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ESTADO AUTORITARIO Y CAMBIO SOCIAL
(1957-1969)
3.1. REFORMAS
ADMINISTRATIVAS Y FIN DEL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN
LA MEZCLA DE ASTUCIA, FRIALDAD y desapasionamiento, la
absoluta falta de doctrinarismo permitió a Franco y a su régimen, a base de
aguante y paciencia, nadar en aguas internacionales hasta que las democracias
occidentales, sobre todo Estados Unidos, olvidaran su alianza con el nazismo y
los incorporaran a su sistema estratégico. Sin enemigos dentro y, a partir de
los primeros años cincuenta, con un poderoso aliado fuera, Franco no tenía más
que no oponer excesivos obstáculos para que se dejaran sentir los efectos de la
expansiva coyuntura internacional en España. Tardó largos años en permitir que
la economía se abriera y en aprobar los planes de estabilización y
liberalización económica, pero de tiempo era precisamente de lo que andaba
sobrado una vez superada la prueba de 1945. A partir del ingreso de España en
los organismos internacionales, el tiempo, que Franco había pretendido detener
en 1940, comenzó a trabajar a su favor.
Lo hizo con la desesperante lentitud que fue siempre una
norma de su acción política. El nuevo gobierno de 1951 había introducido los
primeros cambios de política económica, que no acabarían de rematarse hasta
ocho años después, en 1959. Mientras tanto, había llegado al poder una nueva
élite de altos burócratas con un proyecto de racionalizar la Administración del
Estado y liberalizar la economía. La circunstancia de su ascenso es muy
elocuente: en febrero de 1956 se produjo la primera movilización de nuevas
generaciones de universitarios que no habían hecho la guerra pero que habían
sido sus niños, sobre todo en el lado de los vencedores. Los estudiantes
acabaron de hecho con el sindicato universitario de Falange, liquidaron la
reciente historia de la universidad sometida y silenciosa, y pusieron en
evidencia, con el fulminante y simultáneo despido de los ministros de Educación
y del secretario general del Movimiento, el declive de la fórmula de gobierno
vigente hasta entonces: una mezcla de ministros procedentes de las Fuerzas
Armadas, del Movimiento y de Acción Católica.
Fue también 1956 el año en que hizo su aparición un nuevo
movimiento obrero, cortado ya de sus raíces históricas, de sus tradiciones
socialista y anarquista, que buscaba otras formas de organización, actuando en
los resquicios que dejaba abiertos la Organización Sindical: eran las llamadas
«comisiones obreras», muy plurales en su origen, pero muy pronto dirigidas por
militantes del clandestino Partido Comunista. Por otra parte, España acababa de
ser aceptada en las Naciones Unidas, y los americanos, que habían firmado tres
años antes un pacto con el Estado español, comenzaban a impacientarse porque
nadie parecía capaz de poner algo de orden en la política económica: el
ministro de Trabajo, José Antonio Girón, había promovido un aumento salarial de
hasta el 25% que lanzó de nuevo por los aires la imparable carrera
inflacionista.
Fue esa la circunstancia en la que emergió la nueva élite de
poder. No procedía de las grandes burocracias nacionales fundadoras del Nuevo
Estado, no eran militares, tampoco fascistas ni «católicos oficiales». Venían
de altos cuerpos de la Administración y desde 1957 fueron ocupando ministerios
hasta conseguir lo que se llamó gobierno «homogéneo» de 1969 y hasta que fueron
inopinadamente expulsados del poder tras el asesinato de Carrero Blanco, su más
firme valedor, cuatro años después, en diciembre de 1973. Una nota los define:
eran miembros del Opus Dei. Sin duda, los responsables del instituto religioso
siempre han negado que el hecho de pertenecer a esa sociedad tuviera la más
mínima relevancia política; siempre han afirmado que los miembros del Opus Dei
gozaban de autonomía para todos los asuntos temporales y que, en política como
en los negocios, actuaban a título individual sin comprometer para nada a la
organización. Lo mismo repetían también la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas y la Acción Católica Española. Pero en un sistema como el
franquista, en el que el personal político era escogido y designado desde el
poder, los ámbitos de socialización de quienes están en el sitio adecuado y en
el momento oportuno para recibir la llamada de lo alto, nunca son irrelevantes:
ni la ACNP, ni la AC, ni el Opus Dei han sido nunca partidos políticos sino
viveros en los que se cultivaban las «minorías selectas» de las que luego se
seleccionaba a individuos particularmente adecuados para ocupar los despachos
ministeriales y los altos cargo de la Administración del Estado.
Por supuesto, la dependencia jerárquica de Acción Católica
respecto al episcopado había dado a los nombramientos de los «católicos
oficiales» en 1945 un significado mucho más «católico», una implicación formal
de la Iglesia mucho más acusada, que los nombramientos de ministros del Opus
Dei a partir de 1957, que no actuaban como emisarios de los obispos ni para
desarrollar una política «católica». En cualquier caso, el hecho es que los
responsables de la Administración del Estado, de la política económica y de los
planes de desarrollo fueron, desde 1957 hasta 1973, miembros del Opus Dei y
pusieron manos a la obra para introducir nuevas políticas con muy precisos objetivos.
Como su fuente de legitimidad radicó en un saber técnico-jurídico y en una
eficacia económica, fueron llamados «tecnócratas» y con tal denominación han
pasado a la historia: su auge y declive llenan los quince últimos años del
régimen franquista.
En 1957, los desequilibrios y estrangulamientos provocados
por la coexistencia de la vieja inercia autárquica con las medidas
liberalizadoras tomadas desde 1951 habían llevado a la economía española a una
situación de bancarrota: no había divisas para hacer frente al pago de las
importaciones. Agotamiento de reservas, déficit de la balanza de pagos,
aumentos salariales pronto superados por una galopante inflación, protestas
estudiantiles, malestar social evidenciado en las huelgas de Madrid, Asturias y
Barcelona: todo se alió para provocar una crisis de gobierno en febrero de
1957, que en realidad cerraba la abierta en febrero del año anterior. Su
solución llevó por vez primera a importantes ministerios económicos a dos
miembros del Opus Dei, Alberto Ullastres (Comercio) y Mariano Navarro
(Hacienda). Laureano López Rodó, prominente figura de ese mismo instituto
religioso, se había hecho cargo unos meses antes de la Secretaría General
Técnica del Ministerio de la Presidencia, bajo la titularidad del almirante
Carrero Blanco, verdadero hombre fuerte del régimen. Se trataba, pues, de la
llegada de una nueva élite de poder a los centros de decisión política y
económica, con un objetivo muy preciso: proceder a una reforma de la
Administración que sirviera de base a un desarrollo económico sin que tales
medidas afectaran a los fundamentos políticos del régimen.
Y en efecto, la llegada de estos «tecnócratas» al gobierno
puso en marcha casi de inmediato una amplia reforma administrativa. A partir de
la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, de 26 de julio de
1957, y de las siguientes leyes de Procedimiento Administrativo, de Régimen
Jurídico de las Entidades Estatales Autónomas, de Funcionarios Civiles del
Estado, y de Retribuciones de Funcionarios, se produjo una renovación de la
Administración pública, llevada a cabo con criterios de eficiencia y
racionalización de la actividad administrativa. La nueva élite pretendía
reducir el margen de actuación discrecional de las autoridades públicas gracias
a una panoplia de leyes de reconocida calidad técnica.
Resultado inmediato de esta racionalización burocrática fue
que el gasto público no dejó de crecer y diversificarse: de unas magnitudes
situadas en torno al 10% de la renta nacional en la década de 1950, el gasto de
las administraciones públicas había subido a más del 20% en 1975. Tan
importante como este crecimiento fue el cambio estructural del gasto, con una
drástica inversión de los porcentajes destinados a Defensa y a Fomento, que
marca el paso de un Estado vigilante a un incipiente Estado interventor y de
bienestar. Este cambio estructural quedó reflejado en el crecimiento de los
sectores relacionados con la actividad económica y los servicios públicos: se
incrementaron las inversiones en infraestructuras; las universidades públicas,
que acogían a 76 500 alumnos en el curso 1960-1961, pasaron a
admitir 205 600 en 1970-1971, mientras se generalizaba la enseñanza
primaria y la Seguridad Social extendía el número de sus beneficiarios a cerca
del 80% de la población.
