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LA
ABDICACIÓN
Cuando llamo a la puerta de Jaime Ortega,
durante mi visita a Cuba, me abre Alejandro, un joven encantador. Le explico
que desearía hablar con el cardenal. Amable, simpático y trilingüe, Alejandro
me dice que espere un momento. Cierra la puerta y me deja solo en el rellano.
Transcurren dos o tres minutos y la puerta se abre de nuevo. De pronto, ante
mí: Jaime Ortega y Alamino. Aquí está, en persona: un hombre anciano me observa
de la cabeza a los pies, con una mirada inquisidora, dubitativa y obstinada. Es
un hombre regordete, de barriga prominente, sobre la que pende una cruz
gigante, cuyo tamaño parece aún mayor debido a la talla reducida del personaje.
Me invita a
entrar en su despacho que hace esquina y se disculpa por no haber atendido a
mis peticiones anteriores.
—Mi asistente habitual, Nelson, está en
España preparándose para obtener un título. Desde que se fue, todo está un poco
desorganizado —se disculpa Ortega.
Hablamos de
la lluvia y del buen tiempo, tema muy oportuno, ya que Martinica acaba de ser
azotada por un huracán, que se espera que llegue a Cuba en pocas horas. Al
cardenal le preocupa que los aviones no despeguen y no pueda regresar a
Francia.
Jaime
Ortega habla un francés impecable. Sin acuerdo previo, empieza a tutearme, a la
manera cubana. Y de repente, sin más formalidades, tras un intercambio de
impresiones de apenas unos minutos, me dice mirándome insistentemente:
—Si te
parece bien, podemos cenar juntos mañana.
Para poder
hablar con el cardenal de Cuba, uno de los prelados más famosos de América
Latina, tuve que armarme de una paciencia infinita. Fui cinco veces a La Habana
para obtener información, y las cinco veces el cardenal o estaba fuera del
país, o no estaba disponible, o no atendía a mis peticiones.
En el
arzobispado me dijeron que nunca recibía a los periodistas; en la recepción del
Centro Cultural Félix Varela, donde reside con toda discreción, me aseguraron
que no vivía allí; y su portavoz, Orlando Márquez, respondió a mis preguntas
porque, según me advirtió, el cardenal no tendría tiempo de recibirme
personalmente. La suerte hizo que una mañana, en el arzobispado, entrara en
contacto con una amable persona que me invitó a visitar los lugares más
reservados del catolicismo cubano, me confió algunos secretos fundamentales y,
por último, me proporcionó la dirección exacta del cardenal Ortega.
—Allí vive
Ortega, en el tercer piso, pero nadie se lo dirá, ya que desea mantener su
privacidad —me confía mi fuente.
A semejanza
de Rouco Varela en Madrid y de Tarcisio Bertone y Angelo Sodano en el Vaticano,
Ortega se apropió de los dos últimos pisos de una especie de palacio colonial
espléndido, asomado a la bahía de La Habana, y lo convirtió en su residencia
privada. El lugar es magnífico, entre flores exóticas, palmeras e higueras, con
una ubicación ideal en la calle Tacón, en la ciudad vieja, justo detrás de la
catedral barroca y relativamente cerca de la sede del episcopado cubano.
Esta
especie de hacienda urbana, que posee un claustro con un hermoso patio, fue
durante mucho tiempo el cuartel general de los jesuitas, luego sede de la
diócesis, y convertido hoy en el Centro Cultural Félix Varela.
En este
edificio, la Iglesia cubana imparte cursos de idiomas y concede diplomas de
enseñanza general reconocidos por el Vaticano, pero no por el gobierno cubano.
Pasé varios días en la biblioteca, abierta a los investigadores, antes de
descubrir, disimulado en el ala derecha, un ascensor privado que sube al tercer
piso. En una puerta intermedia, se lee: «No pase. Privado», sin más
indicaciones. Entro.
Cuando
Benedicto XVI visita Cuba por primera vez, en marzo de 2012, está al corriente
de los abusos sexuales en América Latina, pero todavía no es consciente de su
magnitud. Ese papa, que conoce poco el mundo hispánico, no sabe que en él la
pedofilia se ha vuelto endémica, especialmente en México, en Chile, en Perú, en
Colombia y en Brasil. Sobre todo cree, como todo el mundo, que Cuba está a
salvo.
¿Quién le describió detalladamente al
santo padre la situación de la Iglesia cubana? ¿Le informaron en el avión o fue
al poner el pie en La Habana? Lo que me aseguraron dos fuentes diplomáticas
vaticanas distintas es que Benedicto XVI descubre de repente, estupefacto, la
extensión de la corrupción sexual de la Iglesia local. Tres diplomáticos
extranjeros acreditados en La Habana y varios disidentes cubanos que permanecen
en la isla también me describieron esta situación con todo detalle. Algunos
católicos de Little Habana en Miami, el pastor protestante de origen cubano
Tony Ramos, así como los periodistas de WPLG Local 10, una de las principales
cadenas de televisión locales, me aportaron asimismo informaciones valiosas con
ocasión de varios viajes a Florida.
