenaba al régimen de Franco pero invitaba a los españoles a que arreglaran su sustitución con un gobierno provisional que convocara un plebiscito. El fracaso en las negociaciones para el reconocimiento de las instituciones republicanas, por el que tanto había batallado el gobierno de Giral, abrió una crisis que solo pudo arreglarse con el nombramiento de Rodolfo Llopis, secretario general del PSOE, radicado en Toulouse, para la presidencia del gobierno. Al sostener la continuidad del gobierno de la República y dar entrada en él a Santiago Carrillo, Llopis aparecía no solo como un abanderado de la legitimidad republicana, sino como un aliado de los comunistas, lo que tal vez podía ser bien visto en Francia pero fatalmente en el Reino Unido y en Estados Unidos, donde el gobierno de Truman avanzaba por el camino de la confrontación con la Unión Soviética.

Era preciso, por tanto, según lo veía el líder de los socialistas radicados en México, Indalecio Prieto, que los socialistas españoles exiliados en Francia entendieran la nueva situación internacional y que, además de romper con los comunistas, disolvieran o, al menos, abandonaran el gobierno de la República. En esa tarea se empleó Prieto durante todo el año 1947 hasta que por fin pudo atraer a sus posiciones al grueso del exilio socialista y emprender negociaciones con los monárquicos para llegar a un acuerdo presentable a los británicos. Las negociaciones fueron laboriosas, aunque finalmente, en agosto de 1948, socialistas y monárquicos de oposición llegaron a un acuerdo en San Juan de Luz que establecía las condiciones para una transición a la democracia: concesión de amnistía, garantías de orden público sin venganzas ni represalias, eliminación de toda influencia totalitaria en el futuro gobierno, incorporación de España al grupo de naciones occidentales, libertad religiosa y consideración especial a la religión católica, para terminar con una consulta a la nación después de la devolución de las libertades.

Este acuerdo iniciaba lo que será una larga serie de documentos firmados entre diversos grupos de la oposición del exilio y de disidentes del interior y adelantaba algunos de los contenidos que caracterizarán treinta años después la transición a la democracia. Pero si el texto del acuerdo era plausible, en el tiempo de la firma era ya papel mojado. Lo era no solo porque, en el mismo momento en que se firmaba, don Juan de Borbón se entrevistaba con Franco para confiarle la educación de su hijo y desautorizaba a quienes habían negociado en su nombre, sino también porque, para agosto de 1948, el régimen había comenzado a recibir visitas de emisarios de Estados Unidos que abrieron una ventana por la que comenzó a recibir suficiente oxígeno para mantenerse con vida. En octubre de 1947, el Departamento de Estado había elaborado ya las directrices de su nueva política sobre España. Desde comienzos del año siguiente, con la reapertura de la frontera por Francia, la diplomacia española disponía de suficientes datos para saber que el aislamiento había terminado y que España, contando con el apoyo de Estados Unidos, se incorporaría en plazo no muy lejano a los organismos internacionales.

A la vez que comenzaba a abrirse al exterior, el régimen de Franco mantuvo una represión implacable en el interior. En 1945, los sindicatos clandestinos habían recibido laderrota de Alemania e Italia como un adelanto de la caída del franquismo, motivo suficiente para despertar unas expectativas que condujeron a la convocatoria de huelgas que se extienden durante dos años por Cataluña, Vizcaya, Madrid, Asturias. La represión que cayó sobre ellos, de la que fue punto culminante la matanza de Pozu Funeres —cuando varias decenas de mineros fueron arrojados al fondo de un pozo y dejados morir miserablemente el 21 de mayo de 1948—, acabó por destrozar las ya débiles organizaciones clandestinas. En Asturias, enclave tradicional de la UGT, la estructura organizativa que a duras penas se había reconstruido entre 1943 y 1947 quedará reducida poco después a un puñado de militantes veteranos. Con la CNT ocurrió algo parecido: si experimentó un renacimiento entre los años 1945 y 1947, su presencia a partir de esas fechas será puramente simbólica. Los sindicatos ya no eran ni la sombra de lo que habían sido en 1945. Los comunistas, por su parte, habían fracasado en la proyectada invasión por el valle de Arán y, aunque todavía perduró alguna actividad de guerrilleros, su aislamiento se hizo cada vez más agudo hasta la última resistencia a comienzos de los años cincuenta.

