De las “no víctimas” de la
violencia invisible. In memoriam.
Tribuna Feminista
Abogada.
Presidenta de L'Escola AC
Esto es caso real
ocurrido en un juzgado de un pueblo de la provincia de Barcelona ahora mismo.
Se trata de una mujer, podía ser María. Pero podría ser la de muchas. Hay
muchas Marías.
María, madre de 2 hijos, un niño de 8 y una niña de
15, toda la vida trabajó y fue una madre pues como todas, lo hizo lo mejor que
pudo. Casada con el padre de sus hijos, su primer novio desde la adolescencia,
aguantó el gusto por el alcohol y alguna que otra sustancia que él tenía,
incluso durante un proceso de desintoxicación. Entre el trabajo, los niños, disgustos
y alguna alegría, a María se le pasaba la vida.
Sin embargo, llegaron tiempos peores y la vida se
llevó a sus dos pilares en dos meses; su padre y su hermano murieron
repentinamente y ella acusó el duelo más de lo que su entorno más cercano
estaba dispuesto a aguantarle. El padre de sus hijos decidió que era un momento
perfecto para abandonarla e irse con otra mujer, a la casa de ésta y se fue
cuando quizás ella fue la única vez que lo necesitó. Se fue a un nuevo hogar y
le dejó a los hijos, pero no le dejó ni un solo euro para mantenerlos, ni
tampoco para pagar la hipoteca de la casa de ambos. Al duelo por las muertes,
sumemos el duelo por el rompimiento, que no es poco.
Pasado casi un año, el marido de María, sin oficio ni
beneficio conocido pero sí en la economía sumergida, decide que quiere
recuperar su casa, la que lleva meses sin pagar, y que la mejor manera para hacerlo es
manipular a su hija adolescente. Todas las que hemos sido adolescentes
sabemos que es el peor momento de la vida en el que te llevas fatal con tu
madre. Tú quieres hacer o que te da la gana y tu madre te obliga a hacer lo que
tienes que hacer. Lo más parecido a una guerra doméstica que vives hasta
entonces. Pues ese es el momento que el marido de María, muy inteligentemente,
escoge para “hacerse cargo” por primera vez en la vida de sus hijos y
llevárselos a vivir con él, bajo promesa de libertad y caprichos.
A las pocas semanas María recibe una demanda de
divorcio contencioso, en la que su marido le exige que salga de su casa para ir
él y además, una pensión de 550 euros. Con 1.200 euros que gana María,
pretendía la abogada que redactó la petición en la demanda que María pagara la
hipoteca (400 euros), la pensión de alimentos (550 euros), y se supone que
buscar un alquiler y vivir con los 350€ restantes. Además le proponía un
régimen de visitas de los hijos con su madre de 8 horas quincenales. Como si
María nunca se hubiera ocupado de ellos o algo peor.
Llegada la vista para el juicio en enero de este año,
la bogada de María se opone frontalmente a la petición, solicita la custodia
compartida, especialmente con el niño de 8 años alegando que la única razón por
la que el padre quiere hacerse cargo de los hijos es por un interés económico
sobre la vivienda familiar que, no olvidemos, ella pagaba en exclusiva.
Hasta este momento nos encontramos ante una situación
en que María está sufriendo dos tipos de violencia machista, muy habituales,
pero muy invisibilizadas, la psicológica y la económica. Pero la peor estaba
por llegar, la judicial. En el acto de juicio, sorpresivamente y contra
cualquier norma procesal, la fiscal de menores y la jueza deciden que, a puerta
cerrada y sin que los abogados de las partes estuviéramos presentes, iban a
mantener una conversación con la adolescente antes de decidir qué hacer. La
jugada del padre fue magistral y convino con su hija que la mejor manera de
asegurarse el éxito de la operación era que ella le dijera a la fiscal y a la
jueza que su madre era alcohólica, incapaz de cuidarlos y que ellos no serían
felices hasta que no volvieran a casa, pero que su madre se fuera de allí. A
todo esto, la abogada del padre, con esa versión más que interiorizada,
vertiendo todo tipo de dudas sobre María y su capacidad de cuidar a sus hijos.
Y no lo hacía por dinero, porque era una abogada de oficio. Simplemente por,
ceguera.
Efectivamente, una vez acabada la “entrevista
informal”, la jueza y la fiscal nos comunican su decisión. Después de lo
expresado por la niña, María debe abandonar la casa, para que su marido, que
hasta el momento nunca tuvo el menor interés en sus hijos, viviera allí con
ellos, por el bien de los menores porque, en las palabras de la fiscal “no se
podían arriesgar a que pasara nada a esos niños”. Quiero decir que existió un
informe psicológicos de los servicios de justicia que decía que María era una madre funcional con
un vínculo normal y fuerte con sus hijos, que si bien se estaba viendo superada
por el cúmulo de experiencias negativas necesitaba ayuda para superar sus
duelos, no representaba en ningún caso un peligro para sus hijos. Al
menos se consiguió un régimen de visitas de un fin de semana quincenal, sin que
los hijos se quedaran a dormir con su madre por oposición expresa de la abogada
del marido, y que la pensión fuera de 250 euros.
María volvió a su casa, sola, para preparase para la
mudanza, y sus hijos y el padre de estos a la casa donde vivían hacía meses sin
el menor problema. Pasaron mese en los que María cumplió religiosamente con el
pago de la pensión de alimentos, así como con el pago de la hipoteca de la casa
en la que el padre seguía sin aportar nada. María buscaba piso y ayuda, porque
estaba cada vez más hundida. Su madre no se la dio, ni nadie de su familia. Su
estado de salud era cada vez más precario. El padre de sus hijos no cumplió con
el régimen de vistas ni una vez, y nunca le llevó a sus hijos para que la
vieran. Lo que sí hizo fue acosarla a diaria, junto con su hija, para que se
fuera de la casa que ella estaba conservando y pagando para todos. Hasta el
punto que instaron la ejecución de la sentencia para poner a María de patitas
en la calle, tuviera donde ir, o no. Las mismas juezas y fiscal que, con
la única base del testimonio de una adolescente destrozaron a la vida de María,
dieron vía libre a la ejecución y desahucio de María.
La
última vez que vimos a María fue en julio. Delgadísima, tristísima, muy
demacrada. Casi se movía por inercia. Todos sus problemas no eran suficientes porque, debido a su estado, la
empresa en la que llevaba trabajando más de diez años decidió que también era
una carga para ella y la despidió. En todo el verano no supimos de ella
hasta que hace unos días llamó para preguntar si le debía dinero a la
procuradora. No lo debía. Estaba mal. Ella nunca entendió que le estaba
pasando y porqué nadie la quería ni la ayudaba.
A
María la encontraron muerta en su casa hace tres noches, sola. El 15 de octubre la enterraron. Su hija puso en su
perfil una foto con ella y un “Mami t’estimo”. Del pobre crío de 8 años que ha
quedado huérfano no sabemos nada. Su abogada llamó a la abogada del marido para
notificarle que ya podía ocupar la casa a placer, y hizo un escrito a la jueza
y la fiscal para comunicarles que la ejecución del desahucio ya no era
necesaria gracias a sus justas y precavidas decisiones.
María no contará en ninguna estadística de violencia
de género ni saldrá en la noticias. No habrá concentraciones por ella. Por eso
escribo esto, por todas las Marías “no víctimas” de violencias invisibles.
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