Si ya es
difícil preguntar en general sobre cuestiones sexuales en el seno de la
Iglesia, hablar de los abusos cometidos por los sacerdotes cubanos es una
misión prácticamente imposible. La prensa está completamente controlada; la
censura en la isla es total; Internet está bloqueado, es lento y carísimo. Sin
embargo, en Cuba todo se sabe, como iría descubriendo.
—Respecto a
los abusos sexuales, aquí, en la Iglesia de Cuba, ocurre lo mismo que en
Estados Unidos, en México o en el Vaticano —me previene de entrada Roberto
Veiga—. Misas negras de domingo, orgías, casos de pedofilia, prostitución: la
Iglesia cubana está muy comprometida.
Veiga fue
durante mucho tiempo el responsable del diario católico Espacio Laical.
Este cargo le permitió trabajar oficial y directamente durante diez años con el
cardenal Jaime Ortega, y conoce el sistema católico desde dentro. Luego, se
alejó de la Iglesia y entró a formar parte de Cuba Posible, un grupo de
intelectuales disidentes que se distanciaron tanto de la Iglesia como del
régimen castrista. Me entrevisto con Veiga en el hotel Plaza, en compañía de
Ignacio González, mi «mediador» cubano. Hablamos largamente sobre las tensas
relaciones entre la Iglesia y el régimen comunista de los hermanos Castro.
—Aquí
vivimos una auténtica guerra civil entre el gobierno y la Iglesia durante los
años sesenta —prosigue Roberto Veiga—. Los hermanos Castro y el Che Guevara
consideraban que el episcopado estaba en la oposición al régimen y se dedicaron
a debilitar el poder del catolicismo: cerraron numerosas iglesias,
nacionalizaron las escuelas privadas y hostigaron, controlaron o deportaron a
los sacerdotes. El propio Jaime Ortega fue detenido, como él mismo ha explicado
muchas veces, pero extrañamente fue enviado a los campos de las UMAP cuando
acababa de ser ordenado sacerdote.
Los campos
de las UMAP (Unidades militares de ayuda a la producción), de triste memoria,
fueron campos de reeducación y de trabajos forzados, creados por el régimen
castrista para deportar allí a todos los que no querían hacer el Servicio
Militar Obligatorio. La gran mayoría eran, por tanto, objetores de conciencia,
y aproximadamente el 10 % restante estaba compuesto por disidentes, opositores
políticos, campesinos que se habían opuesto a la expropiación de sus tierras,
testigos de Jehová, homosexuales y sacerdotes católicos. Si bien a partir de
1959 la Iglesia fue muy maltratada por los revolucionarios cubanos, parece que
fueron pocos los seminaristas y los simples sacerdotes deportados a los campos
de las UMAP, si exceptuamos a los que eran al mismo tiempo objetores de
conciencia, disidentes políticos u homosexuales.
En su
célebre relato, el escritor cubano homosexual Reinaldo Arenas explica que,
entre 1964 y 1969, el régimen cubano abrió esos campos para «curar» a los
homosexuales. Obsesionado por la virilidad y los prejuicios, Fidel Castro
consideraba que la homosexualidad era un fenómeno pequeño burgués, capitalista
e imperialista. De modo que había que «reeducar» a los homosexuales y reconducirlos
al buen camino. La técnica utilizada, de triste recuerdo, la describe
detalladamente Arenas, que estuvo internado en ellos: se proyectaban
fotografías de hombres desnudos ante los ojos de los «pacientes», que recibían
al mismo tiempo descargas eléctricas. Se creía que esas terapias «reparadoras»
podían corregir poco a poco su orientación sexual.
Tras haber
sido liberado de uno de esos campos, Jaime Ortega, que fue ordenado sacerdote a
los 28 años, empieza una larga carrera discreta en la Iglesia cubana. Quiere
pasar esa página negra y que se olviden de él. Tiene un buen sentido de la
organización y del diálogo y, sobre todo, está dispuesto al compromiso con el
régimen para evitar de nuevo la prisión y la marginación del catolicismo en
Cuba. ¿Es esa estrategia la buena?
—Era la
única opción posible. Ortega comprendió que la resistencia no era la solución y
que solo el diálogo podía funcionar —subraya Roberto Veiga.
En el
arzobispado de La Habana, donde le realizo la entrevista, monseñor Ramón Suárez
Polcari, el portavoz del arzobispo actual, hace el mismo análisis:
—La difícil
experiencia de los campos de las UMAP marcó profundamente al cardenal Ortega. A
partir de entonces escogió el diálogo en vez de la confrontación. La Iglesia no
debía presentarse ya como un partido de oposición. Era una decisión más
valiente de lo que parece: significaba que había que quedarse allí, no
exiliarse, no renunciar a la presencia católica en Cuba. También era una forma
de resistencia.
En las
paredes del arzobispado, una lujosa residencia de color amarillo y azul,
situada en el centro de la ciudad de La Habana, veo grandes retratos del
cardenal Ortega, colgados con motivo del cincuenta aniversario de su
sacerdocio. Hay fotografías de cuando era niño, joven sacerdote, joven obispo y
finalmente arzobispo: un verdadero culto a la personalidad.