La continua caída de sus comisiones ejecutivas había vuelto más cautos a los dirigentes de partidos y sindicatos clandestinos y mucho más conscientes de la fortaleza del enemigo que sus correligionarios del exilio, todavía convencidos de que una acción de las potencias democráticas podía derrocar a Franco con tal de que se les ofreciera un instrumento de gobierno que garantizase la paz interior, y que fuera satisfactorio para la Iglesia católica y para el Ejército. Era una esperanza ilusoria, como habría de quedar definitivamente demostrado con los acuerdos firmados entre Estados Unidos y España y la posterior admisión del régimen de Franco en la Organización de las Naciones Unidas.


2.5. LA LENTA SALIDA DE LA AUTARQUÍA



Al finalizar la década de 1940, la política económica impuesta por los vencedores tras la Guerra Civil había mostrado claramente su fracaso: el nivel de renta no había alcanzado aún el de 1930; la producción agrícola había retrocedido y vivía pendiente de las condiciones climatológicas; la industria sufría estrangulamientos en suministros básicos y se encontraba sumida en una profunda depresión; toda la economía se sentía atenazada por el extremado intervencionismo estatal y por la proliferación de una burocracia ineficiente; el mercado negro había florecido, mientras el nivel de vida de la mayoría de los españoles había descendido por lo menos un tercio respecto al conseguido antes de la guerra. El descenso de los salarios reales condujo en 1951 a la manifestación de las primeras muestras de malestar obrero. El anuncio de una subida en el precio de los transportes provocó la primera oleada de huelgas en Barcelona y luego en Madrid y en el País Vasco. Solo la contundente represión de cualquier signo de protesta o malestar, la persecución de cualquier organización sindical o política y los efectos morales de la derrota en la Guerra Civil podían evitar que el descontento adquiriera más amplias dimensiones.

Era evidente, pues, la necesidad de un cambio de rumbo en política económica que el régimen solo podría acometer si se sentía en condiciones de seguridad y firmeza. Muy oportunamente, esa seguridad le venía ahora del mismo sitio del que antes procedía su debilidad: la situación internacional. Nunca, desde 1942, el régimen se había sentido tan seguro como en los primeros años cincuenta. España se ofrecía como un firme aliado de la nueva política norteamericana e incluso estaba dispuesta a acabar con su tradicional neutralidad y permitir que su suelo fuera utilizado para las misiones estratégicas requeridas por la política internacional de Estados Unidos. Con tal motivo comenzaron a llegar a Madrid misiones militares, económicas y políticas norteamericanas. Se produjo así una primera apertura que puso fin a la década de exaltación del aislamiento: más que renunciar expresamente a la autarquía, se dejó de hablar de ella y de sus excelencias. Además, la expansión económica experimentada por los países europeos gracias a los programas de reconstrucción y a la sustitución de la retórica intervencionista y proteccionista por la del libre mercado y la competencia tuvo un efecto decisivo sobre la doctrina oficial. Obviamente, los míseros resultados de la política autárquica española, confrontados al éxito de la libertad de mercado y de la iniciativa privada, contribuyeron al desprestigio de la política intervencionista y autárquica.

De todas formas, y aunque 1951 fue uno de los dos momentos de inflexión en la política económica del franquismo, el cambio de dirección no fue brusco ni definitivo, ni seacometió sin obstáculos y resistencias procedentes de la burocracia del Movimiento Nacional. Fue siempre característica del ejercicio del mando por el general Franco no proceder a cambios drásticos de dirección ni marginar nunca a ninguna de las fuerzas en que se apoyaba su poder. Así, al proceder en julio de 1951 a un cambio de gobierno que anunciaba una rectificación de política, no solo no prescindió del componente fascista del régimen sino que pareció reforzar la posición de Falange al elevar de nuevo a ministerio la Secretaría General del Movimiento. Como siempre, Franco procedió distribuyendo equilibradamente el poder entre los militares, la Acción Católica, una Falange ya totalmente burocratizada y las dos ramas en que se dividía el monarquismo.