Crecimiento y diferenciación del gasto no habrían sido
posibles sin un proceso de burocratización y racionalización de la función
pública. Si en los primeros años de la dictadura la ocupación de posiciones de
altos cargos se verificaba por reparto entre militares, falangistas y
católicos, a partir de la reforma de la Administración, el aumento de
funcionarios y la objetividad de las pruebas de acceso estrecharon las bases
institucionales de poder de lasgrandes burocracias fundadoras del régimen. Así,
la expansión de la enseñanza pública y su control por funcionarios de los
cuerpos docentes hizo perder a la Iglesia el casi monopolio de la educación y
del control sobre la cultura y la moral popular. Por otra parte, los nuevos
servicios sociales y la inversión en infraestructura redujeron la proporción de
recursos presupuestarios destinados a las Fuerzas Armadas, que se retiraron de
áreas de poder e influencia ejercidas desde la Guerra Civil. Aunque conservaba
su derecho de veto, el prestigio del Ejército en la sociedad estaba lejos de
ser lo que había sido durante la primera etapa de la dictadura. En fin, las
organizaciones de Falange o del Movimiento habían dejado de ser operativas,
incapaces de controlar a los estudiantes o de disciplinar a la clase obrera.
Una vez consumada la reforma de la Administración, los
ministros del Opus Dei emprendieron la siempre pendiente tarea de culminar la
institucionalización del Estado por medio de una ley que hiciera las veces de
Constitución y presionaron al jefe del Estado para que designara en vida a su
sucesor a título de rey. Nadie, hasta ese momento, había sido capaz de inmutar
la impasibilidad de Franco ante esas dos demandas, tan viejas como el mismo
régimen. A la nueva élite, sin embargo, le sonrió el éxito en ambas
iniciativas. En la primera, con la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de
1967, que modificaba algunos artículos de las anteriores leyes fundamentales,
suprimiendo léxico fascista y teología católica, y regulaba las funciones y
atribuciones de los distintos órganos del Estado y sus relaciones mutuas.
Franco la presentó a las Cortes afirmando que entrañaba una amplia
democratización del proceso político y poniendo en guardia a los españoles
contra sus «demonios familiares».
En realidad, definir como democratización el proceso regulado
por aquella ley no pasaba de ser irónico. Franco la promulgó en virtud de la
facultad legislativa que le conferían las leyes de 30 de enero de 1938 y de 8
de agosto de 1939, ratificadas por la nueva ley. El Estado español, constituido
en Reino, no se definía ya como monarquía católica, social y representativa,
sino como «suprema institución de la comunidad nacional», pero los Principios
del Movimiento que desde su fundación inspiraban al régimen mantenían en 1967 su
condición «permanente e inalterable». En consecuencia, los partidos políticos
continuaron prohibidos y su existencia constituía un delito tipificado en el
código penal; los derechos de asociación y reunión no podían ejercerse sino en
asociaciones pertenecientes al Movimiento; los responsables de convocatorias de
huelgas eran juzgados por un Tribunal de Orden Público que podía imponerles
penas de largos años de prisión; la libertad de expresión quedaba constreñida
por una ley de prensa cuya aplicación dio lugar a multas, persecuciones y
cierres de periódicos.
La segunda novedad institucional, a los treinta años exactos
de terminada la Guerra Civil, fue la designación de Juan Carlos de Borbón como
sucesor de Franco a título de rey, aprobada por las Cortes el 22 de julio de
1969. Todo el mundo estaba de acuerdo en que la Ley de Sucesión, de 26 de julio
de 1947, no iba a acercar ni una hora el momento de la restauración monárquica,
dejada al completo arbitrio de Franco. Pocos esperaban ya que Franco designara
en vida un sucesor. Sin embargo, la tenacidad de López Rodó y la insistencia de
Carrero Blanco, artífices de la llamada «Operación Príncipe», produjeron el
siempre aplazado evento, con la sorpresa y la indignación del jefe de la Casa
Real, Juan de Borbón, hijo del que fuera rey Alfonso XIII y titular de los
derechos a la corona. Franco, sin embargo, designó a su hijo, Juan Carlos, que
de niño había venido a España enviado por su padre para recibir una educación
conveniente. Además de padre e hijo aspiraban también a la corona un miembro de
la rama carlista, Carlos Hugo de Borbón Parma, y no perdía las esperanzas un
primo de Juan Carlos, Alfonso de Borbón Dampierre, que contraería matrimonio
con la nieta mayor de Franco.
Con más de un pretendiente a la corona y con los monárquicos
divididos, la iniciativa quedó siempre en manos de Franco, lo que entrañó una
doble consecuencia. Por un lado, al reservarse el derecho a elegir a su
sucesor, Franco arrasaba los restos de legitimidad dinástica que cualquiera de
ellos pudiera todavía esgrimir: la monarquía, como escribían todos en aquellos
años, sería la suya, la de Franco, la del 18 de julio. Por otro lado, al
mantener la incertidumbre sobre el momento y la persona de su elección, Franco
obligaba a todos los pretendientes a reiterar una y otra vez su fidelidad a los
principios del Movimiento. Así las cosas, la disposición del príncipe Juan
Carlos de Borbón para que sobre él recayera la elección de Franco, si le
garantizaba la fidelidad de las Fuerzas Armadas y de la clase política del
régimen, podía valerle la desautorización de su padre. Por tanto, en la
«Operación Príncipe» no hubo más estrategia que la de Franco y, en el escaso
terreno que quedaba a su propio juego, la del mismo príncipe Juan Carlos.
Cuando finalmente el príncipe aceptó, percibió en el rostro impenetrable de
Franco el esbozo de una sonrisa. Con ella terminaba una larga batalla para
garantizar la instauración de una monarquía autoritaria, no la que había soñado
Acción Española, ni la que había propugnado la ACNP, tradicional y católica,
sino la que habían ideado los políticos del Opus Dei para garantizar la
continuidad de las instituciones consagradas en la Ley Orgánica del Estado: una
monarquía heredera de una dictadura, al abrigo de cualquier veleidad de
transformarse en una democracia liberal y parlamentaria.
3.2. LA NUEVA POLÍTICA ECONÓMICA
La reforma administrativa, la culminación del proceso
institucional y la designación de un sucesor a título de rey no fueron más que
una parte de la tarea que el gobierno nombrado en febrero de 1957 se dispuso
acometer. La otra tuvo como objetivo un plan de estabilización y liberalización
de la economía que pusiera las bases para un rápido desarrollo económico. Era
este el momento de la firma del Tratado de Roma que creaba el Mercado Común
Europeo y del plan de estabilización francés. Los ministros económicos del
gobierno, bien relacionados con los medios financieros internacionales, se
dispusieron a seguir las recomendaciones de los informes de la OCDE y del Banco
Mundial en el sentido de que, antes de proceder a un plan de relanzamiento
económico, era preciso adoptar medidas de saneamiento.
Las primeras medidas económicas tomadas por el nuevo gobierno
constituyeron los preliminares de lo que sería el Decreto ley de Ordenación
Económica aprobado el 21 de julio de 1959, más conocido como Plan de
Estabilización. Ante todo, se aprobó una reforma fiscal que tendía a
incrementar los ingresos de Hacienda por medio de una ampliación de las bases
imponibles con nuevos procedimientos de evaluación de los impuestos indirectos.
La reforma pretendía equilibrar el presupuesto con objeto de atacar la tradicional
fuente de inflación derivada del recurso al Banco de España para salvar el
déficit público. El incremento de los ingresos del Estado pasó de 13% anual al
26% y desde 1958 pudo prescindirse de la emisión de deuda, aunque hubo que
seguir recurriendo a créditos del Banco de España para financiar al Instituto
Nacional de Industria.
A la par que se equilibraba el presupuesto se emprendía el
camino de la liberalización económica. En tal dirección, se suprimieron las
Comisarías de Recursos establecidas en 1942 y se concedió libertad de comercio
a determinados productos, aunque todavía no se abordó en su totalidad la tarea
de desmontar el aparato intervencionista heredado de la anterior
Administración. Con el propósito de liberalizar en lo posible el mercado de
trabajo, una de las medidas más decisivas de política laboral fue la Ley de
Convenios Colectivos de abril de 1958 que reestructuró el marco de la
negociación salarial, rompiendo con la reglamentación anterior y dando entrada
a la Organización Sindical en la discusión de convenios colectivos de ámbito
local, provincial o interprovincial.
Más decisivo para la formulación de la nueva política fue el
proceso de integración en los organismos económicos y financieros
internacionales. En enero de 1958, España se asoció a la OCDE y en julio del
mismo año quedó adherida al Fondo Monetario Internacional y al Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento. Una misión del FMI discutió con los
técnicos de los ministerios de Hacienda y Comercio y del Servicio de Estudios
del Banco de España la necesidad de reformas económicas sustanciales, para las
que España pudo contar con financiación procedente de estos organismos,
directamente o como mediadores de préstamos realizados por los Estados
miembros. De tales discusiones, mantenidas en febrero de 1959, salió el primer
proyecto de plan de estabilización que era en realidad «un conjunto de acciones
sobre la estructura económica, puesto que englobaba la liberación comercial
exterior y otras medidas internas para sentar sobre bases más flexibles a la
economía española» (Sardá, 1970, pág. 472).