El director
del Centro Cultural Félix Varela, un laico llamado Andura, también me confirma
la pertinencia de esta decisión de colaborar con el régimen comunista:
—La iglesia
cubana no almacenó armas como se dijo, pero es cierto que estaba claramente en
la oposición en la década de 1960. Para nosotros, los católicos, fueron unos
años negros. Era absolutamente necesario retomar el diálogo. Pero ¡esto no
quiere decir que seamos una rama del gobierno!
Descubierto
por el nuncio apostólico del nuevo papa Juan Pablo II, Ortega es nombrado
obispo de Pinar del Río en 1979 y luego arzobispo de La Habana en 1981. Tiene
45 años.
Jaime
Ortega comienza entonces un meticuloso trabajo de acercamiento al régimen con
el objetivo de que se reconozca plenamente a la Iglesia católica en Cuba. En
1986-1987 entabla negociaciones discretas al más alto nivel del Estado, que
desembocan en una especie de pacto de no agresión: la Iglesia reconoce el poder
comunista y los comunistas reconocen el catolicismo.
A partir de
esta fecha, la Iglesia recupera una forma de legitimidad en Cuba, condición
necesaria para su desarrollo. Poco a poco se autorizan de nuevo las clases de
catecismo, el episcopado empieza a publicar revistas, prohibidas hasta entonces
y los nombramientos de obispos se realizan con prudencia, aparentemente de
forma independiente, pero con vetos discretos por parte del poder. Se producen
encuentros, primero informales, luego más oficiales, entre Fidel Castro y Jaime
Ortega. Se plantea la hipótesis de una visita del papa. Por esta estrategia
eficaz, y por su valentía, el arzobispo de La Habana es elevado a la púrpura
cardenalicia por Juan Pablo II en 1994. El sacerdote se convierte en uno de los
cardenales más jóvenes de su época.
—Jaime
Ortega es un hombre de una gran inteligencia. Siempre tuvo una visión a largo
plazo. Posee un raro olfato político y muy pronto previó que el régimen tendría
necesidad de pacificar su relación con la Iglesia. Cree en el tiempo —añade
Roberto Veiga.
Monseñor
Ramón Suárez Polcari también destaca el talento del cardenal:
—Ortega es
un hombre de Dios, pero a la vez tiene una gran facilidad de comunicación.
También es un hombre de ideas y de cultura. Está bien relacionado con artistas,
escritores, bailarines…
A partir de
entonces, Ortega organizó con un gran sentido de la diplomacia el viaje de tres
papas a Cuba, el primero histórico, de Juan Pablo II en enero de 1998, después
el de Benedicto XVI en marzo de 2012, y dos viajes de Francisco, en 2015 y
2016. También tuvo un papel importante en las negociaciones secretas que
permitieron el acercamiento entre Cuba y Estados Unidos (para ello se
entrevistó en Washington con el presidente Obama) y participó en las
negociaciones de paz entre el gobierno colombiano y las guerrillas de las FARC
que tuvieron lugar en La Habana, antes de retirarse en 2016.
El
intelectual brasileño Frei Betto, que conoce bien Cuba y es autor de un
importante libro de entrevistas con Fidel Castro sobre la religión, me resume
el papel del cardenal en una entrevista en Río de Janeiro:
—Conozco
bien a Ortega. Es un hombre de diálogo, que intentó un acercamiento entre la
Iglesia y la revolución cubana. Tuvo un papel decisivo. Yo le respeto mucho,
aunque siempre ha mostrado sus reservas respecto a la teología de la
liberación. Él fue quien supervisó los viajes a Cuba de tres papas, y Francisco
ha estado allí dos veces. Casi podría decir, bromeando, ¡que es más fácil
encontrar hoy a Francisco en La Habana que en Roma!
El coste de
esta extraordinaria trayectoria fue un compromiso inevitable con el régimen.
—A partir
de la década de 1980, Ortega no tuvo relaciones fluidas con la oposición y los
disidentes. Sus relaciones son mucho mejores con el gobierno —comenta con
objetividad Roberto Veiga.
En el
Vaticano, algunos diplomáticos comparten esta opinión, como por ejemplo el
arzobispo François Bacqué, que durante mucho tiempo fue nuncio en América
Latina:
—Nos
parecía excesivamente condescendiente con el régimen —me dice Bacqué.
En Roma,
hay otras voces aún más críticas: un nuncio se pregunta si no servía «a dos
amos a la vez»: el papa y Fidel. Otro diplomático cree que la Iglesia cubana no
es independiente del poder y que Ortega hizo un doble juego: al Vaticano le
decía una cosa y a los hermanos Castro, otra. Es posible. Pero parece que el
papa Francisco, que conoce bien la situación política cubana, sigue confiando
en Jaime Ortega.
En otro
viaje a Cuba, que realicé con el colombiano Emmanuel Neisa, uno de mis
investigadores para América Latina (cambiando de pasaporte y varias veces de
alojamiento para no llamar la atención), nos entrevistamos en La Habana con
numerosos disidentes cubanos, entre otros Bertha Soler, la portavoz de las
famosas Damas de Blanco, el valienteactivista Antonio Rodiles, el artista Gorki
o el escritor Leonardo Padura (y algunos otros que no puedo citar aquí). Los
puntos de vista varían, pero casi todos enjuician con severidad el papel de
Ortega, aunque esos disidentes reconocen que desempeñó un papel positivo en la
liberación de algunos presos políticos.