El nuevo gobierno, que estaba en su conjunto bien lejos del liberalismo político y de la economía de mercado, no volvió a incurrir sin embargo en la retórica autárquica e intervencionista. Ese simple hecho indica que sus objetivos económicos eran distintos de los que hasta entonces se habían defendido oficialmente. Lo que comenzó a dominar en el discurso oficial fue la voluntad de un crecimiento rápido apoyado preferentemente en la industria y basado, según ha escrito Joan M. Esteban, en un ideario económico que contrastaba con el anterior en cuatro puntos fundamentales: ortodoxia en la administración del sector público frente a la discrecionalidad que había caracterizado la década de 1940; necesidad de una economía abierta, con intercambios internacionales, frente al ideal autárquico de sustitución de importaciones por productos nacionales; afirmación de las ventajas del mercado libre sobre la política de control y de intervención; y confianza en la iniciativa privada frente a la anterior creencia en la eficacia del Estado como gestor de la economía.

En consonancia con ese nuevo ideario, y doblemente impulsados por el fracaso anterior y por la favorable situación internacional, varios ministerios pusieron en marcha una política económica cuyo principal objetivo consistía en un rápido crecimiento industrial sobre la base de la liberalización del comercio internacional que permitiera a las industrias españolas proveerse de materias primas y de maquinaria. En relación con este objetivo, el nombramiento de Manuel Arburúa al frente del Ministerio de Comercio fortaleció a los partidarios de la liberalización del comercio exterior frente a quienes mantenían la necesidad de reforzar la línea autárquica. Una de las características más notables del nuevo período fue precisamente el significativo avance que se produjo en las magnitudes del comercio exterior.

El cambio de gobierno afectó también a la política agraria. Rafael Cavestany, nuevo ministro de Agricultura, se había mostrado en años anteriores muy crítico con la «maraña de las restricciones, de las intervenciones, de los cupos forzosos, de los racionamientos» (Barciela, 1986) y había sido uno de los primeros en atribuir el déficit de alimentos a la política económica seguida durante los años cuarenta. Sus propuestas iban en la dirección de suprimir todo el aparato intervencionista y elevar los precios de tasa de forma que resultaran remuneradores para los agricultores. Pretendía, además, introducir reformas técnicas que incrementaran la producción e industrializaran el campo. Otras iniciativas consistieron en impulsar los planes de colonización y repoblación forestal, extender los regadíos y concentrar las pequeñas propiedades.

Fruto de esta nueva política fue el incremento, en muy pocos años, de la superficie cultivada, de la producción y de la productividad, superando en algunos casos los niveles alcanzados en el quinquenio 1931-1935. Los niveles de 1935 se volvieron a alcanzar en azúcar, huevos y aceite, además de trigo y, por tanto, de pan, aunque todavía habrán de pasar varios años para alcanzar el nivel de consumo de carne, patatas y leguminosas. Como ha señalado Carlos Barciela (1986, vol. 3, pág. 486), «se necesitaron veinte largos años de sufrimiento para alcanzar unos niveles de alimentación que ya se habían conseguido entre 1931 y 1936». Barciela ha destacado, entre otros logros de los años cincuenta, la colonización de 200 000 hectáreas, la concentración parcelaria de otras 240 000, la puesta en riego de unas 400 000 hectáreas, repartidas por igual entre el Instituto Nacional de Colonización y los propios agricultores y, finalmente, la repoblación forestal de más de un millón de hectáreas.

La agricultura representaba todavía en 1950 una parte fundamental del PIB pero ya no la decisiva. Precisamente, uno de los cambios más significativos de la nueva década será el de la estructura del PIB con un claro descenso relativo del sector primario, que del 30% de 1950 pasó al 24% en 1960, y la subida del secundario desde el 26% al 35%. Paulatinamente, la industria se afirmaba como parte fundamental de la economía española. Si elíndice de producción agrícola pasó de 100 en 1946 a un promedio de 105 en la década de 1950 —después de bajar a 90 entre 1947 y 1950—, el de la industria ascendió continua y rápidamente de 100 a 194 en 1957. Este intenso ritmo de crecimiento industrial tendrá efectos decisivos en la estructura interna del PIB y servirá de base, con su aceleración en los años sesenta, a las grandes transformaciones sociales de esa década.

