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LA HEGEMONÍA CATÓLICA
(1945-1957)
2.1. EL
PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN DEL RÉGIMEN
EL RÉGIMEN NACIDO
DE LA REBELIÓN MILITAR y de la Guerra
Civil que fue su consecuencia significó, en la historia política de España, un
radical corte con el pasado. Su más cercano antecedente, la dictadura del
general Primo de Rivera (1923-1930), había mantenido al rey en la
jefatura del Estado, pero ahora el primer acto jurídico de los militares
rebelados contra la República consistió en crear una Junta de Defensa Nacional
que por decreto de 24 de julio de 1936 asumió todos los poderes del Estado y la
representación del país ante las potencias extranjeras. Era verdaderamente un
acto fundacional por el que un órgano colegiado, formado solo por militares,
asumía todos los poderes y comenzaba a legislar por decreto. Como ya se ha
indicado, la asunción y concentración de todos los poderes por la Junta se
transfirió por decreto de 29 de septiembre de 1936 al general de división
Francisco Franco, nombrado ese día jefe del gobierno del Estado. El decreto
atribuía a Franco «todos los poderes del Estado» y lo nombraba «Generalísimo de
las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire», confiriéndole el cargo de
General Jefe de los ejércitos de Operaciones.
Lo que se creó en esos primeros meses de la Guerra Civil fue,
por tanto, una especie de dictadura cesarista, soberana, sin límites de tiempo
o condición. Con una jefatura del Estado dotada de facultades omnímodas, un
partido único, un gobierno y una incipiente administración central del Estado,
quedaba aún por dar el siguiente paso: una ley constituyente. El mismo Serrano
Suñer elaboró un proyecto de Ley de Organización del Estado que lo definía como
«instrumento totalitario al servicio de la integridad de la Patria», y atribuía
la suprema potestad política al jefe del Estado. El proyecto no concedía al
gobierno ninguna atención especial, reducía las Cortes a una extensión del
Consejo Nacional de Falange, atribuía a la Junta Política de Falange la función
de enlace entre Estado y Movimiento y preveía un Consejo de Economía encargado
de promover la industria nacional. Era lo más cercano a una constitución
fascista que se podía pensar y en el seno mismo de aquel gobierno, donde no
todos veían con buenos ojos el creciente poder de Serrano Suñer, surgieron
voces discrepantes, centradas en dos puntos: el proyecto concedía demasiado
poder al partido sobre el gobierno; y había en él muy poca identidad católica
para el Nuevo Estado.
Esas reticencias se habrían disipado si Serrano hubiera
contado con el apoyo de Franco para su proyecto de ley. Pero Franco no mostró
ningún interés en dotarse de un «instrumento totalitario» ni en iniciar un
proceso constituyente. Lo primero, porque un instrumento de ese tipo podría
concentrar algún día un poder que atentara contra su suprema potestad, como se
había visto en Italia; lo segundo, porque la experiencia de Primo de Rivera le
había enseñado que una dictadura podía irse al traste desde el momento en que
sus partidarios comenzaran a discutir acerca de una futura constitución.
Comprendía Franco, sin embargo, la conveniencia de reunir en una Cámara
desprovista de poder legislativo una representación de todos los que
disfrutaban de una posición en aquel sistema de clientelismo burocrático. Era
preciso dotar al Estado en formación de algún organismo representativo, no de
la sociedad, sino de las mismas instituciones públicas.
Accedió, pues, a promulgar el 17 de julio de 1942 una Ley
Constitutiva de Cortes que desde su preámbulo reafirmaba para la jefatura del
Estado la «suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general», de
la que ya disfrutaba desde el decreto que creaba el primer gobierno del nuevo
régimen: no un Estado totalitario, sino un jefe de Estado investido de suprema
potestad, ejercida en virtud del principio de unidad de poder y coordinación de
funciones. Las nuevas Cortes renunciaban a definirse como representantes de
nadie; por supuesto, no de la soberanía popular, pero tampoco de un partido o
de un movimiento, y no reclamaban para sí la potestad legislativa. Las Cortes
se definían como «órgano superior de participación del pueblo en las
tareas del Estado» pero, como ya se sabía desde lostiempos de Primo de Rivera,
no había mejor cámara de representación popular que la formada por cargos
previamente designados por el jefe del ejecutivo. En realidad, las Cortes eran
como una representación de todo el aparato estatal, con los ministros, los
consejeros nacionales de Falange, los designados directamente por el jefe del
Estado, los presidentes de altos organismos, los representantes de los
sindicatos nacionales, los alcaldes de la provincia o de determinadas capitales
y algunos obispos que de esta forma hacían visible la identidad de Iglesia y
Estado: por esos cauces tendría que participar el pueblo en las tareas del
Estado.
A la Ley de Cortes se añadió pocos meses después del triunfo
de los aliados la Ley de Referéndum Nacional, de 22 de octubre de 1945, por la
que la jefatura del Estado se autoconcedía la potestad de instituir la consulta
directa a la nación en referéndum que se llevaría a cabo entre todos los
hombres y mujeres mayores de veintiún años. Esa potestad se ejerció por vez
primera dos años después, cuando culminó esta primera fase de
institucionalización del régimen con la Ley de Sucesión a la Jefatura del
Estado, de 26 de julio de 1947. El gobierno español atravesaba entonces el
momento de más fuerte presión ejercido por los aliados cuando decretaron la
retirada de embajadores y el aislamiento de España. Los obispos, que mantenían
en todos los foros posibles su discurso de cruzada contra el comunismo,
publicaron llamamientos y exhortaciones pastorales para empujar a todos los
españoles a cumplir como católicos su deber de depositar la papeleta en las
urnas: «Por Dios y por España, todos a votar», escribió el obispo de Madrid.
La Ley de Sucesión, promulgada como respuesta dilatoria a las
presiones para iniciar una transición de la dictadura a la monarquía, fue mucho
más de lo que su nombre indica. En su artículo primero, España se definía como
«Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se
declara constituido en Reino». Ahora bien, en ese Reino, la jefatura del Estado
correspondía a una persona concreta, definida en la nueva ley como Caudillo de
España y de la Cruzada y Generalísimo de los ejércitos. Lejos de garantizar el
normal orden sucesorio, el artículo 6 de la ley atribuía al jefe del Estado la
facultad de proponer a las Cortes la persona que estimara oportuna para
sucederle en su día a título de rey o de regente. Además de esta facultad,
Franco se reservaba, respecto a la persona que hubiera de ocupar el trono, el
poder de revocar su nombramiento, una forma de controlar la conducta de quien
en su día fuera nombrado sucesor. Por supuesto, la monarquía no podría recurrir
a ninguna legitimidad histórica, de origen o hereditaria: Franco podía elegir
entre las personas de estirpe regia a quien bien quisiera con tal de que fuera
varón, español, de treinta años cumplidos, católico y que hubiera jurado
fidelidad a los principios del Movimiento Nacional.
La Ley de Sucesión, además de definir la forma de Estado,
atribuir a Franco la jefatura vitalicia, crear un Consejo de Regencia y un
Consejo del Reino, y regular con todo detalle la sucesión en la jefatura del
Estado, proclamaba como Leyes Fundamentales de la Nación el Fuero de los
Españoles, el Fuero del Trabajo, la Ley Constitutiva de Cortes, la Ley de
Referéndum y la misma Ley de Sucesión. Eran leyes extraordinarias que no se
podrían derogar ni modificar sin el acuerdo de las Cortes y el referéndum de la
nación. Pero estas cinco leyes fundamentales no constituían un bloque cerrado:
la misma Ley de Sucesión preveía la posibilidad de que se dictaran nuevas leyes
con ese mismo rango: Franco nunca tuvo prisa en dotarse de un marco
«constitucional» cerrado. Habrán de pasar, sin embargo, otros diez años para
que una nueva Ley Fundamental vea la luz: la de Principios del Movimiento, de
17 de mayo de 1958; y otros diez más para que el edificio se dé por terminado
con la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967.
2.2. NACIONALCATOLICISMO
Y «DEMOCRACIA ORGÁNICA»
En julio de 1945 Franco nombraba ministro de Asuntos
Exteriores a Alberto Martín Artajo, presidente de la Junta Nacional de Acción
Católica y dirigente de la ACNP (Asociación Católica Nacional de
Propagandistas), una organización fundada en 1909 con el intento de formar a
los cuadros intelectuales y profesionales para ocupar altos cargos en la
sociedad y en el Estado. El nombramiento se enmarcaba en una estrategia de
cambio de imagen del régimen, como consecuencia de la nueva situación
internacional que se había creado tras la derrota de las potencias del Eje.
Además de la designación para un ministerioclave de un acreditado exponente del
mundo católico, en un momento de graves dificultades para el país, se tomaron
otras medidas. La Vicesecretaría para la Educación Popular —encargada del control
de la prensa, la censura y la propaganda, hasta aquel momento dirigida por la
Falange— pasó al Ministerio de Educación Nacional, cuyo titular fue, desde 1939
hasta 1951, José Ibáñez Martín, miembro de la ACNP y precedentemente diputado
de la CEDA.
El ascenso de los «católicos» a las esferas de gobierno
estuvo acompañado de disposiciones dirigidas a «desfascistizar» el régimen,
eliminando los signos externos más vistosos. Así, quedó suprimido por decreto
el saludo romano y, en las ceremonias oficiales, progresivamente Franco fue
abandonando el uniforme de Falange. En cambio, los rasgos sacrales de su
carisma comenzaban a formar parte de lo cotidiano. A partir de 1947, la leyenda
«Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios» rodeó la efigie
del dictador grabada en las monedas.
Entre las medidas que, lejos de representar alguna forma de
apertura liberal del régimen dictatorial, tendían a una prudente
«desfalangistización» del aparato institucional, cabe incluir la supresión —que
resultó temporal— de la categoría de ministerio a la Secretaría General de FET
y de las JONS. Sin embargo, el falangista José Antonio Girón, en el reajuste de
gobierno de 1945, mantuvo la cartera de ministro de Trabajo hasta 1957 y
Raimundo Fernández Cuesta recibió la de Justicia. Los ministerios de las
Fuerzas Armadas y los de Obras Públicas fueron asignados a militares.