—Yo diría
que el cardenal Ortega defiende el régimen. No tiene una actitud crítica
respecto a los derechos humanos o a la situación política. Y cuando el papa
Francisco vino a La Habana, censuró el régimen mexicano y el régimen
estadounidense por la cuestión de la inmigración, pero no dijo nada sobre la
falta total de libertad de prensa, de libertad de asociación, de libertad de
pensamiento en Cuba —me explica Antonio Rodiles, al que entrevisté en cuatro
ocasiones en su domicilio de La Habana.
En cambio
Bertha Soler, con la que también hablo, es más indulgente a la hora de juzgar a
Jaime Ortega: su marido, Ángel Moya Acosta, un opositor político al que
entrevisto junto con ella, fue liberado tras ocho años de cárcel, como otro
cien disidentes, gracias a un acuerdo que el cardenal negoció con el régimen
cubano, el gobierno español y la Iglesia católica.
Para Ortega,
era inevitablemente difícil mantener el equilibrio entre, a la derecha, la
línea anticomunista dura de Juan Pablo II y del cardenal Angelo Sodano, a cuyo
círculo pertenece, y, a la izquierda, la necesidad de un compromiso con los
hermanos Castro. Sobre todo teniendo en cuenta que, a principios de los años
ochenta, Fidel se apasiona por la teología de la liberación: el líder máximo
lee a Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff y publica, como he dicho, un libro de
entrevistas con Frei Betto sobre la religión. De repente Ortega, diplomático
versátil, empieza a denunciar con moderación, y a la vez, los excesos del
capitalismo y del comunismo. En lugar de la teología de la liberación, elogiada
por Castro pero combatida en toda América Latina por Juan Pablo II y Joseph
Ratzinger, aboga sutilmente por «una teología de la reconciliación» entre los
cubanos.
—En su
juventud, Ortega se situaba más bien en el movimiento de la teología de la
liberación, pero luego evolucionó —me confirma, en Miami, el pastor de origen
cubano Tony Ramos, quien conoció a Ortega en La Habana, cuando tenía 18 años, y
coincidió un tiempo con él en el mismo seminario.
Ramos
precisa, con una frase sibilina (y desea mantener el resto de nuestra
conversación en off):
—Ortega
siempre ha vivido en conflicto, como muchos sacerdotes.
Es cierto,
como me sugieren varios contactos entrevistados en La Habana, que el régimen
conocía perfectamente las relaciones, los encuentros, los viajes, la vida
privada y las costumbres de Jaime Ortega, fueran las que fueran. Dado su nivel
jerárquico y sus frecuentes conexiones con el Vaticano, está claro que el
cardenal era vigilado las 24 horas del día por la policía política cubana. Una
de las especialidades de esta policía es precisamente comprometer a
personalidades destacadas filmándolas en sus aventuras sexuales, en su
domicilio o en hoteles.
—El
cardenal Ortega es un títere completamente controlado por el régimen de Castro.
Está en manos de Raúl Castro. No olvide que Cuba es la sociedad más vigilada
del mundo —me dice Michael Putney, uno de los periodistas más respetados de
Florida, al que entrevisto en la sede de WPLG Local 10 al norte de Miami.
¿Fue obligado a «cantar» Ortega, como
sugieren algunos? ¿Era él, o su entorno, tan vulnerable que no tenía ningún
margen de maniobra para criticar al régimen? Uno de los mejores especialistas
anglosajones en cuestiones de inteligencia cubana me dice, durante un almuerzo
en París, que el cardenal Ortega y su entorno fueron vigilados directamente por
Alejandro Castro Espín, hijo del expresidente Raúl Castro. Incluso se dice que
el jefe oficioso de todos los servicios secretos cubanos elaboró con los años,
gracias a una tecnología de vigilancia muy sofisticada, un dosier completo
sobre los líderes de la Iglesia católica en Cuba, y sobre Jaime Ortega en
particular. En otras palabras, Ortega es «atendido» («protegido»), a muy alto
nivel. Alejandro Castro Espín, personaje en la sombra, es el coordinador del
Consejo de defensa y seguridad nacional, que reúne a todos los servicios de inteligencia
y contrainteligencia cubanos: él mismo sería el oficial de enlace del cardenal
Ortega. Se encargaría de todas las negociaciones con el Vaticano y, aunque
prácticamente no tenemos ninguna imagen suya (sabemos que perdió un ojo en la
guerra de Angola), apareció en los últimos años en una única fotografía, en
compañía de su padre Raúl, junto al papa Francisco.
—El régimen
castrista tiene una larga experiencia en comprometer a personalidades
destacadas y opositores al régimen utilizando como arma su sexualidad. Y la
homosexualidad es una de las herramientas más poderosas de chantaje cuando uno
no ha salido del armario, sobre todo si se trata de un sacerdote o de un obispo
—me dice esta misma fuente. (Estas informaciones se añaden a las impresionantes
revelaciones de espionaje y chantajes sexuales del régimen, que el teniente
coronel Juan Reinaldo Sánchez, guardia personal de Fidel Castro, realiza en su
libro La vida oculta de Fidel Castro, publicado después de su exilio.)