Todas esas medidas, aprobadas por decreto ley entre julio y
agosto de 1959, iban encaminadas a alinear la economía española con los países
del mundo occidental y liberarla de intervenciones heredadas del pasado: tanto
o más que un plan de estabilización, fue un plan de liberalización. De las
medidas estabilizadoras, destacaron los aumentos de algunosimpuestos, el
mantenimiento del gasto público dentro de un límite máximo de 80 000
millones, el límite de 11 000 millones al crecimiento del crédito bancario
y, sobre todo, la eliminación de la pignoración automática de la deuda pública.
Se dotaba además de flexibilidad a los tipos de descuento e interés del Banco
de España para que pudiera servir como instrumento de la política monetaria.
De las medidas liberalizadoras, destacaron las relativas al
comercio exterior y la modificación sustancial de la legislación sobre
inversiones extranjeras en España. A partir de entonces, y excepto en los
campos relacionados con defensa, información y servicios públicos, el capital
extranjero pudo participar hasta del 50% del capital de cualquier sociedad con
la posibilidad de ampliar su participación incluso a la totalidad. Esta medida
tendrá consecuencias decisivas para la internacionalización del capital en
actividades industriales tan relevantes como la siderurgia, la alimentación, la
química y la electrónica. El gobierno fijó una nueva paridad de la peseta en
relación con el dólar, que pasó de las 42 oficiales a 60, cambio más realista
que tendía a favorecer las exportaciones y limitar las importaciones con objeto
de aliviar la balanza comercial. En fin, se procedió a flexibilizar el mercado
interior, con la liberación de precios y la disminución de controles que
obstaculizaban los aumentos de productividad. Asimismo, el gobierno recomendó
que los futuros aumentos de salarios se vinculasen a incrementos de
productividad con objeto de frenar sus posibles efectos inflacionistas.
Con el Plan de Estabilización y Liberalización se clausuró el
período de política económica autárquica ya parcialmente desechada desde 1951.
Corregido el déficit crónico, saneada la posición del Instituto de Moneda
Extranjera, en solo dos años el Producto Nacional Bruto pasó de un crecimiento
negativo de -0,5 en 1960 al positivo 7% en 1962, mientras que las reservas
internacionales brutas ascendían de 199 millones de dólares a 1045 en el mismo
período: el fantasma de la suspensión internacional de pagos se alejó
definitivamente. Mientras tanto, en el interior los precios se estabilizaron en
1960 y la política deflacionista del plan no tuvo efectos desastrosos sobre el
empleo debido a que la simultánea expansión europea reclamaba mano de obra y
quienes en España se hubieran visto abocados al paro pudieron encontrar trabajo
en Francia o Alemania.
En 1962 parecía, en efecto, que la economía española podía
franquear la puerta hacia un crecimiento de ritmo intenso y sostenido. Así lo
entendieron también los organismos internacionales que habían impulsado el plan
de estabilización y que no tardaron en mostrar su satisfacción por los
resultados obtenidos. El Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento
elaboró un informe que sirvió de base para la discusión de las medidas a tomar
con vistas a una reactivación. Mientras esto ocurría, los «tecnócratas» dieron
dos significativos pasos adelante: el primero fue el nombramiento de López Rodó
para el cargo de comisario de la nueva Comisaría del Plan de Desarrollo; el
segundo fue un nuevo cambio de gobierno que, además de alejar de posiciones de
poder a los restos del falangismo, colocó en el Ministerio de Industria a otro
miembro del Opus Dei, Gregorio López Bravo, con lo que llegaba también a ese
ministerio la nueva política de liberalización. Un decreto de enero de 1963
permitía la libre instalación, ampliación y traslado de industrias dentro del
territorio nacional.
Así, todos los ministerios económicos más la Comisaría del
Plan se concentraron en las mismas manos y pudieron seguir una política común
que ha pasado a la historia con el nombre genérico de «desarrollo».
Inspirándose en la planificación francesa, la Comisaría del Plan elaboró el
primer Plan de Desarrollo con el propósito de estimular la inversión privada
por medio de una mezcla de política indicativa e inversiones públicas. A ese
primer plan, publicado en 1964, seguirían todavía otros dos, hasta que en 1973
la Comisaría fue transformada, en la misma víspera del abandono de toda idea de
planificación, incluso indicativa, en un nuevo ministerio que se extinguiría
con la muerte de Franco.
Es imposible determinar hasta qué punto puede atribuirse a
los planes de desarrollo el crecimiento económico experimentado en el período
de su vigencia. Los índices más altos de crecimiento venían ya de antes de la
aprobación del primer plan y quizá la coyuntura internacional tuvo más efecto
en el desarrollo español que los planes elaborados por la Comisaría de López
Rodó. En todo caso, con el ejercicio de un peculiar neoliberalismo que igual
podría bautizarse como neoproteccionismo —en forma de créditos, ayudas,
subsidios, aranceles y conversión del INI en entidad subsidiaria de la
iniciativa privada— los nuevosgestores económicos respondieron a las
expectativas empresariales y crearon un clima de euforia triunfalista muy
propicio para la inversión y los negocios.
Porque desarrollo hubo, eso es indudable; y de intensidad y
ritmo superior al de cualquier otro período histórico anterior, hasta el punto
de sorprender a los observadores propios y extraños. El crecimiento fue
ciertamente espectacular por lo intenso y duradero: de 1960 a 1974, la economía
española creció a un ritmo anual del 7%, con dos momentos de recesión —1967 y
1970— en los que de todas formas el crecimiento superó el 4%. Desarrollo
equivalió durante aquella década a industrialización: fue el avance del sector
industrial —o del secundario en su conjunto— el factor más dinámico de este
crecimiento económico sin precedentes. Partiendo en 1950 de un nivel
sensiblemente igual al de veinte años antes, la industria española había
doblado su producción. A partir de este nivel, la industria volvió a
multiplicar su producto en una sola década. El ritmo de crecimiento industrial
se mantuvo todavía en niveles muy altos hasta 1974.
Pero crecimiento económico moderno no es solo aumento de la
producción sino cambio de su estructura. Y así ha ocurrido también en el caso
de España por partida doble. Ante todo, en lo que se refiere al conjunto de la
economía, el producto industrial pasó a superar definitivamente al producto
agrario. Tan significativo como este cambio de composición en el PIB fue el que
se produjo en la misma estructura industrial, con un sensible incremento de las
industrias de bienes intermedios y de inversión y una disminución relativa de
la industria de bienes de consumo y de la minería no energética.
FUENTE: Datos del Banco de Bilbao, Renta Nacional
de España
El incremento de la producción industrial y su
diversificación estructural tuvo un claro reflejo en el comportamiento de las
exportaciones durante estos años de expansión. Efectivamente, no solo se
produjo una notable subida de las magnitudes de comercio exterior, sino que, a
la par que se incrementaba, la exportación de productos españoles experimentaba
una significativa diversificación. Por lo que respecta al primer punto, las
exportaciones, que permanecieron estancadas durante los primeros años sesenta,
comenzaron a crecer de forma rápida y sostenida a partir de 1966. Así, los
44 700 millones de pesetas corrientes de 1960 —valor de las exportaciones
de ese año— pasaron a 479 000 millones en 1975 (si se mide en pesetas
constantes de 1970 la diferencia sería 60,7 y 279,1 respectivamente), con una
clara inflexión en 1966 de la tendencia a ampliarse la diferencia entre
importaciones y exportaciones.
Con todo, el volumen de las exportaciones nunca cubrió el
valor de las importaciones: desde 1968 se mantuvo en valores ligeramente
superiores al 50% con solo tres años superando el 60%. El estrangulamiento
exterior pudo evitarse por la conjunción de tres factores: las remesas de
emigrantes, los ingresos de divisas por turismo y las importaciones netas de
capital. Estos canales de compensación del persistente déficit de la balanza
comercial —que se agravaría decisivamente con la subida de precios del crudo en
1974— estrecharon los lazos de la economía española con la mundial y, a la par,
la supeditaron a la coyuntura internacional. La magnitud del fenómeno se
pondría de manifiesto con el estancamiento del turismo, debido a la incipiente
recesión europea de mediados de los setenta, y a la caída de las remesas de
emigrantes provocada por el retorno masivo al iniciarse la crisis en los países
que les habían acogido.
La profunda vinculación de la economía española al exterior
se refiere también al aumento de la presencia de capital extranjero en España.
La apertura decretada en 1959 tuvo un efecto inmediato en el incremento de
inversiones extranjeras que ascendieron de 3000 millones de pesetas en 1960 a
65 000 millones en 1973. De Estados Unidos, Suiza, Alemania, Reino Unido y
Francia procedían las principales inversiones. Si se añaden Holanda, Bélgica,
Suecia e Italia resulta que entre Estados Unidos y los países de Europa
occidental cubrían más del 95% de todas las inversiones extranjeras en España,
dirigidas sobre todo a construcción y montaje de automóviles, a industria
química, equipos eléctricos y electrodomésticos, alimentación, industrias de
bienes de consumo y banca. Estas inversiones han dado lugar a lo que se ha
llamado desnacionalización o internacionalización del capitalismo español. De
hecho, aunque la cantidad total invertida fuera modesta en comparación con
otros países, la menor entidad de los capitales españoles ha facilitado en
muchas ocasiones el control de una industria e incluso de un sector por el
capital extranjero.