Por el momento, si se añade a este crecimiento industrial la recuperación del sector agrario se comprenderá que los años cincuenta hayan presenciado una subida sostenida de la renta nacional y de la renta per cápita, que recuperó y sobrepasó en esta década los valores alcanzados en los años treinta. Aunque las magnitudes del incremento de la renta nacional son muy variables según las fuentes y los métodos empleados, se ha estimado que el ritmo de crecimiento fue de 1,9% entre 1940 y 1950 y de 7,78% entre 1950 y 1958. De todas formas, es evidente que a partir de 1950 el ritmo de crecimiento de la economía española se sitúa en unas magnitudes que reducen paulatinamente la gran diferencia abierta por la política autárquica con otros países europeos.

En este crecimiento desempeñaron las importaciones un papel primordial. La incipiente liberalización del comercio exterior provocó un considerable aumento de la demanda de productos extranjeros entre los que ocuparán un lugar cada vez más importante los carburantes, las materias primas y semifacturadas, las manufacturas y el material de transporte. Simultáneamente se produjo un descenso notable en la importación de artículos alimenticios. Ahora bien, mientras las importaciones aumentaron de 427 millones de dólares en 1951 a 862 en 1957, las exportaciones que en 1951 ascendieron a 498 millones de dólares, no pasaron nunca de los 500 e incluso hubo algunos años en que descendieron a menos de 450 millones de dólares. Comenzó a producirse así un notable desequilibrio en la balanza comercial con un creciente saldo negativo que en 1957 llegó a superar los mil millones de pesetas/oro.

Se ha discutido en este contexto la importancia de la «ayuda americana» en la revitalización de la economía española. Aunque el volumen total de la ayuda recibida fuera modesto en comparación con el de otros países europeos —alrededor de 1500 millones de dólares en concepto de donación o préstamo— parece, sin embargo, que sus efectos fueron considerables al incidir en una economía con muy bajo nivel de actividad y atenazada por múltiples estrangulamientos. Evidentemente, al movilizar esa actividad permitiendo un considerable incremento de las importaciones, la «ayuda americana» y los créditos anteriores desempeñaron un considerable papel en la reanimación de la actividad, que pretenderá culminar el proceso de liberalización iniciado en 1951 aunque adoptando previamente un programa de estabilización y saneamiento económico.



2.6. POLÍTICA DE GÉNERO



Ya desde los años del conflicto, la «recatolización» de la sociedad, considerada fundamental para la «regeneración nacional», se presentaba como instauración de un orden antimoderno. Como consecuencia, la condena de la República iba acompañada de su estigmatización por haber generado la pérdida de los valores morales. Este tema recurrente en la propaganda antirrepublicana fue explicitado en la pastoral La Cuaresma de España. El sentido cristiano español de la guerra (1937), publicada por el cardenal primado Gomá durante la Guerra Civil. En el escrito la interpretación de la guerra como «enmienda» y «penitencia» por las matanzas de sacerdotes y los sacrilegios, se extiende también a los daños causados por el «laicismo» republicano, la «inmoralidad pública» y el «desquiciamiento» de las costumbres, causas manifiestas de la disgregación de la familia. Esta lectura de la experiencia republicana se mantuvo inalterada durante años. En este contexto, la redefinición de las relaciones de género y, por lo tanto, de la identidad femenina, se convirtió en una preocupación fundamental en las primeras teorizaciones sobre el «nuevo orden» y en las primeras disposiciones.