Hace unos
años, el testimonio en la televisión de un excoronel de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias cubanas, Roberto Ortega también fue noticia en los medios
cubanos. Desde su exilio en Estados Unidos, dio a entender que el arzobispo
Jaime Ortega llevaría una doble vida: habría tenido relaciones íntimas con un
agente del servicio secreto cubano, descrito como un «negro macizo de seis pies
de altura» (1,83 metros). Según este excoronel, el gobierno cubano tendría
vídeos y pruebas concretas sobre Jaime Ortega. Estos elementos eran útiles como
medios de presión o de chantaje al cardenal, a fin de garantizar su pleno apoyo
al régimen de Castro. Aunque esta entrevista de televisión dio pie a muchos
artículos de prensa, que se pueden encontrar en línea, y no fue desmentida por
el propio cardenal Ortega, no proporciona ninguna evidencia concreta. En cuanto
a las palabras del excoronel, si bien los expertos que entrevisté las
consideran creíbles, también pueden haber sido alimentadas por rumores o por un
deseo de venganza inherente al exilio político.
Lo que es
seguro, en cualquier caso, es que los escándalos sexuales dentro de la Iglesia
se han multiplicado en Cuba desde hace varias décadas, tanto en la
archidiócesis y en el episcopado, como en muchas diócesis del país. Surge con
frecuencia un nombre: el de monseñor Carlos Manuel de Céspedes, un cura de la
parroquia de San Agustín, exvicario general de la archidiócesis de La Habana y
persona cercana Ortega. Aunque le atribuían el título de «monseñor», Céspedes
nunca fue consagrado obispo, tal vez a causa de su doble vida: su
homosexualidad y su aventurismo sexual están bien documentados; su relación conla
policía política cubana también (se decía que le gustaba «bendecir el pene de
los muchachos», me comenta un célebre teólogo).
—Ha habido
muchos escándalos de pedofilia aquí en Cuba, mucha corrupción sexual, una
verdadera bancarrota moral de la Iglesia. Pero la prensa, obviamente, nunca ha
hablado de ello. El gobierno lo sabe todo; tiene todas las pruebas, pero nunca
las ha utilizado contra la Iglesia. Las guarda por si algún día necesita
usarlas. Es la técnica de chantaje habitual del régimen —me dice Veiga.
Los rumores
sobre la homosexualidad de muchos sacerdotes y obispos del episcopado cubano
son tan frecuentes en La Habana que casi todas las personas que entrevisté en
la isla —más de cien testimonios, incluidos los principales disidentes,
diplomáticos extranjeros, artistas, escritores e incluso sacerdotes de La
Habana— me los explicaron con toda clase de detalles y nombres.
—Hay que
tener cuidado con los rumores. Pueden proceder de cualquier parte. No hay que
subestimar el hecho de que siempre hay enemigos de la Iglesia en el seno del
gobierno, aunque Fidel y Raúl Castro han evolucionado estos últimos años
—relativiza M. Andura, el director del Centro cultural Félix Varela. Y añade,
con cautela, negando aparentemente lo que acaba de decir—: Dicho esto, la
homosexualidad ya no es un delito en Cuba desde hace mucho tiempo. Si los
chicos tienen más de dieciséis años, que es la edad de la mayoría sexual aquí,
si consienten, y no hay relación de dinero o de autoridad entre ellos, no es un
problema en sí misma.
Orlando
Márquez, el director del periódico del episcopado cubano Palabra Nueva y
el portavoz del cardenal Ortega, con quien ha estado trabajando durante veinte
años, también acepta recibirme. Buen comunicador, hábil y friendly,
Márquez no elude ninguna pregunta. ¿Había que transigir con el régimen
comunista?
—Si el
cardenal Ortega no hubiera elegido la línea del diálogo, no habría obispos en
Cuba, es así de sencillo.
¿Qué piensa
de los rumores sobre la homosexualidad del cardenal Ortega?
—Es un
rumor muy antiguo. Lo he escuchado muchas veces. Es porque lo enviaron a los
campos de los UMAP, ahí es donde comenzó el rumor. ¡Hay personas que me dicen
que yo también soy gay, porque estoy cerca de Ortega! —agrega Márquez,
estallando en carcajadas.
¿Fue
informado el cardenal Ortega de los abusos sexuales en el arzobispado de La
Habana, como sugieren muchos diplomáticos acreditados en Cuba? ¿Los habría encubierto?