Franco, fiel a la línea de no marginar a ninguno de los
componentes del régimen, seguía siendo árbitro absoluto mediante un equilibrio
de poderes en la distribución de cargos que respondía a necesidades internas y
externas. La política cultural promovida por el Instituto de Cultura Hispánica,
y destinada a intensificar las relaciones con América Latina, pretendía tanto
contrastar el aislamiento internacional como construir un consenso interno.
Consecuentemente se incrementaron los recursos presupuestarios del Ministerio
de Asuntos Exteriores destinados a las actividades culturales con los países
latinoamericanos, pasando del 3% en 1945 al 12,5% en 1949 y 1950 (Delgado
Gómez-Escalonilla, 1999, pág. 155). Son también los años en los que el
Opus Dei, instituto secular fundado en 1928 por el sacerdote José María Escrivá
de Balaguer, se abre camino en importantes instituciones culturales y en las
universidades. Un miembro del Opus Dei, José María Albareda, fue secretario
general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas desde 1939 hasta
1966.
Paralelamente, en sus discursos públicos y en las
entrevistas, Franco subrayaba la distancia entre el fascismo y el régimen
español, en cuanto católico, y presentaba las reformas propuestas como
elementos constitutivos de la «democracia orgánica». De hecho, la Ley de
Sucesión confirmaba la denominación de España como «Estado católico», y el
artículo 6 del Fuero de los Españoles (BOE, 30-6-1945) afirmaba: «La profesión
y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de la
protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni en el
ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni
manifestaciones externas que las de la Religión Católica». En el artículo 12 se
afirmaba la libertad de expresión, pero, como ya se ha indicado, solo mientras
no atentara contra los principios fundamentales del Estado; el artículo 13
garantizaba «la libertad y el secreto de la correspondencia»; el artículo 18
rezaba: «Ningún español podrá ser detenido sino en los casos y en la forma que
prescriben las leyes. En el plazo de setenta y dos horas todo detenido será
puesto en libertad o entregado a la autoridad judicial». Sin embargo, estos y
otros derechos podían ser «temporalmente» suspendidos por el gobierno «total o
parcialmente» mediante decreto ley (art. 35).
La promulgación del Fuero de los Españoles estuvo precedida
por encuentros entre exponentes del gobierno y de la jerarquía eclesiástica,
preocupada esta por su posible identificación con el régimen dictatorial pero,
al mismo tiempo, interesada en recuperar espacios frente a la Falange.
La Iglesia, a través de sus voces más autorizadas, brindó un
importante apoyo teórico para la reincorporación de España en Europa, diseñando
un itinerario político-religioso coherente y consecuente, que empezaba por la
«necesidad» de la Guerra Civil y terminaba con la no intervención en la Segunda
Guerra Mundial. El modelo nacionalcatólico se presentaba como «singularidad»,
que comportaba también la redefinición de un concepto de democracia ligado a la
«diferencia» española, cuyas raíces ahondaban en una tradición mítica,
caracterizada por la identificación entre patria y catolicismo, seña de
identidad de la «esencia española» y garantía de convivencia civil. Esta
interpretación estaba presente en la carta pastoral Conducta de España en la guerra y en la paz, redactada en mayo de
1945 por el arzobispo Enrique Pla y Deniel, sucesor en la sede primada de
Toledo del cardenal Isidro Gomá, fallecido en 1940. La pastoral condenaba la
guerra, considerándola justa solo en caso de necesidad, de acuerdo con lo
establecido en el Syllabus. Aclaraba que la Segunda Guerra Mundial no
tenía nada que ver con la Guerra Civil española, y que esta última había sido
provocada por la imposibilidad de alcanzar «según la consigna de la Santa Sede,
la colaboración para el bien común, aun dentro del régimen republicano». Reiteraba
el carácter de «verdadera Cruzada» de la Guerra Civil, a la vez que subrayaba
la importancia de la neutralidad del gobierno español en el conflicto mundial.
España se presentaba como la nación que «ha influido en la Historia
descubriendo y civilizando junto con otras naciones al Nuevo Mundo». La
pastoral concluía con una llamada a esa unidad que engrandeció el país en los
Siglos de Oro, deseaba al Estado «la solidez de firmes bases institucionales» e
invitaba a los ciudadanos a colaborar, a través de las «instituciones naturales
de la familia, profesión y municipio».
La especificidad del «problema español» sería reafirmada por
Franco un mes después en un discurso pronunciado en Radio Nacional: «… ni
nuestras tradiciones, ni nuestro carácter individualista e independiente, ni el
sentido católico de la vida que en España predomina, son compatibles con las
fórmulas que sacrifican al hombre y la iniciativa privada a la absorción de un
Estado monstruoso y omnipotente. Cada nación resuelve sus problemas internos de
acuerdo con sus tradiciones y peculiaridades».
En este contexto, la Iglesia acogía favorablemente el Fuero
de los Españoles. La revista Ecclesia (órgano de la Acción Católica
Española) publicaba el texto de la ley el 21 de julio de 1945 y en el editorial
se comentaba: «con el Fuero de los Españoles, recientemente aprobado por las
Cortes, la política española bordeaba la perfección». Al mismo tiempo aparecían
críticas al antisemitismo y al racismo. El teólogo Gregorio Rodríguez de Yurre
publicaba, entre junio y agosto de 1945, una serie de artículos en la misma
revista, en los que condenaba el racismo, identificando sus antecedentes
(Gobineau, Chamberlain, Nietzsche), y analizaba la relación entre el Partido
Nacionalsocialista y el catolicismo alemán, así como el Concordato entre el
Vaticano y el Tercer Reich.
La orientación general era la de reequilibrar la imagen de
una España que había sido aliada del Eje y que, durante unos años, había
adoptado formas y estilos del régimen fascista italiano. Sin embargo se seguía
condenando cualquier forma de democracia parlamentaria. En el número de
septiembre-octubre de 1945, la revista de los jesuitas, Razón y fe,
publicaba un editorial dedicado al final de la Segunda Guerra Mundial en el que
se defendía la imposibilidad de practicar el sufragio universal «directo,
inorgánico e indiscriminado», al considerarlo inoportuno en una España de
posguerra en la que aún pervivían rencores y «ánimos alterados». Como ejemplo
negativo se mencionaban las constituciones y la vida parlamentaria de los
siglos XIX y XX.
El antiliberalismo seguía siendo un potente factor de
cohesión entre Falange, Ejército e Iglesia, mientras que una hábil propaganda
exaltaba la «democracia orgánica» como especificidad española y como
«diversidad» respecto a los regímenes fascistas. La Cruzada, cemento de la
unidad nacional, era evocada frecuentemente en los discursos del Caudillo, en
las revistas religiosas, en las pastorales y en los periódicos, destacándose su
espíritu antimasónico y anticomunista. Al carisma militar y providencial del
jefe del Estado se añadía la representación de un Caudillo como salvaguardia de
Occidente, según lo difundido en la biografía-hagiografía de Luis de Galinsoga,
escrita en colaboración con el teniente general Franco Salgado, publicada en
1956 con el título de Centinela de Occidente.
«Cambios cosméticos», «maquillaje», «camuflaje» son las
definiciones utilizadas por la historiografía española para indicar las
transformaciones de fachada realizadas por el régimen durante esos años. Una
voz aislada, la del exministro de Agricultura durante la República, Manuel
Giménez Fernández, procedente de la CEDA, denunciaba: «Ni el sentido cristiano
de la libertad es compatible con la tribuna amordazada, la prensa esclava, el
libro censurado, la asociación libre proscrita y la opinión disconforme draconianamente
perseguida…» (Tusell, 1984, pág. 77). Sin embargo, en lo que se refiere a
la enseñanza, habrá que esperar hasta 1951 para ver algún cambio. Fue en este
año cuando Joaquín Ruiz-Giménez, por entonces embajador ante el Vaticano, fue
llamado para ocupar el cargo de ministrode Educación. Entre las primeras
decisiones del nuevo ministro destaca el nombramiento de Pedro Laín Entralgo
como rector de la Universidad de Madrid y Antonio Tovar de la de Salamanca,
ambos procedentes de Falange, pero abiertos a la recuperación del pensamiento
de la Generación del 98. En particular, Laín Entralgo había protagonizado, años
antes, una polémica emblemática del inmovilismo cultural dominante. Su libro España como problema (1949), en el que se
sugería la posibilidad de reconsiderar aspectos de la historia cultural de
España que no fueran solo la expresión de un catolicismo monolítico, obtuvo una
dura respuesta de Calvo Serer que, en España sin problema (1949),
defendía la validez de la tradición «ortodoxa» de Menéndez Pelayo para
«mantener la homogeneidad conquistada en 1939». (Díaz, 1992, págs. 53-54).
La vuelta de Ortega y Gasset a Madrid, en 1945, y sus clases
en el Instituto de Humanidades en 1949 y 1950, hacían renacer la esperanza de
una recuperación del pensamiento liberal. Su muerte, sobrevenida en 1955, dio
lugar a actos conmemorativos celebrados en la Facultad de Letras de Madrid, en
los que participaron numerosos profesores y estudiantes.
La reforma de la enseñanza media, llevada a cabo en 1953 por
Ruiz-Giménez, promovió un acceso más amplio a la educación y produjo algunos
cambios en los programas. Se reorganizó el sistema de oposiciones con el fin de
limitar abusos y arbitrariedades, y se fijaron normas que regulaban las
actividades de los centros religiosos, medida que suscitó las críticas de la
Iglesia. (Puelles Benítez, 1980, págs. 387-392). En los manuales escolares
se atenuaba la retórica agresiva de los años de la posguerra, pero se mantenía
el tono triunfalista y la presentación de la historia como cumplimiento de los
designios de la Providencia, por supuesto reflejando el conformismo que aún
dominaba en la historiografía oficial. Sin embargo, cabe mencionar, como voces
disonantes, los volúmenes de la historia de España dirigidos por el filólogo e
historiador Ramón Menéndez Pidal, exentos de toda concesión apologética, y la
renovación llevada a cabo en la Universidad de Barcelona por la escuela de
Jaime Vicens Vives, historiador catalán que en 1957 coordinó la fundamental Historia
de España y América social y económica. Además, la historiografía se
enriquecía con las valiosas aportaciones de historia política de Miguel Artola,
y las de historia social y de las mentalidades de Antonio Domínguez Ortiz y
José María Jover Zamora.