En fin, además de internacionalizarse, la industria modificó
su distribución territorial dentro de la misma España. En 1900 era notorio el
predominio de la industria de productos alimenticios en casi todo el país, con
la evidente especialización catalana en industria textil y la del País Vasco en
industrias metálicas y una relativa diversificación industrial en Baleares,
Valencia y Asturias. A mediados de los setenta, la industria fabril se había
diversificado en todas las regiones aunque permanecían algunas
especializaciones regionales, como la textil catalana y la alimenticia en
Canarias, Andalucía y Extremadura. Lo más destacable, sin embargo, fue el
progreso de las industrias metálicas en todas las regiones, de la química en
Murcia, Castilla la Vieja y Cataluña; del cuero, calzado y confección en
Valencia y Baleares, y la mayor difusión de industrias como madera y corcho,
papel, cerámica, vidrio y cemento.
3.3. ÉXODO RURAL Y URBANIZACIÓN
La España de los años sesenta habrá sido, pues, la España del
acelerado proceso de industrialización, pero no habrá sido menos la España de la
masiva emigración. Desde el mismo año del plan de estabilización decenas de
miles de españoles abandonaron su lugar de nacimiento y residencia y comenzaron
a abarrotar los trenes que les llevaban a las grandes capitales, a las zonas
industriales o al extranjero, a Francia, Suiza, Alemania. Más que un movimiento
migratorio fue un verdadero éxodo que dio lugar a la más radical redistribución
de población nunca producida en España.
La agricultura, tanto en las zonas de minifundio como en las de latifundio, había soportado un exceso de oferta de mano de obra que normalmente buscaba salida en la emigración. En 1940 la población activa agraria volvió a superar a los otros dos sectores juntos, llegando en términos absolutos a 4,8 millones de activos. Esa cantidad todavía creció en medio millón durante la década de 1940, de modo que en el censo de 1950 aparecían 5,4 millones de activos. A partir de ahí la población dedicada a la agricultura y pesca comenzó a descender a un ritmo creciente: en 1960, los activos serán 4,9 millones, cien mil más que en 1940 pero que ahora solo representan el 41,6% de toda la población activa. Diez años después, los activos en agricultura y pesca habían descendido a 3,7 millones que ya no supondrían sino el 29,1% del total, una proporción que ha seguido bajando desde entonces.
FUENTE: Encuesta de
Población Activa. Resultados detallados, Instituto Nacional de Estadística, Madrid, 1989.
Así pues, algo más de un millón de activos agrarios
abandonó la agricultura en la década de 1950 y otros dos millones lo hicieron
en la siguiente. La abundancia de mano de obra que ese éxodo entrañaba fue un
factor decisivo para alcanzar las excepcionales tasas de crecimiento económico
que caracterizan a los años sesenta. Se cumplía así también en España el modelo
de «desarrollo económico con oferta ilimitada de trabajo». Pero además de ser
un elemento decisivo para el desarrollo industrial, el éxodo rural provocó una
transformación radical en la misma agricultura, hasta el punto de que se ha
podido definir la década de 1960 como la del fin de la agricultura tradicional
en España. Mientras la presión demográfica mantuvo bajos los salarios, los
propietarios no estuvieron interesados en proceder a la sustitución de mano de
obra, pero cuando la oferta de mano de obra se hizo más escasa y los salarios
subieron comenzó a ser rentable solicitar créditos para realizar inversiones
que mejorasen las condiciones técnicas de la explotación agraria. De esta
forma, debido al éxodo de la población rural, la agricultura española de los
años sesenta se convirtió, como demandante de productos industriales, en un
decisivo factor del desarrollo industrial.
Naturalmente,
estos cambios tuvieron consecuencias decisivas en el ciclo de la agricultura
tradicional, concepto con el que se designa aquí una agricultura capitalista
por sus formas de propiedad pero todavía no por su nivel de desarrollo
tecnológico ni por su funcionamiento mercantil. Quienes primero abandonaron el
campo fueron los asalariados, que descendieron en un millón exacto de personas
entre 1960 y 1972, pasando de 1 945 100 a solo 945 400. Roto
este eslabón, todos los demás siguieron en cadena: la agricultura se mecanizó a
un ritmo impresionante, como fue también muy alto el incremento de consumo de
abonos y fitosanitarios. Los agricultores mostraron una gran capacidad de
adaptación a las nuevas condiciones y en muy pocos años transformaron por
completo las explotaciones agrarias. Antes altamente intensivas en empleo de
mano de obra y muy bajo desarrollo tecnológico, los agricultores españoles
prescindieron de la primera y tecnificaron sus explotaciones: los 56 800
tractores de 1960 superaban el medio millón veinte años después.
El período
de transición de una a otra forma de explotación fue de brillantes resultados
para los agricultores. Producción, productividad y renta agraria experimentaron
un incremento notable mientras que los precios de los productos industriales o de
la energía mantenían una relación favorable con los precios a los que ellos
podían vender sus productos. Esta relación, añadida al continuo incremento en
el índice de la producción final agraria, explica que entre 1964 y 1973 los
agricultores españoles experimentaran un aumento de 1,7% anual de su renta a
precios constantes, lo que favoreció la transformación de los hábitos de
consumo de la población española en esa década. De una alimentación basada en
cereales, leguminosas y hortalizas, y con muy bajo consumo de proteínas de
origen animal, los españoles doblaron entre 1965 y 1975 el consumo de carne e
incrementaron sustancialmente el de frutas, leche y huevos.
El éxodo
rural y el incremento de la producción agraria estuvieron íntimamente
relacionados con el desarrollo industrial y con las transformaciones que
simultáneamente se operaban en el mundo urbano. El primer gran flujo migratorio
se encaminó hacia el extranjero. La política de liberalización adoptada en 1959
afectó al movimiento de la población a través de la frontera, actuando de nuevo
la emigración al exterior como válvula de escape de una economía en proceso de
industrialización aunque incapaz de atender toda la demanda de trabajo. Según
las estadísticas de los países receptores, entre 1960 y 1972 habían emigrado a
Alemania cerca de 552 000 trabajadores, 577 000 lo habían hecho a
Suiza y otros 436 000 habían salido para Francia.
La
importancia de esa emigración al exterior para la economía española no radicó
únicamente en su función de válvula de escape, al modo que ya la tuvo la gran
emigración transoceánica de principios de siglo. En esta ocasión, los
emigrantes, que muchas veces dejaban atrás a sus familias porque pensaban
regresar a sus lugares de origen, fueron una de las principales fuentes de
divisas. Para el período de 1960 a 1974, se ha estimado en 5440 millones
dólares las remesas directas y en 1783 las transferencias. De modo que la
cantidad total habría ascendido para ese período a más de 7223 millones de
dólares. Con ellos se pudo financiar más de la mitad del déficit comercial.
Realmente, fue la suma de esta inyección de divisas y las que aportaban los
turistas lo que ayuda a entender el período de euforia importadora que
caracterizó a los industriales españoles de esos años.
Pero si la emigración al exterior tuvo una decisiva
importancia para el desarrollo de la economía, los movimientos migratorios
interiores la tuvieron para enviar a las ciudades la mano de obra exigida por
el desarrollo de la industria y redistribuir espacialmente la población. El
cambio de actividad se dobló lógicamente en cambio de residencia. Sin contar a
los menores de diez años, el número total de españoles que mudaron de
residencia durante esos diez años superó los 4,5 millones, de los que 2,6
abandonaron la provincia donde residían. Algo más de un millón y medio de estos
emigrantes salieron de municipios de menos de 10 000 habitantes, que
experimentaron durante esos quince años una permanente sangría.
Esta
gigantesca redistribución de la población reforzó el peso demográfico del
triángulo Madrid-Barcelona-Bilbao, el crecimiento de las zonas costeras y el
simultáneo despoblamiento de las mesetas centrales, con la excepción de Madrid,
que recibió en solo diez años 686 544 inmigrantes, 35 000 más que Barcelona,
mientras Extremadura, las dos Castillas y algunas provincias andaluzas sufrían
notables pérdidas. Con el crecimiento de los núcleos urbanos de más de
10 000 habitantes, que en conjunto pasaron de 17,3 a 22,5 millones en solo
diez años, aparecieron los primeros balbuceos de la sociedad de consumo, el
cambio de la moto de los años cincuenta por el utilitario de los sesenta y la
irrupción, al volante, de una nueva clase media que protagonizó un profundo
cambio en la moral y las costumbres.