¿Qué sucedió exactamente en la jerarquía católica cubana? Cuatro testigos de
primera mano me confirman el número de estos escándalos sexuales y su extensión
a lo largo de muchos años: en primer lugar, un sacerdote, al que conocí por
recomendación de un diplomático occidental; un responsable de la Mesa de
Diálogo de la Juventud Cubana (una ONG especializada en derechos humanos y
juventud); una pareja de activistas cristianos, y, finalmente, un cuarto
disidente cubano. Estas informaciones también son confirmadas en Madrid por
buenos conocedores de Cuba. En Santiago de Chile, dos personas próximas a Fidel
Castro, a las que entrevisté, también me proporcionaron información valiosa
(Ernesto Ottone, exdirigente del Partido Comunista de Chile, y Gloria Gaitán,
la hija del famoso líder colombiano asesinado). En el mismo Vaticano, tres
diplomáticos de la santa sede meconfirman que ha habido graves problemas de
abusos sexuales en Cuba. El expediente es altamente confidencial para la
Secretaría de Estado, pero es bien conocido por algunos diplomáticos del papa
Francisco, dos de los cuales, el «ministro del Interior» Giovanni Angelo Becciu
y el diplomático monseñor Fabrice Rivet, han estado acreditados en La Habana.
También se
me ha sugerido que el papa Francisco habría pedido al cardenal Ortega que
abandonara el arzobispado de La Habana por su pasividad y su encubrimiento
respecto a estos escándalos. Este dato no es correcto. Como me confirma Guzmán
Carriquiry, que dirige la Comisión pontificia para América Latina en el
Vaticano, Jaime Ortega tenía casi ochenta años en el momento de su renuncia, y
el Papa ya le había prolongado mucho más allá de la edad límite, por lo que era
normal que fuera reemplazado.
Monseñor
Fabrice Rivet, que fue el número dos de la embajada de la santa sede en La
Habana y que incluso estuvo junto a Benedicto XVI cuando este recibió a Fidel
Castro en la nunciatura, se niega a hablar on the record, aunque nos
vemos cinco veces en la Secretaría de Estado. A propósito de Ortega, del que en
ningún momento habla mal, solo me hace el siguiente comentario sibilino: «Es
muy controvertido». (Los cardenales Pietro Parolin y Beniamino Stella, que
fueron respectivamente nuncios en Caracas y en Cuba, también están bien
informados de la situación, al igual que Tarcisio Bertone, que viajó cinco
veces a Cuba; uno de sus secretarios privados, el futuro nuncio, Nicolas
Thévenin, estuvo acreditado en Cuba. Thévenin, evidentemente bien informado, me
transmitirá, a través del periodista Nicolas Diat, con ocasión de un almuerzo
con este último, información muy valiosa sobre Ortega, Cuba, la homosexualidad
y los comunistas. Georg Gänswein, que también tuvo como asistente a Thévenin,
está asimismo al corriente de todo el asunto.)
Interrogado
en su casa de Roma en dos ocasiones, el cardenal Etchegaray, que fue embajador
«volante» de Juan Pablo II y conoce muy bien Cuba, tiene una opinión más
favorable de Ortega, al igual que el cardenal Jean-Louis Tauran, antiguo
«ministro de Asuntos Exteriores» de Juan Pablo II, con quien discutí
detalladamente estos casos de escándalos sexuales, y que afirma que se trata de
«puras especulaciones».
Hay otros
en Roma y en La Habana que son más locuaces. Y a veces basta con una pregunta
aduladora, con la promesa del off, para que hablen abiertamente sobre
los escándalos del arzobispado.
En primer
lugar, es impresionante el número de homosexuales entre los sacerdotes y los
obispos de Cuba. Protegidos en el obispado, esta auténtica masonería se hizo
muy visible, desbordando ya el armario. Además, es muy «practicante». Me
describen al detalle la famosa misa del domingo por la noche en la catedral de
La Habana, que en la década de los noventa se convirtió en un lugar de ligue
homosexual muy popular en la capital.
Luego están
los sacerdotes y prelados del Vaticano que visitan Cuba regularmente como
turistas sexuales, con la bendición de la jerarquía católica cubana. He
visitado clubes y fiestas especializadas donde los sacerdotes europeos van de
caza en La Habana. De modo que Cuba se convierte, al menos desde mediados de la
década de 1980, en un destino elegido por quienes son a la vez «de la
parroquia» y siguen metidos «dentro del armario».
—En cierto
modo, los religiosos creen que están al margen de las leyes de los hombres, y
en Cuba más que en cualquier otro sitio. Creen que su estatus especial
justifica y legitimael hecho de poder situarse en un terreno donde no rige el
derecho común —me indica prudentemente Roberto Veiga.
En el
episcopado cubano, también me hablan de abusos sexuales «internos» a
seminaristas o sacerdotes jóvenes, perpetrados por prelados. Al parecer,
algunos monsignori contrataban chicos de compañía, y abusaban de estos
jóvenes a cambio de una módica suma de dinero. A menudo, y según un testimonio
de primera mano, se invita a prostitutos para practicar sexo en grupo donde
abundan las palabras groseras —«pinga», «friqui friqui», «maricones»— y las
humillaciones. En caso de negarse a participar en estas fiestas sensuales, son
denunciados a la policía, que detiene sistemáticamente a los chicos y deja en
paz a los prelados.
La
prostitución masculina es masiva en Cuba, especialmente gracias a una red de
clubes y bares especializados. También se practica en las aceras cercanas a los
lugares más de moda como Las Vegas, Humboldt 52 (ahora cerrado), La Gruta o el
café Cantante. Abundan los chaperos en torno al Parque central, igual que por
la noche en la Calle 23 o en el famoso Malecón. En un país donde la corrupción
está generalizada, y donde no existe la protección que ofrecen los medios de
comunicación ni hay garantías judiciales, no sorprende demasiado que la Iglesia
católica adoptara malos hábitos en Cuba, más que en otros lugares.