La firma del Concordato entre España y el Vaticano, en agosto
de 1953, brindó un reconocimiento oficial al nacionalcatolicismo y legitimó la
imagen confesional del régimen en el ámbito internacional. Se otorgaban a la
Iglesia numerosos privilegios, espacios y poderes, como la enseñanza
obligatoria de la religión católica en escuelas y universidades, dotaciones,
exenciones de impuestos y subvenciones para la reconstrucción de lugares de
culto y centros de estudio. El artículo XXVI establecía: «En todos los centros
docentes, de cualquier orden o grado, sean estatales o no estatales, la
enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia
católica». Y el artículo XXVII: «El Estado español garantiza la enseñanza de la
Religión católica como materia ordinaria y obligatoria en todos los centros
docentes sean estatales o no estatales, de cualquier orden o grado». (Eran
dispensados los hijos de no católicos en caso de solicitud de sus padres). En
el Protocolo final se subrayaba la validez del artículo 6 —sobre libertad de cultos
no católicos— del Fuero de los Españoles.
Además el Concordato reforzaba la sacralización del carisma
de Franco a través del artículo VI que establecía: «… los sacerdotes españoles
diariamente elevarán preces por España y por el Jefe del Estado, según la
fórmula tradicional y las prescripciones de la Sagrada Liturgia». Dos meses
después el cardenal Pla y Deniel disponía que, en la misa, los sacerdotes
«digan la oración Et famulos con las palabras Ducem nostrum
Franciscum». A finales de año, Pío XII otorgaba a Franco la Orden
Suprema de Cristo, importante condecoración del Vaticano, que nunca se había
concedido a un jefe de Estado español. El Caudillo, en su mensaje a las Cortes
del 24 de octubre de 1953, exaltaba el Concordato y los honores recibidos, «que
hacen de España una de las naciones predilectas de la Iglesia», presentándolos
como «premio» al pueblo español por su defensa de la Iglesia.
Ceremonias y ritos seguían representando legitimaciones y
reconocimientos recíprocos entre el Estado y la Iglesia. En mayo de 1954, con
ocasión de las celebraciones del séptimo centenario de la fundación de la
Universidad de Salamanca, y en un clima apoteósico, Franco recibió el título de
doctor honoris causa en Derecho canónico. Entre los méritos atribuidos
al Caudillo se destacaban el espíritu cristiano por él «imprimido a toda una
legislación» y la reciente firma del Concordato.
Hasta principios de los años sesenta, peregrinaciones,
bendiciones de reliquias y procesiones presididas por exponentes del Ejército y
de Falange Española continuaban avalando la imagen de un régimen compacto y de
un pueblo sumamente devoto. En julio de 1954, con ocasión de la Ofrenda,
antigua ceremonia que se celebra cada año en Santiago de Compostela con la
asistencia de autoridades de la Iglesia y del Estado, el arzobispo y Franco
reiteraban, mediante el rito de la «invocación» y «respuesta», el carácter de
cruzada de la guerra y la importancia de la «unidad católica». Sin embargo, ese
mismo año, una encuesta realizada por la Asesoría Eclesiástica Nacional y
publicada en la revista Ecclesia,
revelaba la escasa devoción de los trabajadores y su ignorancia religiosa.
Entre las múltiples causas señaladas por la encuesta figuraban el «virus
marxista», la falta de «medios de instrucción y de divulgación religiosa cerca
de ellos» y la estrechez económica; además se añadía: «Tanto a la Iglesia como
al sacerdote los consideran los trabajadores más inclinados hacia el capital
que hacia los humildes, y aun juzgan de nuestro apostolado que protege más bien
a los ricos que a los pobres».
La cuestión social empezaba a ser fuente de preocupación en
algunos sectores de la Iglesia; era objeto de frecuentes intervenciones por
parte de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) y la JOC (Juventud
Obrera Católica), organizaciones creadas por Acción Católica con el objetivo de
recuperar para el catolicismo el mundo del trabajo y que gradualmente se
convirtieron en espacios de deslegitimación del régimen. Sin embargo, la
Iglesia española estaba todavía lejos de plantear la cuestión de la
«reconciliación nacional». Las primeras señales de una voluntad de superar la
fractura entre vencedores y vencidos surgirán de los estudiantes
universitarios, aprovechando las tímidas aperturas realizadas durante el mandato
de Ruiz-Giménez.
En 1955 un grupo de estudiantes de izquierdas, junto con
algunos falangistas de la Universidad de Madrid, pedían, con el apoyo del
rector Laín Entralgo, la celebración de un Congreso de Escritores Jóvenes, con
el propósito de recuperar corrientes de pensamiento censuradas o marginadas por
el régimen. Como consecuencia del rechazo de los dirigentes del SEU, la
propuesta inicial se transformó en solicitud de un sindicato más
representativo, mediante un documento que en una sola hora recogió más de 3000
firmas. Repartido el 1 de febrero de 1956, el documento llamaba a la
organización de un congreso nacional de estudiantes. Grupos de personas con
camisa azul asaltaron la Facultad de Derecho y, en la manifestación convocada
pocos días después, un joven del Frente de Juventudes resultó gravemente herido
por los disparos accidentales de un policía o de un falangista. Los
responsables de la iniciativa del Congreso fueron detenidos y se descubrió que,
además de estudiantes de izquierdas, habían participado en ella falangistas
como Dionisio Ridruejo e hijos de falangistas. Los acontecimientos de febrero
de 1956 marcaron un giro, ya que evidenciaron una oposición al régimen que
prescindía de la división generada por la Guerra Civil.
Dos meses después, la Agrupación Socialista Universitaria, a
través de un manifiesto, declaraba su voluntad de «reconciliarnos con España y
con nosotros mismos». Fue suficiente que un ministro y un rector dejaran
abierta la posibilidad de introducir cambios moderados para que los jóvenes,
«hijos de los vencedores y de los vencidos», como se decía en ese manifiesto,
repartido el 1 de abril, aniversario de la victoria, inaugurasen un lenguaje
diferente sobre la Guerra Civil que quedaba reducida a un hecho puramente
militar que no había resuelto ninguno de los problemas pendientes (Juliá,
1999). El documento critica explícitamente la política triunfalista de la
victoria del régimen y sus resultados negativos y señala la contradicción entre
la presencia de España en organismos europeos como la UNESCO y la violación de
los derechos del hombre (Doc. 7[*]).
A consecuencia de los acontecimientos de febrero, Laín Entralgo dimitió y los
ministros de Educación y del Movimiento, Ruiz-Giménez y Fernández Cuesta, según
una modalidad muy propia de Franco, fueron destituidos de sus cargos.
2.3. AISLAMIENTO,
GUERRA FRÍA Y ACUERDOS CON ESTADOS UNIDOS
Con la Ley de Sucesión de julio de 1947 se había cerrado el
primer ciclo de leyes fundamentales, creadoras del Nuevo Estado. Habían pasado
más de diez años desde el inicio de la Guerra Civil y del nombramiento de
Franco como jefe del gobierno del Estado. Lascaracterísticas que definían al
nuevo régimen estaban ya perfectamente perfiladas: un Estado católico,
constituido en Reino, con la jefatura atribuida de forma vitalicia a Franco,
que retenía la suprema potestad normativa, aunque asistido por una Cámara de
representación orgánica, los Consejos del Reino, de Regencia y de Ministros y,
en fin, con una vía de comunicación directa entre el jefe del Estado y el
pueblo a través del referéndum, como fue habitual en todos los regímenes
totalitarios de la época.
La institucionalización de este Estado dictatorial tuvo lugar
en condiciones de penuria y hambre en el interior y de aislamiento en el
exterior. En junio de 1945, la conferencia de San Francisco aprobaba una
propuesta de México que vetaba, sin nombrarla, el ingreso de España por ser uno
de los Estados con un régimen establecido con la ayuda de las Fuerzas Armadas
que habían luchado contra las Naciones Unidas. Cuando la guerra del Pacífico
llegaba a su fin, los aliados aprobaron hacia la España franquista una política
que en sus líneas fundamentales había sido elaborada por el gobierno británico.
Frente a la propuesta de intervención del secretario del Foreign Office,
Anthony Eden, para poner fin al régimen por medio de presiones conjuntas de
Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, sustituyéndolo por una oposición
moderada, prevaleció la visión del primer ministro, Winston Churchill: a Franco
habría de sucederle la restauración monárquica en la persona de Juan de Borbón,
que buscaría apoyo en el Ejército y en los círculos de la oposición moderada;
pero, añadía Churchill, los aliados no debían en ningún caso intervenir
directamente para provocar la caída del dictador, que perjudicaría los
intereses británicos y aprovecharía únicamente a la Unión Soviética.
Tal fue en definitiva la política aprobada en la conferencia
de Potsdam, en julio de 1945, frente a la propuesta de Stalin de romper todas
las relaciones con Franco y apoyar su sustitución por una coalición de fuerzas
democráticas. Fue la delegación británica —encabezada por el nuevo primer
ministro el laborista Clement Attlee— la que presentó el proyecto de resolución
recogido en la declaración final: los aliados no apoyarían la candidatura del
gobierno español al ingreso en la Organización de Naciones Unidas porque no
poseía, en razón de sus orígenes, su carácter y su asociación con los
agresores, las calificaciones necesarias, pero tampoco adoptarían medidas más
severas con el propósito de provocar la caída del dictador. Mostraban, desde
luego, su deseo de que los españoles pudieran darse libremente el régimen de su
preferencia, pero no decían nada acerca de lo que estaban dispuestos a hacer
para devolverles la libertad si Franco decidía permanecer en la jefatura del
Estado.
La respuesta del régimen a las presiones que durante el
verano de 1945 le llegaban del exterior consistió, como ya se ha indicado, en
rebajar toda su parafernalia fascista de uniformes y saludos, a la vez que se
acentuaba su contenido católico y su anticomunismo confeso. Fue una convicción
muy pronto sentida por los círculos de poder más próximos a Franco que el
triunfo aliado no sería más que el preludio de un nuevo conflicto, esta vez
entre la Unión Soviética y las democracias occidentales. Partiendo de este
supuesto, la recomendación que el almirante Carrero presentaba a Franco en un
memorándum era de una contundencia brutal: orden, unidad y aguantar. Era
preciso reforzar los mecanismos de represión, torturar si el caso lo exigía,
mantener sin fisuras la unidad en torno a Franco y esperar que el temporal
amainara. Para esa política fue de importancia crucial que el catolicismo
político y la jerarquía de la Iglesia católica cerraran filas en torno a
Franco.