La asimetría de género, presentada como un rasgo constitutivo del «Nuevo Estado», fue defendida desde 1937 por José Pemartín, entonces responsable del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y Media, en su obra Qué es «Lo nuevo»… Este libro, del que se publicaron varias ediciones, contribuyó a la configuración de la dictadura franquista y es un ejemplo de correspondencia entre la formulación de una ideología y su traducción en lasleyes. En él se perfila un régimen católico-fascista, una compenetración muy bien reflejada en el proyecto de educación de los jóvenes. Aun dedicando mucha atención a las instituciones nazis y fascistas (en el apéndice incluye la Carta del Lavoro y la Ley para el Régimen del Trabajo Nacional Alemán de 1934), Pemartín sugiere para España un fascismo capaz de recuperar el catolicismo español «nacional» y «el espíritu religioso forjado y amasado calladamente en nuestros hogares por generaciones de madres» (Pemartín, 1938, pág. 114). El «hogar cristiano» se convierte en un espacio simbólico y real, donde las mujeres, vestales de la conservación de la espiritualidad hispánica, actúan como educadoras. A la escuela, vehículo de la «tradición del alma de la Nación-Estado», se le asigna la función de formar a las jóvenes para sus tareas específicas, apartándolas de la «pedantería feminista de bachilleras y universitarias». A este respecto, señala la necesidad de introducir en el bachillerato «los estudios Femeninos y del Hogar». Objetivo este que se cumpliría con la creación de las «Escuelas del Hogar» y la obligación de la asignatura «Hogar» en todos los centros docentes, ambas encomendadas a la Sección Femenina de Falange. En cambio, para los jóvenes, Pemartín propone, dentro de una «catolización progresiva y total de la enseñanza oficial», el modelo del «ascetismo militar», considerado elemento identificador de la historia de España desde Ignacio de Loyola hasta «nuestros invencibles legionarios». Y, precisamente, la Ley de Reforma de la Enseñanza Media de septiembre de 1938 promueve un sistema docente destinado a la difusión de «aquellas virtudes de los grandes capitanes y políticos del Siglo de Oro, formados en la Teología católica de Trento», en contraposición al «mimetismo extranjerizante, la rusofilia y el afeminamiento». La Falange, a su vez, se encargaría de inculcar el patriotismo, la camaradería, el sentido de la jerarquía y de la disciplina, y los principios del nacionalsindicalismo, todos ellos explicitados en los textos escolares de «Formación del Espíritu Nacional» que se utilizaron hasta los años sesenta.

De hecho, el encuadramiento de los jóvenes era prerrogativa de las organizaciones falangistas: el Frente de Juventudes y la Sección Femenina de Falange. Ambas compartían la estructura jerárquica y se caracterizaban por una rígida división de género; fomentaban los principios del nacionalsindicalismo, el patriotismo y el conformismo con el Estado franquista, pero siempre en el ámbito del tradicionalismo católico. Para las mujeres estaba prevista una forma de reclutamiento mediante el Servicio Social. Creado durante la guerra y reorganizado en 1940, se concebía como «servicio al Estado» destinado «a preparar a la mujer como futura madre de familia» y a la promoción de actividades asistenciales y de beneficencia. El Servicio Social duraba seis meses y era obligatorio, pudiendo librarse de él las mujeres casadas, viudas, monjas y las jóvenes con ocho hermanos solteros. El correspondiente certificado era indispensable para conseguir un empleo en la Administración pública, el pasaporte, el carné de conducir y cualquier tipo de diploma. Su gestión fue encomendada a la Sección Femenina, instituida en 1934 bajo los auspicios de José Antonio Primo de Rivera, que tuvo un fuerte desarrollo durante la Guerra Civil. En el Estatuto de 1937 se definía como apéndice de la Falange —«a cuya disciplina nace irrevocablemente sometida»— con la función de promover un modelo femenino tradicional: «El fin esencial de la mujer, en su función humana, es servir de perfecto complemento al hombre». Relanzada por Franco mediante decreto de diciembre de 1939, su presidenta vitalicia fue Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio.

Para las mujeres, la diferencia de género se tradujo en marginación y subordinación al hombre. La enseñanza fue un instrumento fundamental para limitar su protagonismo a la esfera doméstica, borrando toda huella de la experiencia emancipadora republicana. La República de 1931 había impulsado la participación femenina en la vida pública y política, que se materializó en la presencia de diputadas en las Cortes y en el acceso de mujeres a ámbitos profesionales y culturales tradicionalmente masculinos. Pero, si en los años de la Guerra Civil el anacronismo del modelo femenino propugnado por los «nacionales» podía parecer una exageración propagandística destinada a construir una identidad fundada en la contraposición —que comprendía el rechazo de actitudes consideradas varoniles encarnadas por «la miliciana»—, su mantenimiento incluso después de terminar la guerra se transformó en un rasgo identificador del Nuevo Estado franquista.

La marginación de la mujer fue legitimada también por la actualización de un orden simbólico-cultural fundado en ejemplos recuperados de la tradición católica —el Génesis, el Libro de los Proverbios y los Padres de la Iglesia— filtrados por los tratados del siglo XVI y a menudo acompañados de biologismos e innatismos de procedencia decimonónica. Se publicaron muchas reediciones de La perfecta casada de fray Luis de León (1583), compendio de deberes y tareas de la «mujer parsimoniosa» dedicada a la «sagrada misión» del hogar y al trabajo silencioso. El libro se puso de moda como regalo de bodas.