—El
cardenal Ortega está al corriente de todo lo que sucede en el arzobispado: lo
controla todo. Pero si hubiera dicho algo sobre los abusos sexuales dentro de
la Iglesia, los cometidos por las personas de su círculo más próximo y por los
obispos, su carrera habría terminado. De modo que cerró los ojos —me dice un
disidente entrevistado en La Habana.
Esta
cobardía, estos silencios, esta omertà, estos escándalos son tan
extraordinarios que hizo falta mucho valor para que el entorno de Benedicto XVI
pusiera al corriente al papa antes o durante su estancia en La Habana. Cuando
el santo padre escucha lo que le dicen, y se entera sobre todo del alcance del
problema de la archidiócesis de La Habana, aunque ya conocía la extensión de la
«suciedad» de la Iglesia (según sus propias palabras), siente ahora
repugnancia. Según un testigo, el papa, al escuchar esta historia, lloró de
nuevo.
A partir de
ahí habría surgido una fuerte tensión entre Benedicto XVI y Ortega, quien ya
tenía «relaciones muy especiales» con el papa (según un testigo que asistió a
su reunión). Joseph Ratzinger ya no puede soportarlo más. Se derrumba. El papa,
que se ha pasado toda la vida intentando combatir el Mal con intransigencia y
dureza, se encuentra ahora rodeado, acorralado, literalmente cercado por
sacerdotes homosexuales o escándalos de pedofilia. ¿Es que no hay un solo
prelado virtuoso?
—El viaje
de Benedicto XVI a Cuba fue un caos. El papa estaba fuera de sí, consternado y
profundamente conmocionado porque acababa de enterarse de la magnitud de los
abusos sexuales de la Iglesia cubana. Por qué continuó su viaje en estas
condiciones es algo que no sé. Lo único cierto es que una semana después de su
regreso a Cuba decidirá renunciar —me confirma Roberto Veiga, en presencia de
uno de mis investigadores, Nathan Marcel-Millet.
Ya en
México, durante el mismo viaje, el papa había sufrido un desengaño. Pero ¡Cuba!
¡Incluso en Cuba! Así que no se trata de excesos, ni de accidentes: es todo un
sistema. La Iglesia está llena de «impurezas», dijo; pero ahora descubre que la
Iglesia está corrompida en todas partes. Cansado a causa del jet lag y
de su estancia en México, donde se hirió levemente en la cabeza en una caída,
el santo padre sufre físicamente; en Cuba, comienza a sufrir moralmente. Todos
los testigos lo confirman: el viaje es «horrible». Puede decirse incluso que
fue un «verdadero calvario».
En la
paradisíaca isla de Cuba, el papa descubre la extensión del pecado en la
Iglesia. «En la red también hay peces malos», dirá más tarde, desesperado. El
viaje a Cuba es la caída del viejo Adán.
—Sí, fue en
su viaje a México y a Cuba cuando el papa Benedicto XVI empezó a contemplar la
idea de su renuncia —me confirma Federico Lombardi, en una de las cinco
entrevistas que mantuvimos en la sede de la fundación Ratzinger. (Lombardi
acompañó al papa a América Latina).
¿Por qué el
régimen de Castro, que conoce todos los detalles de estos escándalos en los que
está implicado el episcopado cubano, no actúa? Le pregunto sobre este aspecto a
Roberto Veiga:
—Es un
potente elemento de control del régimen sobre la Iglesia. No denunciar estos
casos de prostitución y de pedofilia en cierto modo es encubrirlos. Pero
también es una forma de garantizar que la Iglesia, que sigue siendo una de las
principales fuerzas de oposición en la isla, nunca se volverá en contra del
régimen.
A su regreso
de La Habana, Benedicto XVI es un hombre destrozado. Algo se ha roto en su
interior. Es «una gran alma asfixiada». Por todas partes, a su alrededor, las
columnas del templo se han resquebrajado.
Unas
semanas más tarde, el papa decide renunciar (no anunciará públicamente su
decisión hasta seis meses más tarde). En su libro testamento, Últimas
conversaciones, el papa apunta dos veces al viaje a Cuba como el momento
desencadenante; y aunque solo se refiere a su fatiga física y a la «carga» que
supone su misión papal, según varias fuentes se puede afirmar que estaba
«conmocionado» por el conocimiento que tuvo sobre los abusos sexuales durante
ese viaje. Cuba debió de ser la última estación del largo vía crucis que fue el
pontificado de Benedicto XVI.
—¿La caída?
¿Qué caída? Es un acto de libertad —me dice el cardenal Poupard, malhumorado,
cuando le pregunto sobre el final y la caída de Benedicto XVI.
