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lunes, 3 de octubre de 2016

España es una colonia de Alemania

Raúl Zelik, politólogo alemán: "España es una colonia de Alemania"
Analiza en un libro la nueva política en España en torno a dos conceptos: reforma o ruptura
El Confidencial
Víctor Lenore
3-10-16
El novelista y politólogo Raúl Zelik (Múnich, 1968) comenzó a viajar y militar en la adolescencia, hasta conocer a fondo los conflictos políticos de Colombia, Venezuela, Alemania y España, especialmente Cataluña y el País Vasco. Forma parte del consejo nacional de Die Linke (La Izquierda), además de ejercer como periodista. Se dedica a desmontar mentiras oficiales, tanto de izquierda como de derecha, con estilo sencillo y accesible. "Por ejemplo, se ha vendido la idea de que el problema de España era su excesiva deuda pública, cuando en 2007 estaba sobre un cuarenta por ciento, mientras que Alemania tenía un sesenta. La deuda española solo aumentó vertiginosamente cuando se sometió a las políticas de austeridad", señala.


Portada de 'Continuidad o ruptura', de Raúl Zelik
También le preocupa la deriva estatalista de la izquierda europea. "No debemos limitarnos a gestionar lo existente, sino cambiar las reglas de juego que han impuesto las élites. En Grecia se ha visto el escaso poder de llegar al gobierno sin un movimiento popular fuerte que te respalde. Hubiera sido mejor que Syriza entregara las llaves del país a la Troika y mostrar que la democracia allí es una mentira", apunta. Su nuevo libro, ‘Continuidad o ruptura’ (Capitán Swing, 2016), pretende explicar a los alemanes la repolitización de España desde el 15M de 2011. Al final, se ha publicado aquí porque hay mucho que aprender de una visión externa sobre nuestras batallas cotidianas. "Aunque pueda parecer exagerado, España es una colonia económica de Alemania, que le asigna un papel periférico y dependiente, centrado en el turismo, la agricultura y la producción de bajo nivel tecnológico", denuncia. 
Su libro se cierra citando un lema del 15M: "Follar cada cuatro años no es vida sexual, votar cada cuatro años no es vida política".
P. En el texto te defines como “movimentista”, en el sentido de que te preocupa más generar contrapoder que asaltar las instituciones. El problema es que en España los movimientos sociales son muy débiles y están copados por un perfil homogéneo: el universitario de clase media. ¿No es eso un déficit democrático? Tu novela 'Situaciones berlinesas' (2009) trata de las disfunciones de los ambientes militantes de izquierda.
R. Es un comentario acertado, por eso me intereso por los pueblos del País Vasco. ¿Te has dado cuenta de que la izquierda abertzale no tiene un solo teórico o intelectual? Sobre todo son obreros y campesinos. La familia de Otegi es obrera. La izquierda no solo necesita las instituciones, sino crear espacios contraculturales. No lo digo, por supuesto, en el sentido del punk, sino en tradiciones vecinales como el 'poteo', donde nunca pides bebida para ti, sino para todos. También los merenderos de Castilla-León, donde se reúnen cuarenta personas, de todas las edades a contarse sus alegrías y sus problemas, aunque luego los jóvenes se bajen a la bodega a escuchar música y emborracharse. Hay mucho respeto intergeneracional.
Luego esos pueblos votan al PP, quizá porque la izquierda marxista no ha prestado la atención suficiente a la potencia de sus tejidos, que implican valores de solidaridad y hasta gestión de bienes comunes como el riego. Antes creía que estas tradiciones eran cosas del País Vasco, pero a medida que conozco más España veo que también pasa en Asturias y en otras zonas. Hace poco estuve en Aranda de Duero y son gente encantadora.
Deberíamos discutir más de la PAH y menos de Podemos
P. Dices que el camino de la resocialización pasa por aprender de experiencias como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.
R. Con la PAH la gente ha aprendido a hablar. Me llama la atención que en las reuniones no explican las cosas los abogados, sino vecinos que llevan cuatro meses sufriendo un desahucio y lo comparten con quienes acaban de comenzar el camino. Es un proceso colectivo de construir conocimiento. Deberíamos discutir más de la PAH y menos de Podemos. Lo primero que hacen es restituir tu autoestima y tu sensación de comunidad. Me recuerda, en el mejor sentido, a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. La extrema derecha gestiona muy bien los procesos comunitarios: las élites forman alianzas con los obreros, diciéndoles "no tendrás tanto dinero como yo, pero cuando te integres en mi comunidad blanca ganarás más dinero y derechos que tus vecinos migrantes". Es una forma horrible de socializar, pero ofrece autoestima y fraternidad. La izquierda debe articular una comunidad sin racismo.