La familia se consideró como un importante pilar del Nuevo Estado, y la mujer, devuelta a la «naturalidad» de la maternidad, se convertía en ejemplo de entrega, conformismo y respeto por la jerarquía. Los modelos evocados en los discursos de Franco, en las revistas católicas y de Falange y en los textos escolares eran los de Teresa de Ávila, declarada patrona de la Sección Femenina por su obrar «de una manera callada», e Isabel de Castilla, ambas portadoras de un protagonismo patriótico-religioso y a la vez «femenino», muy evidente en la abundante iconografía que representaba a la santa y a la reina ocupadas «en los trabajos de la rueca y el huso». Una característica del nacionalcatolicismo fue, precisamente, la utilización y adaptación de santos y santas con una función legitimadora del régimen y como «ejemplaridad total» para hombres y mujeres.

En los primeros años de la posguerra se publicaron numerosos manuales dirigidos a la «formación» femenina y, en cantidad más reducida, a la masculina. Sus autores eran religiosos, médicos, políticos, pedagogos, y también mujeres de la Sección Femenina y de Acción Católica, todos ellos empeñados en identificar la «esencia de lo femenino» y los atributos necesarios para su realización. En realidad, los manuales de formación, cuyos contenidos no sufrieron cambios sustanciales hasta finales de los años cincuenta, no hacían más que traducir en modelos de comportamiento las normas contenidas en la legislación y las consignas presentes en los reglamentos de las organizaciones juveniles, en las pastorales y en los discursos de Franco, transformándose en portavoces de una tendencia y de un sistema de valores y de representaciones que iba homologando a toda la sociedad. Precisamente en esta «acción prescriptiva» —que para las mujeres penetraba incluso en el ámbito doméstico— se hacía evidente el papel de control generalizado ejercido por la Iglesia.

A su vez lo masculino se presentaba como diferencia visible en la historia, en la cual el hombre era un sujeto activo que tenía como referencia la construcción mítica del «caballero cristiano y español» evocadora del pasado imperial (Cámara Villar, 1994). Lo varonil caracterizaba no solo «la misión» patriótico-religiosa sino también la vida matrimonial, en la que el hombre debía actuar como «protector y jefe». La fragilidad femenina, pues, constituía la asimetría necesaria a la «virilidad psíquica» masculina, según explicaban, entre los años cuarenta y cincuenta, los manuales publicados por el «autor colectivo», que firmaba con el seudónimo «Ángel del Hogar».

Para las afiliadas de la Sección Femenina estaban vigentes las directrices del desaparecido José Antonio, elegido como defensor del auténtico feminismo: «El verdadero feminismo no debería consistir en querer para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor dignidad humana y social las funciones femeninas». Una definición esta a la vez dicotómica y complementaria a la del «monje soldado», pero ambas en sintonía con las orientaciones del tradicionalismo católico.

En realidad, la remodelación de la identidad femenina no respondía solo a la necesidad de restaurar un antiguo orden simbólico contra la modernidad republicana, sino también a un conjunto de exigencias políticas, sociales y económicas. En la España de la «larga posguerra» había que ofrecer un sistema de valores ideales que compensase el escenario dominado por el racionamiento, el paro, la plaga del estraperlo, las cárceles repletas de detenidos políticos, la gran cantidad de mutilados de guerra y los mendigos que invadían las calles, y que tan eficazmente retrató Gerald Brenan —viajero en la España de 1949— en su libro La faz de España. Además, la autarquía producía escasa demanda de bienes de consumo y el mercado de trabajo poco dinámico no favorecía el empleo. Con el fin de evitar elevados índices de paro masculino, se limitó el acceso de las mujeres o se las orientó hacia sectores «femeninos» (servicios, fábricas textiles, de calzado y de tabaco).