Pues, en
efecto, la transformación del paisaje social del campo tuvo su correlato en la
profunda y muchas veces traumática transformación experimentada por las
ciudades durante la década del desarrollo. Situado en los extrarradios que
comenzaban a rodear con sus bloques de viviendas esas ciudades, lo primero con
que tropezaba el observador era la presencia de una nueva clase obrera en un
rápido proceso de transformación. El crecimiento económico fue suficientemente
duradero y sostenido como para que los jornaleros que llegaban del campo o los
trabajadores sin calificar que venían de zonas urbanas deprimidas pasaran de la
chabola y del realquiler a la vivienda de promoción oficial. Las altas tasas de
desarrollo industrial produjeron, además, una diversificación tan notable de las
industrias que algunos de ellos y muchos de sus hijos pudieron transformarse de
jornaleros o peones en obreros cualificados. Fueron estos los años de movilidad
social ascendente, con posibilidades abiertas para que muchos españoles
pudieran cambiar no solo de sector —del campo a la industria, o a los
servicios— sino de posición dentro del mismo sector —de obrero semicualificado
o sin cualificar a trabajadores cualificados de cuello azul.
Con los
planes de promoción de viviendas y los sistemas crediticios para convertir al
trabajador en propietario de su piso, las ciudades sufrieron un proceso de
segmentación espacial y social al elevarse en sus márgenes barrios enteros
habitados por esta nueva clase obrera. Ciertamente, el proceso no se inició en
los años sesenta, sino en los años diez y veinte con el caótico crecimiento de
los extrarradios. Pero aquel incipiente proceso de urbanización, bruscamente
cortado por la política ruralizante de los primeros años de la dictadura, no
llegó a culminar hasta 1956-1973, cuando esta nueva clase obrera se hizo
presente en todas las ciudades más importantes, trabajando en fábricas de
tamaño medio y grande, de más de cien asalariados, con empleos fijos y en
industrias como la química, los transformados metálicos, la construcción naval,
la siderurgia y la fabricación de automóviles y de electrodomésticos. Su
integración en este nuevo modo de vida comenzaba con el acceso a la propiedad
de su vivienda, un elemento que transformó por completo la anterior relación
del trabajador con su lugar de residencia. Tener un trabajo fijo, en un sistema
de relaciones laborales que hacía muy complicado el despido, y disponer de una
vivienda en propiedad para toda la vida, dotada de los indispensables servicios
y de electrodomésticos, radio y televisión, en una barriada en la que sus hijos
tenían acceso a un puesto escolar, transformó por completo el modo de ser
obrero en la ciudad.
Penetrando
desde los extrarradios hacia el centro, el segundo anillo estaba formado por
los ensanches iniciados en el último tercio del siglo XIX, que conocieron
una llamada «orgía constructora» durante los años veinte, pero que no habían
llegado todavía a colmatarse cuando se produjo el colapso de 1930. De nuevo
comenzaron a conocer una frenética actividad, levantando nuevas edificaciones
en los solares hasta entonces baldíos y sometiendo la vieja trama de la ciudad
interior a actuaciones muchas veces traumáticas con el único propósito de
facilitar la circulación rodada o proporcionar pingües beneficios a los
empresarios de la construcción y a los propietarios de suelo. Una nueva clase
media se expandió por esas zonas de las ciudades durante todo el período de
desarrollo económico. Entre 1964 y 1970 los cuadros superiores, los vendedores,
los empleados de oficina, los técnicosmedios, los directores de empresa
conocieron una continua expansión, superior a la de los obreros cualificados.
En resumen, durante solo estos seis años la estructura social de España cambió
sensiblemente hacia un mayor peso de las categorías de asalariados que integran
lo que se ha dado en llamar nuevas clases medias, un cambio social que marcaría
su impronta en el clima cultural de aquella década.
3.4. MOVILIZACIÓN POLÍTICA Y DISIDENCIA CULTURAL
A finales de la década de los cuarenta la fuerte represión y
el distanciamiento de gran parte de la población española de la lucha armada
ponían fin a la actividad guerrillera. Última expresión de una opción marcada
por la experiencia de la Guerra Civil, las agrupaciones guerrilleras, en las
que luchaban socialistas, anarquistas y sobre todo comunistas, tuvieron su
período más activo entre 1945 y 1948. El frustrado intento de liberar
territorios penetrando en el valle de Arán con unos miles de hombres (muchos de
los cuales habían participado en la resistencia francesa contra los nazis), organizado
por el Partido Comunista español en octubre de 1944, relanzó el maquis. El
objetivo era promover una situación insurreccional que, aprovechando el
aislamiento y la condena del régimen después de la Segunda Guerra Mundial,
facilitara la caída de la dictadura. El fracaso de la acción armada, la
conciencia de que las democracias occidentales no intervendrían directamente
para provocar la caída de Franco y la progresiva reincorporación de España a la
comunidad internacional, llevaron a un replanteamiento de las formas de lucha.
Los acontecimientos de la Universidad de Madrid supusieron un
giro en la oposición al régimen, en particular en lo que atañe a la
redefinición de la política de alianzas y de las estrategias de movilización.
El deseo de superar la división entre «vencedores y
vencidos», expresada en el manifiesto de los jóvenes del Partido Socialista
después de los incidentes de la Universidad de Madrid, en 1956, revelaba la
necesidad de un cambio en el lenguaje político, como premisa para construir una
oposición capaz de reunir a distintas tendencias alrededor de unos objetivos
compartidos. Intelectuales como el exfalangista Dionisio Ridruejo, el
socialista Tierno Galván y el monárquico Joaquín Satrústegui, dirigieron sus
esfuerzos en ese sentido, promoviendo la creación de pequeños grupos y
asociaciones. También la reciente formación de la Unión Democrática Cristiana,
fundada por estudiantes universitarios y liderada por Giménez Fernández, se
declaraba a favor de la superación de los «sangrientos odios del pasado». Este
cambio de orientación fue asumido por el mismo PCE (Partido Comunista de
España), que a partir de 1956 adoptó una política de «reconciliación nacional».
El documento redactado en junio de ese mismo año —Declaración del Partido
Comunista de España. Por la reconciliación nacional, por una solución
democrática y pacífica del problema español— hace hincapié en el «espíritu
de Ginebra» e indica la posibilidad de un cambio político pacífico en España,
favorecido por «el clima internacional de coexistencia y colaboración pacífica
entre los Estados»; se hace intérprete de la «nueva generación que no vivió la
Guerra Civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella
participamos» y del deseo de todas las capas sociales del país de «terminar con
la artificiosa división de los españoles en “rojos” y “nacionales”, para
sentirse ciudadanos de España». En 1959 se convocó una «huelga general
pacífica». Esta iniciativa, a la que siguieron otras similares, fracasó, si
bien el PCE, gracias también a su capacidad de movilización, iba imponiéndose
desde la clandestinidad como el partido mejor organizado y más numeroso de la
oposición de izquierdas. Por otra parte, la fuerza política de las
organizaciones que desempeñaron un importante papel en los años de la República
se había debilitado considerablemente: el sindicato socialista UGT, el Partido
Socialista y la misma CNT, esta última desgarrada por divisiones internas,
habían sido afectados muy duramente por la represión.
En esa década se sentaron las bases para abandonar la
radicalización ideológica, cultural y política, y los profundos antagonismos
generados por la Guerra Civil, como premisa imprescindible para construir un
frente común contra la dictadura y alcanzar una democracia que tuviera a Europa
como principal referente. Se trataba, sin duda, de un proceso lento y
minoritario aunque, con la reunión de Munich, en 1962 llegaron los primeros
resultados. En la ciudad alemana, con ocasión del IV Congreso
Internacional del Movimiento Europeo, se reunieron 80 exponentes de la
oposición interna (gran parte de ellos monárquicos liberales y
democratacristianos, pertenecientes a asociaciones católicas y al Partido
Social de Acción Democrática) y 38 del exilio (republicanos, socialistas y
nacionalistas) con la presencia como observadores de dos delegados comunistas.
En un documento común exigían «la instauración de instituciones auténticamente
representativas y democráticas», los derechos civiles, la libertad de reunión,
de asociación y de huelga, el reconocimiento de las «comunidades naturales» y
«la incorporación de España en Europa» (Doc. 8[*]). Algunos de los participantes
fueron detenidos y multados a su regreso a España y obligados a elegir entre el
confinamiento o el exilio (Satrústegui y otros, 1993).
De todas formas, las primeras movilizaciones masivas contra
el régimen comenzaron a inicios de los años cincuenta. En marzo de 1951, la
participación de miles de personas en la huelga general de Barcelona, conocida
como «la huelga de los tranvías» por haber sido provocada a causa de la subida
de las tarifas de los medios de transporte, ponía en evidencia el malestar
social presente en muchas capas de la población, si bien la vinculación entre
las reivindicaciones salariales y la oposición al régimen se afianzaría, sobre
todo, en los años sesenta.