Los aliados mantuvieron, sin mayores resultados, su política
de presión pero no intervención. Por razones de política interior, tras la
subida de la coalición de izquierda al gobierno, Francia decidió
unilateralmente cerrar su frontera con España el último día de febrero de 1946.
Fue una decisión que resultaría inadecuada para el objetivo perseguido y
perjudicial para los intereses industriales y comerciales de Francia en España.
Pocos días después del cierre de la frontera, el 4 de marzo de 1946, Francia,
Gran Bretaña y Estados Unidos firmaron una nota conjunta en la que volvían a
mostrar su repudio al régimen pero también su voluntad de no intervenir
esperando que los españoles encontraran algún medio para conseguir que Franco
abandonara pacíficamente el poder.
El resultado final de esta política de las tres potencias
occidentales fue, por una parte, que el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas no encontrara en el régimen de Franco motivos suficientes para
calificarlo como «un peligro» para la paz mundial y, por tanto, no considerara
obligada una intervención exterior para derrocarlo; por otra, que la Asamblea
General aprobara, en su primera reunión de diciembre de 1946, una dura
resolución en laque se mostraba convencida de que «el gobierno fascista de
Franco» fue impuesto al pueblo español por la fuerza y recomendaba la exclusión
de España de los organismos internacionales establecidos por la ONU. La
Asamblea recomendaba también al Consejo de Seguridad que tomara las medidas
necesarias para remediar la situación si en un tiempo razonable no se había
establecido un gobierno cuya autoridad dimanase de los ciudadanos e instaba a
todos los miembros de la Organización a que retirasen de España sus embajadores
y ministros plenipotenciarios.
Esta última recomendación de la Asamblea General fue seguida
por todos los miembros de la ONU excepto por el Vaticano, Portugal, Irlanda,
Suiza y Argentina. Desde el Ministerio de Asuntos Exteriores, Alberto Martín
Artajo intentará compensar el aislamiento con políticas hacia América Latina y
hacia los países árabes. Decisivo resultó el apoyo de Juan Domingo Perón, que
concedió un crédito de 350 millones de dólares para que España pudiera adquirir
trigo en Argentina, mientras su esposa Eva Duarte visitaba el país entre
aclamaciones populares. Pero el panorama para el régimen se presentaba más
sombrío que nunca cuando finalizaba el año 1946: los embajadores se habían
retirado, Francia mantenía cerrada la frontera, el Reino Unido persistía en sus
presiones por un cambio pacífico hacia la monarquía y, peor aún, el
Departamento de Estado de Estados Unidos parecía muy sensible a las ventajas
que suponía para la Unión Soviética, en el terreno de la propaganda, el
mantenimiento del régimen de Franco. Si, en efecto, los aliados occidentales
mostraban tan gran pasividad ante un régimen cómplice de nazis y fascistas, la
Unión Soviética no tenía por qué dar cuenta de lo que ocurría en los países de
Europa oriental, progresivamente sovietizados.
El Departamento de Estado podía sentirse preocupado por la
permanencia de Franco, pero lo que de verdad inquietaba al Pentágono era qué
podría ocurrir si Franco caía. Sin duda, Estados Unidos desearía un cambio en
España, pero una república era impensable y la monarquía carecía de apoyos
internos. Por otra parte, a medida que avanzaba el año 1947 crecía el temor de
que el mundo se encaminaba fatalmente a un enfrentamiento bipolar: la doctrina
Truman, elaborada en marzo de ese año, llevaba a realzar el valor estratégico
de España y bloqueaba cualquier iniciativa hacia la oposición a Franco que
fuera más allá de la expresión de buenos deseos. Era cada vez más patente que
la política de aislamiento había llevado a resultados contrarios: fortalecía a
Franco en el interior y no favorecía en nada los acuerdos entre la oposición
moderada del interior, que deseaba una rápida restauración de la monarquía, y
algunos políticos del exilio, que aspiraban a un restablecimiento de la
democracia.
De modo que 1948 se caracterizó por el relajamiento de la
política de aislamiento y la reanudación de relaciones comerciales normales con
el régimen de Franco. En enero, el presidente Truman aprobaba la propuesta del
Consejo Nacional de Seguridad de normalizar las relaciones con España. Acto
seguido, el 10 de febrero, Francia reabría su frontera y firmaba en mayo un
acuerdo comercial con España, siguiendo los que ya habían firmado Gran Bretaña
e Italia. Estados Unidos aceleró entonces su cambio estratégico y, bajo su
iniciativa, la segunda Asamblea General de la ONU dejó de incluir en sus
resoluciones la condena de la primera, que de todas formas se mantenía vigente
aunque cada vez más vacía de contenido eficaz. El lobby que José Félix
de Lequerica, con rango de embajador, había establecido en Washington fomentó
los viajes a España de senadores y militares y abrió las puertas a los primeros
créditos que en 1949 la banca americana concederá al Estado español.
El camino estaba ya expedito, aunque los progresos serán muy
lentos por las reticencias de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña a aceptar
al régimen de Franco en los foros internacionales. De hecho, España llegará al
final de la década sin ser miembro del Consejo de Europa ni de la OTAN, sin
participar en el plan Marshall ni haberse incorporado a la Organización Europea
de Cooperación Económica. Sin embargo, la guerra de Corea, en el verano de
1950, acabará por inclinar en Washington la balanza hacia quienes habían
insistido, durante los años anteriores, en las ventajas estratégicas de España
para la política de contención del comunismo. Ese mismo año, la nueva política
está ya suficientemente madura para arrastrar a una mayoría de países a aprobar
una nueva resolución en la Asamblea General de la ONU que revocaba la de 1946 y
levantaba la prohibición de embajadores. En marzo de 1951, Stanton Griffis
presentaba sus cartas credenciales como embajador de Estados Unidos en Madrid,
en medio de un despliegue de pompa, como primer adelantado de lo que el régimen
celebrará como el regreso de los embajadores y el triunfo de su verdad ante las
democracias occidentales.
A estas alturas, era ya evidente que Washington había
desplazado a Londres como centro de la política de las potencias occidentales
hacia España. La misión del embajador Griffis consistía en incorporar a España
al sistema de seguridad occidental al margen de los organismos multilaterales y
en incluirla en los planes de recuperación económica al margen del plan
Marshall. Las conversaciones llegaron a buen puerto en un tiempo razonable.
Estados Unidos y España firmarán en septiembre de 1953 un Acuerdo Ejecutivo,
que no tenía que pasar por la aprobación del Congreso ni del Senado, por el que
Estados Unidos dispondrá de bases e instalaciones en España sobre las que
Washington, gracias a las cláusulas secretas que acompañaban al Convenio,
gozará de capacidad de decisión unilateral. «Protocolo de la impotencia», como
lo ha llamado Ángel Viñas, estas cláusulas secretas implicaban una sustancial
dejación de soberanía por la que España recibirá en adelante el apoyo político,
económico y militar de su poderoso aliado. Algo similar ocurrió con el
reconocimiento recibido por el régimen de Franco un mes antes gracias a la
Santa Sede: a cambio de su espaldarazo internacional, Franco reafirmó para la
Iglesia por el Concordato de 1953 una larga serie de privilegios económicos,
jurídicos, educativos, sin parangón posible en ningún Estado europeo: el
Estado, definido como católico por la Ley de Sucesión, se hacía algo más que
católico en la práctica.
Con estos dos pactos, España salía por fin del ostracismo,
aunque lo hiciera por la puerta de atrás de dos acuerdos bilaterales en los que
había dejado jirones de su soberanía. En los dos años anteriores, y a caballo
de la vuelta de embajadores, había sido admitida en los organismos
internacionales del sistema de Naciones Unidas: la Organización Meteorológica
Mundial, la FAO, la Organización Mundial de la Salud, la UNESCO. Quedaba
todavía pendiente la admisión como miembro de la Organización de Naciones
Unidas, pero todo se andará. En 1955, solo dos años después de los convenios
con Estados Unidos y del Concordato con el Vaticano, la situación habrá
madurado ya lo suficiente para que la Asamblea General olvide todas sus resoluciones
anteriores y acepte a España como miembro de la organización. Ha terminado el
aislamiento y Franco puede prepararse para iniciar una nueva etapa de su
régimen.
2.4. OPOSICIÓN
EXTERIOR Y REPRESIÓN INTERIOR
A partir del otoño de 1943, con el curso de la guerra mundial
inclinado definitivamente del lado de las potencias aliadas y con la aparición
de una tímida oposición interna a la permanencia de Franco en la jefatura del
Estado, protagonizada por disidentes monárquicos, comenzaron a dar sus primeros
frutos los penosos esfuerzos de reorganización en el interior de España de los
partidos y sindicatos obreros. Sin posibilidad de conocer qué pasaba con sus
correligionarios en el exilio, los socialistas del interior se declararon a
favor del retorno a la situación de 1936 y propugnaron la convocatoria de
elecciones generales. Para avanzar en esa dirección, fomentaron los contactos
políticos con los sindicalistas de la CNT y con los partidos republicanos,
manteniendo las distancias con los comunistas que, por su parte, habían creado
la Unión Nacional Española, primer intento por agrupar bajo su dirección a
diversos grupos de oposición a la dictadura.
Fruto de las expectativas suscitadas por la inminente derrota
alemana y de los contactos entre socialistas, sindicalistas y republicanos fue
la creación, a mediados de 1944, del primer organismo unitario de oposición al
régimen de Franco, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. En octubre, las
conversaciones entre republicanos, sindicalistas y socialistas desembocaron en
la publicación de la primera declaración programática para poner fin a la
dictadura por medio de un gobierno provisional que presidiera un período de
transición hacia una plena democracia. La Alianza se declaraba a favor del
restablecimiento del régimen republicano, pero no cerraba las puertas a una
futura colaboración con las fuerzas políticas favorables a la restauración
monárquica: un gobierno provisional convocaría elecciones generales de las que
saldrían unas Cortes que decidirían el futuro político del país. La Alianza
declaraba, además, como núcleo de su política internacional, la adhesión a la
Cartadel Atlántico y la aspiración al reconocimiento de España como potencia
occidental y mediterránea.