Si la propaganda a favor del crecimiento demográfico se enriquecía con caracteres religiosos y sublimadores, el trabajo femenino estaba regulado por «medidas protectoras» —exclusión de las mujeres de tareas peligrosas e insalubres y del trabajo nocturno—, pero al mismo tiempo se trataba de desincentivarlo en formas y ámbitos distintos. La imposibilidad de alcanzar una formación profesional adecuada, la exclusión de ciertas actividades, la «excedencia forzosa» por matrimonio y la fuerte discriminación salarial eran solo algunos de los mecanismos disuasorios utilizados por el régimen. A estos obstáculos había que añadir las leyes destinadas a garantizar la «tutela marital»: la necesidad de autorización delmarido para firmar contratos de trabajo, prestar testimonio en los juicios, heredar, ejercer actividades comerciales y administrar su propio sueldo. Paralelamente los manuales, las revistas religiosas y las publicaciones de la Sección Femenina advertían contra el peligro de «masculinización» de las mujeres trabajadoras y condenaban la atracción por lo superfluo generado por el «vivir moderno» impulsando a la mujer a buscar trabajo. En aquellos años, el ahorro no era solo el sistema de «reintegración nacional», encarnado por las «cartillas de ahorro», que ya mencionara Pemartín en su libro; para los españoles se había convertido en una categoría moral basada en la abstinencia y en la privación, que afectaba a toda su existencia. Los términos «restricción» y «racionamiento», recuerda la escritora Carmen Martín Gaite en Usos amorosos de la postguerra española (1987), «sufrieron un desplazamiento semántico, pasando a abonar otros campos, como el de la relación entre hombres y mujeres» (pág. 13).

La identidad masculina, al igual que la femenina, se definía mediante «caracteres permanentes» y predisposiciones innatas, como el espíritu de independencia y de dominio, el sentido práctico y la tendencia al análisis. Estos atributos, acompañados por la recuperación de virtudes tradicionales como el honor, la caballerosidad y el valor, se hacían necesarios para garantizar la continuidad con el «espíritu de la Cruzada». En esta labor de formación, el maestro de escuela desempeñaba un papel fundamental. Su perfil lo trazó Ernesto Giménez Caballero en Los secretos de la Falange: «Lograr que el maestro de escuela, ese vehículo laico y corrompido que era en los regímenes anteriores… se transformase mágicamente en un ser soleado, esbelto, fuerte, audaz, encuadrado, abnegado, disciplinado, a paso gimnástico, saludando brazo en alto, cantando himnos de combate…» (Giménez Caballero, 1939, pág. 92). Estas directrices perduraron también en los años siguientes.

A partir de los años cuarenta se empezó a difundir una retahíla de prohibiciones y normas en defensa de la «moralidad pública». Como consecuencia, los lugares que podían favorecer el encuentro entre hombres y mujeres pasaron a ser fuente de preocupación. Eran estigmatizados los cines, las salas de baile y las playas como espacios donde se concentraban los «males modernos». En la Iglesia afloraba cierto antiamericanismo, por considerar al cine de Hollywood un cauce de desmoralización, de prácticas exóticas y de desfeminización. La llegada del verano dirigía la atención hacia las playas y la preocupación llegaba al paroxismo. En 1941, la Dirección General de Seguridad prohibía «los baños de sol sin albornoz» (Abella, 1985, pág. 78).

No menos dura era la condena del baile. La pastoral de 1946 del cardenal Segura, arzobispo de Sevilla conocido por su intransigencia, contenía una lista de ejemplos, descritos con el lenguaje propio de la patología. Los bailes modernos se definen como «fiebre infecciosa» y «verdadero paludismo de las almas» y se amenazan castigos. Y mientras en la Europa recién salida de la Segunda Guerra Mundial las parejas se lanzaban a frenéticos swing, boogie-woogie y congas, en España el baile era el blanco de una campaña denigradora, difundida desde los púlpitos a través de pastorales, revistas y opúsculos. Todavía en 1957, en el documento La instrucción sobre la moralidad pública, los obispos españoles definían los bailes modernos como «feria predilecta de Satanás».

Otra fuente de alarma eran el deporte y la gimnasia, de cuya gestión se hacía cargo la Sección Femenina. El juicio negativo de Pío XII sobre el deporte femenino, en 1941, en su Discorso alla Gioventù femminile dell’ Azione cattolica, por favorecer «fogge di vestire, esibizioni, “cameratismi”, inconciliabili anche con la modestia più condiscendente», tuvo una fuerte repercusión en España. Las falangistas solucionaron el problema del atuendo deportivo con los incómodos «pololos», unos pantalones anchos, cerrados bajo las rodillas por una goma. El «vestir cristiano», en cambio, era regulado por las Normas concretas de modestia femenina. Se consideraban «contra la modestia» los escotes, los vestidos ceñidos o que llegaban solo hasta la rodilla, las mangas que dejaban los codos al descubierto o el no llevar medias.