En los años cincuenta y sesenta se sucedieron conflictos
laborales discontinuos y concentrados sobre todo en las grandes ciudades y en
las regiones mineras. De hecho, después de una breve tregua debida a los
aumentos salariales concedidos por el ministro Girón, en la primavera de 1956
se registraron nuevas huelgas y manifestaciones en Barcelona, Madrid y
Asturias.
Mientras que se radicalizaba la crisis del sindicato vertical
se afirmaban las primeras formas de estructuras autónomas, llamadas «Comisiones
Obreras», las cuales inauguraban una estrategia de lucha en la que se
combinaban formas de luchas ilegales con la utilización de recursos legales e
institucionales. Cada vez con mayor frecuencia, las elecciones de los delegados
en los sindicatos oficiales se convertían en ocasiones para la incorporación de
los representantes comunistas y socialistas, y los locales del sindicato
vertical se utilizaban para reuniones semiclandestinas. A partir de 1956, el
SEU fue perdiendo fuerza en las universidades, mientras que las organizaciones
católicas HOAC y JOC criticaban al régimen y denunciaban las injustas
condiciones de vida de los trabajadores. Críticas y denuncias que se habían
manifestado ya con anterioridad. Entre 1951 y 1955, el Boletín de Militantes
de la HOAC publicaba artículos en defensa de la libertad de prensa, y planteaba
los problemas de los objetores de conciencia, de la emigración y de las
relaciones con la izquierda; en un artículo de enero de 1957, defendía la
legitimidad de la huelga (Hermet, II, 1981, págs. 263-264).
Asimismo, a finales de los años cincuenta, fueron
perfilándose, con modalidades específicas, determinadas por las diferentes
historias de las dos comunidades, los nacionalismos catalán y vasco. La
abolición de los Estatutos de Autonomía concedidos por el gobierno republicano
en 1932 a Cataluña y en 1936 al País Vasco, había sido una de las primeras
medidas adoptadas por el gobierno franquista en nombre de la unidad nacional.
La imposición del idioma castellano y la presión centralista ejercida por
Madrid se vivían por vascos y catalanes como una cancelación de su identidad y
de su patrimonio cultural. Todo ello se convirtió, en Cataluña, en factor de
cohesión y generó momentos de unidad política entre organizaciones de
izquierdas, grupos católicos e intelectuales. Cada acto represivo contra las
expresiones de la identidad cultural y lingüística reforzaba el vínculo entre
las reivindicaciones autonomistas y la movilización antifranquista. Sin
embargo, la cultura catalana logró conservarse, durante todos esos años, en las
familias, en las canciones y en el exilio mediante la publicación de libros y
revistas en lengua catalana.
En Bilbao, en 1952, un grupo de estudiantes universitarios
anunció la formación del grupo Ekin (Hacer), proponiendo como principal
objetivo la recuperación del euskera junto con la historia y la cultura vascas.
El grupo militó en un primer momento en el PNV (Partido Nacionalista Vasco)
—que había sido un importante punto de referencia para la oposición y para el
gobierno vasco en el exilio— pero salió del partido después de dos años de
militancia. En 1959 fundó la organización llamada ETA (Euzkadi Ta Askatasuna:
País Vasco y libertad), en cuyo documento constitutivo se recuperaban algunos
principios del ideólogo católico del siglo XIX Sabino Arana, quien, en sus
escritos, había formulado la teoría de la ocupación del País Vasco por el
Estado español. De ahí la adopción de un programa independentista y la
reivindicación del euskera como componente esencial de la nacionalidad vasca
(De la Granja, Beramendi, Anguera, 2001, págs. 184-185).
La respuesta del régimen ante estas tensiones,
reivindicaciones y movilizaciones fue la represión.
El «desarrollismo» emprendido con la llegada al gobierno del
nuevo personal político procedente del Opus Dei no implicó, al menos durante
una década, ninguna modificación en la estructura autoritaria del régimen. Sin
embargo, el crecimiento industrial y los cambios que siguieron en el ámbito
económico y administrativo, el aumento del turismo, el mayor disfrute de los
bienes de consumo, los crecientes intercambios comerciales y contactos
culturales con Europa, promovieron nuevas pautas sociales, laborales y de
comportamiento. De hecho los procesos de modernización chocaban no solo con la
falta de libertad, sino también con las resistencias ideológicas y culturales
de la jerarquía eclesiástica y de la Falange. La promulgación de los Principios
Fundamentales del Movimiento, en mayo de 1958, generó un nuevo auge de la
organización, la cual, si bien había ido perdiendo protagonismo político,
mantenía una presencia importante en los aparatos administrativos y
burocráticos. Los Principios reafirmaban que «España era una unidad de destino
en lo universal» y la importancia de la familia, del municipio y del sindicato
como estructuras básicas de la nación. La doctrina de la Iglesia se presentaba
como «única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará
su legislación».
Por su parte, en 1952, la jerarquía eclesiástica relanzaba la
unidad nacionalcatólica en el Congreso Internacional Eucarístico de Barcelona,
celebrado con gran pompa y triunfalismo ante la presencia de Franco, de las
autoridades eclesiásticas y de los principales exponentes políticos del
régimen. Una bandera catalana, izada clandestinamente, rompió el compacto
formalismo del ceremonial.
La Cruzada seguía utilizándose en clave legitimadora del
régimen. En su discurso de inauguración del Valle de los Caídos, en 1959,
Franco volvía a definir la Guerra Civil como «Cruzada de Liberación», milagrosa
y providencial, reiterando la imposibilidad de una reconciliación y el mensaje
de una victoria «total y para todos» e inmutable (Doc. 9[*]).
Paralelamente, la represión seguía ejerciéndose en formas y ámbitos diversos.
La censura era muy activa en la literatura, el teatro, la prensa y el cine. Sin
embargo, también en estos sectores iba reforzándose una disidencia que
aprovechaba hábilmente los escasos márgenes que dejaban los controles. En esos
años, la elección de temas disconformes con la retórica oficial del régimen se
convertía automáticamente en un acto de disidencia cultural y política. La
censura estaba más presente que nunca y era al mismo tiempo arbitraria; en
muchos casos, resultaba decisivo obtener el dictamen favorable del «asesor
religioso» que participaba en las comisiones de control. También circulaban
libros, boletines y opúsculos a través de los cuales la Iglesia catalogaba los
libros, incluso los extranjeros, como «lecturas buenas y malas». Por ejemplo,
en Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral, publicado
en Bilbao en 1949 (que tuvo muchas reediciones), la novela de Matilde Serao ¡Centinela…
alerta! (1889) se consideraba «no buena» porque «proclama con entusiasmo la
unidad italiana, a Víctor Manuel y Garibaldi». Muy radical era el juicio sobre
el inquieto e inconformista intelectual Miguel de Unamuno expresado en estos
términos: «Con una concepción del cristianismo absurda y errónea, heterodoxo y
modernista en el sentido condenado por la Iglesia, en el aspecto moral toda su
obra presenta ciertos y gravísimos peligros, no hallándose las novelas libres
del contagio profundo de las angustias y problemas trascendentales de su autor»
(Garmendía de Otaola, 1961, pág. 625).
Camilo José Cela (premio Nobel en 1989), él mismo censor
entre 1941 y 1945 y sucesivamente «informante y consejero» (Ysás, 2004,
pág. 52), tuvo que publicar en Buenos Aires su novela La colmena,
magnífico fresco de la desolación del Madrid de la posguerra representada a
través de los destinos, cruzados o paralelos, de una multitud de antihéroes
enjaulados, como señala el título, en una «colmena». Los escritores inventaban
estrategias y recursos narrativos y exploraban las posibilidades de la
metáfora, del símbolo y de la alegoría para transmitir su mensaje. Ya en 1944
el poeta Dámaso Alonso expresaba el dolor y la impotencia en el conocido verso
que abre su poema «Insomnio», del libro Hijos de la ira: «Madrid es una
ciudad de más de un millón de cadáveres».
Paralelamente, entre grupos de escritores disidentes se
difundía la tendencia a utilizar el teatro, la novela y la literatura de viajes
como testimonio y revelación. El dramaturgo Antonio Buero Vallejo, en su obra En
la ardiente oscuridad (1951), simboliza, mediante la metáfora de la
ceguera, la tensión entre la resignación y la esperanza. Juan Goytisolo
publicó, en 1954, la novela Juegos de manos, donde el malestar y el
desarraigo se manifiestan en la rebelión de un grupo de jóvenes; en Duelo en el paraíso (1955) se alude, en
cambio, a la tragedia de la Guerra Civil a través de la violencia de un grupo
de niños. El enfoque realista de las novelas, que tuvo también reflejos en el
teatro y en la literatura de viajes, se convertía en respuesta y defensa ante
la cultura de evasión y la retórica apologética, buscando formas de expresión
que introdujeran elementos de inquietud y conflictividad. El dramaturgo Alfonso
Sastre, con un título claramente alusivo, La mordaza, abordaba en 1954
el tema de la falta de libertad. El escritor Armando López Salinas denunciaba
en La mina (1960) las duras condiciones de vida de los mineros,
incluyendo en su novela también a los vencidos. Caminando por las Hurdes
(1960), escrito en colaboración con Antonio Ferres, describe, en cambio, la
desolación de una de las zonas más atrasadas de España, Extremadura, que ya en
los años treinta había sido objeto de un famoso documental de Luis Buñuel. En
el mismo año, contra los mitos y estereotipos románticos del sur de España,
Goytisolo relataba, en Campos de Níjar, las etapas de su viaje por las
tierras de Almería marcadas por la miseria y el hambre.