¿Renuncia,
abdicación, acto de libertad? Lo cierto es que el 11 de febrero de 2013,
durante un consistorio de rutina, Benedicto XVI renuncia. Durante la misa
inaugural del pontificado, ocho años antes, había declarado: «Rogad por mí,
para que aprenda a amar cada vez más [a su] rebaño. Rogad por mí, para que, por
miedo, no huya ante los lobos». Los lobos acaban de derrotarle. Es la primera
vez en la era moderna que un papa renuncia y también la primera vez, desde el
papado de Aviñón, que dos papas comenzarán a convivir.
Nos resulta
difícil imaginar hoy lo que supuso ese trueno en el cielo del Vaticano.
Preparada en secreto durante varios meses, la renuncia de Benedicto XVI resultó
brutal. En el momento del anuncio, la curia, tan tranquila y despreocupada, se
convierte por un momento en La Última Cena de Leonardo da Vinci, como si
Jesucristo acabara de decir otra vez: «En verdad os digo que uno de vosotros me
traicionará». El tiempo, una vez más, está fuera de quicio. Los cardenales,
mudos, aterrorizados, miembros ahora de una comunidad dislocada, protestan en
el desorden de su amor y de su verdad: «Señor, ¿soy yo?». Y el papa, sereno
ante su decisión, conteniendo su drama interno, aliviado ahora que ha dejado de
«lucharconsigo mismo», sin preocuparse ya apenas por esta curia agitada, tan
mezquina, tan perversa, tan falsa, por ese mundo de intrigas donde son tantos
los rígidos que llevan una doble vida, donde los lobos le han derrotado, vence
por primera vez. Su abdicación, estallido de luz, gesto histórico que le hace
finalmente grande, la primera buena decisión, y quizá la única, de su breve
pontificado.
El hecho es
tan inaudito que aún hoy resulta difícil controlar todos sus flujos y efectos.
Ya nada será como antes: al abdicar, el papa «descendió de la cruz», como dijo,
pérfidamente, Stanislaw Dziwisz, el exsecretario privado del papa Juan Pablo
II. El catolicismo romano alcanzó su perigeo. El oficio de papa es ahora un
pontificado de duración fija, casi un CT [contrato temporal]; se requerirá un
límite de edad; el papa se convierte en un hombre como cualquier otro, y su
poder se reduce al volverse temporal.
Todo el
mundo entendió también que la enfermedad no era más que una de las razones de
la renuncia, entre todas las invocadas para explicar este gesto tan
espectacular. El portavoz de Benedicto XVI, Federico Lombardi, multiplicó las
intervenciones para insistir en que solo el estado de salud del santo padre, su
debilidad física explicaban su gesto único en la historia. Su insistencia
provocó risas.
El estado
de salud del papa es un factor. Joseph Ratzinger sufrió un derrame cerebral en
1991, lo que le produjo, como él mismo explicó, una pérdida progresiva de
visión del ojo izquierdo. También lleva un marcapasos para controlar una
fibrilación auricular crónica. Pero no parece que en 2012-2013 hubiera
aparecido un problema de salud nuevo que explicara su decisión. El papa no
estaba al borde de la muerte, está vivo y tiene más de noventa años. La storytelling
se ha repetido demasiado para ser verdad.
—El
Vaticano explicó la renuncia del papa por problemas de salud: obviamente, era
una mentira, como ocurre a menudo —afirma Francesco Lepore.
Pocos
periodistas, teólogos o incluso miembros de la curia romana con los que me he
reunido están dispuestos a considerar seriamente que la renuncia de Benedicto
XVI tuviera relación con su salud. Tras el desmentido aparente, en la más
perfecta tradición estalinista, incluso los cardenales a los que interrogué
reconocen que hubo «otros factores».
Al final de
su largo vía crucis, podemos afirmar aquí que el papa Benedicto XVI tiró la
toalla por muchas razones mezcladas o superpuestas, entre las que la
homosexualidad ocupaba un lugar central. De las catorce estaciones de esta Vía
Dolorosa, yo mencionaría: el estado de salud; la edad; la incapacidad para
gobernar; el fracaso del cardenal Bertone en la reforma de la curia; las
polémicas religiosas y la desastrosa comunicación; el encubrimiento de los
escándalos pedófilos; el fracaso de su teología sobre el celibato y la castidad
de los sacerdotes debido a los abusos sexuales; el viaje a Cuba; Vatileaks I;
el informe de los tres cardenales; el saqueo metódico del pontificado por parte
del cardenal Sodano; los rumores o las posibles amenazas respecto a Georg
Gänswein o a su hermano Georg Ratzinger; la homofobia interiorizada o el
síndrome Ratzinger por último, Mozart, porque ese papa que detestaba el ruido
prefirió recuperar su piano y la música clásica que tanto echaba de menos.
Dejaría aquí abierto el debate sobre el peso que cada
una de las catorce estaciones del vía crucis de Benedicto XVI tuvo en el acto
final de su crepúsculo de Dios. Cada uno puede aportar los matices que quiera,
revisar el orden o el peso de una estación en relación con otra. Todo lo que
puedo decir aquí es que de estas catorce estaciones del largo vía crucis deBenedicto
XVI, que duró ocho años, al menos diez de ellas están relacionadas directa o
indirectamente con la cuestión homosexual, una cuestión que fue también su
drama personal.
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EPÍLOGO
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