Esta elección estaba motivada por el hecho de que la
oposición española comenzaba a sacar cabeza del pozo en el que la había hundido
la implacable represión de la posguerra y era consciente de que sin ayuda de
los aliados sería imposible el retorno de la democracia a España. No habrá
habido en la historia política española del siglo XX ninguna expectativa
tan arraigada, y tan reiteradamente frustrada, como la depositada por la
izquierda obrera y republicana en las democracias europeas y en Estados Unidos
entre 1944 y 1953. Con la proclamación de objetivos políticos moderados, la
Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas pretendía presentar una coalición de
partidos y sindicatos de la oposición democrática como alternativa a la
dictadura aceptable por las potencias aliadas, a las que atribuía la firme decisión
de liquidar al régimen de Franco como si fuera un apéndice enfermo de los
regímenes fascistas.
La aparente disposición de Francia, Gran Bretaña y Estados
Unidos a desplazar a Franco del poder tuvo un primer efecto en la creciente
presión del sector monárquico que pretendía poner fin al régimen reinstaurando
la monarquía. El hecho de que el inspirador de la fórmula monárquica fuera el
Reino Unido y que la operación exigiera el acuerdo del Ejército explica que el
proyecto de restauración se desarrollara a través de cartas y comunicados a
Franco rogándole que, por el bien de España, abandonara la jefatura del Estado.
Don Juan de Borbón, con el apoyo de los monárquicos del interior, militares y
civiles, podría servir a este propósito y su manifiesto de Lausana, publicado
unos días después de la conferencia de Yalta, tiene sentido en este contexto.
Por una parte, don Juan se revelaba como un decidido antifranquista, y por
otra, tranquilizaba a los más conservadores prometiendo una «monarquía
tradicional» a la vez que hacía un guiño a la oposición al asegurar que bajo la
monarquía cabían «cuantas reformas demande el interés de la nación».
El acercamiento de un sector de las fuerzas monárquicas a la
Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas desató todo tipo de especulaciones. Se
decía, cuando comenzaba el año 1946, que Juan de Borbón, con el apoyo del Reino
Unido y de Estados Unidos, iba a presentarse en Portugal, mientras los
generales parecían decididos a echar a Franco y llamar al pretendiente. Querían
formar un gobierno en el que, como gran concesión a los socialistas, se les
ofrecerían las carteras de Trabajo y Agricultura. Desde luego, los socialistas
del interior desearían restaurar la República, pero es muy indicativo de las
dudas y expectativas del momento que, aun insistiendo en la legitimidad
republicana, pensaran que quizá pudiera acordarse la instauración de un
gobierno de transición para presidir la consulta al país. La experiencia de la
represión y de la fuerza del régimen, añadida a los contactos con la embajada
británica y las conversaciones con los monárquicos, les habían convencido de lo
vano que habría sido mantener la reivindicación de la legitimidad de la
República como requisito previo a la transición hacia la democracia. El
gobierno provisional, cuya tarea sería convocar un plebiscito sobre la forma de
Estado y unas elecciones a Cortes constituyentes, no tendría, pues, un signo
institucional definido.
La relativa claridad en los objetivos de la oposición
interior no correspondía a la firmeza de la misma política en el exterior. En
febrero de 1946, la llegada de don Juan de Borbón a Estoril se adelantó en
pocas semanas a la instalación en París del gobierno de la República en el
exilio, reconstituido en México el año anterior. La oposición al régimen
aparecía, pues, desde Portugal y Francia, dividida entre dos legitimismos
excluyentes: monarquía o república. Si la oposición pretendía presentarse ante
las potencias occidentales como una alternativa creíble al régimen de Franco,
monárquicos del interior y republicanos del exilio, enfrentados pocos años
antes en una guerra a muerte, tendrían que empezar a negociar.
El asunto no era fácil. Socialistas y republicanos habían
fundado en México, en 1942, una Junta Española de Liberación con la idea de
ofrecer a los aliados un organismo que, sin hacer cuestión de la restauración
republicana, sirviera como gobierno provisional para la convocatoria de un
plebiscito. Pero el proyecto quedó postergado ante la euforia desatada entre
los republicanos exiliados por el triunfo aliado. En septiembre de 1945, Diego
Martínez Barrio, elegido un mes antes presidente de la República, encargó la
formación de gobierno a José Giral, que llamó para ocupar las distintas
carteras a socialistas, republicanos, nacionalistas catalanes y vascos, y
representantes de los sindicatos, dejando fuera a los comunistas.
Mientras los exiliados reafirmaban la legitimidad
republicana, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, con objeto de evitar una
crisis en el gobierno francés y calmar a los sindicatos británicos, publicaban
en marzo de 1946 una declaración en la que propugnaban la retirada pacífica de
Franco, la abolición de Falange y la formación de un gobierno interino que
permitiera a los españoles determinar libremente su futuro. Pero esa nota
tripartita no mencionaba para nada al gobierno de la República en el exilio ni
al pretendiente monárquico, y parecía alentar los esfuerzos de quienes habían
antepuesto la restauración de la democracia al signo institucional del régimen
que la restaurara.
Pero el gobierno de la República en el exilio no atendió a
las señales que marcaban la nueva dirección, nublada la vista por el ejemplo de
Francia, donde un gobierno formado por democristianos, socialistas, radicales y
comunistas ponía en marcha un proceso de transición institucional que llevaría
de la Tercera a la Cuarta República a través de cinco convocatorias a las
urnas. La idea de un gobierno de coalición de resistentes al franquismo que
dirigiera un similar proceso de transición en España, con una convocatoria de
elecciones a Cortes y un plebiscito sobre la definitiva forma de Estado, estaba
en el aire. Para traerla a tierra, el gobierno de la República en el exilio se
inspiró en el ejemplo francés, incorporó a los comunistas y reclamó el reconocimiento
de su legitimidad.
Esta iniciativa chocaba frontalmente con la nota tripartita,
ratificada por la resolución de la ONU de 12 de diciembre de 1946. Ciertamente,
la ONU condenaba al régimen de Franco pero invitaba a los españoles a que
arreglaran su sustitución con un gobierno provisional que convocara un
plebiscito. El fracaso en las negociaciones para el reconocimiento de las
instituciones republicanas, por el que tanto había batallado el gobierno de
Giral, abrió una crisis que solo pudo arreglarse con el nombramiento de Rodolfo
Llopis, secretario general del PSOE, radicado en Toulouse, para la presidencia
del gobierno. Al sostener la continuidad del gobierno de la República y dar
entrada en él a Santiago Carrillo, Llopis aparecía no solo como un abanderado
de la legitimidad republicana, sino como un aliado de los comunistas, lo que
tal vez podía ser bien visto en Francia pero fatalmente en el Reino Unido y en
Estados Unidos, donde el gobierno de Truman avanzaba por el camino de la
confrontación con la Unión Soviética.
Era preciso, por tanto, según lo veía el líder de los
socialistas radicados en México, Indalecio Prieto, que los socialistas
españoles exiliados en Francia entendieran la nueva situación internacional y
que, además de romper con los comunistas, disolvieran o, al menos, abandonaran
el gobierno de la República. En esa tarea se empleó Prieto durante todo el año
1947 hasta que por fin pudo atraer a sus posiciones al grueso del exilio
socialista y emprender negociaciones con los monárquicos para llegar a un
acuerdo presentable a los británicos. Las negociaciones fueron laboriosas,
aunque finalmente, en agosto de 1948, socialistas y monárquicos de oposición
llegaron a un acuerdo en San Juan de Luz que establecía las condiciones para
una transición a la democracia: concesión de amnistía, garantías de orden
público sin venganzas ni represalias, eliminación de toda influencia
totalitaria en el futuro gobierno, incorporación de España al grupo de naciones
occidentales, libertad religiosa y consideración especial a la religión
católica, para terminar con una consulta a la nación después de la devolución
de las libertades.
Este acuerdo iniciaba lo que será una larga serie de
documentos firmados entre diversos grupos de la oposición del exilio y de
disidentes del interior y adelantaba algunos de los contenidos que
caracterizarán treinta años después la transición a la democracia. Pero si el
texto del acuerdo era plausible, en el tiempo de la firma era ya papel mojado.
Lo era no solo porque, en el mismo momento en que se firmaba, don Juan de
Borbón se entrevistaba con Franco para confiarle la educación de su hijo y
desautorizaba a quienes habían negociado en su nombre, sino también porque,
para agosto de 1948, el régimen había comenzado a recibir visitas de emisarios
de Estados Unidos que abrieron una ventana por la que comenzó a recibir
suficiente oxígeno para mantenerse con vida. En octubre de 1947, el
Departamento de Estado había elaborado ya las directrices de su nueva política
sobre España. Desde comienzos del año siguiente, con la reapertura de la
frontera por Francia, la diplomacia española disponía de suficientes datos para
saber que el aislamiento había terminado y que España, contando con el apoyo de
Estados Unidos, se incorporaría en plazo no muy lejano a los organismos
internacionales.
A la vez que comenzaba a abrirse al exterior, el régimen de
Franco mantuvo una represión implacable en el interior. En 1945, los sindicatos
clandestinos habían recibido laderrota de Alemania e Italia como un adelanto de
la caída del franquismo, motivo suficiente para despertar unas expectativas que
condujeron a la convocatoria de huelgas que se extienden durante dos años por
Cataluña, Vizcaya, Madrid, Asturias. La represión que cayó sobre ellos, de la
que fue punto culminante la matanza de Pozu Funeres —cuando varias decenas de
mineros fueron arrojados al fondo de un pozo y dejados morir miserablemente el
21 de mayo de 1948—, acabó por destrozar las ya débiles organizaciones
clandestinas. En Asturias, enclave tradicional de la UGT, la estructura
organizativa que a duras penas se había reconstruido entre 1943 y 1947 quedará
reducida poco después a un puñado de militantes veteranos. Con la CNT ocurrió
algo parecido: si experimentó un renacimiento entre los años 1945 y 1947, su
presencia a partir de esas fechas será puramente simbólica. Los sindicatos ya
no eran ni la sombra de lo que habían sido en 1945. Los comunistas, por su
parte, habían fracasado en la proyectada invasión por el valle de Arán y,
aunque todavía perduró alguna actividad de guerrilleros, su aislamiento se hizo
cada vez más agudo hasta la última resistencia a comienzos de los años
cincuenta.