Aunque no directamente inspiradas en la denuncia, otras
grandes novelas reflejaban realidades dramáticas. Cabe recordar Nada
(1945), de Carmen Laforet, El Jarama, de R. Sánchez Ferlosio
(1956), y Tiempo de silencio, de L. Martín-Santos (1962); este
último lograba conjugar la innovación lingüística con una eficaz representación
de la vida en las chabolas que poblaban la periferia de Madrid.
En el cine de producción nacional, durante los años cuarenta,
predominaban los temas vinculados a la reivindicación del pasado heroico y de
los mitos nacionales e hispánicos, temas estos que inspiraron al mismo Franco
el guión de la película Raza, dirigida por José Luis Sáenz de Heredia y
estrenada en 1942. Producida por el Consejo de la Hispanidad, la película
representó «un manifest politique au terme d’une victoire»
(Berthier, 1998, pág. 32). Sin embargo, el impacto de las innovaciones
procedentes sobre todo del neorrealismo italiano, en directores como Juan
Antonio Bardem y Luis García Berlanga, estimuló un tipo de cine en el cual, a
través de la sátira, la comicidad o el realismo, se introducían fragmentos de
realidades dramáticas. En algunos casos fueron los cineclubs, dirigidos por el
SEU, los que introdujeron las novedades del cine italiano. A comienzos de los
años cincuenta, se proyectaron en Madrid Bellísima de Visconti, Crónica
de un amor de Antonioni y Ladrón de bicicletas, aunque a esta
película de Vittorio De Sica —como escribe Román Gubern— se le añadió «una
reconfortante y esperanzadora voz en off al final de la película, que
fue sin duda su pasaporte moral para la exhibición en España» (Gubern-Font,
1975, pág. 62).
Los directores estaban obligados a ingeniárselas entre la
innovación y el exiguo margen que les quedaba intentando sortear la censura, a
menudo imprecisa y confusa en sus directrices, pero muy activa a la hora de
cortar o retirar las películas. El caso de Surcos (1951), dirigida por
el falangista José Antonio Nieves Conde, es emblemático del funcionamiento
contradictorio de la censura y de los conflictos internos que a veces provocaba
en las instituciones. La película trataba de las dramáticas vivencias de una
familia campesina emigrada a un Madrid en el que estaban presentes la
prostitución, el estraperlo y el paro. José María García Escudero, director
general de Cinematografía y Teatro (del Ministerio de Información y Turismo),
convencido defensor de un cine social, la declaró de «interés nacional», y por
lo tanto susceptible de ser subvencionada (Monterde, 1995, pág. 135). La
obra levantó numerosas protestas, a pesar de que el amargo final —la familia
regresa al pueblo, pobre y humillada, cruzándose por el camino con otra que
acaba de llegar a la ciudad— fue sustituido por un elogio de la vida rural.
García Escudero defendió la película (García Escudero, 1958), lo cual
constituyó uno de los motivos de sus dimisiones. Menor fortuna aún tuvo El
inquilino (1957), del mismo director y centrada en el problema de la
vivienda, que, después de haber sufrido numerosos cortes de la censura, fue
prohibida durante tres años (Gubern-Font, 1975, pág. 91). Bardem, con Muerte
de un ciclista (1955), realizada bajo la influencia de Antonioni, obtuvo un
éxito considerable en el Festival de Cannes; en otra película, Calle Mayor
(1956), ofreció una eficaz radiografía de la superficialidad y del machismo de
un grupo de jóvenes de provincias, que montan una amarga broma contra la
«soltera». En la película La venganza (1957) Bardem abordaba el tema de
la solidaridad. Cortada y modificada por la censura, la película Los jueves,
milagro (1957), de Berlanga, utilizaba el registro de la sátira y de la
comicidad para denunciar una religiosidad basada en la superstición y en la
«milagrería». En 1963, Berlanga retrató magistralmente la figura del verdugo en
la película del mismo título.
Los escasos encuentros y seminarios permitidos se convertían
no solo en ocasiones de debate sobre nuevas fórmulas de experimentación
cinematográfica, sino también de crítica y de cambio. Las Conversaciones
Cinematográficas de Salamanca convocadas por el Cineclub universitario del SEU
de Salamanca, además de representar un foro de debate sobre el cine español
entre personas de diversas tendencias y orientaciones (asistieron falangistas
junto con jóvenes directores como Carlos Saura y Jesús Fernández Santos),
brindaron la posibilidad de dirigirse al gobierno solicitando un mayor apoyo
para el cine y una nueva reglamentación de la censura. Bardem, además, propuso
un documento final en el que se definía al cine español «políticamente
ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e
industrialmente raquítico» (García Escudero y otros 1995).
En 1961 se prohibió la proyección de Viridiana, de
Luis Buñuel, rodada en España y galardonada con la Palma de Oro en el Festival
de Cannes. La película no llegó a proyectarse en las salas, entre otras
razones, por las duras críticas del Osservatore Romano, que en el
artículo «Il contrastato sole di Cannes non deve lasciar risaltare solo le
ombre» (31 de mayo de 1961), denunciaba la presencia de «atteggiamenti
antireligiosi» y utilizaba expresiones como «violenza blasfema» y «oscenitá
rivoltante».
Sin embargo, la disidencia cultural iba penetrando también en
algunos sectores de la Iglesia. En 1959, la Abadía de Montserrat publicó la
revista Serra d’Or en lengua catalana, defendiendo, en contra
de la imposición del castellano por parte del régimen, la vitalidad de una
lengua que contaba con una rica tradición cultural. La revista contribuyó
durante años al conocimiento del debate intelectual europeo entre católicos y
laicos. En enero de 1960, Jaime Vicens Vives publicaba en sus páginas un
artículo sobre la «nova historia», en el que afirmaba: «La història es una
ciència dels fets de conjunt del passat de les comunitats socials, no pas una
tribuna per a declamacions patriòtiques ni un corriol on es paren paranys
dialèctics».
Ese mismo año, 339 sacerdotes vascos enviaron una carta a los
obispos pidiendo libertad de reunión y de asociación, defendiendo la
«inviolabilidad de la conciencia» y denunciando «el culto casi idolátrico del
jefe» y la represión de las «características étnicas, lingüísticas y sociales
del pueblo vasco». Los obispos contestaron con palabras de crítica y condena.
En 1962, año del Concilio Vaticano II, la Iglesia
reiteraba su apoyo al Caudillo a través de las celebraciones que, con ocasión
del cuarto centenario de la reforma de la orden de las carmelitas descalzas,
acompañaron el recorrido de una reliquia teresiana, «el brazo incorrupto», por
todo el territorio español.
3.5. «25 AÑOS DE VICTORIA»
Los años sesenta se caracterizan por un tímido aperturismo
—aunque atento a preservar el sistema dictatorial— y por una extensión de los
conflictos sociales y de la oposición antifranquista, a la que se respondió con
una intensificación de la represión. En mayo de 1966 se aprobó la Ley de
Prensa, promovida por el ministro Fraga Iribarne, que suprimía la censura
previa pero mantenía el secuestro administrativo de las publicaciones,
aumentando de hecho la responsabilidad de los editores. En realidad, el
artículo 2 de la ley reafirmaba las limitaciones a la libertad de expresión, al
imponer «el respeto a la verdad y a la moral, el acatamiento a la Ley de
Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales, las exigencias
de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del
orden público interior y la paz exterior». Un año después se promulgó la Ley
sobre la Libertad Religiosa, respondiendo a la renovación impulsada por el
Concilio Vaticano II.
En el ámbito de las movilizaciones, aumentaban los
conflictos, y las acciones de lucha iban adquiriendo cada vez una mayor
visibilidad. A partir de 1962, las huelgas, las manifestaciones y las asambleas
determinaban la politización de otros sectores de la sociedad, mientras que las
organizaciones católicas de base, bajo la influencia del Concilio
Vaticano II, radicalizaban sus denuncias y críticas contra la dictadura.