P. En tu novela ‘La negra’ (2000) prestas mucha atención por las formas de socializar en América Latina, desde bailar bachata hasta las telenovelas.
R. Los culebrones son un formato interesante, pero también consumismo basura. Lo que más me sorprendió fue estar con campesinos de izquierda colombianos, reivindicando la revolución, que luego ponían la tele y comentaban concursos de belleza, debatiendo qué chica tenía el mejor culo. En Occidente bailamos separados, allí eso no se concibe. Son más avanzados en el sentido de que salen siempre juntos. A pesar de lo duro que era el conflicto colombiano, tenías menos sensación de soledad que en Europa.
P. Escribiste un libro periodístico muy potente titulado ‘Venezuela más allá de Chávez’ (2004). ¿Cómo ves la situación doce años después?
R. El chavismo ha confundido cambio social con control del gobierno. Cada mes que siguen en el poder, se jode el tejido que sustentaba el cambio. Creo que Maduro debería entregar el gobierno a la oposición, a cambio de garantías de que no habrá represión contra los antiguos chavistas. Venezuela tiene una derecha muy fascista, racista y clasista. Es importante protegerse. También se han cometido errores económicos. El problema es que son un estado rentista, viven del petróleo hace un siglo y la izquierda no supo ampliar ese modelo. Ni siquiera en la agricultura, donde podían haber apostado por modelos cooperativos. Su sistema cambiario, que tiene varios niveles, fomenta el contrabando. El Estado subvenciona determinados productos, desde harina hasta gasolina, que se venden por debajo de su precio de mercado, así que los empresarios se dedican a colocarlos en Brasil y Colombia con un cien por cien de beneficio.
Hay un chiste que dice que la CIA no podría comprar a un militar venezolano con un millón de dólares porque eso es lo que gana cada día

P. ¿Tan podrido está el sistema en Venezuela?
R. Hay un chiste que dice que la CIA no podría comprar a un militar venezolano con un millón de dólares porque eso es lo que gana cada día. Hay mucha exageración, con algo de verdad. Obviamente, en el ejercito encuentras de todo, también mucha gente honesta. Y en el contrabando también participan empresarios y particulares. Esos incentivos han destruido la economía. Hay mucha gente que no va al trabajo porque gana más en el mercado negro. Maduro no puede cambiar eso porque perdería apoyo de ciertos sectores de sus votantes y algunos cargos afines implicados. Así se forjaron muchas lealtades militares con Hugo Chávez. Parte del pacto del chavismo con las élites fue no entrar a investigar esta corrupción silenciosa, que estaba muy extendida. Recuerdo un préstamo chino de 60.000 millones de dólares de los que desaparecieron 20.000. Lo denunció la directora del banco central venezolano y poco después la quitaron.
Por eso creo que la mejor idea es entregar el poder para no perder los avances del chavismo popular. El mayor mérito de Chávez es haber animado a la gente de los ranchitos (chabolas) a votar y autoorganizarse. Esto fue una necesidad porque, al principio, el estado no tenía recursos ni infraestructura para llegar hasta ellos. Las misiones sociales fueron gestionadas por las propias comunidades, lo cual ayudó a crear empoderamiento. Muchos barrios nuevos los levantaron ellos solos. El chavismo popular apoyaba al presidente, con quien tenía vía directa para comunicarse, pero siempre mostró reticencias frente al partido y el Estado.
Mucha gente apostó por Podemos para desbloquear la situación en Madrid, por eso luego vuelven al nacionalismo en las elecciones autonómicas
P. Defiendes el separatismo catalán y vasco como corrientes democratizantes. A mí me parecen procesos con grandes dosis de narcisismo.
R. Lo que me interesa es que el independentismo ha llevado a la derecha a posiciones más socialdemócratas, de republicanismo, de conflicto con parte del empresariado que defiende la permanencia en España. También defienden una impugnación del relato de la Transición. España no tiene solo una crisis económica por la burbuja inmobiliaria, sino una crisis política. Entrevisté dos veces a Otegi, que me dijo que "hemos cometido muchos errores, pero teníamos razón en lo principal, que la Transición fue una farsa". Es una certeza que hoy está muy extendida, desde la izquierda abertzale hasta Pilar Urbano. El resurgir del nacionalismo a mediados de los 2000 tiene que ver con la sensación de que faltan derechos democráticos básicos. Hay un rechazo a una Transición tutelada por los tanques franquistas. La sociedad catalana no ha dejado de girar hacia la izquierda a la vez que reclamaba independencia.


P. ¿El ascenso de Podemos en Cataluña y el País Vasco no demuestra un hartazgo de nacionalismo?
R. Conozco bien Euskadi, la zona rural, esos pueblitos donde la izquierda abertzale tiene un 95% de los votos. Mucha gente apostó por Podemos para desbloquear la situación en Madrid, por eso luego vuelven al nacionalismo en las elecciones autonómicas. Hay diferentes relatos, pero algunos analistas en España solo se fijan en las ciudades, cuando es en los pueblos donde tienen más fuerza los sindicatos, movimientos sociales, incluso el feminismo, gracias a sus tradiciones de construir vida en común. Eso es atípico: en Europa los pueblos son los espacios más reaccionarios. También me interesan los pueblos de Cataluña, con las CUP y sus alianzas, que apuestan por programas de remunicipalización de servicios públicos. La red de ‘casals’ (casas del pueblo), que tiene unas cien sedes, hace posible que la política esté presente en la vida cotidiana. Muchos catalanes rechazan ser nacionalistas: se definen como independentistas. Con esto quieren decir que si tuvieran más derechos democráticos no habría tanto interés por separarse de España. Las experiencias políticas rurales pueden ser más interesantes que las de Barcelona, que vive dominada por las lógicas y lobbies del turismo.



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