La continua caída de sus comisiones ejecutivas había vuelto
más cautos a los dirigentes de partidos y sindicatos clandestinos y mucho más
conscientes de la fortaleza del enemigo que sus correligionarios del exilio,
todavía convencidos de que una acción de las potencias democráticas podía
derrocar a Franco con tal de que se les ofreciera un instrumento de gobierno
que garantizase la paz interior, y que fuera satisfactorio para la Iglesia
católica y para el Ejército. Era una esperanza ilusoria, como habría de quedar
definitivamente demostrado con los acuerdos firmados entre Estados Unidos y
España y la posterior admisión del régimen de Franco en la Organización de las
Naciones Unidas.
2.5. LA
LENTA SALIDA DE LA AUTARQUÍA
Al finalizar la década de 1940, la política económica
impuesta por los vencedores tras la Guerra Civil había mostrado claramente su
fracaso: el nivel de renta no había alcanzado aún el de 1930; la producción
agrícola había retrocedido y vivía pendiente de las condiciones climatológicas;
la industria sufría estrangulamientos en suministros básicos y se encontraba
sumida en una profunda depresión; toda la economía se sentía atenazada por el
extremado intervencionismo estatal y por la proliferación de una burocracia
ineficiente; el mercado negro había florecido, mientras el nivel de vida de la
mayoría de los españoles había descendido por lo menos un tercio respecto al
conseguido antes de la guerra. El descenso de los salarios reales condujo en
1951 a la manifestación de las primeras muestras de malestar obrero. El anuncio
de una subida en el precio de los transportes provocó la primera oleada de
huelgas en Barcelona y luego en Madrid y en el País Vasco. Solo la contundente
represión de cualquier signo de protesta o malestar, la persecución de
cualquier organización sindical o política y los efectos morales de la derrota
en la Guerra Civil podían evitar que el descontento adquiriera más amplias
dimensiones.
Era evidente, pues, la necesidad de un cambio de rumbo en
política económica que el régimen solo podría acometer si se sentía en
condiciones de seguridad y firmeza. Muy oportunamente, esa seguridad le venía
ahora del mismo sitio del que antes procedía su debilidad: la situación
internacional. Nunca, desde 1942, el régimen se había sentido tan seguro como
en los primeros años cincuenta. España se ofrecía como un firme aliado de la
nueva política norteamericana e incluso estaba dispuesta a acabar con su
tradicional neutralidad y permitir que su suelo fuera utilizado para las
misiones estratégicas requeridas por la política internacional de Estados
Unidos. Con tal motivo comenzaron a llegar a Madrid misiones militares,
económicas y políticas norteamericanas. Se produjo así una primera apertura que
puso fin a la década de exaltación del aislamiento: más que renunciar
expresamente a la autarquía, se dejó de hablar de ella y de sus excelencias.
Además, la expansión económica experimentada por los países europeos gracias a
los programas de reconstrucción y a la sustitución de la retórica
intervencionista y proteccionista por la del libre mercado y la competencia
tuvo un efecto decisivo sobre la doctrina oficial. Obviamente, los míseros
resultados de la política autárquica española, confrontados al éxito de la
libertad de mercado y de la iniciativa privada, contribuyeron al desprestigio
de la política intervencionista y autárquica.
De todas formas, y aunque 1951 fue uno de los dos momentos de
inflexión en la política económica del franquismo, el cambio de dirección no
fue brusco ni definitivo, ni seacometió sin obstáculos y resistencias
procedentes de la burocracia del Movimiento Nacional. Fue siempre
característica del ejercicio del mando por el general Franco no proceder a
cambios drásticos de dirección ni marginar nunca a ninguna de las fuerzas en
que se apoyaba su poder. Así, al proceder en julio de 1951 a un cambio de
gobierno que anunciaba una rectificación de política, no solo no prescindió del
componente fascista del régimen sino que pareció reforzar la posición de
Falange al elevar de nuevo a ministerio la Secretaría General del Movimiento.
Como siempre, Franco procedió distribuyendo equilibradamente el poder entre los
militares, la Acción Católica, una Falange ya totalmente burocratizada y las
dos ramas en que se dividía el monarquismo.
El nuevo gobierno, que estaba en su conjunto bien lejos del
liberalismo político y de la economía de mercado, no volvió a incurrir sin
embargo en la retórica autárquica e intervencionista. Ese simple hecho indica
que sus objetivos económicos eran distintos de los que hasta entonces se habían
defendido oficialmente. Lo que comenzó a dominar en el discurso oficial fue la
voluntad de un crecimiento rápido apoyado preferentemente en la industria y
basado, según ha escrito Joan M. Esteban, en un ideario económico que
contrastaba con el anterior en cuatro puntos fundamentales: ortodoxia en la
administración del sector público frente a la discrecionalidad que había
caracterizado la década de 1940; necesidad de una economía abierta, con
intercambios internacionales, frente al ideal autárquico de sustitución de
importaciones por productos nacionales; afirmación de las ventajas del mercado
libre sobre la política de control y de intervención; y confianza en la
iniciativa privada frente a la anterior creencia en la eficacia del Estado como
gestor de la economía.
En consonancia con ese nuevo ideario, y doblemente impulsados
por el fracaso anterior y por la favorable situación internacional, varios
ministerios pusieron en marcha una política económica cuyo principal objetivo
consistía en un rápido crecimiento industrial sobre la base de la
liberalización del comercio internacional que permitiera a las industrias
españolas proveerse de materias primas y de maquinaria. En relación con este
objetivo, el nombramiento de Manuel Arburúa al frente del Ministerio de
Comercio fortaleció a los partidarios de la liberalización del comercio
exterior frente a quienes mantenían la necesidad de reforzar la línea
autárquica. Una de las características más notables del nuevo período fue
precisamente el significativo avance que se produjo en las magnitudes del
comercio exterior.
El cambio de gobierno afectó también a la política agraria.
Rafael Cavestany, nuevo ministro de Agricultura, se había mostrado en años
anteriores muy crítico con la «maraña de las restricciones, de las
intervenciones, de los cupos forzosos, de los racionamientos» (Barciela, 1986)
y había sido uno de los primeros en atribuir el déficit de alimentos a la
política económica seguida durante los años cuarenta. Sus propuestas iban en la
dirección de suprimir todo el aparato intervencionista y elevar los precios de
tasa de forma que resultaran remuneradores para los agricultores. Pretendía,
además, introducir reformas técnicas que incrementaran la producción e
industrializaran el campo. Otras iniciativas consistieron en impulsar los
planes de colonización y repoblación forestal, extender los regadíos y
concentrar las pequeñas propiedades.
Fruto de esta nueva política fue el incremento, en muy pocos
años, de la superficie cultivada, de la producción y de la productividad,
superando en algunos casos los niveles alcanzados en el quinquenio 1931-1935.
Los niveles de 1935 se volvieron a alcanzar en azúcar, huevos y aceite, además
de trigo y, por tanto, de pan, aunque todavía habrán de pasar varios años para
alcanzar el nivel de consumo de carne, patatas y leguminosas. Como ha señalado
Carlos Barciela (1986, vol. 3, pág. 486), «se necesitaron veinte
largos años de sufrimiento para alcanzar unos niveles de alimentación que ya se
habían conseguido entre 1931 y 1936». Barciela ha destacado, entre otros logros
de los años cincuenta, la colonización de 200 000 hectáreas, la
concentración parcelaria de otras 240 000, la puesta en riego de unas
400 000 hectáreas, repartidas por igual entre el Instituto Nacional de
Colonización y los propios agricultores y, finalmente, la repoblación forestal
de más de un millón de hectáreas.
La agricultura representaba todavía en 1950 una parte
fundamental del PIB pero ya no la decisiva. Precisamente, uno de los cambios
más significativos de la nueva década será el de la estructura del PIB con un
claro descenso relativo del sector primario, que del 30% de 1950 pasó al 24% en
1960, y la subida del secundario desde el 26% al 35%. Paulatinamente, la
industria se afirmaba como parte fundamental de la economía española. Si elíndice
de producción agrícola pasó de 100 en 1946 a un promedio de 105 en la década de
1950 —después de bajar a 90 entre 1947 y 1950—, el de la industria ascendió
continua y rápidamente de 100 a 194 en 1957. Este intenso ritmo de crecimiento
industrial tendrá efectos decisivos en la estructura interna del PIB y servirá
de base, con su aceleración en los años sesenta, a las grandes transformaciones
sociales de esa década.
Por el momento, si se añade a este crecimiento industrial la
recuperación del sector agrario se comprenderá que los años cincuenta hayan
presenciado una subida sostenida de la renta nacional y de la renta per cápita,
que recuperó y sobrepasó en esta década los valores alcanzados en los años
treinta. Aunque las magnitudes del incremento de la renta nacional son muy
variables según las fuentes y los métodos empleados, se ha estimado que el
ritmo de crecimiento fue de 1,9% entre 1940 y 1950 y de 7,78% entre 1950 y
1958. De todas formas, es evidente que a partir de 1950 el ritmo de crecimiento
de la economía española se sitúa en unas magnitudes que reducen paulatinamente
la gran diferencia abierta por la política autárquica con otros países
europeos.
En este crecimiento desempeñaron las importaciones un papel
primordial. La incipiente liberalización del comercio exterior provocó un
considerable aumento de la demanda de productos extranjeros entre los que
ocuparán un lugar cada vez más importante los carburantes, las materias primas
y semifacturadas, las manufacturas y el material de transporte. Simultáneamente
se produjo un descenso notable en la importación de artículos alimenticios.
Ahora bien, mientras las importaciones aumentaron de 427 millones de dólares en
1951 a 862 en 1957, las exportaciones que en 1951 ascendieron a 498 millones de
dólares, no pasaron nunca de los 500 e incluso hubo algunos años en que
descendieron a menos de 450 millones de dólares. Comenzó a producirse así un
notable desequilibrio en la balanza comercial con un creciente saldo negativo
que en 1957 llegó a superar los mil millones de pesetas/oro.