La protesta de los estudiantes universitarios, sobre todo en Barcelona y en
Madrid, amenazaba con volverse endémica, hasta el punto de que el régimen
decretó, en 1968, el cierre provisional de algunasfacultades de las dos
universidades. En las movilizaciones participaron profesores como José Luis
Aranguren, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo, frecuentemente suspendidos
de la enseñanza y finalmente destituidos. En las universidades las canciones de
Raimon eran un símbolo de la oposición antifranquista y en aquellos años cantar
las palabras de Diguem no (compuesta en
1969) se transformaba en un acto de rebeldía civil (Doc. 10[*]).
En el mundo laboral, Comisiones Obreras fue consolidándose
gracias a su estrategia de aprovechar las estructuras del sindicato vertical, y
en las elecciones de 1966 sus representantes alcanzaron un importante éxito. En
esos años se consumó la ruptura entre empresarios y trabajadores, poniendo en
crisis uno de los fundamentos del sindicato corporativo.
Junto con las reivindicaciones salariales y la lucha por las
infraestructuras en los barrios, la demanda de amnistía a favor de los
detenidos políticos se convirtió en un elemento aglutinante para los diferentes
sectores de la oposición. Respecto a este último objetivo, la movilización de
las mujeres de los presos políticos desempeñó un papel fundamental. A su vez,
grupos de mujeres juristas (que fundarán en 1971 la Asociación Española de
Mujeres Juristas) criticaban —solicitando modificaciones— la desigualdad y la
marginación femenina sancionadas por el ordenamiento jurídico.
La represión provocaba la participación y el apoyo de
sectores de la sociedad cada vez más amplios. Muchos intelectuales se
solidarizaron con las huelgas de Asturias de 1962-1963, a las que
siguieron detenciones y torturas, y en octubre de 1963 enviaron una carta con
102 firmas al ministro Fraga Iribarne en la que se denunciaban las represalias
y las torturas a los mineros, así como los malos tratos sufridos por numerosas
mujeres, a algunas de las cuales se les había cortado el pelo al rape. Firmaban
la carta, entre otros, José Bergamín, escritor católico que había regresado del
exilio, los poetas Vicente Aleixandre y Gabriel Celaya, Laín Entralgo, Buero
Vallejo, Alfonso Sastre, Juan Goytisolo y personalidades del cine como
Francisco Rabal y Fernando Fernán Gómez.
Ese mismo año, el comunista Julián Grimau fue procesado por
un consejo de guerra y condenado a muerte después de haber sido torturado. Los
cargos acusatorios expuestos se remontaban a la Guerra Civil. Numerosas fueron
las manifestaciones de protesta en el ámbito internacional.
El régimen alternaba la represión y el estado de excepción
con la campaña de propaganda de los «25 años de paz». Se invocaba continuamente
el desarrollo económico como factor de legitimación y se exaltaba a Franco como
promotor del bienestar y de la estabilidad en un clima de paz. La película de
Sáenz de Heredia Franco, ese hombre consagraba la imagen del dictador
como pater patriae en versión cotidiana, guardián atento de la salvación
de España durante los veinticinco años de gobierno.
Sin embargo, en noviembre de 1963 se alzó la voz disconforme
del benedictino Aureli Maria Escarré, abad de Montserrat, que, en una
entrevista al diario Le Monde, afirmaba que los «25 años de paz» del
régimen habían sido, en realidad, «25 años de victoria». A la luz de Pacem
in terris. Escarré señalaba la contradicción entre la política del gobierno
y los principios cristianos, y apoyaba a los detenidos políticos de Burgos
sometidos a castigo porque, al no ser creyentes, se habían negado a asistir a
misa; denunciaba los obstáculos al desarrollo de la cultura catalana y señalaba
como problema de España la ausencia de democracia y de libertad. En marzo de
1965 el abad se marchó de Montserrat (Díaz Plaja, págs. 361-364).
El distanciamiento respecto al régimen por parte del mundo
católico se concretaba en declaraciones escritas y en acciones de solidaridad
hacia las luchas existentes, a veces con la participación directa de
sacerdotes. Muchos de éstos, sobre todo en el País Vasco, pagaron este
compromiso con la detención y la cárcel.
De hecho, el Concilio Vaticano II sirvió de detonante y
estímulo respecto a las tensiones ya presentes en el catolicismo español.
Términos recurrentes en las revistas y en los libros católicos como aggiornamento
y «diálogo», revelaban una nueva actitud cultural y mental, también empeñada en
la crítica contra la actuación de la Iglesia durante la dictadura. Las
organizaciones HOAC y JOC solidarizaban con las reivindicaciones de los
trabajadores y con las exigencias de amnistía y de libertades democráticas.
En 1963 Ruiz-Giménez fundó la revista Cuadernos para el
diálogo, que vino a sumarse a la revista católica El Ciervo, fundada
en 1951 en Barcelona por un grupo de universitarios
católicos y progresivamente convertida en una tribuna
de teólogos e intelectuales críticos con el régimen. En 1966 empezó a
publicarse en Bilbao la revista Iglesia viva,
que en su primer número recogió significativas aportaciones críticas sobre el
nacionalcatolicismo. En estas revistas escribía el intelectual
«cristiano-marxista» Alfonso Comín, cuya figura simbolizó el «diálogo», es
decir, la superación de uno de los más arraigados tabúes de la Guerra Civil. La
relación entre cristianismo y socialismo pasó a ser tema de debate en muchas
revistas católicas y la misma Ecclesia, el 2 de septiembre de 1967,
publicó el artículo «Diálogo con el marxismo».
Y sin embargo, en 1966, la Universidad de Santiago de
Compostela, en coincidencia con el Año Santo Jacobeo, concedía a Franco el
grado de doctor «Honoris causa», por la Facultad de Ciencias, en cuanto se le
reconocía el mérito de haber restaurado «el biologismo normal de nuestra Patria
cuya vida venía siendo alterada por los regímenes políticos instaurados por los
años 31 al 36» (Doc. 11[*]).
Con frecuencia, las iglesias y los conventos ponían sus
espacios a disposición para reuniones de sindicatos clandestinos, estudiantes e
intelectuales. En 1966 los estudiantes de la Universidad de Barcelona fundaron
el SDEUB (Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona).
La reunión, a la que asistieron también profesores universitarios, se celebró
en una sala del convento de los capuchinos de Sarriá y duró toda la noche. Al
día siguiente la policía intervino y detuvo, entre otros, al poeta Salvador
Espriu y al pintor Antoni Tàpies. Este episodio sería recordado como «La
caputxinada» (Crexell, 1987). Dos meses después, 130 sacerdotes organizaron, en
el centro de Barcelona, una manifestación silenciosa de protesta que fue
disuelta por la policía.
En la zona minera del País Vasco los conflictos laborales se
sucedían casi ininterrumpidamente. El gobierno declaró el estado de excepción
en aquella región mientras que el Tribunal Supremo reafirmaba la ilegalidad de
las huelgas y de Comisiones Obreras. Sin embargo, en Cataluña y en el País
Vasco las estrategias adoptadas con respecto a las reivindicaciones
autonomistas tuvieron distintos desenlaces. En 1969 nació en Barcelona la
Coordinadora de las Fuerzas Políticas de Cataluña, que reunía a los grupos y partidos
que se habían ido formando durante aquellos años, incluyendo el Partido
Comunista catalán (PSUC). Entre sus objetivos figuraban la amnistía para los
detenidos políticos, la libertad política y sindical, y el restablecimiento del
Estatuto de 1932 como primer paso hacia la autodeterminación.
En el País Vasco se produjo el paso de ETA a la lucha armada.
En la V Asamblea, celebrada entre 1966 y 1967, la organización definió su
estructura política, económica, cultural y militar, pero en la práctica predominaría
la lucha armada. En 1968 un etarra mató a un guardia civil en un control de
carretera y, pocas horas después, fue a su vez muerto por disparos de la
Guardia Civil. ETA iniciaba una «espiral de acción-represión-acción» (De la
Granja, Beramendi, Anguera, 2001, pág. 186) e inauguraba una estrategia de
violencia que marcará al País Vasco y a España en los años futuros.
RESUMIENDO…
A partir de 1957, los tecnócratas del Opus Dei en el gobierno
proceden a reformar la Administración y ponen en marcha planes de
estabilización y liberalización económica. Paralelamente concluye el proceso de
institucionalización del régimen, y Juan Carlos I de Borbón es designado
sucesor de Franco a título de rey.
En los años sesenta, un acelerado proceso de
industrialización determina el éxodo rural, el crecimiento urbano y una masiva
emigración que transforman profundamente la estructura social del país.
En el extranjero, la oposición en el exilio se
reorganiza y encuentra un momento de unidad con la del interior en la reunión de
Munich. Mientras, se suceden las movilizaciones de los trabajadores contra la
dictadura y cobra fuerza la disidencia cultural de intelectuales, escritores y
cineastas. Bajo el impulso del Concilio Vaticano II, también en el mundo
católico crece la oposición a la dictadura.
Próximo capítulo:
4
CRISIS DE RÉGIMEN
(1969-1975)
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