Los cambios producidos en Europa después de la Segunda Guerra Mundial en materia de costumbres y de la condición femenina, no solo no tuvieron reflejo alguno en España sino que incluso contribuyeron a reforzar la campaña contra los «errores de la modernidad».

Para la jerarquía eclesiástica las playas siguieron representando una amenaza, especialmente cuando en los años sesenta el turismo impulsó cierta liberalización de las costumbres. El turismo y las playas, las divisas y los escándalos (1964) es el título de la carta pastoral del obispo de Canarias Antonio Pildain escrita tras su regreso —como él mismo afirma— de la segunda etapa del Concilio Vaticano II. Reivindicando para los obispos el derecho a intervenir en temas relacionados con la moral —según las indicaciones de Pío XII— el prelado dirige su «contraofensiva potente» hacia los «turistas indecentes» que frecuentaban las playas de Canarias que describe como escenario de perdición y «espectáculo, denigrante y escandalizador de hombres casi totalmente desnudos, y de mujeres en bikini, tumbadas o sentadas, junto a ellos, y ostentando sus desnudeces, más que de cara al mar, de cara al paseo», y «adolescentes que se abrasan en las llamaradas del instinto sexual». La pastoral refleja el desajuste entre la imposición de un anacrónico orden moral y la contaminación moderna de España por Europa.

En realidad, a finales de los años cincuenta el crecimiento económico, el desarrollo del turismo y de los medios de comunicación favorecían la difusión de pautas emancipadoras, profundizando en la separación entre las normas y los comportamientos sociales. La Sección Femenina quiso hacerse intérprete de una semblanza de modernización presentando la Ley sobre Derechos de la Mujer, aprobada en julio de 1961. En ella se reconocían a la mujer los mismos derechos que al hombre, además de la facultad de ejercer cualquier actividad de tipo político, profesional y laboral, salvo la de magistrado o juez (con la excepción de la tutela de menores). Sin embargo, en el preámbulo se subrayaban las limitaciones impuestas por la «condición femenina» y, por lo tanto, se reafirmaba la necesidad de la autorización del marido para que una mujer casada pudiera trabajar o ejercer el comercio. En realidad, solo en 1976, con la aprobación de la Ley de Relaciones Laborales, se reconocieron los derechos de las trabajadoras.

La modernización económica que se puso en marcha sin avances similares en los ámbitos culturales, sociales y jurídicos, hizo manifesta una de sus más vistosas contradicciones precisamente en la resistencia a desprenderse de los modelos tradicionales dejando inalterado un orden simbólico fundado en la asimetría de género.



RESUMIENDO…

La institucionalización del Estado dictatorial tiene lugar en condiciones de extrema pobreza y aislamiento. Tras la derrota del Eje, se pone en marcha un proceso de desfascistización y se inaugura la fórmula de la «democracia orgánica». El cambio de imagen requiere una reorganización del gobierno, con el ascenso de los «católicos», en tanto que la ideología nacionalcatólica se impone como instrumento para moldear la sociedad en sentido antimodernizador.

El régimen supera gradualmente el aislamiento internacional gracias a las dinámicas generadas por la Guerra Fría, mientras una fuerte represión silencia el movimiento de oposición interna que había resurgido bajo el impulso de la victoria aliada. En 1956, con Ruiz-Giménez como ministro de Educación, se produce la primera movilización estudiantil en la Universidad de Madrid, con el objetivo de oponerse al monopolio del SEU.

El fracaso de la política económica autárquica conduce a la lenta introducción de reformas destinadas a la liberalización del comercio exterior, a la promoción de la industria y a la recuperación del sector agrícola. Sin embargo, después de un período de crecimiento, la economía entra en crisis en la segunda mitad de los años cincuenta, debido también a las presiones inflacionistas.



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ESTADO AUTORITARIO Y CAMBIO SOCIAL

(1957-1969)

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