Se ha discutido en este contexto la importancia de la «ayuda
americana» en la revitalización de la economía española. Aunque el volumen
total de la ayuda recibida fuera modesto en comparación con el de otros países
europeos —alrededor de 1500 millones de dólares en concepto de donación o
préstamo— parece, sin embargo, que sus efectos fueron considerables al incidir
en una economía con muy bajo nivel de actividad y atenazada por múltiples
estrangulamientos. Evidentemente, al movilizar esa actividad permitiendo un
considerable incremento de las importaciones, la «ayuda americana» y los
créditos anteriores desempeñaron un considerable papel en la reanimación de la
actividad, que pretenderá culminar el proceso de liberalización iniciado en
1951 aunque adoptando previamente un programa de estabilización y saneamiento
económico.
2.6. POLÍTICA
DE GÉNERO
Ya desde los años del conflicto, la «recatolización» de la
sociedad, considerada fundamental para la «regeneración nacional», se
presentaba como instauración de un orden antimoderno. Como consecuencia, la
condena de la República iba acompañada de su estigmatización por haber generado
la pérdida de los valores morales. Este tema recurrente en la propaganda
antirrepublicana fue explicitado en la pastoral La Cuaresma de España. El
sentido cristiano español de la guerra (1937), publicada por el cardenal
primado Gomá durante la Guerra Civil. En el escrito la interpretación de la
guerra como «enmienda» y «penitencia» por las matanzas de sacerdotes y los
sacrilegios, se extiende también a los daños causados por el «laicismo»
republicano, la «inmoralidad pública» y el «desquiciamiento» de las costumbres,
causas manifiestas de la disgregación de la familia. Esta lectura de la
experiencia republicana se mantuvo inalterada durante años. En este contexto,
la redefinición de las relaciones de género y, por lo tanto, de la identidad
femenina, se convirtió en una preocupación fundamental en las primeras teorizaciones
sobre el «nuevo orden» y en las primeras disposiciones.
La asimetría de género, presentada como un rasgo constitutivo
del «Nuevo Estado», fue defendida desde 1937 por José Pemartín, entonces
responsable del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y Media, en su obra Qué
es «Lo nuevo»… Este libro, del que se publicaron varias ediciones,
contribuyó a la configuración de la dictadura franquista y es un ejemplo de
correspondencia entre la formulación de una ideología y su traducción en lasleyes.
En él se perfila un régimen católico-fascista, una compenetración muy bien
reflejada en el proyecto de educación de los jóvenes. Aun dedicando mucha
atención a las instituciones nazis y fascistas (en el apéndice incluye la Carta del Lavoro y la Ley para el Régimen
del Trabajo Nacional Alemán de 1934), Pemartín sugiere para España un fascismo
capaz de recuperar el catolicismo español «nacional» y «el espíritu religioso
forjado y amasado calladamente en nuestros hogares por generaciones de madres»
(Pemartín, 1938, pág. 114). El «hogar cristiano» se convierte en un
espacio simbólico y real, donde las mujeres, vestales de la conservación de la
espiritualidad hispánica, actúan como educadoras. A la escuela, vehículo de la
«tradición del alma de la Nación-Estado», se le asigna la función de formar a
las jóvenes para sus tareas específicas, apartándolas de la «pedantería
feminista de bachilleras y universitarias». A este respecto, señala la
necesidad de introducir en el bachillerato «los estudios Femeninos y del
Hogar». Objetivo este que se cumpliría con la creación de las «Escuelas del
Hogar» y la obligación de la asignatura «Hogar» en todos los centros docentes,
ambas encomendadas a la Sección Femenina de Falange. En cambio, para los
jóvenes, Pemartín propone, dentro de una «catolización progresiva y total de la
enseñanza oficial», el modelo del «ascetismo militar», considerado elemento
identificador de la historia de España desde Ignacio de Loyola hasta «nuestros
invencibles legionarios». Y, precisamente, la Ley de Reforma de la Enseñanza
Media de septiembre de 1938 promueve un sistema docente destinado a la difusión
de «aquellas virtudes de los grandes capitanes y políticos del Siglo de Oro,
formados en la Teología católica de Trento», en contraposición al «mimetismo
extranjerizante, la rusofilia y el afeminamiento». La Falange, a su vez, se
encargaría de inculcar el patriotismo, la camaradería, el sentido de la
jerarquía y de la disciplina, y los principios del nacionalsindicalismo, todos
ellos explicitados en los textos escolares de «Formación del Espíritu Nacional»
que se utilizaron hasta los años sesenta.
De hecho, el encuadramiento de los jóvenes era prerrogativa
de las organizaciones falangistas: el Frente de Juventudes y la Sección
Femenina de Falange. Ambas compartían la estructura jerárquica y se
caracterizaban por una rígida división de género; fomentaban los principios del
nacionalsindicalismo, el patriotismo y el conformismo con el Estado franquista,
pero siempre en el ámbito del tradicionalismo católico. Para las mujeres estaba
prevista una forma de reclutamiento mediante el Servicio Social. Creado durante
la guerra y reorganizado en 1940, se concebía como «servicio al Estado»
destinado «a preparar a la mujer como futura madre de familia» y a la promoción
de actividades asistenciales y de beneficencia. El Servicio Social duraba seis
meses y era obligatorio, pudiendo librarse de él las mujeres casadas, viudas,
monjas y las jóvenes con ocho hermanos solteros. El correspondiente certificado
era indispensable para conseguir un empleo en la Administración pública, el
pasaporte, el carné de conducir y cualquier tipo de diploma. Su gestión fue
encomendada a la Sección Femenina, instituida en 1934 bajo los auspicios de
José Antonio Primo de Rivera, que tuvo un fuerte desarrollo durante la Guerra
Civil. En el Estatuto de 1937 se definía como apéndice de la Falange —«a cuya
disciplina nace irrevocablemente sometida»— con la función de promover un
modelo femenino tradicional: «El fin esencial de la mujer, en su función
humana, es servir de perfecto complemento al hombre». Relanzada por Franco
mediante decreto de diciembre de 1939, su presidenta vitalicia fue Pilar Primo
de Rivera, hermana de José Antonio.
Para las mujeres, la diferencia de género se tradujo en marginación
y subordinación al hombre. La enseñanza fue un instrumento fundamental para
limitar su protagonismo a la esfera doméstica, borrando toda huella de la
experiencia emancipadora republicana. La República de 1931 había impulsado la
participación femenina en la vida pública y política, que se materializó en la
presencia de diputadas en las Cortes y en el acceso de mujeres a ámbitos
profesionales y culturales tradicionalmente masculinos. Pero, si en los años de
la Guerra Civil el anacronismo del modelo femenino propugnado por los
«nacionales» podía parecer una exageración propagandística destinada a
construir una identidad fundada en la contraposición —que comprendía el rechazo
de actitudes consideradas varoniles encarnadas por «la miliciana»—, su mantenimiento
incluso después de terminar la guerra se transformó en un rasgo identificador
del Nuevo Estado franquista.
La marginación de la mujer fue legitimada también por la
actualización de un orden simbólico-cultural fundado en ejemplos recuperados de
la tradición católica —el Génesis, el Libro de los Proverbios y los Padres de
la Iglesia— filtrados por los tratados del siglo XVI y a menudo
acompañados de biologismos e innatismos de procedencia decimonónica. Se
publicaron muchas reediciones de La perfecta
casada de fray Luis de León (1583), compendio de deberes y tareas de la
«mujer parsimoniosa» dedicada a la «sagrada misión» del hogar y al trabajo
silencioso. El libro se puso de moda como regalo de bodas.
La familia se consideró como un importante pilar del Nuevo
Estado, y la mujer, devuelta a la «naturalidad» de la maternidad, se convertía
en ejemplo de entrega, conformismo y respeto por la jerarquía. Los modelos
evocados en los discursos de Franco, en las revistas católicas y de Falange y
en los textos escolares eran los de Teresa de Ávila, declarada patrona de la
Sección Femenina por su obrar «de una manera callada», e Isabel de Castilla,
ambas portadoras de un protagonismo patriótico-religioso y a la vez «femenino»,
muy evidente en la abundante iconografía que representaba a la santa y a la
reina ocupadas «en los trabajos de la rueca y el huso». Una característica del
nacionalcatolicismo fue, precisamente, la utilización y adaptación de santos y
santas con una función legitimadora del régimen y como «ejemplaridad total»
para hombres y mujeres.
En los primeros años de la posguerra se publicaron numerosos
manuales dirigidos a la «formación» femenina y, en cantidad más reducida, a la
masculina. Sus autores eran religiosos, médicos, políticos, pedagogos, y también
mujeres de la Sección Femenina y de Acción Católica, todos ellos empeñados en
identificar la «esencia de lo femenino» y los atributos necesarios para su
realización. En realidad, los manuales de formación, cuyos contenidos no
sufrieron cambios sustanciales hasta finales de los años cincuenta, no hacían
más que traducir en modelos de comportamiento las normas contenidas en la
legislación y las consignas presentes en los reglamentos de las organizaciones
juveniles, en las pastorales y en los discursos de Franco, transformándose en
portavoces de una tendencia y de un sistema de valores y de representaciones
que iba homologando a toda la sociedad. Precisamente en esta «acción
prescriptiva» —que para las mujeres penetraba incluso en el ámbito doméstico—
se hacía evidente el papel de control generalizado ejercido por la Iglesia.
A su vez lo masculino se presentaba como diferencia visible
en la historia, en la cual el hombre era un sujeto activo que tenía como
referencia la construcción mítica del «caballero cristiano y español» evocadora
del pasado imperial (Cámara Villar, 1994). Lo varonil caracterizaba no solo «la
misión» patriótico-religiosa sino también la vida matrimonial, en la que el
hombre debía actuar como «protector y jefe». La fragilidad femenina, pues,
constituía la asimetría necesaria a la «virilidad psíquica» masculina, según
explicaban, entre los años cuarenta y cincuenta, los manuales publicados por el
«autor colectivo», que firmaba con el seudónimo «Ángel del Hogar».
Para las afiliadas de la Sección Femenina estaban vigentes
las directrices del desaparecido José Antonio, elegido como defensor del
auténtico feminismo: «El verdadero feminismo no debería consistir en querer
para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear
cada vez de mayor dignidad humana y social las funciones femeninas». Una
definición esta a la vez dicotómica y complementaria a la del «monje soldado»,
pero ambas en sintonía con las orientaciones del tradicionalismo católico.
En realidad, la remodelación de la identidad femenina no
respondía solo a la necesidad de restaurar un antiguo orden simbólico contra la
modernidad republicana, sino también a un conjunto de exigencias políticas,
sociales y económicas. En la España de la «larga posguerra» había que ofrecer
un sistema de valores ideales que compensase el escenario dominado por el
racionamiento, el paro, la plaga del estraperlo, las cárceles repletas de
detenidos políticos, la gran cantidad de mutilados de guerra y los mendigos que
invadían las calles, y que tan eficazmente retrató Gerald Brenan —viajero en la
España de 1949— en su libro La faz de España. Además, la autarquía
producía escasa demanda de bienes de consumo y el mercado de trabajo poco
dinámico no favorecía el empleo. Con el fin de evitar elevados índices de paro
masculino, se limitó el acceso de las mujeres o se las orientó hacia sectores
«femeninos» (servicios, fábricas textiles, de calzado y de tabaco).
Si la propaganda a favor del crecimiento demográfico se
enriquecía con caracteres religiosos y sublimadores, el trabajo femenino estaba
regulado por «medidas protectoras» —exclusión de las mujeres de tareas
peligrosas e insalubres y del trabajo nocturno—, pero al mismo tiempo se
trataba de desincentivarlo en formas y ámbitos distintos. La imposibilidad de
alcanzar una formación profesional adecuada, la exclusión de ciertas
actividades, la «excedencia forzosa» por matrimonio y la fuerte discriminación
salarial eran solo algunos de los mecanismos disuasorios utilizados por el
régimen. A estos obstáculos había que añadir las leyes destinadas a garantizar
la «tutela marital»: la necesidad de autorización delmarido para firmar
contratos de trabajo, prestar testimonio en los juicios, heredar, ejercer
actividades comerciales y administrar su propio sueldo. Paralelamente los
manuales, las revistas religiosas y las publicaciones de la Sección Femenina
advertían contra el peligro de «masculinización» de las mujeres trabajadoras y
condenaban la atracción por lo superfluo generado por el «vivir moderno» impulsando
a la mujer a buscar trabajo. En aquellos años, el ahorro no era solo el sistema de «reintegración nacional», encarnado
por las «cartillas de ahorro», que ya mencionara Pemartín en su libro; para los
españoles se había convertido en una categoría moral basada en la abstinencia y
en la privación, que afectaba a toda su existencia. Los términos «restricción»
y «racionamiento», recuerda la escritora Carmen Martín Gaite en Usos
amorosos de la postguerra española (1987), «sufrieron un desplazamiento semántico,
pasando a abonar otros campos, como el de la relación entre hombres y mujeres»
(pág. 13).
La identidad masculina, al igual que la femenina, se definía
mediante «caracteres permanentes» y predisposiciones innatas, como el espíritu
de independencia y de dominio, el sentido práctico y la tendencia al análisis.
Estos atributos, acompañados por la recuperación de virtudes tradicionales como
el honor, la caballerosidad y el valor, se hacían necesarios para garantizar la
continuidad con el «espíritu de la Cruzada». En esta labor de formación, el
maestro de escuela desempeñaba un papel fundamental. Su perfil lo trazó Ernesto
Giménez Caballero en Los secretos de la Falange: «Lograr que el maestro
de escuela, ese vehículo laico y corrompido que era en los regímenes
anteriores… se transformase mágicamente en un ser soleado, esbelto, fuerte,
audaz, encuadrado, abnegado, disciplinado, a paso gimnástico, saludando brazo
en alto, cantando himnos de combate…» (Giménez Caballero, 1939, pág. 92).
Estas directrices perduraron también en los años siguientes.
A partir de los años cuarenta se empezó a difundir una
retahíla de prohibiciones y normas en defensa de la «moralidad pública». Como
consecuencia, los lugares que podían favorecer el encuentro entre hombres y
mujeres pasaron a ser fuente de preocupación. Eran estigmatizados los cines,
las salas de baile y las playas como espacios donde se concentraban los «males
modernos». En la Iglesia afloraba cierto antiamericanismo, por considerar al
cine de Hollywood un cauce de desmoralización, de prácticas exóticas y
de desfeminización. La llegada del verano dirigía la atención hacia las
playas y la preocupación llegaba al paroxismo. En 1941, la Dirección General de
Seguridad prohibía «los baños de sol sin albornoz» (Abella, 1985,
pág. 78).
No menos dura era la condena del baile. La pastoral de 1946
del cardenal Segura, arzobispo de Sevilla conocido por su intransigencia,
contenía una lista de ejemplos, descritos con el lenguaje propio de la
patología. Los bailes modernos se definen como «fiebre infecciosa» y «verdadero
paludismo de las almas» y se amenazan castigos. Y mientras en la Europa recién
salida de la Segunda Guerra Mundial las parejas se lanzaban a frenéticos swing,
boogie-woogie y congas, en España el baile era el blanco de una campaña
denigradora, difundida desde los púlpitos a través de pastorales, revistas y
opúsculos. Todavía en 1957, en el documento La instrucción sobre la
moralidad pública, los obispos españoles definían los bailes modernos como
«feria predilecta de Satanás».
Otra fuente de alarma eran el deporte y la gimnasia, de cuya
gestión se hacía cargo la Sección Femenina. El juicio negativo de Pío XII
sobre el deporte femenino, en 1941, en su Discorso alla Gioventù femminile
dell’ Azione cattolica, por favorecer «fogge di vestire, esibizioni, “cameratismi”,
inconciliabili anche con la modestia più condiscendente», tuvo una fuerte
repercusión en España. Las falangistas solucionaron el problema del atuendo
deportivo con los incómodos «pololos», unos pantalones anchos, cerrados bajo
las rodillas por una goma. El «vestir cristiano», en cambio, era regulado por
las Normas concretas de modestia femenina. Se consideraban «contra la
modestia» los escotes, los vestidos ceñidos o que llegaban solo hasta la
rodilla, las mangas que dejaban los codos al descubierto o el no llevar medias.
Los cambios producidos en Europa después de la Segunda Guerra
Mundial en materia de costumbres y de la condición femenina, no solo no
tuvieron reflejo alguno en España sino que incluso contribuyeron a reforzar la
campaña contra los «errores de la modernidad».
Para la jerarquía eclesiástica las playas siguieron
representando una amenaza, especialmente cuando en los años sesenta el turismo
impulsó cierta liberalización de las costumbres. El turismo y las playas,
las divisas y los escándalos (1964) es el título de la carta pastoral del
obispo de Canarias Antonio Pildain escrita tras su regreso —como él mismo
afirma— de la segunda etapa del Concilio Vaticano II. Reivindicando para
los obispos el derecho a intervenir en temas relacionados con la moral —según
las indicaciones de Pío XII— el prelado dirige su «contraofensiva potente»
hacia los «turistas indecentes» que frecuentaban las playas de Canarias que
describe como escenario de perdición y «espectáculo, denigrante y escandalizador
de hombres casi totalmente desnudos, y de mujeres en bikini, tumbadas o
sentadas, junto a ellos, y ostentando sus desnudeces, más que de cara al mar,
de cara al paseo», y «adolescentes que se abrasan en las llamaradas del
instinto sexual». La pastoral refleja el desajuste entre la imposición de un
anacrónico orden moral y la contaminación moderna de España por Europa.
En realidad, a finales de los años cincuenta el crecimiento
económico, el desarrollo del turismo y de los medios de comunicación favorecían
la difusión de pautas emancipadoras, profundizando en la separación entre las
normas y los comportamientos sociales. La Sección Femenina quiso hacerse
intérprete de una semblanza de modernización presentando la Ley sobre Derechos
de la Mujer, aprobada en julio de 1961. En ella se reconocían a la mujer los
mismos derechos que al hombre, además de la facultad de ejercer cualquier
actividad de tipo político, profesional y laboral, salvo la de magistrado o
juez (con la excepción de la tutela de menores). Sin embargo, en el preámbulo
se subrayaban las limitaciones impuestas por la «condición femenina» y, por lo
tanto, se reafirmaba la necesidad de la autorización del marido para que una
mujer casada pudiera trabajar o ejercer el comercio. En realidad, solo en 1976,
con la aprobación de la Ley de Relaciones Laborales, se reconocieron los
derechos de las trabajadoras.
La modernización económica que se puso en marcha sin avances
similares en los ámbitos culturales, sociales y jurídicos, hizo manifesta una
de sus más vistosas contradicciones precisamente en la resistencia a
desprenderse de los modelos tradicionales dejando inalterado un orden simbólico
fundado en la asimetría de género.
RESUMIENDO…
La institucionalización del Estado dictatorial tiene
lugar en condiciones de extrema pobreza y aislamiento. Tras la derrota del Eje,
se pone en marcha un proceso de desfascistización y se inaugura la
fórmula de la «democracia orgánica». El cambio de imagen requiere una
reorganización del gobierno, con el ascenso de los «católicos», en tanto que la
ideología nacionalcatólica se impone como instrumento para moldear la sociedad
en sentido antimodernizador.
El régimen supera gradualmente el aislamiento internacional
gracias a las dinámicas generadas por la Guerra Fría, mientras una fuerte
represión silencia el movimiento de oposición interna que había resurgido bajo
el impulso de la victoria aliada. En 1956, con Ruiz-Giménez como ministro de
Educación, se produce la primera movilización estudiantil en la Universidad de
Madrid, con el objetivo de oponerse al monopolio del SEU.
El fracaso de la política económica autárquica
conduce a la lenta introducción de reformas destinadas a la liberalización del
comercio exterior, a la promoción de la industria y a la recuperación del
sector agrícola. Sin embargo, después de un período de crecimiento, la economía
entra en crisis en la segunda mitad de los años cincuenta, debido también a las
presiones inflacionistas.
3
ESTADO AUTORITARIO
Y CAMBIO SOCIAL
(1957-1969)
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